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LA AMÉRICA INGENUA

© Mariano Fazio, 2009

© Ediciones RIALP, S.A., 2009

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

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ediciones@rialp.com


© Foto AISA

Cubierta: Cristobal Colón. Alegoría al descubrimiento de América. Grabado.

ISBN eBook: 978-84-321-3984-0

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

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Índice

INTRODUCCIÓN

I. LOS PROTAGONISTAS La España Descubridora El poblamiento de América

Los mayas

Los aztecas

Los incas

El mundo indígena americano en 2. Un balance

II. LOS ANTECEDENTES

Los vikingos en América: ¿descubrimiento?

Especias y astrolabios

Las Islas Afortunadas

III. EL CICLO COLOMBINO

El Descubridor

La tenacidad colombina

El triunfo de la tenacidad

El mar tenebroso

La travesía

¡Tierra!

Dos entrevistas reales

La repartición del mundo

El fin de la utopía

Los rezagados

El paraíso terrenal y las cadenas infernales

América la bien llamada

El fin del Almirante-Profeta

IV. PRIMEROS ENSAYOS: EL ÁMBITO ANTILLANO

La Española: laboratorio social

¿Genocidio?

El segundo almirante

La burocracia creciente

El púlpito acusador

Un cardenal y tres frailes

Ahí vienen los flamencos

V. LAS GRANDES CONQUISTAS ARMADAS

El mar de Balboa

  Un polizón endeudado

  Pedrarias Dávila, el resucitado

  El bueno y el malo

La búsqueda del estrecho

  El mar dulce

  Magallanes: ¿despecho o traición?

  El Estrecho de Todos los Santos

  La victoria después de la muerte

  A las Filipinas. Ida... y vuelta

En el país de los aztecas

  Un estudiante fracasado

  Decisiones tajantes

  Los aliados

  Tenochtitlán

  De la derrota a la victoria final

  El Marqués del Valle

  Tonatiu, el sol aventurero

  El caos centroamericano

Los buscadores de tesoro

  Santa Marta, la primera

  Alemanes tropicales

  En busca de Eldorado

  El triple encuentro

  Don Quijote de las Indias

La conquista de Tahuantinsuyo

El porquero de Trujillo

Los Trece de la Fama

El camino de Cajamarca

Atahualpa

El ombligo del mundo

El Mariscal

Morir en Perú

Un virrey imprudente

El Pacificador

El reino de Quito

La búsqueda del tesoro

Fundador de ciudades

El vasallo leal

Tierra adentro

De la selva al altiplano

Un tuerto obstinado

Soldado de dos mundos

Los confines del Imperio

La fuerza de los mitos

El caballero del Mississipi

El Río de la Plata

Santa María del Buen Ayre

Del «Paraíso de Mahoma» a «Madre de Ciudades»

VI. LA EVANGELIZACIÓN

El sentido misional de la empresa americana

La Iglesia que vino a América

Los evangelizadores

Huitzilopochtli o la Cruz

La elevación humana del indígena

VII. LA BÚSQUEDA DE LA JUSTICIA

¿Libres o esclavos?

Los Caballeros de la Espuela Dorada

La utopía se hace realidad

Una bula con historia

Los Justos Títulos

Las Leyes Nuevas

¿Santo o embustero?

¿Conquista o pacificación?

VIII. LAS CONSECUENCIAS

La universalidad fue posible

De la papa al oro

América y la idea de revolución

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE DE NOMBRES

MAPAS DE REFERENCIA

INTRODUCCIÓN

La América ingenua que tiene sangre indígena,

Que aún reza a Jesucristo y aún habla en español

RUBEN DARÍO, Oda a Roosevelt

Con ocasión del V Centenario del Descubrimiento de América hubo en el mundo un gran debate histórico-filosófico. La valoración del hecho que sucedió el 12 de Octubre de 1492 será distinta según sean los principios morales e ideológicos de los que se parta. Sin embargo, los más entusiastas defensores y los más convencidos detractores de la labor de España en América coinciden en afirmar que el hecho reviste gran importancia y es uno de los hitos de la historia de la humanidad.

Quizá exageraba Francisco López de Gómara, en la dedicatoria que hiciera al Emperador Carlos V de su Historia General de las Indias cuando escribía que la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y Muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias. Exageración o no, nadie duda, pasadas cinco centurias, que el mundo efectivamente tomó otros rumbos tras el grito de ¡Tierra! que salió de la andaluza garganta de Rodrigo de Triana.

En torno al descubrimiento y conquista de América la polémica surge fácil. Se ha puesto en tela de juicio la misma palabra descubrimiento, que denotaría una visión histórica europocéntrica, instalada en la otra orilla del Atlántico. Algunos prefieren hablar de encuentro entre dos razas que vivían hasta entonces ignorándose mutuamente. Cabría decir que el encuentro equivaldría a «mutuo descubrimiento»: el asombro de Colón y sus compañeros al ver gentes de la color de los canarios, ni negros ni blancos, con cabellos gruessos quasi como sedas de cola de cavallos —son palabras del Almirante— sería similar al que tuvieron los indios cuando observaron por primera vez a unos europeos vestidos en manera tan extraña.

