III.
María Tudor, princesa de Gales (1525-1533)

Su nombramiento oficial

La decisión de Carlos V de casarse con Isabel de Portugal repercute en la corte inglesa. María pierde el estatus de futura emperatriz y Dª Catalina acusa más agudamente el golpe, a medida que predomina el influjo de Wolsey con una política anti-imperialista, abiertamente inclinada a la alianza francesa. Más aún, se la va anulando cada vez más como esposa del Rey y madre de la heredera de la Corona. No solo se la vigila e impide su relación directa con los enviados del Emperador, sino que tendrá que soportar una exclusión cada vez más humillante de las atenciones que le debía el Rey. Las amantes de Enrique entre las damas de la corte se suceden continuamente; una de ellas, Mary Boleyn, hija de Sir Thomas Boleyn, consigue para su padre grandes beneficios1.

Cuantos admiran la suprema elegancia de la Reina, que ignora con una sonrisa tanto desprecio, no dejan de ser presa de rumores inquietantes que circulan por la corte. Son malévolas insinuaciones de Wolsey: «Por razones secretas, ella no era la esposa adecuada; ciertas enfermedades aquejaban a la Reina sin remedio, por estas y otras causas el Rey nunca podrá vivir con ella»2.

En este clima de asechanza y hostilidad manifiesta, Enrique procede a elevar a su hijo bastardo al ducado de Richmond, nombrándole además earl de Nottingham y duque de Somerset. Eran los títulos de un príncipe, tradicionalmente reservados para el heredero del trono3. A partir del 18 de junio de 1525 Henry Fitzroy ya precedía a toda la nobleza y se dudaba si también a la princesa María4.

La Reina, herida en lo más vivo, protesta: «Ningún bastardo puede ser exaltado sobre el fruto de un matrimonio real y legítimo». Pero no era solo ella: el pueblo entero y la inmensa mayoría de la nobleza y del Consejo consideraban aquella promoción un ultraje a la dignidad sacramental del matrimonio y una amenaza de serias consecuencias políticas en el gobierno y en las relaciones internacionales.

Wolsey intenta silenciar aquella protesta de la Reina convenciendo al Rey para que expulse a tres damas españolas confidentes de Dª Catalina. En vano ella suplica y razona al Rey, acabará obedeciendo y haciendo heroicamente suyas las exhortaciones de Luis Vives a la mujer casada con un marido difícil:

(...) Con ése, quienquiera que sea, te casaste (...) y ya que te lo dio Dios y la Iglesia y tus padres por compañero, por marido y por señor, le debes sufrir, pues, no le debes huir. Debes amarle, acatarle, estimarle, y si no por él, a lo menos, por los que te lo encomendaron y por la fe que diste de así hacerlo5.

Las protestas de la Reina, afirmando que su hija era la heredera legítima, tocaban en lo más vivo el problema dinástico que ya empezaba a preocupar a Enrique VIII. Aquella promoción de Henry Fitzroy, llevada a sus últimas consecuencias, podría admitir la legitimación del bastardo en el Parlamento para proclamarlo heredero. Pero muchos no lo aceptarían y una guerra civil que el Rey parecía querer evitar se precipitaría a su muerte entre los partidarios de María y los del duque. ¿Pensaba declararlo heredero caso de que María muriese antes de tener sucesión? Esta idea parece prevalecer sobre la anterior, dados el cariño y la popularidad que el pueblo inglés tributaba a la Princesa6.

Enrique acusa la conmoción que produjo el nuevo título de Fitzroy, porque de inmediato proclama a María princesa de Gales, pero con una respuesta para la Reina especialmente cruel: ¿Es la heredera? Pues que ejerza como princesa de Gales y se traslade a la fortaleza de Ludlow, en las tierras indómitas de la frontera.

Allí, Dª Catalina, como princesa de Gales, había experimentado el primer vuelco espectacular de su fortuna, el precio de aquellas bodas de sangre. Se separaba por primera vez de su hija, cuya salud y educación eran el aliciente de sus pesadumbres. Tratando de consolarla, sus amigos insisten en presentarle la posición indiscutible de su hija, ya reconocida públicamente como princesa de Gales, la primera mujer así nombrada en la historia de Inglaterra.

Los nuevos honores de la Princesa se muestran como una especial muestra de afecto del Rey por su hija y de necesidad política; ha resuelto enviar

(...) A su amadísima, queridísima y única hija (...) acompañada y establecida con un consejo honorable, serio, discreto y experto, para que resida y permanezca en las fronteras de Gales y lugares próximos (...).

(...) Debido a la larga ausencia de un príncipe que resida continuamente en los principados de Gales o en sus fronteras, el buen orden, la quietud y la tranquilidad del país han sido gravemente alterados (...) y la administración de justicia a causa de numerosas dificultades se encuentra muy impedida y olvidada7.

A este efecto la Casa de la Princesa experimenta un aumento considerable; 304 personas formarían la comitiva de la heredera de la Corona. La condesa de Salisbury seguiría cuidándola y junto a ella la condesa de Devonshire, a la cabeza de otras catorce damas que la asistirían. Deberían vestir de terciopelo y damasco negro. Todas casadas para que no distrajeran a los caballeros del séquito ni perjudicaran la modestia de la Princesa, se conducirían con toda severidad, honorabilidad y virtud, siendo discretas en sus palabras, aspecto y obras, con humildad y reverencia para que dimanase de ellas el mejor ejemplo.

A sus maestros, incluyendo master Fetherstone y Giles Duwes, se agrega el consejo de grandes señores, cuyo presidente sería el obispo de Exeter, John Voysey. No faltaban su mayordomo, Lord Ferrers; un chambelán, Lord Dudley; un vicechambelán, Sir Philip Calthorpe; un tesorero, Ralph Egerton; un maestro de ceremonias, Thomas Greville; un limosnero, Peter Burnell; oficiales menores y un enjambre de sirvientes, escanciadores, heraldos, arcabuceros y escribientes, además del médico, Dr. Butts, y un boticario. Todos con los colores de la librea de la Princesa: verde y azul8.

