1 Introducción El hombre y lo eterno

¡Oh Padre que estás en los cielos! ¡Qué es el hombre alejado de ti! ¡Qué es cuanto conoce, por grande que lo consideremos, sino una insignificancia en el supuesto de que te ignore! ¡Qué son todos sus esfuerzos, aunque pudiera abarcar un mundo, sino una obra incompleta en caso de que te ignore: Tú el Único, que eres una sola realidad y que lo abarcas todo! Tú puedes otorgar sabiduría al entendimiento para comprender esta sola realidad: sinceridad al corazón para aceptar esta comprensión; pureza a la voluntad para que solamente la anhele. Otórgame en la prosperidad perseverancia para querer exclusivamente esta realidad; paciencia en el sufrimiento para no separarme de ella. ¡Oh, Tú que otorgas el principio y el pleno cumplimiento, dale temprano al hombre joven, al despertar el día, la decisión para querer esta única cosa! A medida que los días se desvanecen, otorga al anciano el renovado recuerdo de su prístina resolución, de tal modo que la primera sea similar a la última, la última semejante a la primera, dueño de una vida durante la cual ha querido una sola cosa. Ojalá, pero no ha sido así. Algo ha acontecido en el intermedio. Ha intervenido el pecado. Todos los días, día tras día algo se ha interpuesto: demora, bloqueo, interrupción, desilusión, corrupción. Otórgame ahora, arrepentido, coraje para querer esta sola cosa. Ciertamente, esto equivale a una interrupción de nuestras tareas ordinarias; las dejamos de lado como si se tratara de una jornada de descanso, cuando el penitente (y únicamente en las horas de arrepentimiento cuando el obrero se libra de sus pesadas tareas en la confesión de sus pecados) está solo frente a ti en su autoacusación. De seguro que se trata de una interrupción. Pero es una interrupción que indaga en sus orígenes aquello que pueda reanudar de nuevo lo que el pecado ha interrumpido, el dolor para expiar el tiempo perdido, aquella ansiedad que lleve al cumplimiento de lo que está frente a él. ¡Oh, Tú que otorgas el principio y el fin, Tú que nos das la victoria cuando la precisamos, algo que no son capaces de conseguir ni el ávido deseo del hombre ni la firme resolución, Tú lo puedes otorgar en la tristeza del arrepentimiento: querer una sola cosa!

«Todo tiene su momento», dice Salomón.21 Con estas palabras expresa la experiencia del pasado y cuanto queda tras de nosotros. Cuando un hombre revive su existencia, la vive únicamente apoyándose en sus recuerdos; cuando la sabiduría de un hombre de edad ha superado las impresiones inmediatas de la vida, diferencia el pasado contemplando desde el bullicio de lo actual. Pasaron ya el trabajo y el esfuerzo, las satisfacciones y las danzas. No pide más la vida a un hombre de edad y éste tampoco debe exigirle más. Por el hecho de ser el presente, una cosa no está más cerca de él que la otra. No afectan su juicio las expectativas, la decisión, el arrepentimiento. Por pertenecer al pasado, estas distinciones carecen de significado, pues lo totalmente pretérito nada tiene en el momento actual que lo pueda atraer. Oh, la disolución de la ancianidad, si esto significa ser un anciano: quiere decir que en un momento dado una persona viviente es capaz de contemplar la vida como si no existiera, como si la vida fuera meramente un evento pretérito que no le impone tarea alguna ahora como ser viviente, como si él, en cuanto persona viviente, y la vida por otro lado, estuvieran mutuamente separados, de tal modo que la vida ha sido y se ha ido y para él viene a ser algo extraño. Oh, trágica sabiduría, si pudiéramos aplicar a todo lo humano aquello que expresó Salomón, si el discurso pudiera siempre finalizar de la misma manera, insistiendo en que cada cosa tiene su tiempo, en las bien conocidas palabras: «¿Qué gana el que trabaja con fatiga?» (Eclesiastés, 3:9). Tal vez el significado hubiera sido más claro si Salomón hubiera dicho: «Para cada cosa hay un tiempo, todo tiene su tiempo» para dejar en claro que él, como hombre de edad, está hablando del pasado, no a cualquiera, sino a sí mismo. Quien habla sobre la vida humana, de continuo cambiante con los años, debe precisar ante sus oyentes su propia edad. Aquella sabiduría que se refiere a un elemento humano tan modificable y temporal, algo sumamente delicado, debe ser manejada con prudencia para que no ocasione vergüenza.