Fue un encuentro, es verdad. Y un encuentro decisivo. En pocos años, las dos razas se fusionarían en una, surgiría de la tierra americana una sociedad distinta a la peninsular, aunque no completamente otra, y distinta a la aborigen, aunque tomando muchos elementos de ella. La historia —la de la conquista como todas— pudo haber sido buena o mala, justa o injusta. Pero lo que no se puede hacer con dicha historia es borrarla de un plumazo. El descubrimiento y la conquista se dieron, y con tal fuerza, que modificaron creencias, usos y costumbres de todo un continente: se creó un Nuevo Mundo. Nuevo, por contraste con la Vieja Europa, y nuevo también por contraste con la Antigua América de las culturas indígenas. El hecho histórico está allí: de él dependemos americanos y españoles a distancia de medio milenio.

La historiografía sobre el descubrimiento y la conquista, tanto la surgida de plumas españolas como de americanas, es abundante. En ella podemos encontrar tendencias ideológicas de amplio espectro. Hay para todos los gustos. Con miopía, muchos han querido ignorar las barbaridades realizadas por huestes y conquistadores hispanos. Miopía más frecuente aún es la de quienes se empeñan en no ver nada positivo en la labor civilizadora y evangelizadora de España en América. Hay leyendas negras y hay leyendas blancas. Y como escribe Pereyra, convertir leyendas negras en leyendas blancas es tan ilegítimo como lo contrario.

El Imperio Español, con sus grandes concepciones y sus flacas rea­lidades —cito a Álvaro del Portillo— fue una estructura de largo aliento. A él pertenecimos durante siglos, y ese imperio configuró de modo decisivo nuestra fisonomía espiritual. Nuestro deseo es que, después de la lectura de estas páginas, alcancemos una valoración más objetiva de nuestro pasado americano común. Ojalá lo logremos.

I

LOS PROTAGONISTAS

Todo descubrimiento presupone un encuentro. Y el encuentro siempre se da entre dos realidades diversas. Las diferencias culturales entre los dos protagonistas de esta historia no podían ser más grandes. Uno de ellos era una de las principales potencias europeas; el otro se encontraba, en el mejor de los casos, en un estadio neolítico de desarrollo.

Ahora bien, hablar de dos protagonistas del encuentro es a todas luces una simplificación. Los europeos que cruzaron el océano provenían de diversas regiones, con sus costumbres, paisajes, instituciones y modos de ser peculiares. Distinta, aunque no en términos absolutos, sería la visión de un extremeño de la de un vasco. Y más distante aún se encontraría la visión de un genovés como Colón o la del florentino Vespucio.

Si las matizaciones son convenientes para el caso de los europeos, se hacen imprescindibles al tratar sobre los pueblos americanos: no es lo mismo la sociedad jerarquizada de los incas y de los aztecas que la mera agrupación tribal de los taínos o de los querandíes.

Hubo, pues, muchos encuentros —en la mayoría de los casos, violentos— que cosecharon diversos frutos y que pasaron por diferentes vicisitudes. Frente a la idealización que se ha hecho del mundo americano prehispánico —proceso en el cual tiene su parte el mismo Colón, con la imagen paradisíaca del Caribe que transmitió a Europa en su Carta anunciadora del Descubrimiento—, trataremos de señalar las luces y las sombras de las civilizaciones y culturas precolombinas.

La España Descubridora

1492 es año clave para España. Después de ocho largos siglos, la Reconquista llegaba a su fin. Doña Isabel de Castilla y Don Fernando de Aragón entraban en los primeros días de enero a la ciudad de Granada, último bastión moro de la Península Ibérica. El rey Boabdil, postrer representante del pueblo que invadió España en el 711, tuvo que escuchar de labios de su madre el duro reproche: Llorad como mujer, ya que no habéis sabido defenderos como hombre. Los pendones de Castilla flameaban campantes desde la Alhambra.

El punto final de la Reconquista constituía de por sí un suceso importantísimo para España: era la coronación de un proceso que había incidido decididamente en la formación del pueblo español. Un continuo empujar la frontera contra el moro hacia el sur, desde Asturias hasta Andalucía, fue objetivo primordial de los distintos reinos peninsulares. Portugal y Aragón habían cesado en la lucha siglos antes. Sólo Castilla tuvo que proseguir la reconquista de su territorio hasta finales del siglo XV. El pueblo castellano, recio como su naturaleza austera, había templado su espíritu guerrero a través de generaciones y generaciones de duros labradores y esforzados soldados.