El presupuesto se evaluó en 741 libras, 13 s., 4 d. y su coste anual ascendería a 4.500 libras. Wolsey, a través del Consejo Privado del Rey, no escatimó sus recomendaciones para que la estancia de la Princesa fuera lo más agradable posible. Era necesario el afianzamiento de la monarquía Tudor en aquellas regiones.

Primero, principalmente, y sobre todo, la condesa de Salisbury, siendo su aya, de acuerdo con la singular confianza que Su Alteza el Rey deposita en ella, deberá cuidar con muchísimo esmero cuanto concierna a la persona de la dicha Princesa, su honorable educación y la práctica de toda conducta virtuosa. Es decir, a sus horas servir a Dios, de quien toda gracia y bondad proceden. También, de forma conveniente, hacer moderado ejercicio al aire libre en los jardines, lugares sanos y agradables y en los paseos que puedan contribuir a su salud, distracción y conveniencia, tal como disponga la citada dama gobernanta. Y asimismo que destine muchas ocasiones de su tiempo tocando sus virginales u otros instrumentos musicales, sin que resulte excesivo y sin fatiga o cansancio dedicarse al aprendizaje del latín y el francés. En otras ocasiones bailar y en lo restante tener cuidado de su dieta, que debe ser pura, bien preparada, cocinada y servida, con agradable compañía, gozosa y alegre, siempre honorable y virtuosa; y también la limpieza y el buen estado de sus atavíos y ropas tanto de su cámara como personales, para que todo en torno suyo sea puro, agradable, limpio y sano y tal como a tan grande princesa es debido y se excluya y evite toda corrupción, aire malsano y ruido desagradable»9.

María, a sus nueve años, era consciente de que una gran responsabilidad recaía sobre ella, como símbolo de la Monarquía y centro del espectáculo y la ceremonia de una corte real. Pero más que aquel aparato de poder y aquel viaje a las fronteras, le impresionan las palabras que su madre deja caer con fuerza y convicción en su ánimo infantil:

No seas precipitada en dar tu palabra; porque la palabra una vez dada tienes que guardarla aunque resulte dura y perjudicial para ti. La palabra de los príncipes es su garantía. No escatimes tus oraciones ni ninguna obligación que le debas a Dios. Él es el Primero; el Rey después, pero sólo después de Dios.

Estancia de María en Ludlow

Ludlow Castle, hacia el oeste de la ciudad de Bewdley, sobre las estribaciones de una colina, sería la residencia de María durante un año y medio, de sus nueve a sus once años.

Lentamente se van organizando los preparativos de aquella gran comitiva, y una inmensa casa se desplaza en agosto de 1525. Mientras tanto, en la fortaleza de Ludlow hace reparaciones Walter Rogers a las órdenes del superintendente general de la Princesa, master Sydnor. Es un movimiento inusitado que causa la mayor expectación en la corte; el embajador veneciano escribe a la Señoría: «La princesa María partió a su principado de Gales con una escolta apropiada, honorable. Es una persona singular y muy bien dotada, sobre todo para la música; sobresale tocando el laúd y el clavicémbalo»10. Otro enviado veneciano, Lorenzo Orio, acusa la inmensa popularidad de la Princesa, que en agosto de ese año era considerada sin discusión la heredera del trono.

Durante la estancia de María en Gales residirá en Chester, Shrewsbury, Tewkesbury y Gloucester. Ludlow, su residencia oficial y sede del Consejo, no lo será de manera permanente. En sus desplazamientos el Rey había ordenado que se le rindieran todos los honores de la Monarquía, con salvas de artillería a su paso por los núcleos urbanos.

Mucho poder parecía ponerse en manos de su Consejo para reforzar los decretos del Gobierno en aquellas regiones. María, en su salón del trono, tenía que dispensar justicia y ceremonia, siempre atendida por sus más de veinte ujieres. Visitantes aristocráticos y plebeyos, todos querían acercarse a aquella jovencísima depositaria del carisma real11. Un complicado ceremonial presidía sus comidas oficiales, donde se llegaban a ofrecer hasta treinta y cinco platos, con música y otros pasatiempos12. Estas obligaciones interrumpían a veces sus estudios, sin que por ello se aflojara su aprendizaje del latín y el francés. Esta última lengua la practicó bajo la dirección de Giles Duwes, que había compuesto una gramática y manual de conversación para ella, donde se descubren rasgos de la Princesa en gran número de diálogos sobre devoción, filosofía, amor cortés y conocimientos domésticos. Por lo que se refiere al latín, el maestro Fetherstone, de la Universidad de Cambridge, vigilaba su perfeccionamiento. Era muy alto el nivel que le había inculcado la reina Catalina cuando cuidaba personalmente de sus progresos en latín. Y así se lo indica en una carta que le envía, donde confiesa su inquietud por las ausencias del esposo y de la hija. Se alegra de saber que María está tan bien atendida y, sobre todo, de sus progresos en latín; admite que el maestro Fetherstone la ayudará más que ella, pero no quiere dejar de recibir los ejercicios que realice. Esta carta la escribe en viernes por la noche en Woburn y firma: «Tu amante madre, la reina Catalina»13.

Aunque se hicieron planes para que María volviera en las primeras Navidades de 1525 a la corte, no se logra. Tardará bastantes meses en volver a ver a sus padres. Pero no deja de tener una vida muy activa: estudios, visitas, viajes, cacerías... El Rey la había autorizado para matar o regalar venado a quien quisiera en cualquier parque o bosque del territorio bajo la jurisdicción del Consejo. Se suceden visitas a centros religiosos en la frontera de Gales o muy cercanos. En el verano de 1526 asistirá con Margaret Pole a los oficios de la catedral de Worcester, permaneciendo allí cinco semanas. Volvería para la fiesta de la Asunción.

Se comprenderá su emoción cuando le anuncian que tiene que desplazarse a Coventry para encontrarse con su padre. Allí llegó el Rey el 1 de septiembre y a los dos días, la princesa María14. Juntos se dirigen a Ampthill, y entre continuas ovaciones y agasajos continuarían el resto del mes, en olor de multitud, por aquellas regiones. Además de este encuentro cuidadosamente preparado, la Princesa visitará la corte de sus padres en varias ocasiones durante este periodo. A principios de mayo de 1526 se sabe que estuvo en Greenwich, aunque no conste la duración de estas estancias.

