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ANTONIO VÁZQUEZ

ASÍ SE EXTENDIÓ

EL CRISTIANISMO

El relato según los

Hechos de los Apóstoles

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

© 2012 by ANTONIO VÁZQUEZ

© 2012 by EDICIONES RIALP, S.A.,

Alcalá, 290, 28027 Madrid (www.rialp.com)

Fotografía de cubierta: Las Marías en el sepulcro, Iglesia de San Apolinar Nouvo. Rávena (Italia).

© Foto Scala. Florencia. Cortesía del Ministerio Beni e Att. Culturali.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-3972-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. LA IGLESIA EN JERUSALÉN

1. LOS ÚLTIMOS CUARENTA DÍAS

Se presentó vivo ante ellos

Una pregunta inoportuna

Falta uno, hay que buscar a otro

2. UN VIENTO QUE IRRUMPE IMPETUOSO

Pentecostés es una fiesta

Unas lenguas como de fuego

Pondré en ellos un espíritu nuevo

El primer discurso del primer Papa

3. CÓMO VIVÍAN EN ESTA PRIMERÍSIMA HORA

Como los demás judíos de su época

Todos estaban unidos

La fracción del pan y las oraciones

4. EMPIEZAN LAS DIFICULTADES

Dar plenitud a la Ley

La mejor moneda

Es el momento de hablar claro

Se han convertido 5.000

5. NO PODEMOS CALLAR ESTAS COSAS

Un Sanedrín desconfiado y vacilante

Amenazas sin escrúpulos

Lo celebran rezando

6. SIN NADA COMO PROPIO

Un solo corazón

Con la mayor libertad

El resplandor de un contraste

7 . DIOS ANTES QUE LOS HOMBRES

Llenos de envidia

Un ángel les abrirá las puertas

Han saltado los cerrojos

Tened cuidado con lo que hacéis

8. UNA FUERZA VIVA QUE PROGRESA

Antecedentes históricos

Judaizantes y Helenistas

Elección de los siete

Ya pueden seguir creciendo

9. UN ALMA DE FUEGO

El joven Esteban

Una defensa bien argumentada

Incircuncisos de corazón y de oído

Lo sacaron fuera de la ciudad y lo lapidaron

SEGUNDA PARTE. EXPANSIÓN DE LA IGLESIAFUERA DE JERUSALÉN

10. SE ABREN NUEVOS CAUCES

No hay quien detenga la riada

Sorpresas en Samaria

Pedro y Juan confirman las buenas noticias

Simón el mago, un personaje pintoresco

11. MOVIDO POR EL ESPÍRITU

Levántate y vete hacia el sur

¿Cómo entender si nadie me lo explica?

Qué impide que me bautice

12. DOS MILAGROS FUERA DE JERUSALÉN

Cristo te cura, levántate

En Tel-Aviv con Tabita

13. UN ACONTECIMIENTO DECISIVO

Un ángel habla con un pagano

Pedro desconcertado

Yo soy un simple hombre

Jesús es juez de vivos y muertos

Hay que explicarlo todo

14. NOS PERSIGUEN Y LO SOPORTAMOS

Matan al primer Apóstol

Pedro y su ángel

15. LES LLAMARON CRISTIANOS

Antioquía toma el relevo

Se ayudaban entre ellos

Una explicación imprescindible

16. UNA APROXIMACIÓN A SAULO

Un hombre de hoy

Los primeros años

Trabajo y estudio

Jerusalén fue su primer destino

El andamiaje de un hombre singular

17. ¿POR QUÉ ME PERSIGUES?

Para exterminar a los cristianos

Nada le detiene

En el camino de Damasco

Este es mi instrumento

La vocación de Pablo

18. COMO FUGITIVO

Para sosegar el espíritu

Empieza a predicar

Le quieren matar

Para ver a Pedro

Yo te enviaré lejos

TERCERA PARTE. DIFUSIÓN DE LA IGLESIA ENTRE LOS GENTILES. Viajes misioneros de San Pablo

19. PRIMER VIAJE APOSTÓLICO DE PABLO

Un hombre bien dispuesto

Arrebatado hasta el tercer cielo

Separadme a Bernabé y a Saulo

Una isla pintoresca

Con santa cólera

Cristo vive: esta es la gran noticia

Se sacudieron el polvo de los pies

20. GUIRNALDAS FLORALES Y PEDRADAS

Una muchedumbre de judíos y griegos

Unos a favor y otros en contra

Somos hombres como vosotros

Hasta dejarlo por muerto

Para aprovechar el viaje de vuelta

21. PARA MOSTRAR LA LIBERTAD EN CRISTO

Unidad sin fisuras

Para resolver un conflicto

Un acontecimiento del Espíritu

El primer decreto apostólico

22. SEGUNDO VIAJE APOSTÓLICO

Al paso de Dios

Desde la libertad personal

¿Qué quieres que haga?