Cuando se logró la toma de Granada, ya se habían puesto las bases para la reunión de las coronas de Castilla y Aragón, mediante el casamiento celebrado en 1469 entre Isabel y Fernando. Los dos reinos más importantes de la Península, tradicionalmente enfrentados por políticas e intereses opuestos, seguirían siendo dos reinos distintos, con sus instituciones y tradiciones propias, pero unidos en el matrimonio real. La descendencia de los Reyes Católicos debía llegar a ser, con los derechos que da la herencia en una monarquía, reyes de Castilla y Aragón. La reunión de los reinos estuvo a punto de naufragar por un sinnúmero de circunstancias fortuitas: muertes, nacimientos, incapacidades mentales, etc. Al fin, el nieto de Fernando e Isabel e hijo de Juana la Loca, Carlos, nacido en Gante el año de 1500, se convertirá en rey de Castilla y Aragón: será Carlos I de todas las Espannas. Si bien no hubo unificación de los reinos —que sólo se alcanzaría con Felipe V a comienzos del siglo XVIII—, la reunión de éstos bajo una misma corona ahorró a España estériles luchas fratricidas y la dotó de un poder jamás antes alcanzado, que la puso en el primer lugar entre las potencias europeas.

Entre las causas del poderío español cabe anotar, además de la liquidación del problema moro y la unión con Aragón, la política decidida de fortalecimiento de la Corona llevada a cabo por Isabel de Castilla. La creación de la Santa Hermandad, que quitaba a la nobleza atribuciones a la hora de dictar justicia, la revocación de mercedes otorgadas a los grandes nobles, la preeminencia del mérito personal a la clase social para el nombramientos de cargos, fueron algunas de las medidas adoptadas por la gran reina para asentar definitivamente el poder del trono sobre la revoltosa y orgullosa gran nobleza castellana.

Libres de problemas interiores urgentes, y con el trono fortalecido, los reyes —y en especial Fernando— realizaron una política internacional astuta que convertirá a los monarcas españoles en árbitros de Europa. Sus tercios, guiados por Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, conquistarán resonantes triunfos en Italia. En Roma, la Silla Pontificia la ocupa un español, Alejandro VI, de la familia Borja. La preponderancia española irá en ascenso hasta 1588, cuando la Armada Invencible sea calamitosamente vencida en un desafortunado combate contra los navíos británicos.

La Corona que capitula con Colón en Santa Fe, junto a Granada, está en pleno proceso de crecimiento y consolidación. Las grandes energías vitales, acumuladas en la lucha contra el moro, el afán de la Corona por conseguir medios económicos para sostener el recién conquistado poder político, el espíritu de cruzada en defensa de la fe, acrisolado por su enfrentamiento al infiel musulmán, encontrarán una nueva frontera que conquistar, allá, al otro lado de la mar océano. La circunstancia histórica, por parte de España, era la mejor.

El poblamiento de América

Si vamos a narrar el encuentro entre dos razas, y hemos realizado ya un somero análisis de la circunstancia española de 1492, nos vamos a referir ahora al otro protagonista del encuentro: el hombre americano.

¿Cuándo se pobló América, y desde dónde? A esta pregunta se le han dado muchas respuestas. Hubo un investigador argentino, Florentino Ameghino, que argumentó que el origen de la humanidad estaba en América, y más en concreto en la Pampa argentina. Los restos óseos que utilizó para dar apoyatura científica a su teoría fueron examinados posteriormente y todo acabó en un fiasco.

Un húngaro, Hrdlicka, sostuvo que el hombre americano proviene de oleadas sucesivas de asiáticos que pasaron por el estrecho de Bering en una fecha indeterminada entre el 10.000 y el 7.000 antes de Cristo.

Paul Rivet defendió sus tesis de poblamiento múltiple basado en serios estudios de antropología física, etnografía y lingüística. América, según el francés, se habría poblado por Bering y por dos corrientes oceánicas, procedentes la una de Australia y la otra de la Polinesia.

Los medios que habrían utilizado los primeros pobladores para llegar a América no ofrecen mayores problemas. Los provenientes de Australia y Polinesia habrían salvado la inmensa distancia con rústicas embarcaciones, ayudados por las corrientes oceánicas. En cuanto al estrecho de Bering, el paso del hombre a través de los noventa kilómetros que separan Asia de América vendría dado por un fenómeno físico ocurrido durante el período Wisconsin de las glaciaciones. Como la cantidad de agua del planeta es constante, la formación de hielos supuso un descenso de los niveles de mares y océanos. Por el estrecho de Bering convertido en puente pudo pasar el hombre asiático y la fauna transcontinental.

La tesis múltiple de Rivet es la que goza en la actualidad de mayor aceptación. Si hay consentimiento casi generalizado en torno al problema de su origen, mucho más polémico ha resultado el establecer una posible fecha del ingreso del hombre a América. La datación de los instrumentos líticos más antiguos encontrados en Estados Unidos oscila según los distintos arqueólogos entre los 100.000 y 30.000 años a. de C., e incluso se discute si son verdaderos instrumentos humanos o simples piedras transformadas por la naturaleza. A medida que se avanza hacia el sur del continente, la cronología desciende. Esto es otro argumento importante para sostener la tesis del estrecho de Bering como principal vía de acceso del hombre hacia América. Parece prudente sostener que el hombre llegó a su nueva tierra antes del 20.000 a. de C.

