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Qué le está pasando
a la Universidad

Un análisis sociológico de su infantilización

Frank Furedi

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Índice

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

Socialización de la generación joven

El retorno al «in loco parentis»

La deificación de la seguridad

La reivindicación de la propia identidad

Los motores de las políticas paternalistas

1. Convertir las emociones en un arma arrojadiza

El guion cultural de la vulnerabilidad

El cultivo del estudiante vulnerable

Hacer de las emociones un arma

La intervención de terceros para gestionar conflictos

¿Por qué esta generación parece comportarse de manera tan diferente?

2. Los daños que afectan a la Academia

Medicalización de la experiencia universitaria

Las políticas de reducción del daño

La representación del respeto o la ética del cuidado

3. La cultura de la guerra

El giro psicológico de la identidad cultural

La normalización del trauma cultural

Guerra cultural contra el pasado

Apropiación cultural

La cultura de la vigilancia en las universidades

4. La metáfora del «espacio seguro»

Una metáfora cultural frente al miedo

Una cruzada contra el juicio

Una cruzada contra el pensamiento crítico

La politización del espacio seguro

5. Purificación verbal o «medir las palabras». La patologización de la libertad de expresión

La formalización de la comunicación verbal

La censura como terapia semántica

Los cambiantes contornos de la censura

La pérdida del valor cultural que se le atribuye a la libertad de expresión

6. La teoría de la «microagresión». La hipervigilancia sobre las formas y el pensamiento

Cuidando la comunicación: «tú no puedes decir eso»

Las políticas en gestión del comportamiento

Validación teórica del conflicto perpetuo

¿Intervenir también el pensamiento?

7. El conflicto cultural sobre los valores fundamentales

Evitar las sensibilidades morales

La impugnación de valores

Hacia nuevas formas de comportamiento

Demandando la intervención de terceros

Hacer del consentimiento algo principal

8. Advertencias de contenido. La representación de la conciencia

Cómo se usan las advertencias de contenido

Un veloz acomodo a los «temas difíciles»

Elementos o asuntos que pueden desencadenar trauma

La sensibilidad…, a demanda

Los peligros de la lectura

Paternalismo intelectual

9. Por qué la libertad académica no debe ser controlada

La libertad académica en una cultura paternalista

Libertad académica: la amenaza desde dentro

La libertad académica devaluada por medio de la santificación de otros valores

La libertad académica, ¿un valor de segundo orden?

El sacrificio de la libertad en pro de la seguridad, la igualdad y el reconocimiento

Reflexiones finales

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

PREFACIO

Cuando me convertí en estudiante de la Universidad McGill en 1965, el radicalismo y la experimentación expresaban el estado de ánimo de la época. Las universidades brindaban un entorno adecuado para la experimentación intelectual. Eran lugares que estaban abiertos a las nuevas ideas y eran bastante más tolerantes con las diversas visiones y opiniones que el resto de la sociedad. La libertad de expresión y la libertad académica eran valores que se defendían y se afirmaban con vehemencia.

Aunque la libertad académica y la libertad de expresión en teoría, aun hoy, se afirmen, en la práctica parecen haber perdido su vitalidad y relevancia para muchos de quienes habitan la universidad. A veces parece que el clima cultural que predomina en la educación superior sea bastante menos hospitalario para los ideales de libertad, tolerancia y debate que el mundo que está tras las puertas de la universidad. Reflexionar sobre cómo se ha producido esta inversión de roles es el principal objetivo de este libro.

Este libro se propone explicar cómo y por qué la cultura que domina la educación superior se ha alterado de forma dramática. Hubo un tiempo en el que los miembros de la universidad entendían que la comprensión y la búsqueda de la verdad requerían de una disposición sin cortapisas y sólida hacia la crítica y el intercambio de opiniones opuestas. El ideal de tolerancia en pro de las visiones disidentes siempre estaba sujeto a presiones conformistas y censoras; pero hasta hace poco, la autoridad moral de la libertad académica y de la libertad de expresión aseguraban que el sistema de creencias liberal propio de una mentalidad abierta ejerciera una significativa influencia sobre la vida del campus.

En un asombroso giro de los acontecimientos, la universidad se ha convertido en sujeto del imperativo de las prácticas de censura y culturales que exigen niveles de conformismo que normalmente se asocian con instituciones autoritarias de mentalidad cerrada. Las directrices de la universidad insisten en que sus miembros ‘midan sus palabras’ y sometan su comportamiento a una variedad siempre creciente de reglas. Los miembros de la universidad no solo son simplemente exhortados a hablar con sensibilidad, sino que, en muchos casos, se espera que asistan a clases de ‘formación en sensibilización’.

Algunos sectores del cuerpo estudiantil han interiorizado profundamente el sistema de valores censor que florece dentro de la academia. Lamentablemente, la protesta estudiantil ha hecho suyo el lenguaje de la intolerancia y a menudo se sitúa a la vanguardia de las campañas que tienen como blanco el comportamiento insensible y las palabras e ideas ofensivas. En los últimos años los medios han dirigido su atención sobre los activistas estudiantiles que exigen que se coloquen advertencias de contenido en textos molestos o piden que se vete a oradores que se atrevan a aparecer en sus «espacios seguros». Tales episodios normalmente se describen como actos aislados de unos pocos estudiantes que están teniendo una rabieta. Sea como sea, el problema real no es la actitud de un pequeño grupo de activistas que trata de clausurar un debate, sino la ausencia de una oposición segura y vehemente al proyecto de imponer una etiqueta intolerante y paternalista sobre la universidad.