Algo muy sombrío que entristecía el semblante de Dª Catalina se cernía sobre la corte. Wyatt, el poeta cortesano más brillante, al fracasar en la traducción que le había pedido la Reina sobre De Remediis Utriusque Fortunae, de Petrarca, le ofrece el ensayo de Petrarca Quyete of Mynde y se lo regala antes de finalizar el año de 1527 deseándole «mucha suerte en el nuevo año». Más que nadie conocía la fuente de sus inquietudes. El había prodigado sus versos a Ana Bolena, hermana de Mary, más llamativa que ella por sus modales franceses, su destreza en el baile y su conversar en grados de atrevimiento desacostumbrados. Había advertido la fascinación que ejercía sobre el Rey y se temía un desenlace sin precedentes.

La Reina recibe este obsequio con su graciosa sonrisa cuando el desvío y la frialdad del Rey eran ya elocuentes en extremo. Algo de esta situación conocería la condesa de Salisbury y, aunque procurara ocultársela a la Princesa, María no dejaría de advertir aquella turbación de su madre. Algo se estaba rompiendo en el paraíso de su infancia. Acude a la oración y compone a sus once años una magnífica traducción de una oración de Sto. Tomás de Aquino para recitarla diariamente ante Jesús Crucificado.

El tema no parece ser una elección fortuita. Se preparaba para graves acontecimientos y pedía afrontarlos con paz interior y desasida de toda soberbia o ambición, abrazando la sublime paciencia y mansedumbre de los mártires15.

Así se conserva esta magnífica traducción de la Princesa:

The prayer of St Thomas of Aquin, translated out of Latin into English by the most excellent Princess Mary, daughter to the most high and mighty Prince and Princess, King Henry the VIII and Queen Katherine, his wife, in the year of our Lord God 1527 and the eleventh year of her age.

O merciful God, grant me to covet with an ardent mind those things which may please Thee, to search them wisely, to know them truly, and to fulfil them perfectly, to the laud and glory of Thy Name. Order my living that I may do that which Thou requirest of me, and give me grace, that I may know it, and have wit and power to do it, and that I may obtain those things which may be most convenient for my soul. Good Lord, make my way sure and straight to Thee, that I fail not between prosperity and adversity, but that in prosperous things I may give Thee thanks, and in adversity be patient, so that I be not lift up with the one nor oppressed with the other, and that I may rejoice in nothing but in this which moveth me to Thee, nor be sorry for nothing but for that which draweth me from Thee; desiring to please nobody, nor fearing to displease any besides Thee. Lord, let all worldly things be vile to me, for Thee, and that all Thy things be dear to me, and Thou, good Lord, most special above them all. Let me be weary with that joy which is with­out Thee, and let me desire nothing besides Thee. Let the labour delight me which is for Thee, and let all the rest weary me which is not in Thee. Make me to lift my heart oftimes to Thee, and when I fall, make me to think and be sorry, with a steadfast purpose of amendment. My God, make me humble without feigning, merry without lightness, sad without mistrust, sober without dullness, fear­ing without despair, gentle without doubleness, trusting in Thee without presumption, taking my neighbour’s faults without mock­ing, obedient without arguing, patient without grudging, and pure without corruption. My most loving Lord and God, give me a wak­ing heart, that no curious thought withdraw me from Thee. Let me be so strong that no unworthy affection draw me backward, so stable that no tribulation break it, and so free that no election by viol­ence make any change to it. My Lord God, grant me wit to know Thee, diligence to seek Thee, wisdom to find Thee, conversation to please Thee, continuance to look for Thee, and finally hope to embrace Thee, by Thy penance here to be punished, and in our way to use Thy benefits by Thy grace, and in heaven through Thy glory to have delight in Thy joys and rewards. Amen16.

Cuando compuso esta traducción, la princesa María, aunque de lejos y de forma esporádica, ya compartía las ansiedades de su madre. A partir de entonces, y de forma violentísima, se van a desencadenar sobre ella tales cambios de fortuna que ciertas peticiones de esta oración parecen penetrar en su vida marcándola para siempre: «Que no me hunda entre la prosperidad y la adversidad»; «deseando no contentar a nadie ni temer disgustar a nadie fuera de Ti»; «cuando caiga, hazme dolerme con decidido propósito de la enmienda»; «hazme tan fuerte que ningún afecto indigno me haga retroceder, tan estable que ninguna tribulación la quiebre y tan libre que ninguna elección por violencia la pueda cambiar», «que Tu penitencia me castigue aquí»: cabría encerrar los acontecimientos más importantes de su vida en estas peticiones.

Mientras tanto, aquellos honores y muestras de poder en Ludlow no podían enmascarar una situación que se deterioraba por momentos. La estancia de María, más que resolver los problemas de aquellas regiones, los agravaba por la contribución que les exigía; los poderes legales del Consejo de la Princesa eran ignorados por el Gobierno de Londres y así los asuntos más acuciantes distaban mucho de resolverse. Lord Ferrers escribe muy alarmado: «Estos condados dicen claramente que no pagarán un céntimo (...) y que prefieren huir al bosque». La situación, sigue diciendo Lord Ferrers, ha llegado a ser «la más difícil que ha ocurrido desde que conozco Gales», y advierte del peligro de una rebelión17.

El presidente John Voysey, por su parte, ya advierte que se siente impotente para proteger a María contra las infecciones que los peticionarios propagaban cuando atestaban las salas del Consejo. No convenía bajo ningún concepto que continuara allí la heredera del trono.

Entre Año Nuevo de 1527 y el 23 de abril finaliza la relación de la Casa de la Princesa de Gales en la frontera. Se va desmantelando la corte de Ludlow y otra vez se pone en marcha aquella imponente comitiva para trasladar el equipaje de la Princesa a Londres. Atrás quedaba aquel bello y hostil paisaje. Una alianza matrimonial con la Corona francesa requería la presencia de María en la corte.