El arrastre de una mujer

El buen olor de Cristo

23. MI GOZO Y MI CORONA

Azotados y en prisión

Bautizarán hasta el carcelero

El honor de Dios

Todo es para bien

24. EN EL AREÓPAGO DE ATENAS

Antes está Tesalónica

¡Tanto os llegamos a querer!

Llegó el tumulto

Con finura de espíritu

Atenas

En el ágora

Al Dios desconocido

25. CORINTO Y SUS HABITANTES

Una sociedad degradada

Nada nuevo: viejas miserias

Un matrimonio santo

26. VERDAD Y CARIDAD

Ante judíos y griegos

Las consecuencias de ir contracorriente

Vuelta a Antioquía pasando por Éfeso

Siempre les tuvo presentes

27. TERCER VIAJE APOSTÓLICO

Fortalecer a los fieles, instruir a los ignorantes

Defensa apasionada de la unidad

¿Habéis recibido el Espíritu Santo?

En Éfeso utilizó una escuela

28. NO SOMOS SIERVOS SINO HIJOS

Con sabor a Galilea

Así acabaron los libros de magia

El motín de los plateros

Cristo que vive en mí

Como hijos también herederos

29. CUIDAD DE VOSOTROS Y DE TODA LA GREY

Camino de Macedonia

A modo de autobiografía

Por mar y por tierra

Celebrar la Eucaristía

De Tróade a Mileto

Despedida a los presbíteros de Éfeso

Carta a los Romanos

SAN PABLO, PRISIONERO Y TESTIGO DE CRISTO

30. HAY QUE IR A JERUSALÉN

Seguir los pasos de Jesucristo

Estoy dispuesto a morir

Santiago hacía cabeza

Apresado en el Templo

¿Me permites decir una cosa?

Ciudadano romano

Conjurados para matarle

31. ¡APELO AL CÉSAR!

Con la escolta que merece

Juzgado bajo la ley romana

Sin perder la ocasión

¡Al César irás!

32. ESTÁS LOCO, PABLO

Sin ningún fundamento

Un poco más y me convences

33. TEMPESTAD y NAUFRAGIO

Navegando hasta Creta

En una nave de mayor tonelaje

La borrasca se acerca

El Dios a quien pertenezco y a quien sirvo

Algunos quieren abandonar

Por fin se consumó el naufragio

34. EN LA CAPITAL DEL IMPERIO

Agarrarán serpientes con las manos

Llegaron a Tres Tabernas

Los judíos de Roma

EPÍLOGO

35. PARA APROVECHAR LA CAUTIVIDAD

En el epicentro del mundo conocido

Su casa era una cátedra

Las armas de los cristianos

La espada de la palabra escrita

Han sido elegidos una a uno

Completo en mi carne los sufrimientos de Cristo

Alegraos en el Señor

Como si fuera yo mismo

36. HE ALCANZADO LA META, HE GUARDADO LA FE

Una sentencia absolutoria

La antigua ilusión: Hispania

250 años de persecución

Para confortar a los suyos

Las Cartas Pastorales

De nuevo las cadenas y la muerte

37. PASTOR DE UN LINAJE ESCOGIDO, UNA NACIÓN SANTA

Un hombre distinto

En un medio hostil

La despedida está muy próxima

Tú sabes que te amo

INTRODUCCIÓN

Treinta años no son nada. Mucho menos cuando se trata de iniciar una historia que solo encontrará su desenlace cuando el tiempo se haya sumergido en la eternidad; sin embargo, será decisivo conocer cuál es la impronta que ha dejado un puñado de hombres esparcidos por todos los senderos de la tierra hasta llegar al último confín conocido. Roturarán el camino hasta hoy.