Los ricos hallazgos arqueológicos realizados en el continente han permitido establecer una clasificación de las culturas prehistóricas. El período Paleoindio, cuya ubicación cronológica aproximada sería 10.000-6.000 a. de C., está caracterizado por una cultura de cazadores que utilizaban puntas de proyectil líticas. El período Arcaico, 6.000-1.200 a. de C., corresponde a la transformación del hombre de cazador a recolector y agricultor. En este período se darían las primeras aldeas, la producción de tejidos, la cerámica y los primeros centros religiosos. En el período Formativo, 1.200 a. de C.- 100 d. de C., se observa la creación de dos polos de desarrollo cultural: Mesoamérica, con la cultura olmeca, y la región andina peruana con la cultura Chavín, en donde los restos arqueológicos manifiestan ya una vida socio-económica más desarrollada, con autoridades políticas, centros de culto, producción agrícola y textil diversificada, etc. Las culturas formativas serán el origen de las altas civilizaciones americanas: mayas, aztecas e incas.

Los mayas

A comienzos de la era cristiana surge un pueblo en los territorios de Yucatán y de las actuales repúblicas de Honduras y Guatemala: los mayas, que alcanzaron un alto desarrollo cultural si lo comparamos con sus congéneres americanos.

Las fuentes escritas con las que contamos para conocer la historia maya no son muy abundantes: entre las más significativas se encuentran el Popol Vuh y el Chilam Balam, de origen indio, y la Relación de las cosas del Yucatán, del obispo de Mérida Diego de Landa. Además, las excavaciones arqueológicas del último siglo han dado a conocer muchos aspectos de la vida de los mayas.

La historia de este pueblo se estructura en dos grandes períodos: el Viejo Imperio (317-987) y el Nuevo Imperio (987-1697). En el Viejo Imperio surgen varias ciudades-estado —Tikal, Copán, Palenque— y se consolidan las formas culturales en arquitectura, escultura y cerámica. El fin del Viejo Imperio es aún un enigma histórico: en el siglo X se abandonan las ciudades —que habían alcanzado por lo menos el número de diecinueve—. Una explicación plausible de este fenómeno la dio Morley, al afirmar que el crecimiento de la población no pudo ser soportado por una deficiente tecnología agrícola, y los pueblos debieron emigrar en busca de nuevas tierras de labranza.

El Nuevo Imperio se caracteriza por la venida de gentes extranjeras, procedentes del valle de México, quienes ocupan la ciudad de Chichén-Itzá, que alcanza su esplendor en este período. El mal llamado Imperio es en realidad una confederación de ciudades: la liga de Mayapán, integrada por Chichén-Itzá, Mayapán y Uxmal. Una guerra entre Chichén-Itzá y Mayapán, la victoria de esta última, el intento de Mayapán por imponer su hegemonía, y su posterior caída frente a la resistencia de las otras ciudades es el inicio de la desintegración de la Confederación y de su fase decadente. Llegamos así al siglo XV. Los españoles intentaron penetrar en los territorios mayas, sin mayor éxito, y la postración de esta civilización continuó hasta que Martín de Ursúa entró en Itzá en 1697.

La organización política de los mayas estuvo caracterizada por la formación de ciudades-estado y confederación de ciudades. El poder político fue compartido por la nobleza y la clase sacerdotal. Diversos funcionarios civiles —el nacom para tiempos de guerra, el halach-uinic para los de paz— se complementaron con los sacerdotes para detentar el poder.

La agricultura se estructuró alrededor de la milpa, sistema de cultivo que permitía trabajar ciento noventa días al año, logrando producir excedentes para su comercialización. Los días restantes podían utilizarse, entre otras actividades, para la construcción de obras públicas. Los mayas destacaron en arquitectura. Las ciudades fueron esencialmente centros ceremoniales y políticos. La construcción religiosa más importante, la pirámide, tiene como originalidad maya la decoración de sus superficies. Destacan los edificios dedicados a la recreación, como los famosos Juegos de Pelota de Chichén-Itzá, y el arte de los bajo-relieves en las fachadas de los edificios.

En cuanto a su religión, creían en un Padre de los dioses, cuyos hijos eran deidades celestiales, terrestres y de otros mundos. Ofrecieron sacrificios humanos, y, en ocasiones, parece que realizaron ritos canibalescos, comiendo el cadáver de la víctima humana sacrificada.

Su escritura fue jeroglífica, y aún queda mucho por descifrar. El contacto con los españoles hizo que aprendieran el alfabeto latino y nos dejaran las crónicas de su historia. La astronomía y las matemáticas fueron cultivadas con gran capacidad por este pueblo, que unió sus conocimientos científicos a sus teorías religiosas. Sorprende que un pueblo que descolló tanto en importantes actividades humanas, no haya sido capaz de crear una estructura política duradera, minada como estuvo su historia por la discordia entre ciudades, que la llevaron a su ruina.