Únicamente lo eterno es siempre lo apropiado, lo presente, lo verdadero. Solamente lo Eterno se aplica a todo ser humano, cualquiera que sea su edad. Lo mutable existe, y cuando ha pasado su época ya ha cambiado. Por lo tanto, cualquier afirmación sobre lo mutable queda sometida a cambio. Aquello que es sabiduría cuando lo relata un anciano en relación con acontecimientos pasados, quizá parezca locura en labios de un joven o de un adulto al referirse al presente. El joven no tendría capacidad para entenderlo, y el adulto quizá no lo desee entender. Incluso aquel que ha avanzado algo en edad podría estar de acuerdo con Salomón al decir: «Es hora de bailar de puro gozo». ¿Y, sin embargo, cómo puede estar de acuerdo con él? Ha pasado para él la edad de los bailes y, por lo tanto, habla de ello como algo pretérito. No importa si cuando joven sentía ansias de bailar o si en alegre abandono accedía al baile: el que ya es adulto afirmará serenamente: «Hay una edad para bailar». En cambio, para el joven el hecho de que se le permita correr presuroso al baile o se lo obligue a quedar encerrado en casa son dos cosas tan diferentes que no se le ocurre que una y otra estén en el mismo nivel y exclamar entonces: «Hay tiempo para lo uno y para lo otro». El hombre va cambiando a través de los años y a medida que van quedando atrás porciones de su vida tiende a hablar de su diverso contenido como si todo funcionara en el mismo nivel. Aunque de esto, no se deduce que haya adquirido más sabiduría. Lo único que puede afirmarse es que ha cambiado. Quizá todavía ahora hay algo que lo conturba en la misma forma que el baile lo inquietaba en su juventud, algo que concentra su atención en forma similar a la atracción que siente un niño por un juguete. Es así como va transformándose el hombre a través de los años. La ancianidad es el cambio final. El anciano habla de todo en el mismo estilo, de todos los cambios que ya acontecieron.

¿Pero en esto se resume la historia? ¿Ahí está todo lo que puede oírse sobre la condición humana y la vida temporal? No hay duda de que lo más importante y decisivo ha sido dejado de lado. Hablar sobre los cambios naturales de la vida humana a través de los años a la par con lo que ha acontecido externamente, no establece diferencia alguna con lo que se diga sobre las plantas o la vida animal. También el animal se modifica a través de los años. Cuando tiene más edad, sus deseos son diferentes de los que expresaba en años anteriores. Hubo épocas en que también su vida era feliz y otras en que sufrió asperezas. Ciertamente, cuando viene el otoño, incluso la flor podría hablar sobre la sabiduría de los años y decir verdaderamente: «Todo tiene su tiempo un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para alegrarse durante la brisa primaveral y un tiempo para desfallecer con las tormentas del otoño; un tiempo para brillar floreciendo junto al agua que corre acariciada por la corriente, y un tiempo para ajarse y caer en olvido; un tiempo en que a una se le busca a causa de su belleza y un tiempo en que se olvida al desdichado; un tiempo en que abunda el atento cuidado y un tiempo en que se es dejado de lado con menosprecio, un tiempo para deleitarse al calor del sol de mediodía y un tiempo en que se fenece por el frío nocturno». Todo tiene su tiempo; ¿qué provecho logra el que ha trabajado en aquello en lo que ha concentrado sus esfuerzos?

No hay duda de que también el animal cuando ha vivido su tiempo podría discursear sobre la sabiduría de los años y decir con plena verdad: «Todo tiene su tiempo. Un tiempo para saltar gozosamente y un tiempo para arrastrarse por el suelo; un tiempo para despertarse temprano y un tiempo para vivir largamente; un tiempo para correr a la par del rebaño y un tiempo para aislarse y morir; un tiempo para construir el propio nido con la pareja amada y un tiempo para sentarse a solas en el tejado; un tiempo para elevarse libremente por las nubes y un tiempo para hundirse pesadamente en la tierra». Todo tiene su tiempo; ¿qué provecho obtiene el que ha trabajado en la labor realizada? En el caso de que tú dijeras a la flor: «¿Entonces no hay nada más que decir?», respondería: «No, cuando la flor ha perecido, ha finalizado su historia». De lo contrario, la historia habría sido diferente desde el principio y a medida que iba avanzando, no solamente cuando llegaba al final. Supongamos que la flor finalizara su narración de otra forma y añadiera: «La historia no ha terminado porque, una vez muerta, seré inmortal». ¿No sonaría extraño? Si en realidad la flor fuese inmortal, sería precisamente la inmortalidad aquello que le impediría morir; por ende, la inmortalidad debería estar presente en cada uno de los momentos de su existencia. Y el curso de su vida debería ser completamente diferente con miras a expresar la diferencia entre inmortalidad y todo lo modificable, no menos que las diferentes variaciones de lo perecedero. La inmortalidad no puede ser una alteración final que se desliza, digamos, en el instante de la muerte como si fuese el estado último. Al contrario, es lo inmodificable que no se altera a medida que pasan los años. Por lo tanto, a las palabras del anciano «todo tiene su tiempo», el sabio Salomón agrega: «Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones…» (Eclesiastés 3:11).22 Así habla el sabio. El hablar sobre el cambio y sus diversas maneras no es sino confusión, incluso cuando las palabras procedan de labios de un anciano. Sólo lo eterno edifica. La sabiduría de los años confunde. Únicamente la sabiduría de la eternidad edifica.