«Los Hechos de los Apóstoles» no es una simple crónica de sucesos. Es mucho más. Sus protagonistas son testigos de la resurrección de Jesucristo. Él es el vencedor, a pesar de su Pasión y Muerte. El sufrimiento ya no tendrá la última palabra, el mal ha sido definitivamente cancelado. Es un triunfo que da sentido a toda la historia humana.

El argumento central del libro presenta a unos pocos hombres ­—algunos de ellos quizá bastante toscos— que dan testimonio de la Verdad con una fe firme y maciza. Una fe que, por abominar de la oscuridad, no teme el debate público de sus principios y convicciones. Lo harán en plena calle con sencilla naturalidad.

Muchos pasajes transmiten el trepidar de una novela de aventuras pero, por encima de nubarrones pasajeros, cualquier escena traspira alegría. Es, ni más ni menos, la alegría del Espíritu Santo, al que se menciona 57 veces en el texto. No es extraño que se haya calificado este libro como «el Evangelio del Espíritu Santo».

El autor de la narración es Lucas, el mismo del tercer evangelio. Viene de lejos, procede de la gentilidad, no del judaísmo. Originario de Antioquía de Siria, es un hombre culto, al que San Pablo —con quien tantas andanzas compartió— se referirá llamándole «mi querido médico». Convertido muy pronto al cristianismo, no conoció personalmente a Jesucristo, y ese vacío le inquietó el alma de tal manera que se trasladó a la tierra de Jesús para estar cerca de los Apóstoles y conocer su vida.

Quiere saberlo todo y todo le parece poco. A medida que Jesús cala en su mente y su corazón, su aguda inteligencia descubre un panorama inmenso que necesita comunicar. Tiene que darlo a conocer. ¿Cómo se lo va a guardar por simple afán de erudición?

En definitiva, Lucas es un hombre «elegido» que, dócil a la llamada del Espíritu Santo, se ha convertido en herramienta eficaz para que Dios utilice su singularidad de hombre culto y bien dotado, para dirigirse muy especialmente a los gentiles.

Aunque se le haya calificado como «historiador», él se sabe un escritor religioso, un propagador, un apóstol que quiere difundir en todos los ambientes las maravillas que está haciendo Dios con los hombres en aquella hora.

Aunque está más cultivado que el resto de los apóstoles y maneja el griego con mayor pulcritud gramatical que ellos, no hay en sus escritos un afán de desarrollo teológico. Inevitablemente aparece la doctrina unida a los acontecimientos, pero está convencido de la fuerza arrolladora de los hechos y quiere darlos a conocer.

«Los Hechos de los Apóstoles» recogen narraciones breves, resúmenes de discursos, notas y diarios de viajes. Primero su relato girará alrededor de San Pedro y el escenario será Jerusalén; más tarde será San Pablo y la ciudad de Antioquía los que ocuparán un plano destacado; pero la cabeza ordenada de Lucas jamás olvidará Jerusalén como punto de referencia.

Para facilitar la lectura, solo aparecerán en cursiva las palabras de la Sagrada Escritura, sin referencia alguna si se trata de los «Hechos de los Apóstoles». En el resto de los casos aparecerá una escueta nota de pie de página.

Primera parte

LA IGLESIA EN JERUSALÉN

1. LOS ÚLTIMOS CUARENTA DÍAS

Se presentó vivo ante ellos

Aunque San Lucas, en su Evangelio, ha dedicado un capítulo completo con 53 versículos a recoger testimonios de la resurrección de Jesús, necesita repetirlo. Tan pronto inicia su relato en los Hechos de los Apóstoles, recuerda que el Señor se presentó vivo ante ellos con muchas pruebas. A lo largo de todo el texto, quedará muy claro que ser testigo de Cristo es ser testigo de su resurrección.

Evoca enseguida que, a pesar de haber transcurrido más de un mes desde aquel amanecer radiante en que recibieron la noticia de que Jesús estaba vivo, los días han pasado demasiado deprisa. A mayor felicidad, más breve se nos antoja el tiempo, pero lo cierto es que se les apareció durante cuarenta días y les habló de lo referente al Reino de Dios.

No nos sorprende la precisión con la que el evangelista recoge el dato cronológico de los cuarenta días. Es una cifra con resonancias históricas inolvidables para el pueblo elegido.

