INTRODUCCIÓN

No cabe duda de que el poder hegemónico de un país, sobre todo si es firme y duradero, produce una reacción adversa en sus rivales potenciales, una herida profunda que se convierte en crítica acerba y rencor persistente, producto de una mezcla justificada en parte, pero malsana, de envidia y de temor. Es algo que ha ocurrido en todos los tiempos. Y si no, véase en nuestros días la reacción frente a la potencia universal de los Estados Unidos de Norteamérica.

Es algo inevitable. El poder por sí ya presupone la utilización de medios difícilmente graduables, por muy buena voluntad que se ponga. No hay frontera definida entre justicia e injusticia, y ciertas limitaciones de libertad producen odios y resentimiento.

Son cosas que no ocurrirían en un mundo ideal, pero la realidad nos prueba que son el producto del destino y de la necesidad, lo que a veces se concreta en esa palabra tan precisa y tan equívoca que es «Imperio». Un Imperio que, como nos recordaba Ortega y Gasset, sigue el indeclinable camino del sol, de Oriente a Occidente, China, India, Persia, Grecia, Roma, España, Inglaterra, Estados Unidos y...1

* * *

La resistencia y la crítica a esos poderes, grandes, universales, sucesivos, se limitó en el tiempo a quienes a ellos se sentían subordinados, pero cesaban a partir del momento en que cesaba la hegemonía. Lo que puede parecer sorprendente es lo que ha ocurrido con el que algunos llaman el Imperio español, que no fue tal, sino algo muy característico y singular, como iremos viendo a lo largo de estas páginas.

Lo sorprendente y curioso a lo que me refiero es la persistencia de la crítica y del rencor a través de los siglos. La animadversión, más que contemporánea, viene a posteriori, se exacerba durante la decadencia y renace en cualquier momento a impulsos de la mínima coyuntura internacional en que nos veamos implicados, más aún si destacamos en ella. A menudo también por motivaciones políticas del día.

¿Por qué los ecos de la leyenda negra resucitan en cuanto España empieza a jugar un papel de relieve en la escena internacional?

¿Por qué en cuanto se manifiestan con cierta virulencia las corrientes disgregadoras internas?

¿Por qué resurgen, con disfraz o sin disfraz, en cuanto revive la tradición católica española frente a la crisis moral y de valores que pretende corroer a las nuevas generaciones?

* * *

Reconozco que para mí ha habido un detonante que es el que me lleva, en parte, a escribir esta obra. Se trata de la publicación, con gran aparato propagandístico, de un libro titulado Imperio, del que es autor un escritor británico nacido en Rangún (Birmania), que reside en Barcelona desde 1992. En España se le conoce por una biografía sobre Felipe II, publicada hace pocos años.

El propósito de este autor, Henry Kamen, no puede estar más claro:

«En este libro —escribe— pretendo deconstruir2 el papel de España». Efectivamente, va a hacerlo en más de setecientas páginas. De ellas extraigo solamente dos frases:

«Los historiadores españoles del siglo xvi engañan, adornan y falsean».

«Fuera de Castilla, todo el mundo sabe que España no existe».

Dos perlas de sabiduría histórica y de talento político que no son sino una muestra de otros grandes logros del «brillante hispanista», que iremos conociendo y comentando.

Un buen historiador y crítico, Ricardo García Cárcel, dice que a Kamen lo que le interesa más es el mercado y que por ello ha escrito su obra con voluntad polémica.

Si no fuera porque se trata de un historiador de cierto prestigio y porque su obra está cuajada de erudición y de documentación exhaustiva, no valdría la pena comentar tal cúmulo de dislates interpretativos. Kamen escribe con gran aportación de datos, si bien casi todos conocidos. Es un concienzudo investigador. Lo malo es que todo lo interpreta de modo agresivo, retorciendo los argumentos, machacando con insistencia en los tópicos antiespañoles y llevando de la verdad a la mentira.

El Imperio que da título al libro es ya en sí un término equívoco, pues el poder de España en los siglos xvi y xvii nunca tuvo carácter imperial. Ya en el subtítulo de su obra Henry Kamen se contradice: «La forja de España como potencia mundial». ¿No quedábamos en que España no existía?

Pero no quiero entrar en más comentarios en esta introducción. La parte fundamental de este libro va a estar dedicada a presentar, más bien a recordar, algo muy conocido, sobre lo que han escrito admirables páginas los más ilustres y bien documentados historiadores españoles y extranjeros: la verdad de la hegemonía de los siglos xvi y xvii. De unos dominios, de unas Españas que no acabaron en Rocroi ni en el tratado de Utrecht. Y de un señorío de los mares que duró hasta Trafalgar, un «Imperio» que se mantuvo hasta principios del siglo xix.

Es una hegemonía universal sin parangón por su extensión y por su duración, por lo menos hasta la Commonwealth británica, y distinta de cualquier otra por el distinto modo de imperar hispánico, que ya comentaremos. Pues bien, desde su origen, con los Reyes Católicos, ha ido unida a una leyenda negra que bajo varios disfraces y matices empieza entonces y no acaba. Siempre artera, inteligente, si inteligencia puede ser una mezcla bien dosificada de verdad y mentira.

Por eso, a ella, a la Leyenda Negra, a la antigua y a la de nuestro tiempo, me voy a referir, a veces al hilo de la obra de Kamen, prueba ésta de la continuidad de tal leyenda, pues ya en ella aparecen alusiones directas o subliminales de las dos facetas más frecuentes y dañinas, que en nuestros días aún pueden seguir deformando, tergiversando y engañando. Me refiero a los enfoques politizados que con pretendidas o torcidas bases históricas tratan de justificar ambiciones secesionistas.