La mayoría de estudiantes no están exigiendo la introducción de advertencias de contenido o el veto a palabras e ideas que les ofenden. Muchos de ellos están desconcertados por los llamamientos en pro de los espacios seguros o de la formación obligatoria en sensibilización. De todos modos, a pesar de sus opiniones, pronto aprenden a «conformarse» con el clima predominante, en pro de una vida fácil. En mis discusiones con los estudiantes de Inglés, me sorprendió el hecho de que muchos de ellos hubieran decidido autocensurarse. Resulta triste que, pasado un tiempo, el lenguaje con el que se comunican las demandas a favor de la regulación de la expresión y la conducta se haya interiorizado e influya incluso en el comportamiento de los estudiantes que al principio se mostraban escépticos en relación al mismo. Que estas prácticas sean raramente cuestionadas por los académicos, incluso por aquellos que las consideran como una intrusión en sus libertades, garantiza que no se les ofrezca a dichos estudiantes una alternativa coherente.

Cuando los estudiantes argumentan que algunos libros son peligrosos para su bienestar psicológico o que algunos argumentos y críticas son tan tóxicas que pueden traumatizarles, es evidente que la universidad se enfrenta con un serio reto para su integridad académica. Cuando los administradores y ciertos sectores de la docencia respaldan estos sentimientos, queda muy claro que la universidad corre el peligro de perder de vista su vocación.

La idea de escribir este libro surgió durante el transcurso de una serie de clases que di sobre el tema de la libertad de expresión en distintas partes de Europa. Durante los debates que siguieron a esas clases, noté que muchos de los estudiantes que hablaban parecían más apasionados por argumentar a favor de la limitación de la libertad de expresión que por defenderla. A diferencia de las generaciones pasadas, su juvenil idealismo se expresaba a sí mismo en la certeza de que la libertad necesita ser frenada más que ampliada. Otra cosa que me sorprendió fue que los estudiantes que poseían una actitud abierta y tolerante hacia el debate parecían estar a la defensiva.

Extraje la conclusión de que había llegado el momento de explicarle al mundo entero qué es lo que estaba pasando en la universidad.

Estos asuntos, que se discutirán en los capítulos que siguen, no ocurren solo en la universidad. Las ideas que prevalecen en la educación superior se ven influidas por las novedades que se dan dentro de la cultura en términos generales.

En una época en la que millones de jóvenes participan en la educación superior, y se espera que así lo hagan, la universidad ya no es una torre de marfil. La manera en que los estudiantes han sido educados y socializados influye en sus actitudes y comportamiento cuando llegan al campus. Al mismo tiempo, las universidades juegan un papel central en su desempeño de una tarea cultural y a la hora de influir en los valores de la sociedad por medio de la producción de lenguaje, ideas y teorías que influyen en la vida cultural en términos amplios. En la era actual, a la universidad se le ha obligado a jugar un papel socializador que estaba históricamente asociado a las escuelas.

Para bien o para mal, más que en cualquier otra época de la historia, lo que suceda en las universidades realmente es algo que concierne a todo el mundo.

Como sociólogo, trato de explicar por qué la universidad ha adoptado dichas prácticas antiliberales y por qué los estudiantes se han llegado a separar de los ideales de libertad, tratando de identificar las influencias históricas específicas sobre la vida en el campus. Espero que ayude a los lectores a cuestionar y desafiar la cultura de la pasividad y del fatalismo a la que tales prácticas reaccionarias e intolerantes invitan constantemente en la universidad.

El libro se basa principalmente en las novedades acaecidas en el mundo angloamericano. Como es el caso con la mayoría de tendencias culturales recientes, el paternalista giro de la universidad se inició en los Estados Unidos y pronto influyó en todas las sociedades angloparlantes. Una forma mucho más tenue de las tendencias discutidas en este estudio se evidencia en los campus de Europa occidental. Cuando di una charla sobre la tolerancia en Tilburg, Holanda, algunos de los estudiantes despacharon las advertencias de contenido como una estúpida idea americana, pero no parecían estar menos dedicados a frenar los discursos ofensivos que sus compañeros del otro lado del océano.

Es fascinante cuán velozmente se han globalizado las nuevas formas de activismo censor en los campus americanos —a menudo con la asistencia de Internet—. La campaña online «Yo también soy Harvard», que muestra a estudiantes sosteniendo carteles que indican sus quejas, fue rápidamente imitada por las universidades de todos los Estados Unidos. En Canadá se produjo el «Yo también soy McGill». Rápidamente migró hacia Australia —«Yo también soy Sidney», «Yo también soy Monash»—; luego a Nueva Zelanda —«Yo también soy Auckland»—. En Reino Unido hizo su aparición en Oxford —«Yo también soy Oxford»—, seguido por Cambridge y otras universidades. En Holanda los estudiantes de la Universidad de Ámsterdam declararon «Yo también soy UVA». En Francia fue el turno de los estudiantes de la École Nationale d’Aministration y entonaron el «Yo también soy ENA».

Existen algunas importantes variaciones en las actitudes y prácticas de los estudiantes y el personal de las universidades en las sociedades occidentales. Pero en mayor o menor medida, el extrañamiento de la academia respecto a los ideales de libertad y tolerancia está dirigido por influencias culturales que trascienden las fronteras nacionales.

A lo largo de la redacción de este libro me ha mantenido con los pies en el suelo mi colega y amiga la Dra. Jennie Bristow; su contribución a la clarificación de mis ideas sobre este tema tiene un gran valor. Mi colega la Dra. Elie Lee siempre ha estado allí como una crítica caja de resonancia; siempre me ha inspirado su valentía para permanecer firme frente a quienes siempre declaran «No puedes decir eso». Wendy Kaminer —una apasionada defensora de las libertades civiles— me ha brindado útiles críticas sobre el borrador. Este libro está dedicado a mi combativa esposa Ann, que me ha obligado a comprender que ni siquiera nuestra mesa del desayuno es un espacio seguro.