El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días; los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida; Moisés permaneció cuarenta días en el monte Sinaí en espera de la revelación de Dios que contenía la Alianza; Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches, con la fuerza del pan enviado por Dios; Jesucristo ayunó en el desierto cuarenta días, como preparación a su vida pública.

En su afán de hacerse entender por los hombres, Dios llama la atención de que estamos ante «algo importante»: detrás de ese número hay un anuncio de salvación.

Sin embargo, ahora el tiempo tiene otro ritmo, una nueva urgencia. En la resurrección la espera apenas ha durado tres días.

Jesús, vencidas las ataduras de la muerte, enseguida se hizo el encontradizo con sus amigos, de distintos modos y en diferentes circunstancias.

A lo largo de las jornadas que permaneció todavía entre ellos, junto a mensajes de gran trascendencia y mandatos revestidos de inconfundible solemnidad, no faltaron momentos de especial intimidad familiar. Así lo anota Lucas al recordar que estaba a la mesa con ellos.

Es decir, Jesús se movió con la naturalidad de siempre, incluido el hecho de compartir con ellos la comida, tan alegre y festiva como otras muchas que habían celebrado y que cada uno de ellos conservará en su memoria mientras viva.

Una pregunta inoportuna

A juzgar por la escena que inmediatamente nos describe Lucas, estos hombres inequívocamente buenos —todos serán santos— tienen una mirada bastante plana.

Uno de los días, viendo que el Señor ya se iba y no había hecho la menor mención sobre un tema que ellos consideraban muy importante, le preguntaron:

—Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?

Puede chocar la inoportunidad o quizá la torpeza —que Lucas recoge sin el menor pudor—, pero ellos, como cualquier israelita, llevaban siglos esperando el momento en que la restauración temporal de la dinastía de David colmara las expectativas de un dominio judío.

Jesús no se sorprende. Con serena paciencia les explica que los planes de Dios están muy por encima de un objetivo político. A pesar de ello, no hay en sus palabras el más leve acento de reproche. Da la respuesta exacta como si no hubiera escuchado la pregunta:

—No es cosa vuestra conocer los momentos que el Padre ha fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.

Les anuncia lo que ocurrirá y cuál será su misión. No es la primera vez que les confía el encargo de ser testigos suyos, pero necesita insistir, porque ahí se encuentra el núcleo de la labor que se espera de ellos y de los que lleguen detrás.

Apenas pronunciadas aquellas palabras, mientras ellos le observaban se elevó y una nube lo ocultó de los ojos.

Ninguno era capaz de apartar la vista de la nube. ¿Se habrá marchado definitivamente? Se quedaron boquiabiertos, embelesados, hasta que alguien les hizo reaccionar, pues se presentaron dos hombres con vestiduras blancas que dijeron:

—Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al Cielo? Este mismo Jesús vendrá de igual manera como le habéis visto subir.

Pueden estar tranquilos, porque Jesucristo no les abandona. Se quedará en su Iglesia para continuar conduciéndola entre las equivocaciones y miserias de los hombres —también de las suyas—, hasta que aparezca de igual manera al final de los tiempos.

Falta uno, hay que buscar a otro

Las palabras de aquellos dos hombres con vestiduras blancas eran toda una invitación a empezar a trabajar.

Inmediatamente regresaron a Jerusalén y subieron al Cenáculo.

Volvieron al lugar ya conocido, donde hasta las paredes transpiraban la presencia de Jesús en momentos imborrables. Llegaron con pena porque sentían el dolor de la ausencia. La mirada acogedora de María fue su refugio y su consuelo. Junto a ella, se reunieron los once para hacer oración. Para contemplar la tarea que suponía llevar a cabo los mandatos del Señor.

Se trataba de un reto sin precedentes. ¿Qué podrían hacer ellos ahora, cuando la ciudad entera había visto morir a su Maestro en un patíbulo, como un vulgar malhechor?

Mil preguntas se agolparían en su cabeza. ¿De qué forma se iban a enfrentar a aquel escándalo? Ellos se sienten urgidos, pero… ¿serán capaces de vencer tantos obstáculos? ¿Por dónde empezar? ¿Cómo distribuirse el trabajo?

Tan pronto recobraron la serenidad fueron agrupando a su alrededor a los que habían estado más cerca de Jesús y también a sus propios amigos. Llegaron a reunir a unas ciento veinte personas.