Los aztecas

El valle de México se convirtió en el centro del desarrollo cultural de Mesoamérica cuando comenzó la declinación maya. Dos culturas que alcanzaron importantes logros técnicos y sociales precedieron allí a la civilización azteca: Teotihuacán, de la cual hoy se pueden apreciar impresionantes testimonios arquitectónicos, y la cultura tolteca, en torno a Tula.

A fines del siglo XII los toltecas estaban en franca decadencia. Por esas fechas llegan al valle de México, procedentes del Noroeste, siete clanes o calpullis aztecas que portaron la imagen de su dios tribal, Huitzilopochtli. El siglo XIII es tiempo de guerra con los diferentes pueblos del valle. Los culhúas —herederos de la tradición tolteca— logran arrojar a los aztecas a Tizapán —lugar de serpientes—, y al huir en 1325 por el lago Texcoco encuentran, según la tradición, un islote rocoso en donde un águila está comiéndose una serpiente sobre un nopal. En aquel lugar, por motivos religiosos vinculados a la visión, fundan la ciudad lacustre de Tenochtitlán.

En este período de su historia se dió un proceso de toltequización de los aztecas. Nación guerrera por antonomasia, pero de escasos valores culturales, supo absorber los elementos de una cultura superior. Esta aculturación incluso les lleva a procurar que se les dé como señor a un príncipe —tlatoani— de sangre no azteca: Acamapichtli. Esta actitud amistosa frente a sus vecinos —el tatloani estaba emparentado con las principales tribus del valle— llevó a un engrandecimiento de Tenochtitlán. En el siglo XV los aztecas se lanzan a una política de alianzas bélicas que a la postre les llevará a consolidar un imperio. Moctezuma I (1440-1469) amplía la hegemonía azteca sobre territorios bastante alejados del valle de México, y es el principal impulsor de las obras públicas fabulosas que viera Cortés en su capital. Los sucesores de Moctezuma I continuaron con una política de ampliación del Imperio. Cuando los españoles lleguen a México, la casi totalidad de los pueblos de su paso serán tributarios de Moctezuma II.

Los aztecas estaban organizados en calpullis, que podríamos traducir por clanes, formados por lazos familiares, de amistad y de alianza. La sociedad azteca fue estamentaria. En la cumbre del poder civil, militar y religioso se hallaba el tatloani, cargo originariamente electivo, y posteriormente hereditario. Los pipiltin formaban parte de la nobleza de nacimiento, emparentada con el tatloani. La masa de la población estaba integrada por los macehualtin, organizados política, religiosa y militarmente a través de los calpullis. Más abajo en la escala social se encontraban los mayeques, arrendatarios de las tierras de los pipiltin.

Los aztecas lograron una importante y diversificada producción agrícola. Los mercados llamaron la atención de los conquistadores, y los compararon sin desmedro a los de España. El calpulli poseía un territorio comunal. Parte de él estaba labrado por todos los integrantes del clan, y el producto de esa parcela estaba destinado a gastos de interés general, en tanto que cada familia poseía una pequeña parcela propia, con obligación de cultivarla. El Estado también poseía territorios propios, destinados al sostenimiento de los altos funcionarios. Sin embargo, el mayor ingreso del Estado no fue éste, sino los tributos de los pueblos sometidos.

La arquitectura azteca tomó elementos de las culturas anteriores del valle de México, y su construcción más característica fue la pirámide escalonada. Al igual que los mayas, elaboraron un calendario muy sofisticado, fruto de sus exactos conocimientos matemáticos y astronómicos. No tuvieron escritura alfabética sino jeroglífica. Pocos códices prehispánicos llegaron hasta nosotros.

Como todo pueblo mesoamericano, la religión fue elemento central del pueblo azteca. Politeístas, adjudicaron divinidades a los distintos fenómenos climáticos. Su dios más tradicional fue Quetzalcoatl, serpiente emplumada. Es un dios civilizador que enseñó a los hombres a cultivar el maíz, contar el tiempo, etc. Su influencia se extendió por toda Mesoamérica. En la época de Cortés, el dios tribal Huitzilopochtli, encumbrado tras la consecución de la hegemonía azteca, gozó del favor oficial. Los dioses fueron adorados mediante sacrificios humanos constantes, extrayendo los corazones palpitantes de las víctimas en medio de fastuosas ceremonias.

Las creencias religiosas de Moctezuma II explican en parte la ­caída súbita del Imperio azteca, cuando creyó ver en los hombres blancos y barbados a los enviados del dios Quetzalcoatl. Muchos morirían por el fatal engaño.

Los incas

En el sur del continente americano, y en particular en la zona centro-andina, se desarrollaron a lo largo de los primeros siglos de nuestra era culturas bastante organizadas que dejaron testimonios arqueológicos importantes: en la costa, las culturas Nazca y Mochica primero, y Chincha y Chimú después; Tiahuanaco junto al lago Titicaca. Todas estas culturas del llamado período clásico tuvieron una sociedad diversificada, con centros ceremoniales, cultivo de plantas, desarrollo de la pesca. Los hallazgos arqueológicos demuestran el alto grado de perfección que alcanzaron en la cerámica y en la industria textil.