En consecuencia, si existe algo eterno en el hombre debe estar presente en cada uno de los cambios. Carece de sabiduría afirmar indiscriminadamente que lo eterno tiene un tiempo similar a lo perecedero, asignada una época a semejanza del viento que pasa y no vuelve; sigue su curso como el río que nunca llena el mar. La sabiduría no consiste en hablar de este elemento eterno en el mismo estilo en que hablamos del pasado, de un pasado en cuanto este no se relaciona nunca, ni siquiera en el arrepentimiento, con una persona presente, sino con una ya ausente. El arrepentimiento consiste, precisamente, en la relación entre algo pasado y algo que goza de vida en el momento actual. En cuanto al joven, es insensato el deseo de hablar de la danza en los mismos términos del placer que otorga y de su opuesto. Sería algo así como la locura de actuar como si la juventud, en cuanto tal, obtuviera una extensión prolongada. Pero en lo referente a lo eterno, nunca llega un momento en el cual el hombre se encuentre fuera, o haya llegado a ser más anciano que lo eterno.

Por lo tanto, si existe algo eterno en el hombre, el discurso requiere una tonalidad diversa. Debemos afirmar que hay algo que siempre tendrá su tiempo, algo que el hombre siempre hará, a semejanza de lo que uno de los apóstoles expresa cuando afirma que en todo tiempo deberíamos dar gracias a Dios.23 Cuanto dispone de su tiempo es adecuadamente considerado, en asociación e igualdad, con otras cosas temporales que a su vez pasarán. En cambio, lo eterno está por encima de todo. Lo eterno no tiene su tiempo, pero acomodará el tiempo a sus deseos y consentirá que lo temporal disponga de su propio tiempo. Es así como dice la escritura: «Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello».24 Aquello que no deberá ser descuidado es, precisamente lo que no puede ser tenido en cuenta hasta que se realice lo que debe realizarse. Pasa algo similar con lo eterno. Si la sabiduría de la vida fuera capaz de alterar lo eterno en el hombre, al extremo de cambiarlo en algo temporal, sería similar a la locura de hablar por igual del anciano y del joven. Puesto que en relación a lo eterno, la edad no justifica el que se digan cosas absurdas y la juventud no excluye el hecho de que se pueda aprender lo que es verdadero. Si alguien expresara que el temor de Dios, tal como lo sentimos en este mundo temporal, es propio de la niñez y desaparece con los años a medida que dejamos atrás la infancia, o que es similar a un gozoso estado mental que no puede ser conservado, sino solamente recordado; si alguien afirmara que el arrepentimiento adviene con la debilidad de la ancianidad, con la pérdida del vigor, cuando los sentidos están embotados y el sueño resulta cada vez más débil, todo esto no sería sino impiedad y locura. Por cierto que de hecho existieron hombres que con el correr de los años olvidaron el temor de Dios de su infancia, perdieron lo mejor y cayeron en poder de lo más insolente. También se dieron hombres que adoptaron el arrepentimiento en medio de las penalidades de la ancianidad, cuando carecían de fuerzas para pecar, de modo que el arrepentimiento no sólo llegó tarde, sino que, además, la desesperación de un arrepentimiento tardío se convirtió en el estadio final. No se trata de una historia ingeniosa o que nos explique la vida. Cuando ello acontece, estamos ante algo horrible. incluso si un hombre gozara de una ancianidad de millares de años, por viejo que fuere no podría hablar de ello de un modo diferente al de la juventud… con miedo y temor. En relación a lo eterno, el hombre no crece ni en el sentido del tiempo ni en el sentido de una acumulación de acontecimientos pasados. No, cuando un hombre ha pasado la infancia y la juventud, decimos en el lenguaje común que ha ganado en madurez. Pero decir a sabiendas que se ha crecido por encima de lo eterno equivale a afirmar que se ha separado de Dios y se ha perdido; solamente en el seno de la vida los sin dios «¡Dilúyanse como aguas que se pasan, púdranse como hierba que se pisa…!» (Salmo 58:8).