Pedro empezó a ejercer sus funciones de gobierno. Para seguir, en todo, la huella marcada por el Maestro había que restituir el número de los doce Apóstoles; ahora incompleto por la traición y deserción de uno de ellos. Restaurar los doce no era un capricho. Ese era el número de los que había elegido el Señor. Doce eran las tribus de Israel, y desde esa raíz se llegaría a abarcar la tierra entera.

Pedro señaló las condiciones que debía de cumplir el elegido. Ha de ser uno de los hombres que nos ha acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros. Además se exigía un requisito esencial: ha de ser testigo de la resurrección.

Las miradas de unos y otros recorrieron la sala. Aunque varios cumplían las condiciones, al final se centraron en dos: José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías.

Hecha la primera selección, se los presentaron a Pedro. Ahora debía ser el dedo de Dios quien señalara al elegido, del mismo modo que lo hiciera cuando el Señor Jesús vivió.

Para tomar una decisión semejante necesitaban acudir a la oración:

—Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muestra a cuál de estos dos has elegido para ocupar el puesto en este ministerio y apostolado, del que desertó Judas para ir a su destino.

Precisan únicamente una señal y utilizan un procedimiento ya recogido en la Sagrada Escritura, concretamente en el libro de Josué.

Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado a los once apóstoles.

Cuando llegue el Espíritu Santo, como Jesucristo ha prometido, ya estará constituido el colegio apostólico.

2. UN VIENTO QUE IRRUMPE IMPETUOSO

Pentecostés es una fiesta

Los judíos formaban un pueblo que había vivido cara a Dios y, aunque había llorado mucho, sabía celebrar sus fiestas para «revivir» y agradecer al Altísimo la predilección especial que había tenido con ellos.

Las tres fiestas principales del año eran la Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. La celebración de los Ácimos se unía a la fiesta de la Pascua. A partir de entonces daba comienzo la recolección de cereales, y siete semanas después llegaba la fiesta de Pentecostés con la alegría del final de la cosecha.

Desde poco antes de la época de Jesucristo, esta solemnidad de Pentecostés, se había convertido en el memorial de la Alianza del Sinaí. Sobre ese monte se había manifestado lo que el señor esperaba del hombre y, por tanto, los judíos sabían valorar lo que significaba tener una Ley, que proyectara luz sobre su existencia. Para ellos la Ley no era un peso muerto, porque sentían la alegría de haber asumido un compromiso con Dios.

Ese era el contexto de la fiesta de Pentecostés. Dentro del lógico regocijo de las gentes, se celebraban en las casas interminables comidas familiares que acogían a todo el clan con su larga ascendencia y descendencia.

Durante estos días, como en la Pascua y Tabernáculos, los judíos solían acudir a Jerusalén. La ciudad estaba repleta de forasteros.

Este es el marco elegido por Dios para que los suyos inicien la proclamación del Evangelio. De una forma plástica, la universalidad de la Buena Nueva se hace evidente.

Unas lenguas como de fuego

Lucas nos relata el prodigio. De nuevo hay que trasladarse al Cenáculo donde todos los apóstoles se encuentran reunidos junto a María, que desde su adolescencia se había convertido en morada del Espíritu Santo y gozaba de esa discreta unción que Dios reservó para la más excelsa de las criaturas.

De repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse.

Ese viento impetuoso que llena toda la casa significa la novedad de la permanente acción de Dios en la historia de los hombres. Es el mismo soplo del que Jesucristo hablo a Nicodemo aunque este no llegara a entender sus palabras. Esa ráfaga de aire será: «descanso en nuestro esfuerzo / tregua en el duro trabajo / brisa en las horas de fuego / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los duelos»1 Así actúa en su presencia silenciosa.

Esas lenguas de fuego que se posaban sobre cada uno de ellos son la energía transformadora del Espíritu Santo; por Él: «riega la tierra en sequía / sana el corazón enfermo / lava las manchas / infunde calor de vida en el hielo / doma al espíritu indómito / guía al que tuerce el sendero»2.

Pondré en ellos un espíritu nuevo

Ha cesado el viento, se ha apagado el fuego, pero en aquellos hombres bulle una fuerza distinta, un amor ardiente y desconocido; se cumplía lo prometido por el profeta Ezequiel: os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo 3.