El cerco francés

Desde que Carlos V rechazó el plan de aniquilar a Francisco I, Enrique, presionado por el Consejo, a desgana, permitió a Wolsey reanudar las negociaciones con Francia en el verano de 1525. En junio comienzan las conversaciones, que se materializan en el solemne tratado firmado en The More, pero todavía la duplicidad de Enrique se manifiesta cuando, escribiendo al Emperador, califica a Francisco I de «nuestro súbdito y rebelde que debería sernos entregado»18.

La situación del rey francés, tras la batalla de Pavía y su cautiverio en Madrid, no era fácil. El 17 de marzo de 1526 quedó libre, pero dejando a sus hijos de rehenes en España y después de haber firmado con Carlos V un tratado que nunca pensó cumplir. Wolsey aprovecha este momento de humillación y sed de venganza para consolidar la Liga de Cognac, una coalición anti-Habsburgo que presentaba a Carlos V como una amenaza para Europa. Clemente VII, Francia, Venecia, Milán y Florencia firman el tratado; Inglaterra permanece entre bastidores.

De resultas, se endurece la situación de Dª Catalina. Íñigo de Mendoza, el nuevo embajador del Imperio, intentará hablar con la Reina sin conseguirlo; sólo podrá hacerlo en presencia de Wolsey. La causa principal de su desgracia, dirá a Carlos V, era que se identificaba enteramente con los intereses del Emperador19.

El Cardenal trataba de convertir a Enrique VIII en árbitro supremo de Europa pretendiendo que Carlos V devolviera a Francisco I sus hijos, que Borgoña siguiera siendo francesa, que Milán se entregara a los ingleses o se convirtiera en estado independiente: es decir, que Carlos V perdiera el posible fruto de su victoria en Pavía, quedando en precario su posición europea. Wolsey, con su megalomanía habitual, acaricia un tratado de paz universal que se concluiría en Londres bajo la presidencia del Rey y la suya propia. Intenta convencer a Enrique de que el Emperador «se avendría a condiciones razonables, de tal modo que Vtra. Alteza, Dios mediante, tendrá en sus manos la conclusión de una paz universal de la Cristiandad, con mérito vuestro, grandes alabanzas y perpetua fama»20.

Así puede Wolsey reanudar las negociaciones con Francia, buscando lo que siempre había procurado: la alianza matrimonial, abandonada en 1522. El 31 de mayo de 1526 el Cardenal le confiesa a Gaspar Contarini, embajador de Venecia en Londres, que iba a tratar del casamiento de María con el duque de Orleans, segundo hijo de Francisco I y tres años menor que ella. John Clerk, obispo de Bath y Wells, iría a Francia con este cometido. Pero en septiembre interviene Enrique y propone algo insólito: renunciar a sus pretendidos derechos a la Corona de Francia y a la plaza de Boulogne si Francisco, ahora viudo, le concede una pensión y se casa con su hija María21.

Proposición increíble: entregar a su hija a un monarca podrido de enfermedades venéreas, que podía ser su padre y con dos hijos para la sucesión de la Corona. Para colmo, si Enrique muriera podría reclamar Inglaterra en nombre de su esposa. El rey de Francia, entre asombrado y escéptico, escucha la noticia. Por el tratado de Madrid tenía que casarse con Leonor de Austria, reina viuda de Portugal, y confesaba que estaba dispuesto a casarse con la mula del Emperador para recobrar su libertad. Pero admite aquel juego diplomático mientras se decide el forcejeo entre la Liga y el poderío español y envía a sus delegados franceses a Londres para que visiten a la Princesa y concierten los términos de aquel tratado.

El invierno de 1526 se presentaba sumamente difícil para Carlos V tras la victoria de Mohacs por los turcos en Hungría, pero la Liga de Cognac se deterioraba sin remedio. A falta de éxitos inmediatos, Clemente VII y los venecianos deseaban la paz, porque en las proposiciones de Wolsey «no se daban más que palabras»22 y solo continuaban por el decidido empeño de Francis­co I. La reina Catalina, más dolida que nunca por el inútil y cruel sacrificio de su hija, sigue manteniendo silencio ante el nuevo giro de la política internacional. En este ambiente cargado de incertidumbre y recelos llegan a Dover cuatro enviados franceses, encabezados por el obispo de Tarbes y el vizconde de Turenne, seis días después del undécimo cumpleaños de la Princesa.

Durante dos meses se sucederán las negociaciones; oficialmente pedían que María fuera llevada de inmediato a Francia, pero también estaban autorizados para consentir en todo y llegar a un acuerdo. Los ingleses piden una pensión de 50.000 coronas; rehúsan los franceses y hacen una contraoferta de 15.000 coronas. Wolsey, despectivamente, comenta que ese es el valor de un par de guantes y Enrique añade que pierde más jugando a las cartas una noche. Se llega a un impasse; como María tardaría en ir a Francia, ¿por qué no casarla con el duque de Orleans y de paso al duque de Richmond con la hija del monarca francés?

Clerk, desde París, dice haber encontrado a Francisco I muy inclinado a la proposición de casarse con María, «pensaba en ella como no lo había hecho con ninguna mujer»23. Además, decide abandonar la petición de Boulogne y escribe a María llamándola «alta y poderosa princesa». Pero no podía ser un pretendiente entusiasmado. Wolsey, por complacer a Enrique, apoya este matrimonio, mientras se deshace en elogios hacia la Princesa: «Y yo, siendo su padrino, y amándola enteramente, después de Vtra. Alteza, y sobre todas las demás criaturas, le he asegurado [a Francisco] que estaba deseoso de entregarla a su persona, como en el mejor y más digno puesto en la Cristiandad».

Así se llega a la firma de un tratado de paz perpetua, alianza militar y contrato matrimonial, redactado y corregido varias veces. Cuando se firmó el acuerdo, el énfasis principal recayó en el duque de Orleans. Wolsey quería asegurarse de que viniera a vivir a Inglaterra, una vez rescatado de España, «y hacerse popular aquí» para asegurar a los ingleses que aquel príncipe Valois sería su rey. Esta era la opinión que había mantenido Wolsey desde el comienzo de las negociaciones.