Contemporáneo a las culturas Tiahuanaco, Chimú y Chincha es el comienzo del Imperio Inca. El primer inca, Manco Cápac, personaje entre la historia y la leyenda, habría vivido a comienzos del siglo XIII. El núcleo originario incaico fue la zona del Cuzco, donde se hablaba el quechua. En el siglo XV los datos históricos sobre los incas son ya seguros: Pachacútec (1408-1471) y Tupac Yupanqui (1471-1493) extendieron la dominación incaica por el Norte hasta Ecuador y por el Sur hasta Chile y el Noroeste argentino, habiendo sometido antes a los aymarás, en la zona donde floreció la cultura Tiahuanaco. Por último, Huayna Cápac (1493-1527) extendió el imperio hasta el sur de Colombia. Los hijos del último gran inca, Atahualpa y Huáscar, protagonizarán una guerra civil cuando los españoles toquen las puertas del imperio.

El inmenso territorio incaico —600.000 km2 en su máxima extensión— se mantuvo unido gracias a la capacidad organizativa de los incas. La autoridad suprema, a quien se consideraba Hijo del Sol, fue el Inca, ayudado en el gobierno por los orejones —grandes nobles— y por los funcionarios que se encargaban del gobierno de un número determinado de familias, hasta llegar a los curacas, de quienes dependía la administración de entre 100 a 10 familias.

La organización estatal inca intentó abarcar toda la vida de los hombres, manifestación del totalitarismo que rigió su estructura. La tierra, propiedad del Estado, se dividía en tres partes: una para el Sol —mantenimiento de los templos—, otra para el Inca, y una tercera para el pueblo. Los ayllus o comunidades de aldea se encargaban de trabajar la tierra. Los excedentes de producción, en previsión de guerras o catástrofes naturales, se almacenaban en bodegas.

La sociedad estuvo organizada en castas: en su cumbre se encontraba el Inca y la familia imperial; más abajo, los grandes nobles y los sacerdotes; por último, el pueblo común y los yanaconas o siervos. Las campañas bélicas, el trabajo en las minas, la construcción de obras públicas fueron realizadas gracias a la subordinación casi total del hombre a los fines del Estado. Cuando las circunstancias políticas o bélicas lo requerían, se trasladaron pueblos enteros de un sitio a otro del imperio: fueron los llamados mitimáes.

Las obras públicas que más admiración causaron a los españoles fueron las extensas vías o caminos que, saliendo del Cuzco, unían Chile con Colombia. Se construyeron puentes colgantes para salvar abismos, tambos o bodegas para reaprovisionamiento, sistema de correos o chasquis, etc. Nivelaron terrenos e hicieron obras de riego notables, con lo que consiguieron una buena producción de alimentos. A pesar de sus indudables logros, los incas carecieron de escritura. Los quipus, sistema de cuerdas y nudos, fueron sólo un sistema de contabilidad.

La religión inca dio culto al sol como dios supremo, y a un gran número de dioses tribales y familiares. Los sacrificios humanos fueron escasos, y no hicieron imágenes representativas de sus divinidades.

Los métodos despóticos que utilizaron los incas para someter a las diversas nacionalidades indígenas, y la misma extensión de su imperio, fueron los grandes enemigos a la hora de defenderse de los españoles: numerosos pueblos se unieron a los invasores para liberarse del yugo incaico, y los focos de rebelión no pudieron someterse por las excesivas distancias. Si sumamos la circunstancia de la guerra civil, fácil es comprender el rápido éxito de Pizarro, quien munido de una tecnología superior, conquistó en poco tiempo el Imperio del Sol.

El mundo indígena americano en 1492. Un balance

Tras haber hecho un rápido análisis de los principales pueblos indígenas, se nos impone la tarea de una visión conclusiva y valorativa de los logros alcanzados por el hombre americano antes de 1492. Además de las altas civilizaciones que hemos analizado anteriormente —mayas, aztecas e incas— la población indígena americana formó otras culturas de desarrollo inferior.

Los chibchas ocuparon el actual territorio de Colombia, y sus familias llegaron hasta Nicaragua y el norte del Ecuador. De desarrollo cultural medio, su orfebrería en oro y algunas ceremonias religiosas relacionadas con el precioso metal hicieron que en torno a ellos se formara la leyenda de Eldorado, que atraerá a muchos conquistadores a esa región.

Los grupos indígenas que conoció Colón, así como los habitantes de la selva amazónica, las costas de Venezuela, el Chaco, la Pampa, Chile y el sur de los Estados Unidos tuvieron un lento y pobre desarrollo. Cazadores y pescadores, con escasos conocimientos agrícolas, nómadas unos, caníbales otros, en el siglo XV hubo grupos que no habían pasado las fronteras del Paleolítico Superior.

Dejando de lado las culturas periféricas, los grandes avances técnicos de mayas, aztecas e incas palidecen al constatar que ninguno de ellos conoció la escritura alfabética, deficiencia importante de índole cultural. En el aspecto técnico-industrial, sorprende que las grandes construcciones de Mesoamérica y la zona central andina —Bolivia, Perú y Ecuador— hayan sido realizadas sin la ayuda de la rueda, invento elemental e indispensable para un desarrollo tecnológico importante.

