© Eudelio Perez

© De mano del suspense, misterio y horror


ISBN: 978-84-16882-78-6


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1ª edición: 2017



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S H I L I

Corría mitad del siglo XXII y la crisis energética se hacía cada vez más aguda. El precio del carburante estaba por las nubes causando infinidad de problemas a las naciones que tenían que comprar el oro negro. La inflación en esas naciones era alarmante, y la situación política en permanente ebullición. Al no encontrarse una solución con otra fuente de energía habría una grave explosión social a nivel mundial con consecuencias impredecibles, por eso todos se hacían la misma pregunta ¿Qué pasaría en el mundo cuando se agotaran los pozos de petróleo? Los científicos seguían buscando alternativas, pero no podían encontrar una solución viable, segura y concreta que resolviera el grave problema que irremediablemente se acercaba, aunque todavía faltaban muchos años para que ocurriera el desastre, las investigaciones se habían incrementado.

Era de extrema urgencia encontrar una solución, de lo contrario la humanidad estaría a punto de desaparecer. Se pelearía por la supervivencia y habría millones de muertos alrededor del mundo debido al hambre, y todos los adelantos de la vida moderna desaparecerían por falta de electricidad. Ya no habría conflictos políticos o religiosos entre naciones, “el alimento” sería la única razón de ser. La humanidad debería hermanarse para sobrevivir como lo hicieron los primeros humanos que habitaron la Tierra. Las ciudades tendrían que ser abandonadas para vivir en el monte, cazar y pescar, comer insectos o raíces, como los indígenas de la selva, volverían a usarse taparrabos de bejucos o de fibra de árboles.

Nueva York. Comienzos del siglo XXII. En un lujoso hotel ubicado en la Quinta Avenida se celebraba una importantísima reunión de científicos de todo el mundo con el propósito de acelerar la investigación y encontrar otra fuente de energía que sustituyera al petróleo. Todos se sentían culpables y arrepentidos por no haber hecho caso a la predicción de aquel ignorado científico a finales del siglo XX.

Leonard Hess, americano y especialista en el funcionamiento del cerebro humano, presenta junto con sus tres amigos colegas su tesis, sin embargo, ninguna de ellas fueron aceptadas por falta de pruebas.

La teoría del Dr. Hess resultó muy interesante, pero carente de base práctica. Finalmente, se acordó que todas las naciones contribuyeran con dinero para estimular a nuevos científicos en la búsqueda de nuevas fuentes de energía alternativas a las tradicionales conocidas

En su sofisticado laboratorio, Leonard Hess estudiaba su tesis una y otra vez. Estaba convencido de que su teoría podría salvar a la humanidad, pero también comprendía por qué no había prosperado, sin embargo, sabía que no claudicaría hasta llevar a cabo su plan, por muy descabellado que fuera para los otros.

En su laboratorio, guardaba cerebros humanos de distintas razas, de monos y también fósiles de hombres de las cavernas. Utilizaba modernas computadoras y diferentes aparatos científicos, y estudiaba con pasión los resultados. Un día revisó un experimento que había hecho hacía un año con uno de los fósiles. Hess pensó que le llevaría meses completar la investigación, no obstante, persistió y comenzó su arduo trabajo. Tiempo después buscó el número del experimento en el fichero y sacó la carpeta entre más de un centenar con la importante información y la fórmula correspondiente. El científico se reía de sí mismo. Ese corto lapso en su cerebro había puesto su mente en blanco por milésimas de segundo. Fue el acicate que lo impulsó a encontrar la fórmula que había guardado. Pasaron varias semanas y Hess no desmayaba. Dedicaba muchas horas estudiando ambas fórmulas para llegar a una verdadera y definitiva conclusión. Finalmente, se dio cuenta de que necesitaba una tercera fórmula, y pensó que combinando las tres podría obtener el resultado deseado, pero ¿Dónde la podría encontrar?