Los enviados franceses vieron a la Princesa el día de San Jorge en Greenwich, donde el obispo de Tarbes pronunció un discurso; ella les saludó dándoles la bienvenida en francés y en latín; escribió una composición para ellos haciendo gala de una hermosa caligrafía y les brindó un concierto tocando sus virginales. Después, en los aposentos de la Reina, María bailó con el vizconde de Turenne. Pareció sincero el entusiasmo de estos enviados franceses: ella sobresale por su hermosura e inteligencia, pero a sus once años era todavía una niña y se hacía impensable casarla antes de tres años24.

El tratado se firma el 5 de mayo y al día siguiente María asiste a una fiesta solemnísima que se celebraba en su honor. Greenwich se engalana con arcos de triunfo, y Hans Holbein contribuye con la representación pictórica de las hazañas de Enrique VIII. En el gran banquete y la máscara que se siguió, la princesa María se sentó con los embajadores franceses, rodeada de grandes damas de la corte. Spinelli, el enviado veneciano, gozó extraordinariamente en aquella fiesta; todo, dijo, se realizó «sin el menor ruido o confusión y tal como se había planificado desde el principio, con orden, regularidad y silencio». Dice creer ver contemplar un coro angélico ante la hermosura de las mujeres y la riqueza de sus atavíos25.

Comienza una representación en la que cantan los niños de la capilla del Rey y recitan un diálogo entre Mercurio, Cupido y Platón, solicitando a Enrique para que decida quién tiene más valor: el amor o la riqueza. Irrumpen seis caballeros de blanca armadura y se lanzan con tanto furor contra una barrera que se rompen sus espadas. Acabada la contienda, un anciano de barba plateada declara resuelto el conflicto: los príncipes necesitan amor y riquezas, lo primero para ganarse la obediencia y servicio de sus súbditos, lo segundo para recompensar a los más allegados.

Por el otro lado de la sala entran ocho caballeros ricamente ataviados, con antorchas, y así iluminan un escenario donde se divisaba una montaña circundada de torres doradas «engastadas con corales y ricas piedras de rubí». En la roca se sentaban ocho damiselas con vestidos de hilo de oro y el cabello recogido en redecillas cuajadas de pedrería; sus largas mangas barrían el suelo. Allí, en el centro, se encontraba la princesa María y cuando se levantó al son de las trompetas «su belleza produjo tal efecto en todos los circunstantes, que las maravillas que habían presenciado anteriormente se olvidaron y solo podían dedicarse «a la contemplación de un ángel tan hermoso». Sus joyas centelleaban tanto que cuando ella, al frente de sus damas, inició una danza, «deslumbraba la vista y parecía que estaba adornada con todas las gemas de la octava esfera». Al final de la representación, el Rey y Turenne, junto a otros caballeros disfrazados, prosiguieron el baile; en esta ocasión, María con su padre, ante la manifiesta satisfacción de los circunstantes:

I saw a King and a Princess

Dancing before my face,

Most like a god and a goddess

I pray Christ save their graces26.

La Princesa lucía entonces su espléndida cabellera de rizos de oro cayéndole sobre sus espaldas, libres de aquella redecilla porque, al aproximarse a su padre, éste «arrancó su adorno para exhibir su cabello dorado, tan hermoso que no se ha visto otro igual en cabeza humana cayendo sobre sus hombros».

Doña Catalina, complacida ante el espectáculo, no pudo, al mismo tiempo, dejar de asociar, con notable inquietud, otro cabello suelto sobre la espalda, pero oscuro, que lucía Ana Bolena.

María abandonará la corte el 30 de abril y cuatro meses más tarde, el 18 de agosto de 1527, se produce el contrato matrimonial de la Princesa con el duque de Orleans, firmado y sellado por Francisco I27.

Bellamente iluminado sobre pergamino con fondo de oro, se enmarca con una orla de flores de lis, rosas Tudor y cupidos. En la parte inferior aparece Francisco I representado como el dios Himeneo, llevando de la mano a los novios. Flanqueados por las armas de Inglaterra y Francia, la princesa María se destaca como una figura juvenil que viste una túnica blanca adornada de flores y se toca con una cofia azul y oro; a la derecha de su padre, el duque de Orleans está representado como un niño con jubón y calzas a la última moda28.

Poco imaginaba la princesa María que aquel niño, al correr de los años, se convertiría en el enemigo más implacable de su reinado y que aquel festejo sería el último en el que en mucho tiempo se le tributarían honores reales.

La sombra de Ana Bolena

Cuantos van descubriendo la atracción de Enrique VIII por la joven Ana Bolena se sorprenden; el veneciano Sanuto no puede considerarla bella, por su complexión cetrina y su boca ancha. Sus ojos oscuros, hermosos, escrutadores, distraían la atención de su cuello hinchado, disimulado por un collar, mientras con la misma destreza ocultaba los seis dedos de su mano derecha. Dama de honor de la Reina, revoluciona la corte inglesa con sus aires franceses, provocando un ritmo trepidante de devaneos y expresiones amatorias bajo el cauce de una lírica renacentista que empieza a despuntar en los sonetos de las letras inglesas. Wyatt, el poeta, la corteja y le dedica sus composiciones, donde aparece como provocadora, mudable e inasequible:

Who so list to hunt, I knowe where is an hynde,

But as for me, helas, I may no more:

The vayne travaille hath weried me so sore.

I am of theim that farthest commeth behinde;

Yet mey I by no meanes my wearied mynde

Drawe from the Diere: but as she fleeth afore,

Faynting I followe, I leave of therefore,

Sins in a nette I seke to holde the wynde.

Who list her hount, I put him owte of doubte

As well as I may spende his tyme in vain:

And graven with Diamonds, in letters plain

There is written her faier neck rounde abowte:

Noli me tangere, for Caesars I ame;

And wylde for to hold, though I seme tame29.


They flee from me that sometyme did me seke

With naked fote stalking in my chambre.

I have seen theirn gentill tame and meke

That now are wyld and do not remembre

That sometyme they themself in daunger

To take bread at my hand30.