INTRODUCCIÓN

En el mundo angloamericano, las políticas culturales que se practican en la educación superior están atravesando una profunda transformación. Las universidades han caído bajo la influencia de poderosas tendencias paternalistas e intolerantes. Valores como la experimentación, la adopción de riesgos y la apertura a nuevas ideas, que influían en los campus en las décadas de 1960 y 1970, han dado paso a un clima de regulación moral y conformismo. Sobre muchos de los ideales fundamentales que tradicionalmente se han asociado a una sensibilidad democrática —tolerancia, libertad de expresión, diversidad de opiniones— los campus han adoptado unas prácticas que son menos liberales que las que predominan en la sociedad en general.

La vida universitaria siempre ha estado sujeta a presiones en consonancia con los intereses políticos dominantes y económicos. Pero hasta hace relativamente poco, la principal amenaza contra la libertad académica y la experimentación provenía de fuentes que eran externas al campus. Hoy en día, ya no son solo los medios antiliberales y los políticos intolerantes los que llaman a silenciar a los académicos disidentes o vetar a los oradores controvertidos; es probable que este tipo de llamamientos emanen de dentro de la universidad, y sus defensores más vehementes son a menudo los propios estudiantes.

Los informes realizados en el Reino Unido indican que una significativa proporción del cuerpo estudiantil apoya el veto a oradores cuyas opiniones les ofendan1. En EEUU, abundan los casos en los que los estudiantes denuncian a miembros del personal ante los administradores de la universidad por asuntos triviales. En la Universidad de Oregón durante el curso académico 2014-2015, un estudiante denunció a un profesor por escribir un comentario online supuestamente insultante sobre su blog personal. La respuesta de la universidad fue hacer que uno de sus «formadores en sensibilización» celebrara una eufemísticamente denominada «charla de reciclaje profesional» con el profesor.

Durante un tiempo, me he sentido molesto con la dirección que han tomado la cultura y el sistema de creencias que prevalecen en la educación superior. Esta sensación de incomodidad también la comparten grupos de académicos americanos que se enfrentan a la presión de subordinar el compromiso de la universidad con la libertad de expresión a la exigencia de que los estudiantes deban ser protegidos de toda ofensa. Numerosas universidades han firmado el «Informe del Comité sobre la libertad de expresión» de la Universidad de Chicago2. Esta «Declaración de Chicago», escrita en respuesta a la difusión de los vetos y la censura por los campus americanos, ofrece una sólida defensa de la libertad de expresión y la libertad de cátedra.

Aun así, la Declaración de Chicago va contracorriente respecto a las tendencias culturales en la educación superior. A pesar de que la libertad de cátedra, la tolerancia y la libertad de expresión aún se sostengan formalmente, hay una creciente tendencia a subordinar estos valores a consideraciones pragmáticas y políticas. La indiferencia con la que los defensores del veto a oradores y la censura de expresiones contemplan la libertad de cátedra y la libertad de expresión indica que muchos individuos muy cultos consideran la tolerancia como un lujo negociable. Aún más problemático es que los abanderados de la censura se hayan vuelto mucho más atrevidos y abiertos a la hora de poner estas libertades en cuestión.

Un artículo titulado «La doctrina de la libertad de cátedra: renunciemos a la libertad de cátedra y vayamos en favor de la justicia», publicado en Harvard Crimson, es abiertamente despectivo con el valor de la libertad de cátedra. Esta polémica es escalofriante en su desdén de un valor que es tan fundamental para la actividad de la vida académica: el autor, un universitario, describe la libertad de cátedra como una incomprensible «obsesión»3. Esto evoca un zeitgeist que se ha vuelto ajeno al principio de la libertad de expresión. Lamentablemente, a muchos miembros de la comunidad académica que se sienten incómodos y confundidos con la cruzada contra las tradicionales libertades les resulta difícil alzar la voz y expresar en público sus inquietudes.

La universidad del siglo XXI se ha convertido en el blanco de una constante creación de reglas. Las universidades están bajo un intenso escrutinio; son ambientes regulados en los que el comportamiento individual y las relaciones interpersonales están sujetas a intrusivas reglas de conducta. A los miembros de la comunidad académica se les invita a «medir sus palabras» y adherirse a las políticas que señalan las directrices universitarias en materia de uso del lenguaje. El sistema de creencias del campus en los sesenta, el «todo vale», siempre fue en parte un mito; pero se erige en cruel contraste con el imperativo conformista contemporáneo de «mide tu lenguaje» y «vigila cómo te comportas».

A este respecto, las universidades parecen haber ido hacia atrás, hacia la era de las instituciones medievales, en las que la conformidad con los valores dominantes se consideraba una virtud principal.

A estos asuntos no ha contribuido el hecho de que el creciente clima de conformismo y censura de los campus a menudo se haya diagnosticado mal y se haya malinterpretado. Los comentarios que abordan las alarmantes novedades en los campus —los oradores vetados, las demandas de advertencias de contenido y de espacios seguros, la proliferación de normas de expresión y de conducta, la criminalización del pensamiento y la expresión ofensiva, la subyugación de la vida del campus a las exigencias de las políticas identitarias —rara vez indagan lo suficiente como para descubrir su fuente—. Con frecuencia descansan sobre viejos términos vagos y agotados como «corrección política» para dar sentido a las disparatadas consecuencias de la institucionalización de las políticas identitarias y la politización de la cultura y la conducta personal.