2 Remordimiento, arrepentimiento, confesión Emisarios de la eternidad para el hombre

Hay algo, por cierto, que debería realizarse en todo tiempo, algo que en ningún sentido temporal tendrá su tiempo. ¡Ay!, cuando no se hace, cuando se omite o cuando precisamente se lleva a cabo lo contrario, entonces una vez más existe algo (o con más precisión aparece lo mismo, cambiado, pero no cambiado en su esencia) que debería hacerse en todo tiempo. Hay algo que bajo ningún sentido temporal tendrá su tiempo. Me refiero al arrepentimiento y al remordimiento.

No nos aventuramos a afirmar que hay un tiempo determinado para el arrepentimiento y el remordimiento; que hay tiempo para vivir descuidado y tiempo para postrarse arrepentido. Tal modo de hablar consistiría: en vez de la urgencia ansiosa del arrepentimiento, en una lentitud imperdonable; en vez de la aflicción ante Dios, en el sacrificio; en vez de lo que debe realizarse este día, en este instante, en este momento de peligro, en una dilación carente de sentido. Ahí está en verdad el peligro. Existe un peligro que denominamos decepción. No somos capaces de atajarlo. Avanza de continuo, entonces lo llamamos perdición. Pero existe un guía atento, sabedor, el cuál atrae la atención del vagabundo y le advierte que debería proceder con cuidado. Este guía es el remordimiento. No es tan rápido como la imaginación indulgente, al servicio del deseo. No está tan fuertemente construido como la intención victoriosa. Procede lentamente. Hace pensar. Pero se trata de un amigo sincero y fiel. Si jamás se presta atención a la voz de este guía ello se debe a que estamos vagando por el camino de la perdición. Cuando el enfermo que está consumiéndose cree gozar de espléndida salud, en este caso la enfermedad sufre la peor amenaza. Si hubiera alguien que muy tempranamente en su vida endureció su mente frente a cualquier remordimiento y lo expulsó, el remordimiento, sin embargo, regresaría en el supuesto de que quisiera arrepentirse de esta primera decisión. Tan admirable es el poder del remordimiento, tan sincera su amistad que escapar totalmente de el es lo más terrible que puede acontecer. Un hombre es capaz de escabullirse de muchas cosas en la vida, e incluso tener éxito, de modo que así favorecido puede afirmar en el último momento: «Yo eludí todas las preocupaciones que causan sufrimiento a los demás hombres». Pero si tal persona anhela jactarse, desafiar o dejar de lado el remordimiento, ¡ay! ¿Qué cosa más terrible podríamos decir de él: que fracasó o que tuvo éxito?

Existe una providencia que vigila el deambular de cada uno de los hombres a través de la vida. Le suministra dos guías. Uno lo impulsa hacia adelante. el otro lo invita a retroceder. Sin embargo, no actúa en oposición, ni permiten al caminante que permanezca en duda, confundido por una llamada doble. Antes bien, entre uno y otro existe una comprensión eterna. Uno invita a ir hacia Dios, el otro lo incita a apartarse del mal. No son guías ciegos. Es precisamente por eso que se trata de dos. Para caminar con seguridad debe mirarse hacia adelante y hacia atrás. ¡Ay! Son muchos los que se desviaron al no comprender que debían permanecer constantes con un buen principio. Siguieron por largo tiempo una ruta falsa e insistieron tanto en ello que el remordimiento dejó de llamarlos para que regresen al viejo camino. Tal vez alguno se desvió porque, agobiado por el arrepentimiento, no quiso seguir adelante, de modo que el guía no pudo ayudarlo a hallar el camino para seguir progresando. Cuando una larga procesión está a punto de moverse, ante todo se oye una llamada del que está delante, en primera fila, y que aguarda hasta que responde el último. Los dos guías invocan al hombre temprano y tarde, y si este oye su llamada, acierta con el camino, puede saber dónde se encuentra. Las dos llamadas designan el lugar y muestran la ruta. De las dos, quizás el remordimiento sea el mejor. pues el caminante ansioso que viaja a plena luz no lo percibe tan bien como el viajante que lleva una pesada carga. Quien simplemente se esfuerza en avanzar no aprende a conocer la ruta con tanta claridad como aquel a quien atormenta el remordimiento. El viajero ansioso camina con rapidez hacia lo novedoso, lejos de la experiencia. Pero el atormentado por el remordimiento, el que va detrás, acumula laboriosamente datos surgidos de la experiencia.