Si grandes son estas lagunas, mayores son las que se encuentran en el terreno moral. Atendamos primeramente a la religión. Además de profesar un politeísmo desprovisto de racionalidad, no encontraron reparos morales —en Mesoamérica en particular— para ofrecer sacrificios humanos sangrientos y sádicos.

Así mismo, las instituciones políticas americanas pre-hispánicas no garantizaron la defensa de los derechos de la persona humana a los que debe tender toda organización social. El carácter primordialmente guerrero de estos pueblos condujo a un militarismo deshumanizante, que en ocasiones se manifestó en la crueldad con que fueron tratados los pueblos vencidos. Baste recordar las guerras floridas de los aztecas para conseguir víctimas para sus sacrificios religiosos, a la institución de los mitimáes entre los incas.

Desde este punto de vista, la crítica común que endilga a España el haber destruido civilizaciones avanzadas ha de ser tomada con reparos. Fueron avanzadas si las relacionamos con los otros pueblos americanos que, como queda apuntado, no habían sobrepasado la barrera del Paleolítico. Mayas, aztecas e incas alcanzaron desarrollos importantes, pero que ya se habían producido en Asia, Europa y el Norte de África milenios atrás. La crueldad y el sojuzgamiento de los indígenas eran realidades en América muchos años antes de que llegaran Colón, Cortés y Pizarro. Esto no justifica en nada los abusos y tropelías cometidos. Pero la imagen de un paraíso americano pre-hispánico dista mucho de ser verdadera: era necesario que se importaran concepciones e instituciones más humanas, más acordes con la naturaleza espiritual del hombre.

Es un error histórico, consecuencia de una ideología miope, el hablar de los quinientos años de resistencia indígena. Porque si con ese término se desea referirse a la resistencia ante una invasión extranjera, los quinientos años se quedan cortos: con la sola excepción de los naturales del Cuzco y los del valle de México, los indígenas sufrieron las invasiones incaicas y aztecas, más crueles e inhumanas que las europeas. Cuando, por ejemplo, en vez de celebrar la fundación de Quito se quiere conmemorar la resistencia aborigen, cabe preguntarse: ¿resistencia contra quién? ¿Contra el puñado de españoles que llegaron con Benalcázar, o contra los miles de cañaris que se sacudieron del yugo incaico?

II

LOS ANTECEDENTES

Una de las tareas más difíciles para el historiador consiste en acertar en las causas múltiples de un determinado hecho histórico. En torno a los antecedentes del descubrimiento de América se han escrito muchas páginas, de desigual valor. Ofrecemos a continuación tres breves reflexiones sobre el tema. En una abordamos el problema de la prioridad temporal del descubrimiento. En la segunda damos una visión panorámica de las tesis tradicionales acerca de los antecedentes del 12 de octubre: los progresos en la navegación, la búsqueda de nuevas rutas comerciales después de la caída de Constantinopla, y los viajes de circunnavegación africana llevados a cabo por los portugueses. Por último, presentamos el proceso de conquista de las Islas Canarias como precedente importante de lo que sucederá en América a lo largo del siglo XVI.

Los vikingos en América: ¿descubrimiento?

Muy agria ha sido la polémica alrededor de la prioridad temporal del descubrimiento de América. Los países escandinavos reclaman para sí tal gloria. La cuestión no deja de tener su interés. Lamentablemente, los nacionalismos cerrados han enturbiado este problema histórico.

Parece hoy ya cosa segura que los vikingos llegaron al continente americano en el año 1000 o 1001 de nuestra era. La gente de la Península Escandinava, impulsada por el exceso de población en una tierra como la suya, relativamente pobre en recursos naturales, se lanzaron a la conquista de otros mares y tierras. Normandos —hombres del norte—, vikingos, sentaron las bases de Inglaterra, Normandía, Sicilia, Rusia. Su espíritu aventurero y su audacia en el arte de la navegación les hicieron llegar a Islandia primero y a Groenlandia después. En esta última isla, descubierta al parecer por Erik el Rojo, fundaron una colonia y reconocieron la soberanía del rey de Noruega.

Según la saga de Erik de Rojo, un hijo de éste, Leif Eriksson, vio una tierra que producía vino, trigo silvestre y madera. Carente Groenlandia de madera, el viaje fue hecho a propósito y no por azar. Un pariente de Leif, Thorfinn Karlsfeni, realizó un viaje a esas tierras acompañado por 160 hombres, y a los tres años (1005-1007) regresaron a Groenlandia. En 1014 hubo otra expedición, de escasa trascendencia.