Un día, desanimado, aunque la voluntad se imponía y lo dominaba, comprendió que, era pesar de su reconocimiento mundial, también era un ser humano lleno de flaquezas, y errores, con esperanza, y motivaciones. Saturado su cerebro de fórmulas y ecuaciones activó por accidente un segmento en el ordenador, y como por arte de magia apareció en la pantalla la tercera fórmula, la misma que buscaba para que hiciera fusión con las otras dos.

Al instante, lo que apareció en la pantalla lo dejó pasmado por la sorpresa. Parecía una estatua, no pestañaba, y sus ojos se abrían al máximo. Tembló emocionado. Se puso de pie, saltó de alegría igual que un niño con juguete nuevo y gritó a todo pecho, aunque nadie lo escuchaba. Ya más calmado quiso asegurarse de que no estaba equivocado y revisó con sumo cuidado paso a paso todo lo que había descubierto y comprobó que su teoría era correcta. Decidió, de todos modos, no decir a nadie lo ocurrido ni siquiera a sus tres colegas, pero… ¿Cómo y cuándo podría demostrar al mundo lo que había descubierto? Estaba seguro de que muchos científicos apoyarían su tesis. confiaba en salvar a la humanidad de la futura catástrofe.

Hess miró entusiasmado la pantalla en tercera dimensión con los datos aportados por el fósil, y observó que aparecía una zona correspondiente a la inteligencia que estaba casi vacía y que, además, cubría más de las tres cuartas partes del cerebro del cavernícola. Comprendió que se trataba de un cerebro virgen, sin ideas ni pensamientos, ni razonamientos, solo funcionaba el instinto animal. El científico tembló emocionado, ¡era un gran triunfo!, la prueba real e inequívoca de que su teoría podría salvar a la humanidad. Estaba seguro de que la contaminación ambiental había dañado seriamente el cerebro humano afectando la inteligencia, de modo que las nuevas generaciones serían incapaces de descubrir otra fuente de energía que sustituyera al petróleo porque sus cerebros estarían altamente dañados en el futuro. Se alegró pensando que por fortuna ese nivel de atrofia todavía no afectaba los cerebros actuales.

Sus tres colegas tenían ideas que se complementaban en varios puntos con su tesis, pero aún así nada diría de lo que había descubierto. Solo se reunió con ellos para platicar sobre el fracaso que habían tenido en la conferencia de Nueva York.

Hugo Zijjezty era geólogo sismólogo. A partir del estudio en la Antártida llegó a la conclusión de que debajo del hielo en el Monte Coman había una caverna con restos de plantas y animales que vivieron en la era de los dinosaurios antes de la era glacial.

Steve Holmes era paleontólogo. Realizó varios experimentos cerca del Monte Coman, y llegó a la misma conclusión que su colega, y agregó que debajo del hielo estarían los cadáveres de los primeros humanos que habitaron el planeta, y que sus cuerpos estarían en perfectas condiciones.

Ives Smith era astrónomo. Investigó en el mismo lugar que sus colegas y afirmó que al igual que los grandes aerolitos que causaron la desaparición de los dinosaurios, como el del Golfo de México entre la Península de Yucatán y Cuba, el aerolito que cayó en la Antártida era gigantesco e intensamente magnético, y esperaba encontrar muestra de ese cuerpo celeste que confirmaría su tesis.

Leonard Hess que compartía la tesis de sus tres colegas era cirujano especialista en cerebro humano y un eminente científico en el campo de medicina espacial. El proyecto que estaba gestando su mente consistía en lograr apoyo financiero para la expedición a la Antártida. Razonaba Hess: “Si pudiera disponer de un cerebro cavernícola, puro y limpio, por haber nacido en una atmósfera sin contaminación ambiental demostraría al mundo si ese cerebro fuera el de un niño vivo y recibiera enseñanza en computación, su cerebro virgen funcionaría a tan alto grado de inteligencia que superaría en gran número de veces al hombre más inteligente del Planeta”.

Los meses pasaron y los cuatro científicos no encontraban ayuda financiera para llevar a cabo sus respectivos experimentos en la Antártida, pero no cejaban en su propósito ni perdían la esperanza. Un día el júbilo y la emoción los desbordó, habían logrado reunir suficiente dinero para financiar el proyecto. Se abrazaron emocionados. Hess estaba feliz y satisfecho. La esperanza anidó en su corazón, pidió a Jesucristo lo ayudara en el ambicioso plan que tenía en mente para llevarlo a cabo. Meses después todo estaba listo. Alquilaron un barco y le pusieron por nombre “El Galileo”, en honor a Jesucristo. Partieron.

La ciudad de Nueva York quedaba atrás y se empequeñecía hasta desaparecer en el horizonte. Los cuatro científicos presintieron que no fracasarían en la fantástica aventura en la que estaban comprometidos. Sus vidas estaban dedicadas a la ciencia, y a hacer realidad las teorías que ayudarían a hacer del mundo un lugar mejor. Tenían información constante de las condiciones del tiempo,

así que el viaje continuó sin dificultad. Pasados varios días el barco atracó en Puerto La Plata, Argentina, donde recogieron a Jeremías Barchelor, un científico especialista en fertilización humana, conocedor de la zona donde los científicos trabajarían y gran amigo de Hess. Jeremías, de carácter alegre y dicharachero hablaba varios idiomas y había sido director de la universidad de Buenos Aires. En su juventud participó en varias expediciones al Monte Coman, por lo que su experiencia serviría de mucho en la larga y congelada travesía. Hess estaba muy entusiasmado con su querido amigo, y aunque hacía varios años que no lo veía decidió incluirlo en el viaje. En su juventud Jeremías siempre lo había animado cuando pensamientos perturbadores lo acosaban, y ahora, también le daba ánimo para que no desmayara en su proyecto cuando llegaran al Monte Coman. El Galileo dejó atrás el muelle. Ya había llegado a destino, Cabo Desengaño, en la isla Georgia del Sur, donde esperaban un grupo de hombres escogidos por Jeremías y conocedores de la región helada por la que transitarían. Hess conversó con los hombres y quedó satisfecho, eran expertos en el mar de hielo. Los científicos equipados con modernos y sofisticados instrumentos realizarían sus respectivas investigaciones cuando llegaran a la base del Monte Coman. Los diez hombres se repartieron los bultos mientras los científicos solo cargaban sus bolsas con artículos personales y algunos instrumentos. Temprano en la mañana iniciaron la marcha bajo la guía del grupo, experto conocedor de la región helada. Habían avanzado dos kilómetros cuando comenzó una repentina tormenta de nieve. Lograron pasarla refugiados en las carpas sin contratiempo alguno y poco después se pusieron nuevamente en marcha. La llanura helada parecía no tener fin. El Monte Coman no aparecía a la distancia, caminaron dos horas y decidieron descansar.

El guía anunció que otra tormenta estaba por llegar. El cie lo gris se tornó oscuro en el horizonte. El geólogo Zijjezty usaba sus piolets esperando descubrir algo importante que sirviera para la investigación que realizarían. La configuración del hielo ártico era diferente al hielo del Polo Norte.

Hess marcaba en el mapa con lápiz rojo una línea desde el lugar donde se encontraban hasta el Monte Coman. Apenas había pasado media hora cuando vieron asombrados que el cielo gris se corría como cortina dando paso a la parte más oscura. El guía los alertó ordenando que armaran las carpas pues se acercaba una tormenta fuerte. Cuando terminaron la ventolera arrastró pedacitos de hielo que pegaban con fuerza, el último en entrar fue el geólogo.

Todos sujetaban las carpas para evitar que volaran como papalotes. La nieve por la fuerza del viento pegaba en la piel como agujas de fuego, un minúsculo pedazo se incrustó en la mejilla de Zijjezty. El frío era tan intenso que cortaba la respiración. Uno de los hombres sufrió un desmayo, y Hess le aplicó oxígeno. De pronto, todo quedó en calma y el sol apareció opaco, vencido por el crudo invierno en esa zona del planeta. Hess extrajo el diminuto pedacito de hielo, aplicó desinfectante y puso un apósito. A la luz del desteñido sol divisaron la imponente figura del Monte Coman dibujado muy tenue en el horizonte antes oculto por los espesos nubarrones. Poco después caminaron lentos por el interminable mar de hielo.

Pasado un día apareció bien definido, a la distancia, el Monte Coman. Era una montaña de nieve y hielo similar a un monstruo gigantesco dispuesto a devorarlos a todos entre sus hielos milenarios. Ninguno de los hombres se amilanó en el camino hacia su base, la primera experiencia del pasado cuando realizaron experimentos muy cerca de la montaña sirvió de acicate para seguir adelante. Hess consultó al guía y preguntó cuánto faltaba para llegar, el experto le dijo que si no encontraban en el camino otra tormenta estarían en la base en veinticuatro horas. Caminaban sin hablar una palabra, parecían robots haciendo al unísono los mismos movimientos. De pronto, uno de los hombres resbaló y sufrió una herida en el muslo. La sangre brotó, Hess y Jeremías lo atendieron, desinfectaron y vendaron la herida. Poco después el geólogo gritó, había descubierto lo que produjo la herida: era la punta de un colmillo de mamut incrustado en el hielo. También descubrió una grieta en el hielo que le pareció reciente. Esta se extendía en dirección al Monte Coman, dedujo luego que fue causada por movimientos sísmicos, y dijo que la zona donde se encontraban estaba expuesta a terremotos.

El paleontólogo Steve Colmes tenía dos teorías sobre el colmillo. La primera, que este fue arrastrado por la corriente submarina debajo del casco polar y que se incrustó en el hielo, y luego con el paso de los siglos y debido a los movimientos sísmicos subió a la superficie; la segunda teoría, sostenía que en la zona donde se encontraban podría estar sepultado un mamut. El inesperado incidente despertó aún más el interés de todos por llegar a la montaña de hielo. Los cuatro científicos albergaban la esperanza de que no estuvieran equivocados en sus respectivas teorías.

Jeremías comentaba que cuando joven había participado en varios viajes cerca del Monte Coman, y que los hombres de la expedición dijeron que allí reinaba el Dios Blanco que a veces se enfurecía, y castigaba con fuertes tormentas a aquellos que se atrevieran a penetrar mas allá de la línea imaginaria a medio kilómetro de la base de la montaña, y que siempre se perdía una vida. La superstición de esa gente no perturbó en lo más mínimo el proyecto de los cuatro científicos, estaban decididos a llevar a cabo sus planes a cualquier precio, querían demostrar al mundo que sus teorías estaban bien fundamentadas. La noche estaba cayendo, armaron las carpas mientras el cocinero preparaba la cena. La larga caminata y el intenso frío abrieron el apetito de los aventureros. Tiempo después de comer opíparamente se acostaron a dormir dentro de las bolsas acolchadas para protegerse del intenso frío. La noche helada era acompañada de profundo silencio, a veces roto por ronquidos de los durmientes. Amaneció con cielo despejado. En el horizonte se destacaba la figura el Monte Coman, magnífico y arrogante. La montaña de nieve y hielo estaba veteada de luz y sombra, que a veces adquiría tenue color azul. El espejismo hacía correr la imaginación de los aventureros, la montaña se convertía en la figura de gigantesco monstruo y algunos decían que se movía. La marcha continuó y olvidaron la leyenda del Dios Blanco. El entusiasmo crecía según se acercaban al

gigante blanco.

El guía por fin advirtió que en tres horas llegarían a la base de la montaña. Según se acercaban las brújulas comenzaban a dislocarse por el intenso campo magnético. El astrólogo Ives Smith, dijo que la intensidad del campo magnético se debía al aerolito que había caído en la era de los dinosaurios, que estaba sepultado bajo el hielo en la base del monte.

La marcha continuaba lenta, ya no había llanura sino elevaciones. Al subir resbalaban a pesar de las botas especiales que calzaban, pero al fin llegaron a la cima en la última elevación. Todos estaban agotados. Se maravillaron con el paisaje que tenían delante. Era un pequeño valle cubierto por montones de hielo de figuras irregulares, algunas parecían seres humanos y animales. Los rayos del sol aumentaron e hicieron brillar las extrañas figuras que al reflejar la luz era como un mar de estrellas chispeantes.

La bajada fue espectacular, el hielo plano y en declive. Bajaron sentados gritando como niños deslizándose por la canal de un parque infantil. En la bajada Jeremías chocó con Hess, los dos viejos amigos se abrazaron y reían por la peripecia. La felicidad colmaba al grupo de científicos. Pasada una hora estarían en la base de la montaña.

Estaba cayendo la tarde cuando llegaron. Todos gritaron de alegría, se abrazaron felicitándose mutuamente y en poco tiempo armaron las carpas aprovechando la escasa luz de que disponían. Miraron hacia arriba explorando la pared de hielo de la montaña, pero la cúspide estaba coronada de espesas nubes y no podían ver la cima, no obstante, percibieron algo extraño en el ambiente, era una especie de electricidad estática. Sus cuerpos tenían un halo brillante que los envolvía, y cuando se tocaban unos a otros despedían chispas azules. Sentían cosquilleo en todo el cuerpo, pero poco después se acostumbraron a esa extraña sensación. Jeremías que siempre tenía a mano chistes dijo:

—Señores, no se asombren por el halo lumínico que nos rodea

¡Somos santos! — Rieron a carcajadas.

El geólogo Zijjezty picoteaba el hielo en la pared de la montaña, pero dejó de hacerlo, no quería desperdiciar energía. Un poco más lejos, un hombre del grupo le hizo una seña indicándole una grieta profunda en el hielo. En ese instante llegaron el resto de los científicos. El geólogo opinó que la grieta tenía la misma característica de la grieta donde apareció el colmillo del mamut.

Regresaron a las carpas, cenaron y se acostaron a dormir. Faltando una hora para el amanecer escucharon un extraño ruido que se acercaba, y todos salieron de las cobijas, pero nada pudieron ver solo sintieron un leve estremecimiento. Era un sismo de poca intensidad que duró pocos segundos. Al mismo tiempo escucharon el desplome de algo en la pared de la montaña, luego regresó la calma, pero no entraron a las carpas. Un viento gélido comenzó azotar, y en el horizonte despuntó la luz del día. Los cuatro científicos se dirigieron al lugar donde había procedido el extraño ruido, y quedaron sorprendidos lo que vieron. Había un hueco en la pared, se habían desprendido varios bloques de hielo. El geólogo logró entrar por el reducido espacio, pero con la escasa luz del amanecer solo podía ver grandes pedazos de hielo a su alrededor pues más allá la oscuridad se lo impedía. Poco después el resplandor del día penetró y quitaron varios pedazos de hielo de la entrada, y el geólogo invito a todos a pasar al interior. Ya adentro se asombraron. Había una cueva pequeña, refugio ideal contra el frío. Ampliaron la entrada y armaron las carpas. Pasaron varios días inspeccionado el exterior e interior

de la cueva con sus instrumentos, pero nada de interés detectaron, entonces decidieron cruzar hacia el otro lado de la montaña. Hess sabía que eso les llevaría tres días más. Los científicos estaban desanimados a pesar de que Jeremías se encargaba de entretenerlos con sus cuentos picantes, pero Hess a pesar de todo no perdía la esperanza de encontrar algo de interés al otro lado de la montaña.

Comenzaron la larga y penosa travesía. Se encontraron con abismos insondables, estrechos desfiladeros y mogotes de hielo que le cortaban el paso, por lo que se vieron obligados a horadar el hielo hasta formar un estrecho y corto túnel de apenas tres metros de largo para seguir adelante. Hess había calculado la mayoría de los obstáculos y las herramientas adecuadas para sortearlos, por suerte no se presentó ninguna tormenta, y poco a poco adelantaron camino. Ya casi al final de la travesía se presentó el mayor problema. Había un estrecho y profundo acantilado que tenía un puente de hielo. En tierra lo hubieran sorteado corriendo y saltando, pero tanto el camino como el puente eran resbaladizos.

Los cuatro científicos estudiaron la situación y la manera de poder cruzar el puente. Hess vio al otro lado un mogote estrecho con punta curva y se le ocurrió una idea. Pidió dos sogas, la unieron e hicieron un lazo, el guía lanzó la cuerda y enlazó la punta del mogote mientras dos hombres tiraban de ella.

Hess buscó un asidero en el hielo para amarrar la soga, pero no había ninguno. Muy cerca vio un hueco estrecho en el hielo y pidió una pala, pasó la soga por el hueco y al otro lado le dio una vuelta en el centro de la herramienta. Estiraron la soga, y la pala quedó atravesada. Dos hombres jalaron la soga y el hielo resistió y así Hess dio tres vueltas e hizo un nudo con sumo cuidado. Fue el primero en cruzar. Todos aplaudieron. Poco después estaban al otro lado del Monte Coman, lograron romper el hielo y recuperar la pala. En el lugar donde ahora se encontraban había mogotes de hielo de gran tamaño, el más grande y ancho hacía un arco casi completo, así que debajo armaron las carpas. El espacio disponible era como una pequeña habitación. Les pareció refugio ideal.

Pasaron varios días, pero nada de interés encontraron, entonces Hess decidió explorar una zona distante a doscientos metros en la que había muchos mogotes dispersos y algunos amontonados. Simón y Runo cargaban similares instrumentos y se dirigieron al extremo opuesto del resto de los hombres. Descubrieron un mogote solitario que les llamó la atención por su color azul pálido y porque irradiaba un brillo extraño. Sin anunciar lo que habían descubierto se acercaron, entonces comenzaron a sentir que el cabello se les erizaba, y que una fuerza extraña los atraía hacia el mogote. Runo se adelantó hacha en mano, Simón lo seguía a corta distancia y sujetaba el martillo. Llegaron a varios metros. La extraña fuerza invisible levantó el brazo de Runo que se alarmó porque el brazo le temblaba y no podía dominarlo. El miedo se apoderó de él, temía a lo desconocido, a aquella fuerza invisible y poderosa que lo arrastraba hacia el mogote. El brazo vibraba y su cuerpo se estremecía, quería hablar, pero no podía articular palabra. Simón miraba incrédulo lo que sucedía. Vio cómo su amigo era arrastrado mientras el hacha se le escapaba de las manos para pegarse al mogote. Runo sorprendido y temeroso observaba con los ojos muy abiertos. Cedió el frente a Simón que se acercaba con su hacha, pero algo increíble sucedió. El martillo escapó de su mano y pegó con fuerza en la frente de Runo, luego siguió su curso y se pegó también al mogote. Runo cayó derramando abundante sangre. Simón gritó pidiendo ayuda.

Los cuatro científicos y el resto de los hombres llegaron. Hess atendió al herido, pero estaba muerto. Simón lloraba. Decía que el martillo había escapado de su mano. Fue en ese momento cuan do escucharon el grito del geólogo mientras era arrastrado hacia el mogote para luego quedarse pegado por el hacha que llevaba en la cintura. Hess y Jeremías intentaron desprenderlo, pero no lo consiguieron, entonces abrieron el cinturón y lo bajaron. Llegaron varios hombres y con la fuerza aunada desprendieron el cinturón y las herramientas.