Los dos guías invitan al hombre temprano y tarde. Y, por cierto, no siempre que el remordimiento invita a un hombre es ya tarde. La llamada al encuentro una vez más del camino, a la búsqueda de Dios mediante la confesión de los pecados se lleva a cabo siempre en la hora undécima. Seas joven o anciano, hayas pecado mucho o poco, hayas ofendido o sido negligente, la culpa hace su llamada a la hora undécima. La interna agitación del corazón comprende, en la insistencia del remordimiento, que ha llegado la hora undécima. En cuanto al sentido del tiempo, la edad del anciano está en la hora undécima; también está en la hora undécima el instante de la muerte, el momento final. El joven indolente habla de una larga vida que tiene frente a sí. El anciano indolente confía en que le falta todavía mucho tiempo para la muerte. Pero el remordimiento y el arrepentimiento pertenecen a lo eterno en el hombre. Y de este modo, cuando el arrepentimiento es consciente de la maldad, comprende que ha llegado la hora undécima: aquella hora que la indolencia humana conoce muy bien y sabe que existe cuando habla sobre generalidades, pero no cuando trata de aplicársela a sí mismo. El anciano piensa que todavía le queda tiempo y el joven se engaña cuando opina que la diferencia en edad constituye un factor determinante en cuanto a la proximidad de la hora undécima. Compréndase, por lo tanto, que es bueno y necesario que existan dos guías. Puesto que se trate ya del deseo esclarecido del joven que presumimos está avanzando hacia la victoria, o de la determinación de un hombre maduro dispuesto a luchar durante su vida, uno y otro opinan que disponen de largo tiempo. Presuponen, cuando hacen planes sobre sus esfuerzos, que cuentan con toda una generación o con muchos años, y por esto desperdician un tiempo precioso y así, al proceder en esta forma, acaban desilusionados.

En cambio, el arrepentimiento y el remordimiento saben cómo debe utilizarse el tiempo en temor y temblor. Cuando atendemos al remordimiento, sea en la juventud o en la ancianidad, es siempre la hora undécima. No se dispone de mucho tiempo, pues es la hora undécima. No lo engaña la falsa idea de una larga vida, pues siempre es la hora undécima. Y en la hor∫a undécima llegamos a comprender la existencia de una manera completamente diferente, ya se trate de la juventud, de los agobios de la humanidad o del momento final de la ancianidad. El que se arrepienta en cualquier otra hora del día, lo lleva a cabo en sentido temporal. Se vigoriza a sí mismo mediante una falsa y apresurada idea de la insignificancia de su culpa. Se abroquela con una falsa y apresurada idea sobre lo prolongado de la vida. Su remordimiento no abarca la intimidad del espíritu. ¡Oh, hora undécima, cómo todo cambia cuando tú estás presente! ¡Qué tranquilidad, como si se tratara de la hora de medianoche; qué sobriedad, como si fuera la hora de la muerte; qué soledad, como si se estuviera en medio de las tumbas; qué solemnidad, como si se habitara en la eternidad! ¡Oh, duros momentos de trabajo (aunque se descanse de el) cuando se rinde cuenta, aunque no está presente ningún acusador; cuando se llama a cada cosa por su propio nombre, a pesar de que nada se dice; cuando debe repetirse cada palabra impropia a la luz de la eternidad! ¡Oh, costoso contrato, cuando el remordimiento debe pagar tanto por aquello que parecía a la luz del corazón, de las ocupaciones, de la lucha orgullosa y la pasión impaciente juzgado como nada! ¡Oh, hora undécima, cuán terrible serías si perduraras; cuánto mucho más terrible si la muerte debiera continuar por toda la vida!