Qué distintos son estos galileos de aquellos hombres acongojados que acudieron a María, aturdidos por el dolor y el desconcierto, en la tarde del Viernes Santo. Ahora se sienten reconfortados porque han visto a Jesucristo vivo, y han comprobado su promesa: rogaré al Padre y os enviará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre 4. Podrán venir tribulaciones sin cuento pero por encima de todo tendrán seguridad: yo he vencido al mundo 5.

Fuera del Cenáculo aquel ruido debió percibirse como un estruendo que resonaba sobre el acostumbrado alboroto de la fiesta. Los habitantes de Jerusalén, sorprendidos, se preguntaban unos a otros de dónde provenía semejante alboroto. El gentío se agrupaba inquieto y las conjeturas corrían de boca en boca.

Pronto se reunió una multitud bastante variopinta, pues como recoge Lucas, además de los habitantes habituales de la ciudad se acercaron hombres piadosos venidos de todas las naciones.

De la extrañeza se pasó a la admiración y a la perplejidad cuando vieron a los Apóstoles y cada uno les oía hablar en su propia lengua.

Asombrados se admiraron diciendo:

—¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es, pues, que nosotros les oímos cada uno en nuestra propia lengua materna?

Partos, medos elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capodacia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia de Egipto y de parte de Libia próxima Cirene, forasteros romanaos, así como judíos y prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios.

En un instante la torre de Babel se había venido abajo, pero la condición humana no varía: las mismas palabras son interpretadas a gusto de cada uno.

Unos decían a otros:

—¿Qué puede ser esto?

Tampoco faltaban los que burlándose decían:

Están bebidos.

El primer discurso del primer Papa

Los Apóstoles, sonrientes y entusiasmados, escuchaban los comentarios, mientras cedían la palabra a Pedro. Él es el Príncipe de los Apóstoles y lo asume. Ahora no se amilana ante la multitud. Se adelanta y, de pie con los once, alzó la voz para hablar así:

Judíos y habitantes todos de Jerusalén, entended bien esto y escuchar atentos mis palabras. Estos no están borrachos como suponéis vosotros, pues es la hora de tercia del día, sino que está ocurriendo lo que se dijo por el profeta Joel:

«Sucederá en los últimos días, dice Dios,

que derramaré mi espíritu sobre toda carne

y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas[…]

El discurso de Pedro continúa con citas del Antiguo Testamento, conocidas por quienes le escuchan, que le sirven para explicar lo acontecido:

Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús Nazareno, hombre acreditado por Dios ante vosotros por medio de Él, como bien sabéis, a este, que fue entregado según el designio establecido y presciencia de Dios, le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible que esta lo tuviera bajo su dominio.

Pedro glosa ampliamente unos pasajes del Salmo 16 para recordar que ya David había predicho su resurrección.

Por fin define con toda solemnidad:

A este Jesús lo resucitó Dios, y de eso todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, a la diestra de Dios, y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís.

Como arenga victoriosa, terminó Pedro con unas palabras de David que llevan el sello de la autoridad para aquellos oyentes:

Dijo el Señor a mi Señor:

«Siéntate a mi derecha,

hasta que ponga a tus enemigos

como escabel de tus pies».

Las palabras de Pedro y la vibración con las que fueron pronunciadas eran el vivo reflejo del fuego que había recibido.

El discurso tuvo un impacto inmediato.

Al oír esto la multitud se dolió de corazón y dijeron a Pedro y los demás apóstoles:

—¿Qué tenemos que hacer hermanos?

Pedro les dijo:

Convertíos y cada uno de vosotros se bautice en nombre de Jesucristo. Vuestros pecados quedarán perdonados y recibiréis el don del Espíritu Santo.

Tiempo tendrán para darse cuenta que ese mismo Espíritu pondrá en su labios una locución tan íntima como «Abbá», para dirigirse a Dios como Padre.

Ellos aceptaron su palabra y fueron bautizados; aquel día se les unieron unas tres mil almas.