Los estudios han localizado la tierra descubierta por Leif Eriksson, y que él llamó Vinland o tierra de vino —otros afirman que Vinland sería la tierra del viento—, como la actual Nueva Inglaterra. Los viajes sucesivos habrían llegado a Terranova y Labrador. Los hallazgos de restos nórdicos en América —en concreto, en las tierras más arriba mencionadas— dan suficiente crédito a la veracidad de las sagas escandinavas. Además, Vinland fue conocida en la literatura medieval europea extra-nórdica.

El hecho, por tanto, se dio. Los vikingos llegaron al continente americano en el principio del segundo milenio. Ahora bien, ¿fue un verdadero descubrimiento? La respuesta categórica es no. Fue un hecho histórico aislado, no significativo, ya que no trajo ninguna consecuencia de interés ni desde el punto de vista cultural ni desde el punto de vista material. En primer lugar, no se tuvo conciencia de haber llegado a un nuevo continente: Groenlandia era considerado un territorio extremo de las islas del Atlántico Norte y, en consecuencia, Vinland se constituyó simplemente en una tierra más extrema aún. El contacto superficial que tuvieron los vikingos con la nueva tierra, y su rápido abandono, hizo que no hubiera ningún cambio cultural apreciable, con excepción de la mera constatación del hecho en las sagas. Y en lo que respecta a la economía, la producción de Nueva Inglaterra, Terranova y Labrador era similar a la de Noruega. Pudo haber paliado la necesidad de madera en Groenlandia, pero los vikingos pre­firieron buscarla en su tierra natal en vez de aventurarse a lo desconocido.

Si de prioridad temporal se trata, el primer hombre que pasó por el estrecho de Bering ha de llevarse la palma. Pero si analizamos las cosas con criterio histórico, el encuentro se produjo en 1492. Ni antes ni después.

Especias y astrolabios

Todo hecho histórico depende en su mismo ser de causas anteriores de la más variada índole. No cabe en la ciencia del pasado el exclusivismo causal. Al tratar sobre el Descubrimiento de América se nos impone analizar cuales fueron los elementos —económicos, políticos, religiosos, técnicos— que hicieron posible el encuentro de 1492.

En el siglo XV el Viejo Continente seguía manteniendo las relaciones que con el Extremo Oriente había estrechado algunas centurias atrás. Los viajes de Marco Polo y otros, en el siglo XIII, iniciaron un ininterrumpido tráfico comercial entre Oriente y Occidente, que estuvo a cargo sustancialmente de mercaderes venecianos y genoveses. Las sedas de China —Cathay—, las piedras preciosas de Ceylán, los algodones de la India, y sobre todo las especias, atravesaban las inmensas superficies asiáticas y sus mares interiores con destino a Europa.

¿Qué importancia tenían las especias? La mejora de la calidad de vida europea y el consecuente cambio en la dieta alimenticia hicieron necesario desarrollar un sistema de conservación y condimentación de las carnes. Para este fin eran indispensables las especias: pimienta, canela, nuez moscada, clavo, jengibre. Estos productos, por consiguiente, se convirtieron en mercaderías de alto valor comercial.

Mientras los puertos italianos se enriquecían con el comercio oriental, los reinos ibéricos, y en particular Portugal y Castilla, se encontraban en lucha contra el moro. Al haber conseguido desalojar a los musulmanes del territorio portugués, la Corte de Lisboa decidió continuar la lucha en territorio africano. Si esta empresa tenía mucho de cruzada religiosa, también fue importante el móvil económico: el Norte de África y su costa atlántica ofrecían riquezas suficientes como para que Portugal incidiera en forma sustancial en el tráfico comercial europeo-asiático. Alentados por la casa real, y sobre todo por el Infante Don Enrique el Navegante, los marinos portugueses se lanzaron a la exploración de las costas africanas, y a la ocupación de las islas del Atlántico: Azores, Madeira, Porto Santo.

Cuando en 1453 cae en poder de los turcos la capital del Imperio Romano de Oriente, Constantinopla, y en consecuencia se cierra el paso asiático hacia el Oriente, los marinos portugueses se esforzarán en conseguir llegar a la India y a China bordeando las costas africanas. El Papa, última instancia en su época para resolver conflictos entre reinos cristianos, mediante las bulas Romanus Pontifex (1454) e Inter Caetera (1456) garantizó la exclusividad portuguesa para navegar por los mares cercanos al Continente Negro. Con ese aval jurídico, Portugal no encontrará obstáculos para llegar en 1477 al Cabo de Buena Esperanza, con la expedición de Bartolomé Días. Unos años más tarde —en 1499— Vasco da Gama conseguía llegar a la India.

Estos éxitos portugueses no se habrían logrado sin la ayuda de importantes avances técnicos. Enrique el Navegante había creado un centro náutico en Sagres, en el extremo sur de Portugal. Recogiendo la tradición marinera del Mediterráneo —la de catalanes, genoveses, venecianos, árabes, etc.— consigue capacitar a los nautas lusitanos en las ciencias del mar. Las naos y las carabelas, la difusión del astrolabio y el cuadrante, el perfeccionamiento en la aplicación de los conocimientos astronómicos a la navegación de altura, facilitaron el éxito de Portugal en su búsqueda de nuevas rutas comerciales.