De este modo el arrepentimiento debe tener su tiempo para no caer en una total confusión. Para ello hay dos guías. Uno nos invita hacia adelante, el otro hacia atrás. Pero el arrepentimiento no dispondrá de su tiempo si lo interpretamos en sentido temporal. No pertenecerá a una determinada sección de la vida como la diversión y el juego son propios de la infancia, o como la pasión del amor distingue a la juventud. No viene ni desaparece como un antojo o una sorpresa. No, el remordimiento está vivo en una mente recogida, de manera que podemos hablar de el como algo que contribuye a la edificación de quien lo atiende y origina una nueva vida; de modo que no llegue a ser un acontecimiento cuya triste herencia se convierta en un sentimiento de tristeza. Desde el punto de vista de la libertad, cobijada por la eternidad, el arrepentimiento debería disponer de su tiempo, incluso de su época de preparación. En relación a lo que debería llevarse a cabo, la época de recogimiento y preparación no deben considerarse un asunto prolongado. Al contrario, hay un sentido de reverencia, santo temor, humildad de lo que ha de realizarse con sinceridad pura en el arrepentimiento, así que nada se considera vano y extremadamente apresurado. Para quien anhela prepararse no se explica demora alguna. Muy por el contrario, el corazón se siente de tal modo agitado que actúa de acuerdo con lo que debe realizarse. Desde la perspectiva de lo Eterno, el arrepentimiento ha de hacerse presente instantáneamente, así que no queda opción ni para pronunciar palabras. Sin embargo, el hombre pertenece a una dimensión temporal y se mueve en el tiempo. De manera que en el arrepentimiento, lo Eterno y lo temporal buscan una mutua comprensión inteligible. Así como lo temporal no anhela demoras con miras a separarse, sino que, consciente de su debilidad, pide tiempo para prepararse, así también lo Eterno no difiere para desistir de sus reclamos, sino que con miras a un trato delicado, quiere otorgar tiempo a un hombre débil.

Lo Eterno con su «obedece de inmediato» no se convierte en un choque súbito que confunde lo temporal. Por el contrario, más bien debería ser ayuda para lo temporal a través de la vida. Como alguien mentalmente superior a otro que le es inferior, o un anciano en relación con un niño pueden presionar a tal extremo que finalizan por debilitar la mente del inferior o del niño, así lo Eterno puede, en la imaginación de una persona excitable, hacer el intento de empujar lo temporal hacia la locura. Pero el dolor del arrepentimiento ante Dios y la ansiedad cordialmente sentida no deben confundirse en manera alguna con la impaciencia. La experiencia enseña que el momento preciso para el arrepentimiento no es siempre el inmediatamente presente. El arrepentimiento en esta hora precipitada, cuando actúan vivamente entrelazados pensamiento y pasiones diversas, o cuando se siente forzado al descargo, puede confundirse fácilmente en aquello de que debe arrepentirse. Puede confundirse con su opuesto, con el sentimiento momentáneo de contribución, es decir, con la impaciencia. Existe la posibilidad de confundirse con la penosa tristeza agonizante frente al mundo, es decir, con la impaciencia; con un desesperado sentimiento de pesar, es decir, con la impaciencia. Con todo, la impaciencia, no importa lo intensa que sea, nunca llega a convertirse en arrepentimiento. Por obnubilada que esté la mente, los suspiros de la impaciencia, por violentos que sean, nunca llegan a convertirse en suspiros de arrepentimiento. Las lágrimas de la impaciencia no fructifican con bendiciones. Son similares a nubes vacías carentes de agua, o a resoplidos del viento. Por otro lado, si un hombre ha sido consciente de una honda trasgresión, pero simultáneamente ha ido mejorando y año tras año avanzó con firmeza hacia el bien, entonces es indudable que año tras año, a medida que avanzaba en el bien, se arrepentía con mayor intensidad de su culpa, esa culpa que a través de los años iría quedando más lejos. Ahí reside el problema según el cual la culpa debe ser algo viviente en el hombre, si verdaderamente se ha arrepentido. Es por esto que el arrepentimiento precipitado resulta falso y no debemos intentarlo. Pues quizá no se trate de la íntima ansiedad del corazón, sino sólo de un sentimiento momentáneo que presenta de una manera vivaz la culpa. A esta índole de arrepentimiento lo denominamos egoísmo, asunto de los sentidos, momentáneamente poderoso, de expresión excitante, impaciente en formas muy exageradas… y precisamente con este matiz, no se trata de un verdadero arrepentimiento. El arrepentimiento súbito, de un solo trago, liquida todo el amargor y luego sigue adelante. Anhela librarse de la culpabilidad. Desea expeler todo recuerdo de culpa, sobre la base de imaginar que lo lleva a cabo para dejarlo atrás y marchar hacia la búsqueda del bien. Aspira a que la culpa, después de cierto tiempo, caiga totalmente en el olvido. Digamos de nuevo que esto no es sino impaciencia. Quizás un repentino arrepentimiento posterior pondrá de relieve que el precedente carecía de verdadera interioridad.