Aquellos juegos de amor, que no eran inocentes, encandilaron a varios cortesanos. Una vez fallido el proyecto de matrimonio de Ana con Sir James Butler, earl de Ormond, que se consideraba muy superior a ella, cae en la red el joven Henry Percy, hijo del earl de Northumberland, por entonces bajo la tutela de Wolsey. Insistirá en casarse con Ana Bolena aunque ya se hallaba comprometido, cosa factible en sus circunstancias; pero, con gran asombro de los interesados, Wolsey interviene colérico: ¿Quién es él para enamorarse de una joven estúpida, tan ajena a su categoría?31

No cede Percy, cada vez más obsesionado por la atractiva Ana. Entonces el Cardenal recurrirá al earl de Northumberland para que se lleve a su hijo a la fuerza y con la distancia le haga entrar en razón. Así se logra casarlo con la novia que había determinado la familia. Aquella intromisión de Wolsey nunca la olvidaría Ana Bolena, aunque interesa destacar que, como en tantas ocasiones, el Cardenal no hacía más que seguir los caprichos del Rey, que, cansado de Mary Boleyn, ya se estaba interesando por la hermana y pretendía satisfacer sus deseos con la facilidad a que estaba acostumbrado. Una nueva amante para la rutina de infidelidad que jalonaba su matrimonio con la reina Catalina.

Sin embargo, de 1525 a 1526, lo que parecía un habitual devaneo del Rey con una joven dama ya se empieza a convertir en algo inquietante y peligroso. Contra toda norma, lógica y decoro, una advenediza a quien habían despreciado las familias más poderosas de la nobleza se estaba atreviendo a desbancar a la propia Reina no ya en el afecto de su esposo, sino en su estatus social y familiar, situación inconcebible cuando se cuestionaba la sucesión del reino dentro de una complicada política internacional.

Algo muy corrompido y siniestro se estaba fraguando en aquella corte, mientras la princesa María, en sus tierras galesas, proseguía plácida y sin sobresaltos su educación. Con todo, no es de extrañar que cuando se solicitó su presencia en Greenwich por el compromiso con el duque de Orleans algo pudiera haber captado de aquel ambiente, por más que su madre procurara ocultarle la razón de tanta humillación y sufrimiento. Mientras María volvía a alejarse de la corte, justo a las dos semanas de aquella brillante recepción, un tribunal presidido por Wolsey cuestionaba la validez del matrimonio de Dª Catalina con Enrique VIII.

El Asunto Secreto del Rey

Wolsey, como cardenal legado —título que refrendó Clemente VII en 1524 con carácter vitalicio—, junto a Warham, arzobispo de Canterbury en calidad de asesor, preside ese tribunal secreto en su residencia de Westminster. El 17 de mayo se inicia un proceso al que Enrique da su consentimiento y, habiendo comparecido el Rey, Wolsey le amonesta por haber vivido ilegalmente durante dieciocho años con la viuda de su hermano Arturo. Se ha casado con Catalina en virtud de una dispensa papal, pero existen graves dudas sobre su validez y es preciso determinar sobre ella. El Rey se somete al fallo del tribunal, nombra a sus representantes legales y se retira convencido de una rápida conclusión. Pero no se informa a la Reina de este procedimiento, que prosigue durante los días 20, 23 y 31 de mayo, aunque no debe de ser tan secreto cuando Dª Catalina puede alertar a D. Íñigo de Mendoza, embajador de Carlos V: «El cardenal, para coronar sus iniquidades, estaba trabajando para separar al Rey de la Reina y la conspiración había avanzado tanto que un número de obispos y abogados se habían reunido secretamente para tratar la nulidad de su matrimonio»32.

Algo entorpecerá la marcha de aquel tribunal secreto. Se pide el asesoramiento de John Fisher, el más notable teólogo de Inglaterra y muy afecto a la familia real. El obispo de Rochester, que hasta entonces había volcado todas sus energías en atacar la herejía protestante, consiente en dedicarse plenamente a estudiar este problema.

Considera que, para anular el casamiento de Enrique con Catalina por impedimento de afinidad en primer grado, debería probarse que el Levítico prohibía el matrimonio de un hombre con la mujer de su hermano en todas las circunstancias, vivo o muerto. En el primer caso se encontraba Herodes al retener a Herodías, esposa de su hermano Filipo. Igualmente habría que dilucidar que se trataba de una prohibición per se de la ley natural o divina y fuera del alcance de una dispensa papal. Y lo más necesario, que pudiera conciliarse con el texto del Deuteronomio (cap. XXV, versículo 5) cuando decía: «Si dos hermanos habitan uno junto al otro y uno de los dos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará fuera con un extraño; su cuñado irá a ella y la tomará por mujer».

Pero, además, se daba el hecho de que existía una hija viva, la princesa María, dando un mentís al castigo de esterilidad al que se aferraba Enrique, como causa de la muerte tempranísima de sus hijos y de los abortos de Catalina. Había también que tener en consideración las afirmaciones de Catalina, que siempre sostuvo no haber consumado su matrimonio con Arturo, cosa que el propio Enrique no había dejado de reconocer33.

Cuando el 1 de junio llegan a Londres las noticias del Saco de Roma, el tribunal de Westminster se paraliza. Las tropas imperiales, al lanzarse contra la Ciudad Eterna por la actitud enemiga de Clemente VII, le retienen cautivo. Si la reina Catalina apelaba contra aquel tribunal, como era presumible que hiciera, sería al prisionero de su sobrino, no al aliado anti-imperialista de la Liga de Cognac. En esas circunstancias Clemente VII difícilmente refrendaría el dictamen de Wolsey34.

Inmediatamente el Cardenal decide actuar en ausencia del Papa como su representante más cualificado, presidir en Francia al Colegio Cardenalicio y así zanjar de modo definitivo la anulación del matrimonio de Enrique VIII. Escribe al Papa para que delegue su autoridad en él y tiene la osadía de adjuntarle una carta escrita para que la firme en la que le entrega su poder absoluto «incluso para relajar, limitar o moderar la ley divina», afirmando ser consciente de cuanto dice y hace, con la promesa de ratificarlo35.