Normalmente, los comentaristas localizan los orígenes de la actual cultura de la intolerancia en la educación superior en las revueltas de los sesenta. Desde esta perspectiva, la actual celebración de la identidad cultural y de las prácticas paternalistas que la acompañan son el resultado de la creciente influencia de los radicales de la década de 1960. Esta mirada percibe los actuales problemas que dominan la política del campus —la demanda de espacios seguros, las advertencias de contenido y la protección frente a la expresión ofensiva y la microagresión— como el resultado inevitable o lógico de un movimiento contracultural.

Hay, desde luego, elementos de continuidad entre el radicalismo de la década de 1960 y la retórica de los activistas de hoy en día. Pero como argumentará este libro, el factor de ruptura y disrupción es más significativo que el de continuidad. Por citar solo unos ejemplos: los radicales de los sesenta organizaban movimientos a favor de la libertad de expresión y consideraban toda forma de censura como inaceptable. En la actualidad, muchos estudiantes no se esconden a la hora de reclamar que se censure la expresión y se vete a individuos para que no hablen en los campus. En la década de 1960, los estudiantes lucharon por defender a los miembros del cuerpo docente que eran amenazados con la destitución por sus opiniones radicales o subversivas. Los manifestantes estudiantiles de hoy en día han exigido en muchas universidades que se despida o castigue a académicos «ofensivos», por ejemplo en la Universidad de Louisiana, UCLA, Yale o el Oberlin College.

Los radicales de los sesenta eran verdaderos rompedores de reglas más que creadores de estas, y se negaron a reconocer el derecho de los administradores universitarios a ejercer ninguna autoridad sobre su comportamiento. A diferencia de ellos, los activistas actuales se enfrascan a menudo en la exigencia de protección contra diversos riesgos externos. Mientras que sus homólogos de los sesenta trataron de abrir sus instituciones a la comunidad en general, los activistas contemporáneos se hayan a la vanguardia en cuanto a la exigencia de creación de «espacios seguros» para lanzar sermones morales y aislar a los estudiantes para que no corran el riesgo de recibir presiones incómodas.

Existe un alarmante diferencia entre los manifestantes estudiantiles de los sesenta y los de hoy en día, en su actitud hacia las relaciones interpersonales. Un sistema de creencias afín a la experimentación ha dado paso a unas actitudes que insisten en que el modo en que se desarrollen las relaciones personales es algo que requiere ser microgestionado y vigilado. La idea de que los estudiantes deben ser protegidos los unos de los otros ha conducido a la proliferación de reglas y códigos de conducta. Muchas universidades hoy en día ofrecen clases, que pretenden brindar unas reglas «transparentes» sobre cómo mantener relaciones sexuales punto por punto. Y los estudiantes con frecuencia se denuncian los unos a los otros ante los administradores universitarios por insultos y comentarios que encuentran ofensivos.

Hubo un tiempo en que los radicales del campus disfrutaban de su estatus como militantes y revolucionarios. Los estudiantes radicales de los sesenta se jactaban de su poder para cambiar el mundo y a menudo adoptaban un estilo de vida que hoy en día sería definido como arriesgado y peligroso. Los manifestantes estudiantiles en la actualidad dirigen su atención hacia su frágil identidad y alardean de su sensibilidad a la hora de sentirse ofendidos. Con frecuencia adoptan un lenguaje terapéutico, y lo que es más importante: hablan constantemente de ellos mismos y de sus sentimientos. A menudo lo que parece importar no es lo que argumentes, sino quién seas. Mientras escribo estas líneas me he topado con un artículo en el Columbia Spectator, el periódico que publican los estudiantes de la Universidad de Columbia. El artículo empieza con las palabras:

Dejadme empezar dando unos datos cruciales: soy una mujer queer y de color. Soy superviviente de agresión sexual y padezco múltiples enfermedades mentales. Soy una estudiante de escasos recursos y de primera generación4.

Los «datos cruciales» que pertenecen a su identidad sirven para dotar a la autora de este artículo de autoridad moral. En su llamamiento en pro de que su identidad sea respetada, sus argumentos de hecho son secundarios respecto a su estatus como víctima múltiple.

El erróneo eslogan de la década de 1970, «lo personal es político», ha dado paso a la infantilizada retórica de «todo gira en torno a mí». Las palabras «yo» y «a mí» se han convertido en un rasgo central del vocabulario de las protestas narcisistas que caracterizan la era actual. Hay algo alarmantemente inmaduro en los activistas que señalan sus virtudes colgando selfies de sí mismos sosteniendo un cartel que afirma «Estoy enfadado y exijo respeto». La protesta sirve como un medio para la afirmación de la identidad. Como observó el sociólogo italiano Alberto Melucci (1989: 87), «la participación en la acción colectiva se considera como algo carente de valor para el individuo a menos que brinde una respuesta directa a sus necesidades personales».

Como la protesta y las necesidades personales se entremezclan, los sentimientos y emociones dejan de ser una cuestión personal. Las emociones son movilizadas para hacer una declaración de indignación. Las críticas y los argumentos rompedores van aparejados con la declaración de «Me siento ofendido». A diferencia de la respuesta «No estoy de acuerdo», no hay contraparte aquí. El desacuerdo invita a discusión, mientras que la declaración «Me siento ofendido» clausura la conversación y el debate. Hay un umbral bajo de tolerancia a involucrar presiones y retos que son propios de la educación superior. Esta actitud infantilizada no solo es tolerada por las autoridades universitarias, sino que se cultiva. En algunas instituciones, se brindan «salas de relajación» con juguetes blandos y mascotas para los estudiantes que sufren de «estrés ante los exámenes» y ansiedades asociadas.