Suelen afirmarse que había un hombre que, a causa de sus malos actos, merecía el castigo asignado por la ley. Después de haber sufrido por su nocivo proceder regresó a su habitual vida social, mejorado. Luego viajó a un país extranjero, donde era desconocido, y ahí consiguió reputación por su conducta digna. Todo había sido completamente olvidado. Pero cierto día apareció un fugitivo que reconoció a aquella persona distinguida como su igual en la época de su vida miserable. El encuentro trajo también miserables recuerdos. Un miedo mortal lo conmovía siempre que tropezaba con aquel hombre. Aunque silencioso, este recuerdo era muy nítido hasta que aquel vil fugitivo lo expresó verbalmente. Se apoderó de él una honda desesperación cuando creía haberse salvado. Esto le aconteció por echar en el olvido el arrepentimiento, porque el mejoramiento en lo social no comporta la resignación ante Dios, de tal modo que la humildad del arrepentimiento le pudiera recordar lo que había sido. Desde el punto de vista temporal y sensual y en el aspecto social, el arrepentimiento de hecho es algo que viene y va durante años. Pero desde la perspectiva de lo eterno, equivale a una diaria ansiedad silenciosa. Es eternamente falsa la afirmación de que el transcurso de los siglos cambia la culpa. Afirmarlo equivale a confundir lo eterno con aquello que menos se le parece, con el olvido al estilo humano.

Si alguien en forma descarada e impía decidiera librarse del bien, puesto que todo está ya perdido, cometería sacrilegio y amontonaría culpa sobre culpa. Tengamos esto en consideración. La culpa no se acrecienta por el hecho de que cada vez le parezca más trágica al individuo que se ha mejorado. No implica ganancia el olvido total de la culpa. Por el contrario, no es sino pérdida. En cambio, implica ganancia la conquista de una íntima intensidad de corazón profundamente dolorido por la culpa. No es noticia, teniendo en cuenta lo olvidadizo del hombre, afirmar que se está creciendo. Pero sí es ganancia el darse cuenta de que se está creciendo en una penetración cada vez más profunda elaborada por el remordimiento. La corteza habilita para que nos demos cuenta de la edad que tiene un árbol; también podemos hablar sobre el crecimiento de un hombre en el bien por la intensidad de su arrepentimiento. Luchamos con la desesperación y sus consecuencias. El enemigo ataca constantemente desde atrás, pero el luchador no dejará de avanzar. En estos casos, el arrepentimiento todavía es joven y débil. Hay una índole de sufrimiento por el arrepentimiento que no se impacienta por el hecho de tener que sufrir el castigo, más bien experimenta su humillación. En tal caso, el arrepentimiento es todavía joven y débil. Existe un dolor silencioso e intranquilizador al imaginar lo que se ha perdido. No es desesperación, pero en su penar cotidiano origina continua intranquilidad. En tal caso, el arrepentimiento es todavía joven y débil. Hay un movimiento trabajoso hacia el bien, semejante a los pasos de alguien cuyos pies están despellejados. Tiene voluntad, de buen grado andará rápidamente, pero ha perdido el coraje. Los dolores convierten sus pasos en inseguros y agonizantes. Cuando esto pasa, el arrepentimiento es todavía joven y débil.

Pero cuando, a pesar de todo esto, se adelanta más confiadamente, cuando el mismo castigo se convierte en una bendición, cuando las consecuencias devienen redentoras, cuando se hace evidente el progreso hacia el bien, en este caso existe una tristeza tranquila pero profunda que recuerda la culpa. Ha aniquilado y superado cuanto podría engañar y confundir la vista. Por lo tanto, lo que ve no es engañoso, solamente contempla lo único digno de entristecer. Este es el más antiguo, el más fuerte y el más poderoso arrepentimiento. Cuanto pertenece a los sentidos, no hay duda que se deteriora y declina con el correr de los años. Podemos decir de un bailarín que está fuera de época, una vez que haya declinado su juventud. Pero no es así con el penitente. Y en cuanto al arrepentimiento debemos decir que, en caso de olvido, lo que considerábamos vigor era únicamente inmadurez, pero en la medida que lo atesora por más tiempo y más profundamente, deviene mejor. La culpa se torna más terrible en proporción a la cercanía con que la contemplamos. El arrepentimiento es más aceptable a Dios cuanto mayor es la distancia con que se contempla la culpa, a la par que el camino que conduce al Bien.