1 Secuencia del Domingo de Pentecostés e himno Veni Sancte Spiritus.

2 Ibídem.

3 Ez 36, 26

4 Jn 14, 15.

5 Jn 16, 33.

3. CÓMO VIVÍAN EN ESTA PRIMERÍSIMA HORA

Como los demás judíos de su época

Estos primeros cristianos en nada se distinguían de los demás judíos. Eran los mismos pero con una luz nueva porque habían encontrado lo que buscaron durante siglos. Coincidían con los de su raza en el Templo para las oraciones del amanecer y al caer la tarde; observaban el sábado, y ayunaban según su costumbre. Por lo demás, se entremezclaban en los quehaceres ordinarios y con ellos se confundían por las empinadas calles de Jerusalén, sin que nada exterior les distinguiera.

No huían del mundo como los esenios. Tampoco se atrincheraban en una secta semejante a algunas que había en Israel. Ni tan siquiera habían querido tener una sinagoga independiente como autorizaba la Ley, para un grupo superior a diez.

Al principio, no se encontraban entre las clases dirigentes, ni frecuentaban el trato con los Príncipes de los Sacerdotes o los Ancianos del Pueblo. Guardaron un vivo agradecimiento hacia Nicodemo y José de Arimatea por su ayuda en el momento de tener que dar sepultura a Aquel que tantos despreciaban. Un Rabí de tanto prestigio como Gamaliel no ocultaba su simpatía hacia ellos.

Al conocer y tratar a estos primeros cristianos, es difícil imaginar que, en menos de cuatrocientos años, aquel grupo de hombres llevaría la predicación de la Verdad a todo el mundo civilizado.

No sabían cuándo y cómo se llevaría a cabo esta transformación, pero estaban dispuestos a asumir todos los riesgos, hasta jugarse la vida y perderla.

¿Cuántos eran los primeros? Es muy difícil precisarlo. Después del discurso de San Pedro se habla de tres mil y más tarde San Lucas cuenta hasta cinco mil. Es decir, una minoría casi insignificante dentro una ciudad de 30.000 habitantes, aunque en las épocas de peregrinaciones podía superar los doscientos mil.

Todos estaban unidos

Los Hechos de los Apóstoles recogen de forma muy escueta la vida de los primeros cristianos. Se limitan a transmitir lo esencial.

Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones.

Más adelante sintetiza: todos los creyentes estaban unidos.

¿A qué se refieren cuando se menciona La doctrina de los apóstoles? Hoy lo llamaríamos sencillamente catequesis. Necesitaban darles a conocer las verdades que contenía esa Buena Nueva y que debían ser el fundamento de su fe. A la vez, esas enseñanzas les llevarían a cambiar determinados aspectos de sus vidas.

Muchos de los que dirigían esas reuniones evocaban recuerdos personales de su trato con Jesús, ya fuera a las orillas del Tiberiades o en los atrios del Templo. Era una auténtica transmisión oral, una «tradición», que será la fuente imprescindible para escribir los evangelios.

La fracción del pan y las oraciones

¿En qué consistía la fracción del pan?

En sus partes esenciales era la misma Eucaristía que celebramos hoy.

En primer lugar, la Liturgia de la Palabra. Los textos del Antiguo Testamento, se apostillaban para meditarlos con un nuevo sentido. Los hechos y palabras se entendían en toda su plenitud porque ya se podía afirmar que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros 1.

A continuación llegaba el momento de la Liturgia Eucarística. Con sublime sencillez, al implorar la efusión del Espíritu Santo, sabían que se hacía presente y actual el sacrificio que Cristo ofrecía al Padre, de idéntica forma que lo anticipó en la Cena de aquel primer Jueves Santo de la Historia.

El Señor les había pedido que hicieran esto en memoria suya, y ellos se apresuraron a celebrarla desde el primer momento.

Estas comidas familiares las celebraban en las casas con gran alegría y sencillez de corazón alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo. Más adelante, San Pablo pondrá en estas celebraciones el rigor imprescindible en el culto sagrado.

En cualquier caso, diferenciaban claramente que no se encontraban en una asamblea de amigos. Ellos formaban una comunidad de santos de la que el mismo Cristo era la cabeza, y quien les presidía lo hacía «en la persona de Cristo».

Por último las oraciones de alabanza se manifestaban con salmos e himnos. Era la forma de expresar el gozo en la «acción de gracias» que celebraban.

Aunque todo parezca tan rápido y sencillo habrá que esperar al siglo III para poder contar con edificios exclusivamente dedicados al culto.

1 Jn 1, 14.