El hecho de que quienes dirigen las universidades se hayan convertido en cómplices de la infantilización de sus campus indica que la línea que tradicionalmente dividía la educación secundaria de la superior se ha vuelto inexacta.

Socialización de la generación joven

La erosión de la línea que divide la educación secundaria de la superior es una tendencia que contradice el sistema de creencias de la enseñanza académica y la vocación que se asocia a la misma. En teoría, los ideales que se asocian a la universidad en general se siguen sosteniendo, pero en la práctica a menudo se someten a prueba introduciendo convenciones que antes estaban confinadas a la educación secundaria. La adopción de prácticas paternalistas y la tendencia general hacia la infantilización de los campus, pueden en parte entenderse como un resultado de las dificultades con las que se ha topado la sociedad en la socialización de los jóvenes.

La socialización es el proceso por medio del cual los niños se preparan para el mundo que les espera. Durante el pasado siglo, la responsabilidad de la socialización ha ido pasando gradualmente de los padres a la escuela. La institucionalización del proceso de socialización en décadas recientes se ha extendido discretamente a la esfera de la educación superior. La educación superior ahora juega un importante papel en la socialización de una proporción cada vez mayor de la generación joven. La meta de la «universalización de la educación post-secundaria» se ve, en gran parte, influida por el objetivo de contribuir al proceso de socialización5.

La tendencia a la ampliación del papel socializador a la esfera de la educación superior fue observada por el sociólogo americano Alvin Gouldner ya de forma temprana, en 1979. Gouldner (1979: 44) llamó la atención sobre las dificultades a las que los padres se enfrentaban en la realización de la tarea de socializar a sus hijos, afirmando que «la autoridad familiar, particularmente paternal, es cada vez más vulnerable y es por tanto menos capaz de insistir en que los niños respeten la autoridad social o política fuera del hogar». Afirmaba que los profesores en la educación superior estaban cada vez más involucrados en socializar a los estudiantes en sus valores. Gouldner describió los «colleges y universidades» como las «últimas escuelas» en cuanto a la socialización de los estudiantes en los valores que se promueven en la educación superior.

Las reflexiones de Gouldner sobre la dificultad que tenía la sociedad para reproducir sus valores por medio de la socialización de los jóvenes son aún más aplicables hoy en día. Hace tiempo que resulta evidente que los padres y escuelas tienen problemas con la transmisión de valores y reglas de comportamiento a los jóvenes. En parte, este problema era causa de la falta de confianza de las viejas generaciones en los valores en los que fueron socializados por sus padres. De forma más general, la sociedad occidental se ha separado de los valores que antes apreciaba, y le resulta difícil brindarles a sus miembros adultos una narrativa convincente para la socialización.

La manera dubitativa y defensiva con la que se ha realizado la tarea de la socialización ha creado una demanda de nuevas maneras de influir en los niños. La referencia creciente a la protección del niño, y la ampliación del territorio de actividades de formación para los padres, puede interpretarse como un intento por desarrollar nuevos métodos para guiar a los niños. La falta de claridad en materia de la transmisión de valores ha llevado a una búsqueda de alternativas. La adopción de prácticas de regulación del comportamiento sirve como un planteamiento influyente para la resolución del problema de la socialización (Furedi, 2009). Las técnicas psicológicas de gestión de la conducta dirigidas por expertos han tenido una influencia importante sobre la crianza. Desde este punto de vista, el papel de los padres ya no es tanto el de transmitir valores como el de validar los sentimientos, actitudes y logros de sus hijos.

Aunque los padres sigan dando lo mejor de ellos mismos para transmitir sus creencias e ideales a sus hijos, se ha pasado ostensiblemente de infundir valores a brindar validación. El proyecto de validar a los hijos y fomentar su autoestima ha sido activamente promovido tanto por padres como por escuelas. Este hincapié en la validación ha avanzado en tándem con la costumbre del régimen de crianza conservador. La consecuencia (involuntaria) de ello ha sido que se han limitado las oportunidades para cultivar la independencia, y se ha ampliado la fase de dependencia de los jóvenes respecto a la sociedad adulta.

La extensión de la fase de dependencia se ve reforzada por las considerables dificultades que tiene la sociedad para brindar a los jóvenes un relato persuasivo de lo que significa ser adulto. Las dificultades que rodean la transición hacia la madurez están, en un grado significativo, vinculadas con su desarrollo.

La ausencia de consenso en torno a la narrativa de la madurez fomenta la dificultad de los jóvenes para adoptar una actitud «madura» ante la vida. En consecuencia, muchos estudiantes contemplan las universidades meramente como una versión más difícil y compleja de la escuela. Lo que algunos de ellos esperan es más de lo mismo, en vez de una experiencia cualitativamente diferente en la que es mucho más probable que se les ponga a prueba y no que se les valide. En respuesta a la presión de los estudiantes, de los padres y de la sociedad en general para compartir la responsabilidad de la socialización de los jóvenes, las universidades han interiorizado su tarea. Este giro paternalista rara vez se ha discutido ni por parte del personal académico ni por sus estudiantes.