De modo que el arrepentimiento no solamente debería tener su tiempo, sino también tiempo de preparación. A pesar de que debiera ser una silenciosa preocupación cotidiana, debería ser capaz de concentrarse y prepararse bien para ocasiones solemnes. Esta oportunidad pertenece a la confesión, acto sagrado con preparación a realizarse por adelantado. A la manera en que un hombre cambia su ropa para la fiesta, así también modifica su corazón al disponerse para el acto sagrado de la confesión. Equivale a un cambio de ropaje el dejar de lado varias cosas para dedicarse a una sola; interrumpir las actividades que nos preocupan para consagrarse a la paz de la contemplación y concentrarse en sí mismo. Y el concentrarse en sí mismo es el sencillo ornamento festivo, única condición para ser admitido en la fiesta. Puede verse la variedad con mente distraída, contemplar algún aspecto, como el paso, con ojos entrecerrados, verla y al mismo tiempo no verla. Cuando nos apresuramos, se está ansioso sobre diversas cosas, por empezar varias y solamente terminar con la mitad de ellas. En cambio, no podemos confesarnos sin estar mancomunados con nosotros mismos. Aquel que no está concentrado en sí en el momento de la confesión, de hecho está disperso. Si permanece silencioso, no está concentrado; si habla, es pura garrulería, no es confesión.

Pero quien de hecho está concentrado en sí mismo, ese permanece en silencio. Y eso sí que se parece a un cambio de ropaje: se libera de todo lo ruidoso para ocultarse en el silencio y abrirse. Este silencio es la sencilla fiesta del santo acto de la confesión. Desde el punto de vista mundano se piensa que para los bailes y las fiestas cuanto más música mejor. Sin embargo, cuando hablamos de asuntos divinos, cuanto más profundo sea el silencio mejor. Cuando el caminante pasa de una ruta muy transitada y ruidosa a lugares tranquilos, entonces le parece (impresionado por la quietud) que debe atender a sí mismo, escuchar lo que está oculto en lo profundo de su alma. Se le ocurre, según declara el poeta, que algo inexpresable lo impulsa desde su más profunda intimidad, aquello inexpresable para lo cual el lenguaje carece de expresión. El anhelo no es todavía de por sí inexpresable. Sólo apresura su cercanía. Pero lo que significa el silencio, aquello que dirán las circunstancias en este silencio, ahí está lo inexpresable.

La sorpresa expresada por los árboles, si es posible decir que los árboles contemplan sorprendidos al viajero, nada explica. Y el eco del bosque nos dice que nada explican. No, así como una fortaleza inexpugnable rechaza los ataques del enemigo, del mismo modo el eco devuelve la voz, no importa lo alto que el viajero haya gritado. Y las nubes se mueven a su gusto, envueltas en sí mismas. Ya sea que nos parezcan estar en un descansado sueño, o disfrutando de suaves movimientos voluptuosos, o en su transparencia corriendo rápidamente impulsadas por el viento, de todas maneras no se preocupan del viajero.

Y el mar, similar a un hombre sabio, dispone de su propia suficiencia. Si descansa a semejanza de un niño y se divierte con sus suaves ondas así como un niño juguetea con su boca, o en el mediodía en actitud similar o un soñoliento pensador libre de cuidados, esparce su mirada vagando por encima de todo, o en horas de la noche reflexiona profundamente sobre su propio ser, o para ver lo que está pasando, astutamente se esconde a sí mismo como si no existiera, o brama apasionadamente: el mar es profundo, conoce bien lo que conoce. Cuanto tiene de gran profundidad lo sabe de siempre, pero es un conocimiento no participado.

¡Qué enigmática disposición nos ofrece el ejército estelar! Parece existir entre las estrellas el convenio de mantenerse ordenadas. Pero las estrellas se encuentran a tanta distancia que son incapaces de ver al viajero. Únicamente el viajero puede ver las estrellas, de ahí la imposibilidad de acuerdo alguno entre él y las estrellas. De modo que la melancolía del ansia poética se basa en una honda incomprensión, porque el solitario viandante, por todas partes está rodeado en la naturaleza por algo que no lo comprende, aunque siempre parezca posible alguna comprensión.