Camino de Dover, en el mes de julio, se detiene en Rochester para hablar con Juan Fisher de este asunto y le informa de que la conciencia de Enrique ha comenzado a sentir escrúpulos «sobre diversas palabras que en ciertas ocasiones expresó el obispo de Tarbes, embajador del rey francés, durante las largas sesiones para la conclusión del matrimonio entre la princesa María y el duque de Orleans, hijo segundo del rey francés»36. Es decir, que el obispo de Tarbes había expresado sus dudas sobre la legitimidad de la princesa de Gales37.

A Fisher le costaba mucho creer que un embajador se atreviera a decir semejante cosa a un monarca cuando venía a pedir la mano de su hija, inservible para la diplomacia francesa si fuera ilegítima. También hace saber al Cardenal que había investigado lo suficiente para tranquilizar a Enrique sobre sus escrúpulos. Su matrimonio con Catalina era válido.

Se ha acusado a Wolsey de levantarle este escrúpulo a Enrique; así lo creía firmemente la reina Catalina:

Pero de esta congoja puedo daros las gracias, mi señor de York, porque siempre me he maravillado de vuestra soberbia y vanagloria y he aborrecido vuestra vida licenciosa y no he temido vuestra prepotencia y tiranía, y por lo tanto, de la malicia habéis encendido este fuego, especialmente por el rencor que guardáis a mi sobrino el Emperador, a quien odiáis más que a un escorpión, porque no quiso favorecer vuestra ambición de haceros papa por la fuerza, y por ello habéis declarado más de una vez que le molestaríais a él y a sus amigos; y en verdad habéis guardado la promesa; por todas sus guerras y dificultades bien puede estaros agradecido. En cuanto a mí, su pobre tía y pariente, la congoja que me habéis ocasionado con esta duda recién descubierta, solo Dios la sabe y a Él encomiendo mi causa38.

Junto a la Reina así lo testimoniaron el luterano Tyndale, el historiador oficial Polydore Vergil y Nicolás Harpsfield, biógrafo católico de Tomás Moro, quienes acusarán respectivamente a Wolsey de haber utilizado al confesor real, John Longland, para perpetuar aquel designio39. Reginald Pole, el hijo de la condesa de Salisbury, difiere de ellos atribuyendo el escrúpulo de Enrique a Ana Bolena40.

Wolsey siempre negó su responsabilidad en este asunto y afirmaría que estos escrúpulos surgieron en parte por los conocimientos escriturarios del Rey y en parte por sus discusiones con muchos teólogos41. Hasta 1527 dice no haberse enterado, y fue entonces cuando se lo declaró el Rey; horrorizado ante la magnitud del problema, se arrodilló ante él «en su cámara privada por espacio de una o dos horas para apartarle de su voluntad y deseo, pero jamás pudo llegar a disuadirle a partir de entonces»42.

Más adelante, en 1529, Wolsey, públicamente, preguntará a Enrique ante el tribunal de Blackfriars «si yo he sido el principal inductor de este asunto de Vtra. Majestad; porque soy gravemente sospechoso para todos los presentes»; a lo que contestó el Rey: «Mi señor cardenal, bien os puedo excusar. Lo cierto es que me habéis llevado la contraria en mis intentos o explicaciones sobre ello»43.

Otra relación datada en 1528 dirá que las dudas sobra la legitimidad de María fueron insinuadas por primera vez por los franceses al embajador inglés en París y no por el obispo de Tarbes en Inglaterra. Muy significativa es también la orden que reciben los embajadores ingleses de silenciar la historia del obispo de Tarbes44.

¿Por qué tardó Enrique VIII dieciocho años en manifestar este escrúpulo, si es que de verdad le asaltó? Acostumbrado a satisfacer siempre su voluntad y a recibir elogios superlativos sobre sus dotes físicas, intelectuales y morales, había llegado a un punto de no distinguir entre la ley de Dios y sus deseos, exactamente como lo había vaticinado Skelton en Magnificence. La falta de un heredero varón legítimo y su pasión desordenada por Ana Bolena estaban enmarañando en su cerebro cuestiones teológicas, políticas y afectivas que ya serán irrenunciables para su creciente egolatría. No dejará de afirmar que actúa movido por su conciencia, su deber hacia Catalina, hacia su pueblo y hacia Dios.

El hecho es que trataba con todas sus fuerzas de anular un matrimonio y que proclamaría bastarda a su hija María, sin derechos al trono ni a casarse con el duque de Orleans.

El Asunto Público del Rey

El 22 de junio de 1527 ya se decide Enrique a hablar con su esposa sobre el divorcio. Le dice que han vivido en pecado durante dieciocho años y tienen que separarse. Ella, por toda respuesta, rompe a llorar mientras él persiste en su declaración45.

Pero las lágrimas y el sentimiento de Catalina no impiden madurar una resistencia inteligente y efectiva. Estará siempre al tanto de las sórdidas maniobras que se fragüen contra ella; a través de amigos y servidores incondicionales se pondrá en contacto con los embajadores de Carlos V y, directamente con él y a través de él, con la Santa Sede. Se establece un forcejeo en el que Catalina llevará la mejor parte por la valía indiscutible de sus asesores y su heroica entereza.

Son años que muestran a la Reina defecciones y adhesiones insospechadas en el crisol de una persecución sorda que se agudiza hasta que estalla con toda su virulencia la ruptura con la Santa Sede. Entonces ya su causa quedará indisolublemente unida a la obediencia de Roma y a la pena de alta traición.

En esta disyuntiva entrará la princesa María. Por más protegida que se encuentre junto a la condesa de Salisbury, dedicada a sus estudios, ya tiene que advertir una mengua creciente en la alegría que hasta ahora la había rodeado. La tristeza y preocupación de su madre las hará suyas en la medida de su conocimiento y de su comprensión, mientras descubre a su padre cada vez más distante y temible.