El retorno al «in loco parentis»

Una de las novedades más significativas y aun así rara vez analizadas de la cultura del campus ha sido su infantilización. Si nos remontamos a 1997, cuando escribí mi libro La cultura del miedo, llamé la atención sobre lo que percibía como un inesperado y nuevo fenómeno:

Hubo una época en la que los estudiantes que se presentaban candidatos para un curso universitario nunca hubieran soñado con ir con sus padres a la universidad para ser entrevistados. En las décadas de 1960 y 1970, la mayor parte de los estudiantes asociaban el ir a la universidad con la idea de alejarse de sus padres. Muchos se habrían sentido avergonzados e incómodos al ser vistos en compañía de adultos por el campus. Durante la pasada década, ha tenido lugar un importante cambio. Los estudiantes ahora llegan al campus para la entrevista junto a sus padres (1997: 119).

En esa época, la idea de que los padres acompañasen a sus hijos a una entrevista en la universidad hubiera sorprendido a muchos adultos como algo ridículo. La editora del borrador de mi libro se mostró incrédula, y preguntó por la veracidad de mi observación. Me costó muchos correos electrónicos convencerla de que esta novedad no era producto de mi imaginación.

Lo que podría sorprender a una editora como algo extraño hoy no es la observación que hice en 1997, sino el propio hecho de que lo planteara como un problema. Cuando las universidades publican dosieres para padres y organizan sus puertas abiertas con la vista puesta en que sus cursos interesen a los padres y madres, la visión de unos adultos acompañando a sus hijos en los campus se convierte en una ocurrencia normal. Acompañar a un futuro estudiante a sus visitas a las universidades ahora se considera como un acto de crianza responsable. Dado que los estudiantes ya no se consideran como jóvenes adultos capaces de ejercer su independencia de forma responsable, las autoridades del campus les ofrecen protección y apoyo.

La idea de que los estudiantes son niños biológicamente maduros, en lugar de hombres y mujeres jóvenes, marca una separación importante respecto a las prácticas del pasado reciente. Vale la pena señalar que hasta la década de 1960 y, en algunos casos, la de 1970, la doctrina de in loco parentis prevaleció en los campus angloamericanos. Su desaparición fue la consecuencia de la radical protesta en pro de una mayor libertad y los derechos individuales. En efecto, desde la década de 1980, ha habido una creciente tendencia por parte de las instituciones académicas a asumir un papel paternalista, tratando a los estudiantes como personas no capaces de ejercer las responsabilidades asociadas a la madurez.

Existen poderosas fuerzas culturales que subyacen a la infantilización de la universidad. La socialización de los jóvenes se ha vuelto cada vez más dependiente de las técnicas terapéuticas que tienen el perverso efecto de alentar a los niños y jóvenes a interpretar los problemas existenciales como psicológicos. Las preocupaciones por las emociones de los niños han fomentado un clima en el que muchos jóvenes están siendo continuamente educados para comprender los problemas con los que se enfrentan por medio del lenguaje de la salud mental. No resulta sorprendente que a menudo les resulte difícil adquirir el hábito de la independencia y hacer la transición a formas de comportamiento que se asocian con el ejercicio de la autonomía.

Durante las últimas décadas, a la cultura de la crianza dominante en las sociedades occidentales le ha resultado cada vez más difícil alentar a los jóvenes a asumir riesgos y desarrollar las prácticas asociadas con la independencia y la libertad. Las actividades de los niños se realizan invariablemente bajo supervisión adulta, y esto ha reforzado la dependencia de los jóvenes respecto a los adultos (Furedi, 2008b). La intensificación de la crianza ha contribuido a la constante expansión de la fase de la adolescencia. En las ciencias sociales, el término «madurez emergente», que supuestamente perdura entre los 18 y los 29 años, trata de captar esta nueva fase pre-adulta en la vida de la persona (Arnett, 2000).

El desarrollo de una cultura de la crianza intensiva y de aversión al riesgo ha avanzado en paralelo con el desarrollo de un estado de ánimo protector en toda la sociedad. El espíritu propio de nuestra época, que se caracteriza por su aversión al riesgo, también ha tenido una importante influencia en la gestión de la vida académica. De hecho, en la reversión de la educación superior a un régimen paternalista subyace un estado de ánimo dominante, para el que la seguridad se ha transformado en un valor moral.

Durante la década de 1980, el sistema de creencias relativamente relajado y antipaternalista de la educación superior se enfrentó a formidables presiones para que adoptase procedimientos y reglas normalmente asociados con el papel de in loco parentis. En los Estados Unidos, las universidades que fueron amenazadas con litigios por haber supuestamente fracasado a la hora de proteger a sus estudiantes reaccionaron institucionalizando medidas diseñadas para proteger a los estudiantes de sí mismos, de sus compañeros y de los profesores. El posterior giro hacia un campus regulado se justificaba con frecuencia con el lenguaje de la gestión de riesgos. Lo que es destacable de esta novedad no es tanto la adopción de procedimientos paternalistas sino la ausencia de toda resistencia significativa por parte de los estudiantes y académicos. Por el contrario, en la década de 1990, los sindicatos de estudiantes empezaron a suplicar la protección adulta. Estaban en la vanguardia de la «concienciación» respecto a los problemas de salud y seguridad, en relación a asuntos que iban desde el sexo y el estrés hasta las drogas y el alcohol.

El debate actual sobre los conflictos culturales en la educación superior ha pasado por alto las implicaciones que la ausencia de resistencia tiene sobre la reorganización de la vida del campus en torno a asuntos que tienen que ver con la salud y la seguridad. Aun así, la mutación del militante estudiantil en un adalid de la moral ha significado un importante cambio. Mientras que en los sesenta los estudiantes se rebelaron con éxito contra el paternalismo de las autoridades universitarias, en los ochenta la regulación de la vida del campus a menudo fue acogida positivamente. Ya en los noventa, los sindicatos de estudiantes y activistas habían interiorizado la ideología protectora de la sociedad. El proyecto de proteger a los estudiantes de los riesgos a los que se enfrentan se convirtió en un rasgo importante de la política de los campus.