Y no quiero dejar en el olvido a quienes quieren dar la vuelta al siglo xx español, presentándonos una gran falsificación llena de tópicos y de rencores, resucitando viejas heridas, siempre con una determinada tendencia.

No es casualidad, ni mucho menos, que estas corrientes disolventes y «progresistas», coincidan con los argumentos y métodos de la vieja Leyenda Negra.

A rebatirla, en sus bases antiguas y recientes, con la verdad de la hegemonía española de pasados siglos y con los datos auténticos de los tiempos recientes, va a estar dedicado este libro.

1 La preponderancia francesa, de Luis xiv a los dos Napoleones, no pasó de ser un colonialismo, disperso y limitado a la vez, pero nunca supuso un Imperio universal. El Imperio de Napoleón I fue más bien una hegemonía europea y familiar.

2 El término «deconstruir» es un invento postmoderno del filósofo francés Jacques Darrida. Viene a decir que todos estamos oprimidos por falsas interpretaciones oficiales del pasado y del presente. Para liberarse de ellas, hay que deconstruir. Hay que derribar signos y símbolos, conceptos y criterios que nos han sido impuestos, crear un contrapoder, dar la vuelta a todo, en especial a la cultura vigente, al pasado que nos han contado. La teoría de Darrida no puede ser más confusa, pedantesca y demoledora. Sus seguidores quieren aplicarla a España, a su historia, a su cultura, incluso a las realidades presentes. Por mi parte pretendo que este libro sea todo lo contrario. Frente a la deconstrucción de Darrida, de Kamen y de la Leyenda Negra, la reafirmación de España, de su historia y de su cultura.


EL IMPERIO Y LA LEYENDA NEGRA

©  2004 by José Antonio Vaca de Osma

©  2004 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

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Con licencia eclesiástica de

Mgr Pier Giacomo Grampa, obispo

Lugano, 16-XII-07


Fotocomposición: M.T., S.L.

ISBN eBook: 978-84-321-3753-2

Depósito legal: M-18.484-2004

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A los Académicos de la Real Academia de la Historia, que nos demuestran con sus obras y su tarea académica y profesoral que España no es un mito.

ÍNDICE

Portada

Créditos

Índice

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE

I. EL CONCEPTO DEL IMPERIO EN LOS REINOS DE LA RECONQUISTA

II. A ELLOS SE LO DEBEMOS TODO

III. ESPAÑA DESCUBRE AMÉRICA

IV. LOS PRIMEROS EN EUROPA

V. LOS TRES SAMBENITOS: MORISCOS, JUDÍOS E INQUISICIÓN

VI. LA DINASTÍA IMPERIAL DESVÍA A ESPAÑA DE SU RUMBO

VII. EL IMPERIO DE CARLOS V, HONOR Y CARGA PARA ESPAÑA

VIII. LA CONQUISTA DE LAS ESPAÑAS DE ULTRAMAR

IX. BAJO SU IMPERIO NO SE PONÍA EL SOL

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

X. RELACIONES ENTRE ESPAÑA Y LA SANTA SEDE DURANTE EL SIGLO

Cristiandad, y Catolicidad española

Aparece el fenómeno protestante: León X y Carlos I

Felipe II y los Papas. Sixto V

Los Concilios de Trento

Don Juan de Austria, Lepanto y la Liga Santa

XI. «MIRÉ LOS MUROS DE LA PATRIA MÍA» (LOS REINADOS DE FELIPE III Y FELIPE IV)

SEGUNDA PARTE

XII. HISTORIA Y OPINIÓN SOBRE LA LEYENDA NEGRA

XIII. LA MILICIA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

XIV. LAS FINANZAS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

XV. YA NO SOMOS IMPERIO, PERO LA LEYENDA SIGUE...

XVI. EXALTACIÓN LITERARIA DE ESPAÑA

XVII. VOCES DE DECADENCIA Y DE ESPERANZA

XVIII. VOCES DE DECADENCIA Y DE ESPERANZA

XIX. LA LEYENDA NEGRA CONTEMPORÁNEA

ADVERTENCIA SOBRE BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

GALERÍA FOTOGRÁFICA

XI
«MIRÉ LOS MUROS DE LA PATRIA MÍA» (LOS REINADOS DE FELIPE III Y FELIPE IV)

Difícilmente podía tener digno continuador un rey tan grande en sus cualidades y en sus defectos como Felipe II. Tras su reinado, precedido por tan grandes monarcas como los Reyes Católicos y Carlos V, parecía imposible para una España soberbia y exhausta mantenerse en la cumbre y menos aún prolongar el ascenso que venía desde 1492. El siglo de gloria se acaba y empieza el declive, que no quiere decir la derrota, porque España seguirá contando como gran potencia hasta el siglo xix, es decir, de la Invencible a Trafalgar, siempre el mar...

La conciencia de la crisis empieza a sentirse hacia 1635. Castilla, en la que se apoya el enorme aparato imperial heredado de Carlos V, está esquilmada. Se acercaba el fatídico año de 1640. Aun así había cronistas como Matías de Novoa que consideraba el de Felipe III como «un reinado prosperísimo y dichoso, el más feliz y bienaventurado que tuvo el mundo».

Todavía la política imperial de la Casa de Austria seguía condicionando nuestra política en Europa, en unas contiendas que de día en día eran más nacionales y menos religiosas. Nacionalismos bohemios, magiares, flamencos, daneses, alemanes, polacos, suecos... España se ve obligada en muchos casos a oponerse por obligaciones dinásticas; se acerca la Guerra de los Treinta Años, y ello nos convierte en el enemigo común y pesará como un sambenito sobre España durante siglos.