Tomás Moro, en la cumbre de su privanza con el Rey, vaticina los efectos más negativos al iniciarse este conflicto. Le confesará a su yerno, William Roper, en uno de sus paseos habituales por Chelsea junto al Támesis, que se daría por satisfecho si le arrojaran al río, atado dentro de un saco, con tal de que se cumplieran tres deseos: «Que se estableciese la paz entre los príncipes cristianos; que la Iglesia, tan afligida por errores y herejías, recobrase perfecta uniformidad en su doctrina y que el naciente Asunto del Rey llegara a una buena conclusión para la gloria de Dios y la tranquilidad de todos los interesados»46.

La clarividencia o los dones proféticos de Tomás Moro llegarán a sobresaltar a su yerno pronosticando las medidas extremas a las que acudiría el Rey con tal de conseguir sus deseos, cuando, comenzada la ruptura con Roma, le dice: «Dios nos dé su gracia, hijo, para que estos asuntos dentro de poco no sean confirmados con juramentos»47.

En estas circunstancias, la reina Catalina propone nuevamente a Luis Vives para que se encargue del perfeccionamiento del latín de su hija y es entonces cuando le confía su nueva aflicción. Vives explica cómo llegó de Brujas el 1 de octubre de 1528 para complacer a la Reina y con sus palabras trata de confortarla: «Sus tribulaciones eran una prueba de lo que la amaba Dios, porque de esa manera solía tratar a los suyos». Decide escribir al Rey:

A más de las cuentas que tendréis que dar al Creador, os pregunto a Vos, el mejor de los príncipes: tenéis un reino próspero, vuestro pueblo os estima; ¿por qué queréis promover nuevas dificultades? Una esposa. ¡Si ya tenéis una a la cual la mujer que deseáis no puede compararse ni en bondad, ni en nobleza, ni en belleza, ni en piedad! ¿Qué buscáis en ella? Yo no creo que busquéis un corto placer sensual e impuro. Me diréis: deseo tener hijos que hereden mi reino. Ya tenéis hijos, gracias a Cristo; tenéis una hija de un encanto adorable. Buscad yerno a vuestro gusto. Si tuvierais un hijo habríais de contentaros con él tal como os lo diera Naturaleza. En cambio un yerno se puede escoger a voluntad.

Además le pide que considere el peligro de incurrir en la enemistad del Emperador... Si él llegara a casarse con Ana Bolena ¿tendría por ello la seguridad de que le naciera un hijo varón? ¿O de que ese hijo viviera muchos años? Un nuevo matrimonio originaría una sucesión dudosa, abonando el terreno para una guerra civil. Esto se lo decía al Rey movido por su deber y su amor a Inglaterra, que tan graciosamente le había acogido, y por su vehemente deseo de promover la paz en la Cristiandad48.

La respuesta que obtuvo fue un encierro de tres semanas en la Torre y un examen rigurosísismo ante Wolsey. El valenciano regresaría a Brujas abandonando el consejo asesor que había concedido el Gobierno a la Reina para su defensa ante el tribunal de los cardenales legados —Wolsey y Campeggio— en Blackfriars, donde se pretendió últimamente decidir la cuestión del divorcio.

La fría lucidez de Vives no le permite entrar en una batalla desigual que consideraba perdida de antemano. «Yo me negué», se excusa el filósofo, «manifestándole que de nada habría de servir defensa alguna ante aquel tribunal, que era preferible que fuera condenada sin juicio ni proceso que serlo mediante solo apariencias de defensa; que el Rey no buscaba sino un pretexto para con su pueblo, a fin de que no pareciera que se condenaba a la Reina sin oírla; lo demás poco importaba49.

La venida del legado Campeggio para presidir un tribunal juntamente con Wolsey fue la última oportunidad del Canciller tras su fracasado viaje a Francia. Ningún cardenal, por la prohibición de Clemente VII, había comparecido en Aviñón para ser presidido por Wolsey. Allí solo se presentaron tres franceses y Sadoleto, el nuncio en Francia, por la presión de Francisco I50. Durante aquel viaje Wolsey apuró las hieles de la amargura cuando comprobó que Enrique VIII le había retirado su confianza y que no tenía el menor interés en que se concertara su matrimonio con Rénée, la cuñada del Rey francés —proyecto acariciado por Wolsey—, sino que a sus espaldas había enviado dos increíbles mensajes a Clemente VII por medio de William Knight. En el primero solicitaba una dispensa al Papa para volver a casarse sin previa anulación de su matrimonio. Suplicaba sus bendiciones para cometer bigamia. En el segundo Enrique pide que, una vez declarado nulo su matrimonio con Catalina y absuelto del pecado de excomunión en el que había incurrido, se le considere libre para casarse con cualquier mujer, aunque se volviera a dar el primer grado de afinidad entre ellos, incluso si esa afinidad se debiera a una relación extramatrimonial. Aquí Wolsey descubría con horror que Enrique pensaba casarse con Ana Bolena, hermana de su anterior amante Mary. Enrique consideraba que no se daba exactamente la relación que pretendía tener con Catalina, inter­pretando el Levítico a su manera. Allí se prohibía a la mujer del hermano, no a la hermana de la amante51. Enrique estaba convirtiéndose para el Cardenal en una esfinge a la que no podía arrancar sus secretos. «Si mi sombrero», decía el Rey, «supiera lo que pienso, lo arrojaría inmediatamente al fuego».

Ante las fluctuaciones de la situación internacional, con la liberación del Papa y un acercamiento entre el Imperio y Francia, Wolsey, de acuerdo con Enrique, envía agentes a Roma para evitar esa concordia. Tanto aborrece a Carlos V que llega a proponer que se le deponga52 y hace que los embajadores ingleses acreditados en España declaren la guerra el 21 de enero de 1528 en Burgos, un gesto peligroso que se resolverá acusando a los embajadores de precipitados para, gracias a esas explicaciones, conseguir una tregua comercial con los Países Bajos, muy necesaria para Inglaterra53.

En Roma, los agentes W. Knight, Francis Bryan, Peter Vannes y W. Benet tenían que hacer ver al Papa la perfidia y ambición de Carlos V y ofrecerle la ayuda amada de Enrique para proteger a Roma de otro asalto de las tropas imperiales. Decía Wolsey: