1 Miriam González Durántez (Olmedo, 1968) es abogada en Londres de un prestigioso despacho internacional y fundadora de la oenegé británica Inspiring Girls, que refuerza la autoestima y orienta el futuro de niñas de varios países de diez a quince años. Europeísta, está casada con Nick Clegg, en su día viceprimer ministro del Reino Unido.

No temblar ni aunque te corten la cabeza

Comunicación y Sociedad

Serie dirigida por

José Francisco Serrano Oceja

2

Luis Ventoso

No temblar ni aunque te corten la cabeza

© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

© Imagen de cubierta: iStock-mbbirdy

© Fotos de solapa y contraportada: Ivannia Salazar Saborío

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Colección Nuevo Ensayo, nº 35

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-849-2

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Para Edurne, mis padres y hermanos, Bieito, Bob,
José Manuel y mis compañeros de ABC

«We have heard the chimes at midnight»

William Shakespeare (King Henry IV, Part II)

PRÓLOGO
LA MIRADA DE UN LONDINENSE

Samuel Johnson decía que solo puede estar cansado de Londres quien está cansado de la vida. Y es verdad. El Londres y el Reino Unido de la última década son definitivamente una ciudad y un país para los que no están cansados: un auténtico laboratorio de tendencias políticas y sociales que siempre ocurren aquí antes que en el resto del mundo; un maremágnum político, económico y social; una sociedad en constante cambio.

Entender el alcance de esos cambios y su impacto en el mundo internacional es algo que requiere no solo haber vivido en Londres, sino también haberse sentido parte misma de la sociedad británica, disfrutando de sus valores, admirando la libertad, tolerancia y la confianza en sí misma de esa gran ciudad global que es Londres. Ese es precisamente el mérito de Luis Ventoso, el haber logrado plasmar una serie de cambios de la sociedad británica que serán cruciales en la historia del siglo XXI, pero haciéndolo desde un punto de vista profundamente humano, desde el respeto y la admiración de los que se sienten —nos sentimos— no solo inmigrantes temporales del Reino Unido, sino también defensores y guardianes de los valores británicos.

Es fácil describir los acontecimientos que ocurren en una sociedad. Lo que es difícil es entender lo que ocurre en el corazón de esa sociedad, porque eso solo se puede saber queriéndola. Este es un libro que entiende al Reino Unido precisamente porque está escrito por alguien, Luis, que quiere al Reino Unido. Y como todos los que hemos tenido la suerte de vivir en el Londres de principios del siglo XXI, viva donde viva, Luis siempre será, al menos en parte, un londinense.

INTRODUCCIÓN
MIRANDO AL LONDON BRIDGE

Una carta de simpatía por Inglaterra en una mañana mala de junio.

Son las once de la mañana del domingo 4 de junio de 2017. Soy el corresponsal del diario ABC en Londres. He apañado unas cuatro horas de sueño alterado y estoy parado y abatido escrutando un puente, el London Bridge. Su estampa setentera siempre me parece roma y gris. Lo es. Como si sus ingenieros hubiesen renunciado a competir con el cercano Tower Bridge, un alarde neogótico del Imperio, el puente basculante victoriano que se ha convertido en un sobado símbolo de Londres y una vitola más del poder blando inglés, escenario incluso en escenas de acción de películas de toda suerte. Hasta allá arriba trepó el Sherlock Holmes de Robert Downey Jr. para pegarse a gusto con un villano gótico e inaudito. Pero hoy en el London Bridge ocurre algo extraño: tráfico cero.

A estas horas de una mañana de domingo toda esta ribera del Támesis debería estar atestada de paseantes. Hordas en bermudas, o tremendistas con chubasqueros de colores, feligreses de la leyenda de las nieblas y lluvias perpetuas londinenses, que no existen. O riadas que acuden a la Tate Modern para ponerse la medalla de amantes del arte moderno, cuando en realidad lo que les fascinará del templo no es la quincalla de Marina Abramovic y otros chatarreros de las «instalaciones», sino las vistas de la City y el Támesis desde la terraza. O escolares de excursión, pastoreados para visitar el afortunado pastiche del teatro Globe de Shakespeare, que jamás estuvo ubicado allí, por supuesto, pero que el genio marketiniano inglés se ha inventado con encanto. O gente que camina al azar rumbo al Borough Market para curiosear sus viandas cosmopolitas y comer algo sabroso y exótico (de pie y a codazos). Nada de todo eso sucede esta mañana. Apenas se divisa a una docena de personas dispersas, como desubicadas, que acaban su paseo a la fuerza ante una cinta de prohibido el paso. La custodian policías con esa autoridad tranquila que por fortuna todavía distingue a los guardias ingleses.

Sigo mirando el puente mientras la cabeza divaga. Justo a mi espalda está The Anchor, el pub más antiguo de esta margen de Southwark. Se cree que hace 800 años ya se trasegaba cerveza ale en un chamizo de por aquí. El pub actual data de 1770. Me conforta recordar que en The Anchor —y en tantos otros abrevaderos— peroraba y se hidrataba uno de mis ídolos locales, Samuel Johnson, autor del primer diccionario del inglés, agudísimo crítico shakesperiano y, sobre todo, un ser humano estupendo tras la coraza de un físico desalentador e intimidante. Tenía el don de ir regalando citas implacables por las tabernas: «Casarse por segunda vez supone el triunfo de la esperanza sobre la experiencia».

The Anchor es hoy propiedad de una de esas cadenas de pubs que cotizan en bolsa, que han despersonalizado los locales y homogeneizado sus menús. El VIPS del fish and chips. Suelo esquivarlos, pero tal vez sea manía arbitraria. En 2008 la compañía propietaria se gastó una fortuna en una hórrida reforma. Han dejado la fachada del pub salpicada de ornados rojos, que machacan su ladrillo y confieren a todo un penoso aire Disney.

Hace solo unas horas cenaba con unos amigos en otro pub más verosímil, The Hardwood Arms, al otro lado de la ciudad, muy cerca del evocador cementerio de Chelsea, patrimonio nacional con todo mérito, y del sobrevalorado estadio Stamford Bridge, que por mucho glamour con que lo barnice la hipérbole inglesa viene a ser como el Riazor de mis padecimientos. El Hardwood Arms supone un oxímoron, porque hermana las palabras pub y alta gastronomía, algo imposible hasta este siglo. Hasta le ha caído una estrella Michelin.

Empezábamos a afanarnos con los postres, en alegre francachela vinatera de noche de sábado, cuando los móviles se agitaron en los bolsillos: ataque terrorista en el Puente de Londres. El atentado llegaba a solo cinco días de unas elecciones generales y doce jornadas después de la bomba suicida yihadista de Mánchester contra los críos que habían acudido a un concierto pop de Ariadna Grande, donde fueron asesinadas 22 personas, muchas de ellas niños.

Esta vez tres musulmanes veinteañeros, afincados en Europa y con raíces familiares en Pakistán, Marruecos y Libia, han ensangrentado una velada de sábado y calor en la metrópoli, que había sacado a mucha gente a disfrutar en calles y terrazas. Primero enfilaron el Puente de Londres en una furgoneta blanca de alquiler B&Q, arrollando a alta velocidad a los peatones a su paso. A la salida del puente chocaron. Descendieron del vehículo esgrimiendo largos cuchillos de monte, ataviados con chalecos de pega compuestos con latas, que imitaban de forma chapucera los que emplean los terroristas suicidas. Enfilaron los abarrotados bares y restaurantes del Borough Market apuñalando indiscriminadamente a todas las personas que alcanzaban a su paso, incluido un héroe español, Ignacio Echeverría, un empleado de banca que venía de patinar con sus amigos en un parque próximo. Ignacio intentó defender a una mujer empleando su monopatín como único escudo. En una fracción de segundo, su péndulo moral le indicó que lo correcto era ayudar, aun a costa de apostar su vida. ¿Habríamos reaccionado así o habríamos huido a la carrera? Mientras en España se lloraba a Ignacio y se ensalzaba su gesto, los forenses británicos necesitaron casi una semana para darlo por muerto, un trago innecesario para su familia. Bajo una fachada de éxito y orgullo, muchas cosas básicas no funcionan del todo en Gran Bretaña.

Ocho muertos, 48 heridos. En solo ocho minutos la policía abatió a tiros a los tres terroristas, disparando 48 balas en ráfaga y evitando así una matanza todavía peor. Luego llegó el sarcasmo habitual, la evidencia de los límites del multiculturalismo. El jefe del trío, Khuram Shazad Butt, nacido hacía 27 años en Pakistán y afincado desde niño en el este de Londres, era un salafista tan notorio que hasta había aparecido en un documental del Channel 4 sobre radicales islamistas. Ataviados con túnicas extemporáneas en el verdor del parque inglés, desplegaron ante las cámaras en pleno Regent’s Park una bandera negra del Daesh. No pasó nada. Parecía una mera pantomima.

Butt también fue denunciado por una vecina italiana de su barrio londinense, que lo acusó de proselitismo salafista con su hijo adolescente, y por un conocido alarmado por sus bravatas pro terroristas. El MI5, el espionaje británico, lo investigó brevemente. Al final lo dejó correr. Casado y con hijos, recibía ayudas sociales y llegó a estar empleado en una de las estaciones neurálgicas del tube, el metro de Londres: Westminster, epicentro del poder británico.

En la mañana del domingo intento acceder a la zona del Borough Market, hablar con testigos, reconstruir una noche de espanto donde los comensales se ocultaban aterrorizados bajo las mesas y en las cocinas de los figones. Pero todavía trabajan los forenses. Todas las calles de acceso están bloqueadas. Nubes de periodistas de televisión repiten lo mismo en directo una y otra vez para sus canales de noticias circulares.

Me alejo. Pruebo a espabilarme con un café-robo londinense, servido en vaso de cartón. Sigo mirando al río y a St. Paul’s, ahora desde la altura de la Tate. Escuece la violencia de anoche. Pero desde luego Londres no se va arrugar por las cuchilladas del fanatismo musulmán. Lo ha visto todo y siempre ha salido a flote. Lo proclamó con su voz tonante el Doctor Johnson, provinciano inglés reconvertido en apasionado londinense: «Sepa, señor, que aquel que está aburrido de Londres está aburrido de la vida». Así refutó a un contertulio que despotricaba, no sin argumentos, contra la urbe pútrida e insegura de la época.

En aquel Londres dieciochesco los bacines llovían sobre las calles a la voz de un «¡va!». Los lixiviados corrían por el medio de las calzadas, en torrentes hediondos que habrían espantado a los propios romanos que fundaron Londinium en el año 47. Una persona actual trasladada allí se marearía solo con el hedor.

Samuel Johnson sabía que Londres posee dos atributos que diluyen todos sus males: su energía y su variedad inagotables. Siempre ha sido así. La diezmaron las pestes —y las venéreas—, que aterraban a Shakespeare. Will cobró fama y peculio en la metrópoli, pero siempre se cuidó de invertir en fincas en su terruño salutífero de Stratford, como cauto burgués que era.

En 1665 la bacteria Yersina Pestis aniquiló a un quinto de los 350.000 londinenses. Como en una plaga bíblica que castiga a un foro dionisíaco, al año siguiente llegó el Gran Fuego. Así, con mayúsculas: 13.200 casas de la City en llamas, 83 iglesias achicharradas, 400 calles de madera devoradas por el incendio. Pero solo murieron seis vecinos. Al célebre diarista Samuel Peppys incluso le dio tiempo a poner a buen recaudo su vino, enterrándolo en el jardín. Al siglo siguiente, tal vez para desquitarse, a los «londoners» les dio por el gin casero, un matarratas que desató la llamada «Locura de la Ginebra». El XIX ascendieron a capital imperial y soportaron la pacatería victoriana. En el XX plantaron cara a Hitler casi en solitario. Keep calm and carry on, como dice el lema inventado a posteriori para evocar aquella gesta. Familias londinenses caminando disciplinadamente a los hoyos-refugio de sus patios, o a los sótanos del metro, mientras fuera tronaba el Blitz de Hitler. Más tarde aguantaron las bombas del IRA. Ahora las embestidas de los islamistas. Londres resiste.

Me gusta su tolerancia. La inmensa mezquita de Regent’s Park, el sólido y hermético templo judío de Marylebone, la imponente basílica católica del cardenal Newman, con la que los «papistas» nos sacudimos siglos de pisoteo anglicano. La Virgen de la cúpula de esa Iglesia de Knightsbridge contempla hoy a los árabes ricachos, de bólidos horteras y etiquetas exhibicionistas en sus ropas de un kitsch de élite. Golondrinas que han comprado medio Londres sin entenderlo.

Me gusta que los londinenses finjan con indiferencia que la lluvia no existe, o contemplar admirado a vikingas de pies al aire y uñas muy rojas en días de catorce grados. Celebro que sus mejores catedrales sean sus museos gratuitos (y cuando entro en la National Gallery me pregunto como hicieron estos cabroncetes para guindarnos la Venus de Velázquez). Admiro que sean «una nación de tenderos», como los despreciaba Napoleón, y la fuerza apabullante de la City. Me encanta su federación de barrios, cada uno con su carácter y todos con sus calles secretas, inesperadas.

Le perdono —a ratos— sus precios imposibles, que la convierten en la mejor ciudad del mundo con peculio en el bolsillo y una de las más crueles si andas pelado, compartiendo piso cutre con otros tres supervivientes y tragándote cada día para llegar al trabajo tus 40 minutos de tren/metro tipo melé. Me fascinan sus colores mezclados (el 35% ha nacido fuera de la ciudad). Celebro que su mejor gastronomía sea la india y no el espeso recetario autóctono.

«Londres es la más grande ciudad del mundo», recuerda en las horas tras el atentado la señora May, la flojilla primera ministra que hoy sostiene malamente las riendas del país. No es mi tipo, me espanta su provincianismo brexitero. Pero esta vez tiene razón.

De Inglaterra me gusta casi todo, hasta el clima: en ese Londres que pitan sumido en aguas torrenciales llueve menos que en el norte de España. Aunque tenga algo de convención hipocritilla, me agrada su respeto obligado a las normas de cortesía, una tarjeta de presentación ineludible, que obliga a mascullar la sagrada muletilla «sorry» por cualquier fruslería. Me resulta elegante su pudor emocional, que curiosamente muta en efusión voceras y chabacana en cuanto las pintas del pub les aflojan las tuercas de la contención. Su pasión por los animales (aunque a veces sería interesante que quisiesen más a las personas que a perros, pájaros y gatos). Su aprecio por los excéntricos. Su obsesión por un prado bien cuidado. El sentido del humor atlántico que lo impregna todo, clavado a la retranca gallega. Su capacidad de entender que una flor es un milagro y un árbol un monumento añoso. Sus guapas atrevidas, a las que a veces veo soplándose una botella de vino blanco en una terraza fina de South Kensington a las once y media de la mañana. Sus ancianos intrépidos, que lo mismo se piran de vacaciones a los Balcanes que al Kilimanjaro. Sus sabios chiflados, que luego resulta que no son tan chiflados (ni tan sabios). La gloriosa trinidad (Beatles, Who y Kinks). El compendio shakesperiano de todos los humores universales. La amistad eterna del Dr. Johnson y el putañero James Boswell. Su arrojo extraordinario cuando se quedaron solos frente a Hitler, aunque jamás reconocerán que ganaron gracias a la muleta americana. Su capacidad liberal de alcanzar acuerdos por consenso, sin que se acabe de entender muy bien cuál es o cómo se llegó a él.

Pero más que su carácter, me gustan sus obras, y una por encima de todas: el respeto a la ley y la igualdad de todos ante ella. A comienzos del siglo XIII pillaron a su Rey por una oreja y le hicieron firmar un papelito: la Carta Magna. Establecía que «todos somos iguales ante la ley», incluido —y aquí viene lo bueno— el propio soberano. Aquel día comenzó a sembrarse la democracia moderna. También celebro al «pueblo de tenderos» que fustigaba Bonaparte, porque un tendero sabe apreciar lo que cuestan las cosas, cultiva el comercio y no dilapida. Los ingleses son muy conscientes de que el dinero no crece en los melocotoneros.

Por todo lo anterior, me apenó el empacho de nacionalismo ultramontano que embriagó a más de la mitad de tan admirable pueblo con el Brexit. El Reino Unido creció a finales del siglo XX por tres motivos: sus pilares institucionales (seguridad jurídica), su apertura para atraer capitales de todo el mundo y el aluvión de inmigrantes que ha dinamizado su economía, evitando además que padezcan el gran problema de España: la espada de Damocles demográfica.

En la larga etapa de Blair se infló una burbuja de prosperidad y consumismo que mejoró mucho la vida ordinaria. Pero todo estaba sustentado por el imprudente endeudamiento del Estado, la mano de obra barata llegada del Este de la UE y las importaciones a bajo coste de China. Los británicos, como todos los occidentales, no repararon en que lo que se fabricaba en Asia a precios tan asequibles en realidad había dejado de producirse en su país, dejando un reguero de malestar en zonas antaño fabriles, ahora de mal pronóstico, como el mustio norte de Inglaterra, cantera de brexiteros.

Pegarse un fiestón xenófobo, romper con sus vecinos y socios de 43 años, no les va arreglar sus problemas a los ingleses. Y hablo de ingleses porque ellos suponen 55 de los 65,6 millones de habitantes del Reino Unido, frente a 5,4 millones de escoceses, 3,1 de galeses y 1,8 norirlandeses. El Brexit, que irán matizando según castigue o no su economía doméstica, solo los hará más pobres, más aldeanos y menos interesantes. Londres, que en realidad hoy es un enclave del mundo y poco tiene que ver con el resto de Inglaterra, votó a favor de la UE: 59,9% para el Remain.

Pero este libro no quiere extraviarse en el laberinto del Brexit, aunque a ratos se ocupe de él. En su modestia aspira a algo distinto. Es solo la larga —y espero que compartida— carta de afecto por Inglaterra a cargo de un español cualquiera de mirada Atlántica, un gallego que desde chaval fabuló con que un poco al norte de la Torre de Hércules empezaba un país mágico, de leyendas arturianas y raros sistemas métricos, legal y cumplidor, beatle, humorista y excéntrico. La —todavía— maravillosa Inglaterra.

PARTE I
INGLATERRA: HISTORIA, COSTUMBRES
Y TODO LO DEMÁS