Los deseos de paz eran como un sueño, una utopía, al llegar al trono Felipe III. No debe olvidarse que por entonces, incluso a fines del xvii, Carlos II y Guerra de Sucesión, España era mucho más extensa y poderosa, todavía, que en tiempos de Fernando e Isabel. Antes que la decadencia militar y diplomática vendrá el hundimiento moral. No hay más que recordar las «Empresas» de Saavera Fajardo y las ideas de Quevedo. «O subir, o bajar». Para mantenerse hacía falta impulso ascendente. Paro ello hacía falta también un gran rey. Felipe III no lo fue, le faltó proyección de futuro, una mano generosa para ofrecer y otra fuerte para amenazar; le faltaron los colaboradores adecuados, como los que más adelante tuvieron los Borbones Fernando VI y Carlos III... No le bastó a Felipe III con ser llamado «el Rey Piadoso».

* * *

Dos temas clave influyen decisivamente en la mediocridad y los defectos que llevan a la creciente crisis del reinado. En primer lugar, el agotamiento económico que obliga a los gobernantes a exigir a algunos territorios del reino, que hasta entonces poco o nada habían aportado, a contribuir con hombres y dinero al esfuerzo común militar y financiero. En segundo lugar, aunque no menos importante, el sistema de gobierno a base de validos, privados o favoritos, que ponían muchas veces sus intereses, rivalidades y caprichos por encima de una política coordinada, inteligente y sin derroches absurdos, a los que tan dados suelen ser estos políticos circunstanciales aprovechando las deficiencias del monarca. «Me temo que me lo han de gobernar», recordemos que decía Felipe II refiriéndose a su hijo Felipe III.

Estos tres Austrias menores, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, reyes cortesanos, en muy poco se parecen a sus contemporáneos, Luis xiii y Luis xiv, Gustavo Adolfo de Suecia y Guillermo de Inglaterra. Les falta toda iniciativa política de altura, dirección personal del Estado, viajar por sus reinos, Barcelona, Lisboa, Nápoles, Flandes... Cuanto más pequeño el rey, más divinización, más alejamiento de su pueblo; lo contrario de los grandes reyes medievales, sobre todo los Reyes Católicos. No bastaba Velázquez. No bastaban los manejos del duque de Lerma, cardenal y primer ministro, gran valido, que como decía la malévola copla: «Para no morir ahorcado —el mayor ladrón de España— se vistió de colorado». No bastaban las genialidades, la pasión de mandar del conde-duque de Olivares, con su mal enfocada «Unión de Armas»...

España todavía gobernaba medio mundo. Había en el Estado algo más que validos, intrigas cortesanas y nepotismos. Aún quedaba poder, prestigio militar y una gran escuela de diplomacia que va a vivir una de sus mejores épocas al servicio de su patria. Con más mérito porque muchas veces tuvo que actuar sin instrucciones, por propia iniciativa y hasta contra lo que se mandaba erróneamente desde Madrid. Era como una escuela que venía desde los tiempos del mejor político español, me atrevería a decir que de todos los tiempos, Fernando el Católico.

Decía yo en una de mis obras históricas1 que aquellos embajadores, en una verdadera edad de oro de la diplomacia española, lograron acuerdos muy importantes con Londres, la tregua de Bruselas, la solución del problema de Juliers-Clèves en Alemania, el que María de Médicis abandonara el «grand dessein» de Sully, las bodas y proyectos de bodas con Francia e Inglaterra, dominar al duque de Saboya, llevar al archiduque Fernando a la elección imperial, favorables alianzas al principio de la Guerra de los Treinta Años... Victorias logradas con paciencia, trabajo, inteligencia, astucia, gallardía, cultura, osadía, prudencia... y sin derramar sangre española y con poco gasto. Los protagonistas fueron, entre otros, el conde de Gondomar en Londres, el conde de Oñate en Viena, el marqués de Bedmar en Venecia, don Íñigo de Cárdenas en París, Zúñiga desde Madrid, el duque de Feria en varias misiones...

Lo más lamentable en esa larga etapa de los siglos xvi y xvii, de eso que algunos llaman el Imperio español, es que ni en plena época de los Austrias mayores ni en la decadencia de los menores hubo una visión clara y de conjunto, un plan duradero de lo que se debía hacer en todos aquellos Estados comprendidos en la Corona española. Fueron las circunstancias, la presión de cada momento las que mandaban. Faltaba pragmatismo y también visión de futuro. El glorioso esfuerzo de dos centurias iba a resultar estéril porque llevaría a la pérdida de casi todo, a la ruina del país. Quedaba, sin embargo, la enorme y dispersa extensión territorial de la Corona, tan grande había llegado a ser, y ello permitió, con la llegada de los Borbones, que hasta fines del siglo xviii España siguiera siendo una potencia mundial.

Todavía en el reinado de Felipe III se vivieron momentos de esplendor y de prestigio, con éxitos diplomáticos y militares. Brillante fue la acción diplomática en Italia del duque de Osuna y del marqués de Bedmar, a los que sirvió de enlace nada menos que Francisco de Quevedo, acción que pasó a la historia como la famosa «conjuración de Venecia».

En otras tierras, al borde de otro mar, los hermanos Spínola, Ambrosio y Federico, logran vencer la tenaz resistencia de Ostende y tomar la plaza. Ambrosio recibe por tal hecho el Toisón de Oro y el marquesado de los Balbases.

Prueba de cómo la leyenda negra utiliza los más sórdidos procedimientos y subterfugios es la forma en la que Henry Kamen en su libro Imperio relata de conquista de Ostende. Según él, los españoles sufrieron en la acción la desorbitada cifra de sesenta mil muertos y el vencedor Spínola es descrito como un afortunado hombre de negocios genovés, nombrado por un «austría­co», el archiduque Alberto; la banca Spínola pagaba los gastos, los héroes fueron los defensores, flamencos... Es decir, que para España nada quedaba, sólo los sesenta mil muertos.

La guerra de los Países Bajos resultaba ya insoportable para las dos partes. El principal obstáculo para llegar a una tregua era de carácter religioso, pero también el económico, ya que Holanda exigía el libre comercio con las Indias. El valido duque de Lerma decía: «es preferible que los Países Bajos se pierdan antes de que nos acabemos de consumir». Casi consumidos firmamos la tregua de La Haya en 1609, una inevitable derrota para España que consolidaba la independencia de Holanda, que a su vez se convertía en gran potencia de los mares y del comercio en perjuicio también para Portugal, del que era rey Felipe III. Claudicábamos además en nuestra política de defensa a ultranza del catolicismo, y lo mismo nos ocurre en relación a Inglaterra, donde se frustran los planes del conde de Gondomar.

En Portugal Felipe III disfrutó de unos de los mejores momentos de su reinado. Fue acogido en triunfo en todas las ciudades a su paso y por todas las clases sociales camino de Lisboa. Le acompañaban los más importantes personajes del país, el duque de Braganza, el duque de Barcelos, el almirante Lope de Azevedo y una acogida clamorosa con grandes fiestas le esperaban en la capital.

Ante los tres estados constituidos en Cortes, Felipe III fue jurado rey de Portugal acompañado del condestable del reino, duque de Braganza, que llevaba la espada de la Justicia. Después dedicó varios días a recibir audiencias, despachar asuntos y asistir a constantes actos en su honor. Era el rey en todos los sentidos. Pues bien, de Madrid le reclamaban «para los asuntos de Alemania», y allí marchó dejando una Lisboa, cuyo alcalde le pedía que declarase a su ciudad la capital de su imperio2.

¿Por qué dilapidó España tanta fortuna, tan espléndidos propósitos? ¿Por qué atender el Imperio a orillas del Danubio, que tan poco nos daba y tanto nos costaba, cuando nuestros reyes lo tenían allí, con su trono dispuesto, cara a las Américas, a orillas del Tajo? Quienes iban a celebrar la retirada serían sin duda franceses e ingleses, la Francia y la Inglaterra, siempre dispuestas a maniobrar contra la unidad peninsular, que por aquellos días estaba más cerca que nunca de estar gobernada desde Lisboa.

Un año después de su vuelta de Portugal, en marzo de 1621, Felipe III fallecía a los cuarenta y tres años de edad y veintidós de reinado. Todavía España contaba en Europa.

* * *

España, sin haber consolidado la unión de los reinos reconquistadores, se había lanzado a la conquista y colonización de medio mundo en su afán religioso de extender el catolicismo y obligada por la herencia del Emperador. España había llegado demasiado pronto a ser un Estado, a redondear sus fronteras, a la hegemonía continental. Todo gran país es el producto de un proceso de incorporación. Francia había llegado más tarde, pero a tiempo, a punto, coincidiendo su plenitud territorial y política. Toda nuestra historia, en cambio, es una serie de anticipaciones y de retrasos, pocas veces a la hora en punto. Sigo creyendo que sólo en 1492 y en el reinado de Carlos III. Y tal vez, ahora.

El tiempo de Felipe IV es un «tempus horribilis», un prolongado «momentum catastrophicum», ya que el reinado, uno de los más largos de nuestra historia, dura cuarenta y cuatro años. Se quiso hacer entonces una política moderna y centralista a ultranza, un absolutismo de derecho divino con los materiales de una monarquía en crisis galopante, entregada a los validos por unos reyes débiles. Es muy difícil arreglar una casa agrietada, un Estado agarrotado por el pesado aparato burocrático, esquilmado por guerras, con dominios inmensos y dispersos, con enemigos cada día más fuertes por todas partes. Con mentalidad de la Cristiandad medieval era imposible imponerse en tiempos de cartesianismo europeo y nacional.

La grandeza de los errores de Carlos I, heredados por Feli­pe II, no se sabe reparar con pragmatismo y buen sentido por sus sucesores. Queda el error, pero no la grandeza. Era la hora de liquidar la gran aventura europea, de consolidar nuestra descomunal aventura americana y de rematar la convivencia ibérica. Después del reinado de Felipe III, hasta cierto punto pacifista, España se va a encontrar desoladamente sola, apenas sin posibilidad de alianzas. Pero en vez de adaptarse a una política práctica, sin grandes pretensiones intencionadas, Olivares, que era un fanático de la casa de Austria y de su política imperial, se dedicó, patrióticamente, es cierto, a provocar la reacción en contra.

No tiene el conde-duque en cuenta que la política ya no es dinástica sino nacional, de modo que el Estado tiene que adecuarse —como dice Vicens Vives— al ambiente internacional, e interior, del siglo xvii, a «la razón de Estado», al modelo en el que el maestro era el cardenal Richelieu.

Además, Olivares no tuvo en cuenta el incipiente despertar de la periferia ibérica, y que convenía inventar un sistema que hiciera compatible el poder central con las bien medidas libertades de las regiones, sobre todo las basadas en la historia, en la auténtica, no en la falsificada. Olivares comprende que el problema es inevitable y se dispone a tomar unas medidas que en parte eran inteligentes, pero... Sus propósitos quedan anunciados en el Memorial que presenta al monarca al iniciar su privanza:

«Tenga V.M. por el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente V.M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia y conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos nervios de los que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si V.M. lo alcanza será el príncipe más poderoso de la tierra.»

Mientras Francia tenía la suerte de contar con gobernantes de excepción, reyes y ministros, a nuestro Felipe le correspondía enfrentarse a ellos a lo largo de un reinado «que se prolonga como una losa de pesadumbre histórica desde 1621 a 1665, una de esas etapas en las que parecen coincidir los problemas y los conflictos por todas partes. Y cuando cae Olivares, ¿noble valido?, el rey es incapaz de recuperar las riendas del poder.

El conde-duque, con buena voluntad y encomiable energía, había cometido varios graves pecados en alta política, sobre todo en la aplicación práctica de sus ideas. Por ejemplo, impedir que se prolongara la Tregua de los Doce Años con Holanda y provocar la guerra en Italia, enfrentándonos con la Francia de Richelieu, y sobre todo, la forma de enfocar las cuestiones de Cataluña y Portugal, derivadas hacia guerras graves sin sentido de la oportunidad y de la medida. Ahí está la clave más triste y lamentable de la privanza y del reinado.

A pesar de que la situación general no presentaba buenas perspectivas para España, Oswald Spengler escribe que por aquellos días Olivares en Madrid y el conde de Oñate en Viena eran los personajes poderosos en Europa. En el terreno militar lo confirmaban las victorias españolas en Fleurus, Nordlingen y Breda, así como la paz de Praga (1635). El conde-duque decía que todavía su ansia era hacer la paz. Por aquellas fechas ordenaba construir el palacio y jardines del Buen Retiro y se hacía retratar por Velázquez; en la toma de Fuenterrabía a los franceses, en la que no participó.

El gran historiador Vicens Vives reprocha a Olivares el no haber dedicado toda su atención a las Indias, que es de donde venía el dinero para sostener un ejército en forma. Cree que de ahí vienen los graves reveses del conde-duque en el mar, batalla de las Dunas (1639), y en tierra, Rocroi (1643), y la pérdida de Portugal. En efecto, las líneas de comunicación naval estaban a merced del enemigo. Para los que hablan de «Imperio», Imperio sin mar no es posible. Bien lo probaron Felipe II, Napoleón y Hitler.

Para disponer de medios, Olivares ideó la «Unión de Armas» incorporando a todos los reinos peninsulares a la gran empresa nacional. Pero para incorporar a una política común hay que aunar habilidad y fuerza. El conde-duque no tenía ni la una ni la otra. Además andaba vacilante entre el asimilismo a ultranza y un federalismo «descafeinado», como ahora se dice.

Escribía yo hace casi veinte años que la actitud de Olivares y sus vacilaciones eran una gran lección para no ser seguida en nuestro tiempo, en el que cada día aparece más confuso y conflictivo el juego a dos barajas entre centralismo y autonomías, sin saber por dónde se andan los unos y los otros y cediéndose en exceso a las presiones. Y por desgracia en ese terreno de arenas movedizas vamos de mal en peor. Esperemos que el pueblo español, con tantas experiencias pasadas, se mantenga unido, recordando a los Reyes Católicos y no a los cantonalistas de la primera República y a los de 1934.

Felipe IV y su valido se equivocaron de medio a medio con la famosa Unión de Armas. El maestro Palacio Atard dice que cometieron «un descabellado atentado contra la personalidad de las regiones». Atacaron, en efecto, a catalanes y portugueses por los bolsillos y las culturas; es decir, allá por donde las sensibilidades son mayores, en vez de seguir el ejemplo de Richelieu al que no le importó en su «grand dessein», con tal de mantener al país unido, ser tolerante en lo religioso, lo intelectual y el «pan y circo», con tal de no romper la unidad política.

* * *

Veamos ahora brevemente cómo se fueron desarrollando los principales episodios internos y externos durante el reinado de Felipe IV.

La unión política con Flandes era algo contra natura, condenada a romperse con el menor daño posible, al menos para el sur católico de los Países Bajos. Era lo contrario del caso de Portugal, unión natural, geográfica y humana que se iba a romper antinaturalmente.

La muerte de los gobernadores, primero el archiduque Alberto y no mucho después su esposa, la infanta Isabel Clara Eugenia, parecen anunciar que el espíritu de Carlos de Gante desaparece de aquellas tierras para siempre. De despedida todavía ha habido brillantes triunfos: en aguas de Gibraltar don Fadrique de Toledo derrota a la flota holandesa, y Spínola cumple la orden de Felipe IV: «Marqués de Spínola, (le da ya ese título) tomad Breda.» También se vence a los holandeses en el Caribe, y el general Tilly, con tropas hispano-imperiales, derrota al rey Christian de Dinamarca en Lutter, durante el período danés de la Guerra de los Treinta Años. Es algo así como el canto del cisne de la etapa de nuestra participación esencial en el Imperio. No debemos olvidar que en esta última etapa la gran figura española fue el cardenal infante don Fernando. Era éste, hermano de Felipe IV, hijo de Felipe III y de Margarita de Austria, es decir, Austria por los cuatro costados. Había nacido en El Escorial, a los diez años de edad era cardenal en Toledo y prior de Ocrato en Portugal. Luego fue gobernador de Cataluña y poco después enviado a Flandes. Tenía admirables condiciones, inteligencia, valor, prudencia, buen sentido. Habría sido un gran rey. Los celos de Olivares y su condición eclesiástica, por influencia del padre Aliaga, impidieron que fuera más adelante el monarca que España merecía en vez de la triste calamidad de Carlos II.

Fue el cardenal-infante don Fernando, el gran vencedor de la batalla de Nordlingen sobre los protestantes, acreditándose como uno de los más grandes capitanes de la época. Con el camino abierto ante él, se aproximaba a París. Como Alejandro Farnesio años atrás, no se decidió a conquistar la capital de Francia, cuando Luis xiii y Richelieu se preparaba para huir. En las guerras no se puede vencer a medias. Hay que rematar al enemigo, porque las circunstancias cambian, la fortuna es tornadiza, y Nordlingen, a la vuelta de la esquina, puede convertirse en Rocroi. La muerte de don Fernando (1641), última gloria de la casa de Austria, se puede decir que cerraba un ciclo de la historia de Europa y, en cierto modo, de la hegemonía española.

Estábamos ya en vísperas del fatídico 1640. Sin alianzas posibles a la vista, escasos de fuerzas, con Francia rencorosa, Inglaterra ofendida, las Indias lejanas, las rutas del mar amenazadas, los sentimentalismos en auge... ¿Adónde volver los ojos? Ganivet lo diagnosticaba muchos años después: «Noli foras ire; in interior Hispaniae habitat veritas».

El aparato burocrático montado por Felipe II era pesado e ineficaz. Las Cortes se reunían poco, el rey apenas viajaba por sus reinos y ya no había la armonía social de tiempos de los Reyes Católicos, como advertía el arbitrista González de Cellorigo. Y esos reinos Aragón, Navarra, Cataluña, Valencia, las provincias Vascongadas tenían organizaciones tradicionales, fueros y leyes peculiares que se respetaban desde tiempos de los Reyes Católicos. Olvidaba el gran conde-duque que los regionalismos, más que de razones estaban hechos de susceptibilidades. Y lo único que veían las regiones era que se les pedía soldados y dinero. Los tiempos eran malhadados, como decía Cervantes, que los vivió. Olivares era un economista funesto y estuvo mal rodeado y aconsejado. Se quejaba ante el rey: «¡Cabezas, señor, cabezas, eso es lo que no hay!» Es un caso que ocurría entonces y se repite a lo largo de nuestra historia: o no hay cabezas o quien manda no quiere verlas porque pueden oscurecerle, y el pueblo que no es tan buen vasallo como dice el romance, o las corta o las desprecia, o las eleva a los altares...

La guerra de Cataluña, por ser una cuestión de política interior, una guerra civil con aires revolucionarios, se sale de los obligados límites de este libro, la faceta imperial, y sólo puede interesarnos, parcialmente, en cuanto a que su relato e interpretación son también, en sí, una auténtica leyenda negra. Hagamos un breve resumen.

Las tropas que habían participado en la campaña del Rosellón, tan grata a los catalanes, se quedan de guarnición en varias plazas de Cataluña y en los puestos fronterizos con Francia. Esos tercios vivían a costa del país, según costumbre inmemorial.

Gobernaba el Principado en paz el marqués de los Balbases, pero al sustituirle el noble catalán don Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, estallaron algunos desmanes que no se supo evitar y luego contener. Se detuvo a varios personajes catalanes, lo que fue considerado una ofensa para el país. La cosa fue de mal en peor: ni se rectificó, poniendo generosa y hábilmente en libertad a los detenidos, ni se reforzaron las guarniciones para cortar de raíz la rebelión, que coincidió con la fiesta de los segadores llegados a la ciudad, tradición anual el día del Corpus. En número de 2.500 recorren Barcelona. Primero es la fiesta, luego los agitadores de siempre excitan el espíritu catalanista, se unen los clásicos desarraigados, carne de revolución, dispuestos a seguir las consignas y a aprovechar el justificado y difuso malestar de sectores de la población. El conde de Santa Coloma es cosido a puñaladas, pero los gritos de segadores y amotinados no tienen carácter separatista, todo lo contrario: ¡Visca el rey! ¡Muyra lo mal govern! ¡Visca la fe católica! Hasta piden que la Inquisición y el Obispo de Gerona condenen a «esos herejes de soldados de los tercios». Historiadores como Reglá y Jover dicen que aquellas jornadas fueron de carácter social, antiburgués, antiaristocrático, pero en modo alguno de carácter secesionista.

Lo absurdo, tal vez inevitable para Olivares, fue recurrir a la fuerza, con las trágicas consecuencias de que Felipe IV declarase la guerra a una de las regiones de su Corona. Algo que degeneró y se contagió a otras zonas de la península, Aragón, Valencia, Navarra, Andalucía, y sobre todo a Portugal. Con la ayuda de Francia. Qué más quería Richelieu, que reconocer a Cataluña como protectorado francés y república independiente, proclamando a Luis xiii conde de Barcelona. Los catalanes tardarían poco en darse cuenta de que depender de París es mucho más duro y centralista que ser un reino autónomo de la Corona española.

El caso de Portugal es bastante parecido en sus orígenes inmediatos pero muy distinto en antecedentes históricos: tributos exigidos, levas de soldados, pero no para un Rosellón fronterizo, sino para guerras lejanas, nombramientos de cargos de fuera del país, falta de la presencia del rey, escasas guarniciones, un clero levantisco y primitivo... Pero todas las potencias ayudaban a la rebeldía portuguesa. Richelieu, por ejemplo, ofrecía el envío de 12.000 infantes, quinientos de a caballo y 50 naves de guerra. Además Portugal contaba con el hombre adecuado para las circunstancias: el duque de Braganza, que sería Juan IV.

Era un modo suigéneris de aspirar a la independencia: «Castellanos y portugueses, porque españoles lo somos todos», en palabras de Camoens.

La unidad peninsular se ha ido haciendo sobre bases geográficas, étnicas, culturales e históricas. Puestos a romperla, podría deshacerse en cincuenta o más provincias marcadas por la naturaleza, ríos y montes, o por los dialectos, lenguas o acentos, o por caprichos de cualquier ciudadano ilustre, o por divisiones romanas o medievales, pero nada de privilegios para dos o tres que se autotitulan «comunidades históricas». El caso de Portugal, «un hecho de voluntad» como llama Sánchez Albornoz a su separación, sin más razón alguna, no sirve ni como ejemplo ni como precedente. Lo que exige la unida española, y no se cumplió en 1978, es estructurar sabiamente, ser tradicional y moderno a la vez, y no asustarse con las palabras. Todo menos un Estado fragmentado por las banderías y las reivindicaciones, por la inseguridad jurídica y por los partidismos políticos.

Las noticias de las rebeliones de Portugal y Cataluña llegaban a Madrid con una semana de retraso. La falta de visión y la incapacidad de los gobernantes era fabulosa. Ni reacción enérgica y urgente, ni apoyo decididos a los unionistas, ni acción diplomática para contrarrestar la de los franceses. Ni el rey Felipe ni el gran valido Olivares estuvieron a la altura de las circunstancias. Olivares acabó dimitiendo —había logrado irritar a todas las regiones del país pero ninguna en sentido separatista— y la guerra con Portugal se fue perdiendo.

Quedaba la cuestión de Cataluña para el sucesor del condeduque, su sobrino don Luis de Haro, marqués del Carpio. Hay que tener en cuenta que seguíamos inmersos en la guerra de los Treinta Años, que teníamos problemas en Nápoles y Sicilia y que las comunicaciones con América cada día eran más difíciles. España, cada vez más acosada, seguía siendo, a pesar de todo, una gran potencia mundial, eso que algunos llaman Imperio. Buena ocasión para incrementar todas las leyendas negras contra un enemigo en desgracia.

Es en los días en que don Luis de Haro sube al poder cuando se da la batalla de Rocroi (mayo 1643) que representa simbólicamente el fin del predominio militar español en Europa3. A los pocos días nuestro ejército obtuvo una notable victoria en la batalla de Tütlingen pero no se supo aprovechar, como siempre solía ocurrir con nuestras victorias en tiempo de los Austrias. Y poco después se empezaba a negociar con todas las desventajas en Westfalia.

En Cataluña seguía la guerra que debemos llamar civil, aunque en ella crecía la descarada intervención francesa. Es otra constante histórica, la intervención francesa en las guerras civiles españolas: entre Pedro el Cruel y Enrique II, entre agramonteses y beamonteses, en la contienda de Sucesión, con los 100.000 hijos de San Luis, en las carlistadas, en 1936-39... A Barcelona llegaban como generales en jefe o como verdaderos virreyes los nombres más ilustres de las armas de Francia, el príncipe de Condé, Schomberg, Vendôme, La Motte... Pero España todavía disponía de buenos generales que se opusieron con éxito a los franceses; por ejemplo el marqués de Mortara y don Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV con La Calderona. Lérida fue reconquistada por el rey Felipe que juró y cumplió respetar los fueros. Tarragona reconoció como su único rey al de España y rechazó al francés. También la Diputación del General (la Generalitat) se sometió a Felipe IV desde Manresa. Barcelona se rindió a los pocos días y don Juan José de Austria concedió generosas condiciones, amnistía general y honores militares. La paz fue acogida con gran alegría y los voluntarios catalanes «felipistas» expulsaron a los franceses hasta hacerles cruzar la frontera.

La guerra en Portugal se prolongó muchos años. A pesar de disponer don Luis de Haro de pocas fuerzas se estuvo a punto de conseguir la rendición de los rebeldes portugueses a la muerte de Juan IV, pero los franceses, aún después de la engañosa paz de los Pirineos, se volcaron en su apoyo a los independentistas enviando sus mejores tropas al mando del mariscal Schomberg. También idearon y fomentaron un acuerdo entre Portugal e Inglaterra, en virtud del cual los ingleses enviaron 10.000 infantes, 2.500 caballos y una escuadra contra España, a cambio de las plazas hispano-portuguesas de Tánger y Bombay. Grave error por parte de Felipe IV fue no poner «toda la carne en el asador» para vencer totalmente la rebelión portuguesa en los casi veinte años que duró, con alternativas muy favorables para las escasas tropas españolas del propio Haro y del marqués de Viana. Allí se jugaba no sólo una guerra sino el destino histórico de España. ¿Por qué se distraían entonces muchos miles de soldados enviándolo a Centroeuropa para ayudar al emperador Fernando III en su lucha contra el turco? Esos miles de combatientes habían sido reclamados por don Juan José de Austria para decidir la cuestión portuguesa. No fue atendido y el marqués de Caracena fue derrotado en Montes Claros o Villaviciosa por el francés Schomberg y el portugués Marialva. Así culminaba «el hecho de voluntad portugués» y se prolongaba el largo dolor histórico de la decadencia española.

Otra rebelión más, en Nápoles, la de Masaniello, como es habitual, a causa de los impuestos. La resolvieron bien don Juan José de Austria y el conde de Oñate, al vencer a los franceses, que una vez más aparecían donde más daño podían hacer a los españoles, ahora en ayuda de los sublevados napolitanos. Iban al mando del duque de Guisa. Y como en otras rebeliones ya comentadas, los napolitanos, a pesar de pretender su independencia republicana bajo protección francesa, lo hacían con estos gritos: ¡Viva el rey! ¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen del Carmen! Y una vez derrotado Guisa toda Nápoles gritaba ¡Viva la paz y viva el rey de España!

* * *

En Westfalia (1648) y en la isla de los Faisanes (1659) se liquidó la supremacía española en Europa, que pasó a manos de Francia.

Westfalia tuvo gran importancia continental. El Imperio habsburgués desaparecía como gran potencia, se establecía el predominio francés, aparecían dos nuevos Estados, Holanda y Suiza, y el Báltico pasaba a ser dominado por Suecia.

En la Paz de los Pirineos se benefició Francia con las plazas tan deseadas desde la Edad Media del Rosellón y la Cerdaña. Se impuso el criterio de fijar la frontera geográficamente en las cumbres pirenaicas sobre los desechos históricos del Casal D’Aragó.

Todavía vencían en aquellas vísperas los ejércitos de Feli­pe IV. Don Juan José, el ilustre bastardo, con el marqués de Caracena, derrotaba a los franceses en la gran victoria de Valenciennes, equivalente a Rocroi ya que murió en ella su jefe, el mariscal de la Ferté y con él once mil hombres. Luego, en la famosa paz de la Isla de los Faisanes no sacamos provecho alguno. Pérdidas en Flandes, pérdidas en Portugal, pérdidas en la frontera, devolución a Francia de los territorios de los franceses que habían servido a España, Condé, Turena, Enrique de Lorena, dote impagada por la boda de Luis xiv y María Teresa de Austria, infanta de España...

Estábamos sí, en plena decadencia, pero aún había fuezas para no perder territorios y dignidad a la vez. Algo de esa dignidad quedaba pero poco rentable.

Entonces, como tantas veces, fuimos más que nada, Quijotes. Eran tiempos de Cervantes. Y en los Faisanes, inevitablemente, el espíritu de don Quijote, en cuestión de negociaciones, poco tenía que hacer ante las ansias de Pantagruel y Gargantúa, la avaricia de Harpagon y la lógica de Montaigne.

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Una faceta de la leyenda negra, en cierto modo novedosa y hoy muy actual como arma política de los nacionalismos separatistas, es la de acusar a España de invasora y de opresora. Sin tener en cuenta factores geográficos, históricos, culturales, podríamos decir con Kant y con Ortega que olvidando la razón pura, la razón práctica y esa razón histórica que falsifican, los nuevos inventores y beneficiarios de la vieja y nueva leyenda, están hoy en sus glorias.

España invade el País Vasco y Cataluña, imperialista para andar por casa, como invadió con los Austrias Portugal, Navarra, Aragón, Cataluña, Nápoles, Sicilia y las Américas. España ¿o Castilla? es la gran invasora, la España del Madrid de Felipe II, la de la Inquisición, la de Cánovas del Castillo, la de Primo de Rivera y de Franco... Una leyenda mezcla de intereses políticos de partido, de internacionales oscuras, hoy sin padre ni madre pero bien orquestada, vinculada a todo lo que sea destruir valores tradicionales y cristianos, aunque con complicidades con sotana. Un cuadro de locura. En el siglo xvii, con otras caretas llevó a precipitar la decadencia española. Tal vez la lección de ayer pueda servirnos hoy.

Escribía yo hace unos años que el final del reinado de Felipe IV es como un símbolo de las grandezas y miserias de la monarquía. La institución no sólo resistió las durísimas pruebas de toda índole a las que se vio sometida, sino que gracias a ella no se deshizo y no desapareció del mapa como Estado y como nación. La Corona estuvo por encima de los desaciertos de los gobernantes, de los abusos de los validos, de las tendencias desintegradoras, todo ello con la presencia en la cumbre de un Estado absoluto centralizado de un monarca políticamente incapaz. A pesar de tan lamentables condiciones, en plena crisis, las revoluciones se hacían con vivas al rey. ¡Lástima que los dos más grandes personajes de la realeza española de la época, el cardenal infante don Fernando y don Juan José de Austria, cubiertos de méritos, no llegaran a ocupar el trono de Felipe IV!

Quevedo, Saavedra Fajardo y Gracián describen y diagnostican cuál era la situación de España y qué se podía esperar de un vástago real, verdadero fin de raza, como el pobre Carlos II.

«Miré los muros de la patria mía,

si un día fuertes, ya desmoronados...

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.»

Así escribía el poeta, allá por septiembre de 1665, cuando muere el rey Felipe IV. Al caer la tarde, camino de la cripta de mármol que él mismo preparó para su dinastía en el monasterio que su abuelo erigió en plena gloria, mirando a las cuatro esquinas de sus reinos.

1De Carlos I a Juan Carlos I, vol. I, Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

2 «Facer cabeça de su Imperio este antiga e ilustre çidade, mais digna de lo que todas as do mundo, asintendo aquí con su real corte».

3 Por parte española hubo 8.000 muertos y 6.000 prisioneros. Entre los muertos, el general en jefe, conde de Fuentes.





PRIMERA PARTE

I
EL CONCEPTO DEL IMPERIO EN LOS REINOS DE LA RECONQUISTA

El poder de España en Europa nace en tiempos de Fernando el Católico. Recuerdo con insistencia la frase de Felipe II señalando el retrato de su bisabuelo: «A él se lo debemos todo». Y la proyección de España en Ultramar se debe a la reina Isabel la Católica. Son dos hechos indiscutibles que explican la aparición simultánea de dos fenómenos históricos de extraordinaria trascendencia. En ellos están las razones auténticas de lo que Kamen llama «La forja de España como potencia mundial» y de que a su lado, como la sombra junto al cuerpo, aparezca la Leyenda Negra. Se dan, en aquellos años juveniles y vigorosos en los que culmina la Reconquista y se lanza la España unida hacia el exterior, dos circunstancias que provocan la reacción de los adversarios de aquel naciente poder.

La primera de esas circunstancias es precisamente la propia fuerza, la superioridad que se impone por tierra y por mar. La segunda es la intrínseca unión entre la Monarquía española y la religión católica. Téngase en cuenta que por aquellos mismos años se producía la ruptura protestante bajo sus formas luteranas, anglicanas, calvinistas... También que España se erigía en la abanderada de la Cristiandad frente a la amenaza otomana y se fijaba la misión evangelizadora de los territorios recién descubiertos. No se olvide que las riquezas de las Indias despertaban toda clase de ambiciones en los rivales de España.

* * *

Éste era el panorama a fines del siglo xv. Hasta entonces nadie se había referido a la existencia de un Imperio español. Hasta entonces, naturalmente, nadie lo había combatido ni lo había denigrado con argumentos seudohumanitarios que fueron degenerando en las famosas leyendas.

Imperioxvixvii