La emergencia de la seguridad de los campus como un problema independiente en los colleges y universidades americanos en los ochenta anticipa la práctica actual de justificar los códigos de expresión, las advertencias de contenido y los espacios seguros sobre la base de proteger a los estudiantes de diversos daños y riesgos (Furedi, 1997). En los primeros años de los noventa, los defensores de la regulación de la expresión en los campus justificaban su postura diciendo que los estudiantes eran individuos excepcionalmente frágiles y vulnerables que necesitaban ser protegidos del daño psicológico. Mientras que en el pasado se reconocía en general que las universidades estaban adecuadas de forma única para el florecimiento de la libertad de expresión, los censores académicos ahora argumentan que los riesgos que supone la libertad de expresión en los campus son mayores que en otros dominios de la vida cotidiana.

En esta línea, la profesora de Derecho Mari Matsuda (1993: 14) afirmaba que las universidades constituyen un «caso especial» que requiere protección, porque el «estudiante universitario normal es emocionalmente vulnerable». Añadía que «los estudiantes dependen particularmente de la universidad para su desarrollo comunitario, intelectual y la definición del yo»; en consecuencia, «la tolerancia oficial al discurso racista en este entorno es más dañina que la tolerancia generalizada en la comunidad en su conjunto». Desde finales de los ochenta y noventa, se ha producido una creciente inflación de la escala de daños a los que se enfrentan los estudiantes.

La construcción social de una experiencia universitaria tóxica y arriesgada no significa que la mayoría de estudiantes vivan una vida de miedo y ansiedad. La mayoría de universitarios se llevan bien con sus estudios y participan en el tipo de actividades que han caracterizado la vida estudiantil durante generaciones. Sin embargo, y aunque su actividad y comportamiento contradigan la filosofía de «mejor prevenir que curar» promovida en los campus, se espera que acepten o al menos muestren aquiescencia en relación a la etiqueta intensamente controlada que emana de ello. Los estudiantes se enfrentan con un mundo en el que sus estatus como adultos y capacidad para el ejercicio de la autonomía moral goza de poca valoración cultural. Formalmente, los estudiantes universitarios de alrededor de 18 años, aunque son considerados adultos legales, en la práctica se les pinta como jóvenes vulnerables, cuya seguridad debe ser protegida por medio del apoyo institucional y la intervención.

La vida en el campus se ha organizado en torno a la tarea de ofrecer servicios, apoyo y, en efecto, infantilizar a los estudiantes, cuyo bienestar supuestamente requiere de intervención institucional. Muchas universidades brindan los denominados «Servicios de bienestar», presumiendo que los estudiantes necesitan de la intervención de servicios profesionales para gestionar los problemas a los que se enfrentan. Lamentablemente, la tendencia a tratar a los estudiantes como a niños puede incitar a algunos jóvenes a interpretar la determinada problemática en que se encuentren por medio del guion cultural que les infantiliza. Como discutiremos en posteriores capítulos, la fragilidad mental y una disposición para el dolor emocional, a menudo se convierten en parte integral de las maneras en que algunos estudiantes dotan de sentido su identidad. Es como han sido socializados para percibirse a ellos mismos.

La infantilización de la vida del campus se basa en una visión disminuida de la subjetividad humana, que contempla a los individuos no como agentes de cambio, sino como víctimas potenciales de las circunstancias a las que se enfrentan. Como han señalado muchos observadores, estos sentimientos de vulnerabilidad humana y fragilidad son apoyados por toda la sociedad. Pero en los campus se han convertido en una doctrina sistemática de victimización expansiva.

Aunque esta doctrina rara vez se expresa de una forma sistemática, ha brindado los recursos morales e intelectuales para la emergencia de la etiqueta paternalista que domina la vida en el campus. Esto a menudo se expresa por medio del lenguaje que sus críticos catalogan de corrección política —en realidad, a pesar de su perspectiva moralista, esta etiqueta prescriptiva evita de forma consciente el lenguaje de la moralidad y los valores—. Aparentemente, se presenta a sí misma como carente de prejuicios y de mentalidad abierta, mientras que en la práctica promueve un enfoque intolerante hacia formas de comportamiento que violan sus normas. Retóricamente, sermonea sobre el valor de la diversidad; en la práctica, se niega a tolerar la diversidad de opiniones.

Los defensores de la etiqueta del paternalismo no se ven a sí mismos como «políticamente correctos» sino como individuos «conscientes», «respetuosos» y «emocional y moralmente en armonía». Se perciben a sí mismos como «iluminados», a diferencia de sus adversarios, que, ellos afirman, están anclados en valores anticuados, tradicionales y llenos de prejuicios. Sin embargo si hay algún valor anticuado, es el del paternalismo. El rasgo digno de atención de la etiqueta paternalista actual es que trata de promover e institucionalizar un modo alternativo de regulación de la conducta humana. Su rasgo más problemático es su impulso moralizante sin cortapisas. En épocas previas, dicha moralización prescriptiva se comunicaba a través del fanatismo religioso o la ideología política. El paternalismo contemporáneo carece de este tipo de cimientos sistemáticos, o visión de futuro. Su devoción por la seguridad y su aborrecimiento de la incertidumbre garantizan que permanezca atrapado en el presente.

La deificación de la seguridad

La defensa de la conversión de la universidad en un «espacio seguro» capta el espíritu y la perspectiva de las políticas identitarias de los albores del siglo XXI. La promoción de espacios seguros se basa en la premisa y afirmación de que, a menos que los estudiantes tengan acceso a estos santuarios, se enfrentarán a serias amenazas para su bienestar. Los llamamientos en pro del espacio seguro, implícita y a veces explícitamente, constituyen una reivindicación de la seguridad y protección respecto a perjuicios que no siempre se explicitan. Este llamamiento a la protección puede interpretarse como una versión suave de las políticas hobbesianas del miedo, y es esto lo que legitima el espíritu de paternalismo que influye en la vida del campus.

La principal razón de que rara vez se cuestione el concepto de espacio seguro es porque evoca la tendencia de las sociedades occidentales a contemplar la seguridad como uno de sus valores morales fundamentales. La precaución y la seguridad han sido interiorizadas como virtudes, hasta el punto de que se dan por sentadas como metas fundamentales de la vida. Debe hacerse hincapié en que no es la probabilidad de daño material, ni la prevalencia de amenazas físicas, lo que alimenta estas preocupaciones: las impresiones de la gente respecto a la seguridad son fundamentalmente subjetivas y están mediadas por las actitudes culturales generales hacia el riesgo y la incertidumbre.

Dentro del ambiente de invernadero de la educación superior, las preocupaciones respecto a la seguridad se han vuelto institucionalizadas. Cualquiera que estudie la literatura que se dedica al tema de «Permanecer con vida en el campus» podría imaginarse que las universidades son lugares singularmente peligrosos y arriesgados. Los llamamientos ritualizados a la seguridad a menudo adoptan el tipo de tono que normalmente se asocia con el cuidado de niños. El «Manual de seguridad personal» de la Universidad de Cardiff afirma:

Seamos sinceros, tu mayor preocupación antes de una noche de fiesta probablemente sea qué es lo que te vas a poner. Pero el alcohol puede afectar de forma severa a tus habilidades de toma de decisiones, de modo que es realmente importante que pongas en marcha medidas de seguridad antes de partir6.

El llamamiento a «poner en marcha medidas de seguridad antes de partir» para pasar una noche de fiesta en Cardiff evoca un panorama de los riesgos y peligros del ocio.

Pero el término «seguridad» señala más que la ausencia de peligro: también expresa la connotación de una virtud. El adjetivo «seguro», como en el sexo seguro, la bebida segura, la alimentación segura y el espacio seguro, señala responsabilidad; la exhortación a «cuidarse» es la versión secular del llamamiento «que Dios te acompañe»; una forma de señalar la virtud de estos tiempos.

Los defensores de los espacios seguros consideran su empresa moral como la satisfacción de una necesidad genuina de proteger a los estudiantes del daño físico y emocional. «Cuando hablamos de velar por la seguridad de los estudiantes, no es solo retórica», declaró Megan Dunn, la ex-presidenta del Sindicato Nacional de Estudiantes (NUS, por sus siglas en inglés). Su encumbramiento de la seguridad al estatus de principio moral es explícita:

La libertad de expresión, la libertad académica y la seguridad para todos los estudiantes; estos tres principios son increíblemente importantes para el NUS, y siempre los hemos respetado7.

En la práctica, estos tres principios tienden a no interpretarse como valores morales equivalentes. La experiencia muestra que cuando el principio de la libertad de expresión se representa como contradictorio en relación al principio de seguridad, traiciona las exigencias del censor. Una vez que la seguridad asume el estatus de un principio fundamental que gobierna la vida del estudiante, es probable que cualquier cosa que literalmente sea considerada como arriesgada se vaya a convertir en objeto de prohibición.

Comparadas con la vida en las ciudades y pueblos, es probable que las universidades sean lugares inusualmente seguros. Y aun así las constantes referencias a la seguridad en el campus no pueden más que contribuir a dar la impresión de que los estudiantes no deben dar por sentado que están a salvo. La Universidad de Newcastle, en la página web australiana «Cuídate», se presenta con una nota reconfortante: «Nuestros campus e instalaciones son lugares seguros, en los que estudiar y trabajar». Pero inmediatamente cambia su tono y afirma, «de todos modos, todos debemos estar vigilantes, ¡especialmente cuando anochece en el campus!». Este llamamiento a la vigilancia va seguido de una orden: «da parte de todo comportamiento sospechoso a los Servicios de Seguridad, que responden a las llamadas 24 horas al día, siete días a la semana»8. A los títulos de «Planea tus desplazamientos» y «Sé consciente de tu entorno» le sigue una larga lista de consejos sobre cómo mantenerse a salvo. Consejos similares están disponibles en las páginas web de las universidades de todo el mundo angloamericano.

Desde la década de 1980, la preocupación respecto a los delitos en los campus ha adquirido una dinámica propia. La invención del delito de campus como un problema distinto en los Estados Unidos en los ochenta fue seguido por campañas contra el acoso, el racismo y el bullying. Relatos alarmistas sobre los riesgos para la seguridad de los estudiantes han discurrido en paralelo a afirmaciones de que la vida en el campus es intensamente estresante. Bajo la bandera de crear conciencia sobre la seguridad, con frecuencia se organizan campañas contra el consumo de alcohol, drogas y formas de conducta que se consideran inseguras y dañinas. Esta regulación del comportamiento de los estudiantes, que se ha justificado con el pretexto de proteger su seguridad, ha jugado un papel importante en la normalización y legitimación de las prácticas paternalistas. En 2015, el debate en el Congreso de la «Ley sobre la seguridad en el campus» indicó que los legisladores consideraban que se requerían medidas especiales para lidiar con lo que con frecuencia se describe como una epidemia de agresiones sexuales en los colleges y universidades.