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1/ Boys: el personaje se dirige a sus hijas como si fuesen chicos. (N.d.T.)

2/ Mujer negra dibujada, integrada en la marca comercial de comestibles Aunt Jemima. (N.d.T.)

3/ Traducimos por «puto negro» la palabra «nigger», una forma deliberadamente muy ofensiva de referirse a una persona negra. (N.d.T.)

4/ «El restaurante de Mami» o «casa Mami». El significado de la palabra «mami» se explica en el texto algo más adelante. (N.d.T.)

5/ Killer: Asesino, Matador. (N.d.T.)

6/ Pesos expresados en libras. 79 y 73,5 quilos. (N.d.T.)

7/ La National Recovery Administration fue un organismo del New Deal que buscaba conciliar los intereses de la patronal, la clase obrera y la administración estatal. Estimuló el desarrollo de sindicatos obreros escasamente combativos. (N.d.T.)

8/ La insignia de la National Recovery Administration era un águila azul. Las empresas acogidas a su regulación la mostraban en sus fachadas. (N.d.T.)

NARRATIVA PROLETARIA NORTEAMERICANA 1929-1941


ANTOLOGÍA


a cargo de Emili Olcina

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Primera edición: julio 2017

© de la traducción y la selección: Emili Olcina

Los relatos aquí incluidos se publicaron (en cada caso se indica dónde y en qué fecha) en revistas de carácter militante del movimiento proletario, el movimiento de emancipación negro u otras causas social y políticamente progresivas. Nos hemos mantenido siempre dentro de los límites cronológicos de 1929-1941 y, por lo tanto, nos hemos atenido a los textos de esas ediciones, ignorando las posibles modificaciones en ediciones posteriores en el caso de haberlas. Hasta donde alcanza nuestra información, los derechos de todos ellos se encuentran en el dominio público.

Fotocomposición: JSM

Cubierta: motivo del póster Pennsylvania: WPA Federal Art Project, [1936 or 1937] de Isadore Posoff

ISBN: 978-84-16783-45-8

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NOTA A LA EDICIÓN

Muchas obras de la literatura proletaria norteamericana de los años 1930 (ni de lejos todas las que lo merecerían) figuran en el bagaje necesario del lector habitual, pero pocas veces se tiene conciencia de leer literatura de ese movimiento cuando se leen, por ejemplo, la trilogía USA de John Dos Passos, Las uvas de la ira de John Steinbeck, El camino del tabaco de Erskine Caldwell, Llamadlo sueño de Henry Roth o Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo.

La literatura proletaria norteamericana de los años de la Depresión, entre 1929 y 1941, se extendió a todos los campos de la creación literaria: fue dominante en la narrativa larga y breve y en el reportaje, fuerte en una crítica literaria abierta tanto al realismo como al modernismo (desde las revistas proletarias se introdujo en el país la lectura de Franz Kafka y se promocionó la de Proust o la de Joyce), y la implantación del movimiento fue menor, aunque es todavía difícil calibrarla, en poesía y teatro. Aquí nos limitamos a la narrativa breve.

Se ofrece aquí una muestra de la diversidad de la literatura proletaria norteamericana de los años 1930 en temas (desde la huelga con Albert Halper hasta el linchamiento con Erskine Caldwell, la fantasía modernista sobre la crisis de la sociedad burguesa con Eleanor Clark o el muy turbio erotismo latente en el relato de William Carlos Williams); su diversidad, también, en la procedencia social de los escritores, en el sexo (aquí mayoritariamente femenino) y en los tratamientos, desde el realismo al estilo soviético hasta el modernismo más avanzado. Se incluyen desde la única pieza publicada que se conoce de su autor (caso de Ramona Lowe) hasta relatos de gigantes de la literatura universal. El relato de Ted Poston ilustra la borrosidad que a veces se dio en las fronteras entre la creación literaria y el reflejo periodístico de la realidad.

La importancia del Partido Comunista en la literatura proletaria norteamericana de la Depresión, y también el predominio en ella de los escritores externos al partido, quedan reflejados orientativamente en la proporción de tres autores miembros del partido (Sanbora Babb, Meridel Le Sueur, Tillie Olsen) por diez que no lo eran y sintieron por él simpatía u hostilidad en grados diversos.

PRÓLOGO

Desde el comienzo de la era industrial, obreros, mineros, dependientes, oficinistas, campesinos echados de sus tierras, tenderos arruinados, vagabundos, prostitutas, niños de la calle, fueron teniendo voces en la literatura: William Blake, John Keats, Charles Dickens, Victor Hugo o Émile Zola en Europa o Walt Whitman, Herman Melville, Stephen Crane o Jack London en los Estados Unidos. Más adelante, escritores japoneses, indios, chinos o africanos se sumaron a los euroamericanos en el cultivo de la literatura hecha desde la óptica de los desfavorecidos bajo el capitalismo. Lo especial de la literatura proletaria de los Estados Unidos de 1929 a 1941 fue que se hizo hegemónica no ya en un país capitalista, sino en el centro mismo del capitalismo mundial.

El crac financiero de octubre de 1929 marcó en los Estados Unidos el comienzo de la Gran Depresión que se alargó hasta la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial en 1941. En los primeros años del período, la administración del presidente Edgar Hoover (1929-1933) optó por delegar en el libre mercado capitalista la tarea de solucionar la crisis. Los ricos se enriquecieron, el desempleo se disparó, los salarios bajaron y la miseria se hizo omnipresente.

La contraofensiva de los desfavorecidos estuvo encabezada por el Partido Comunista de los Estados Unidos. Lo avalaba la Revolución Rusa de 1917, respetada hasta mucho más allá de los límites del comunismo, y proponía, no la instauración de una imaginaria sociedad ideal, sino la emulación de una sociedad realmente existente, la de la Unión Soviética, percibida, desde la distancia, como un modelo de justicia e igualdad. La combatividad de sus militantes en las luchas en fábricas, minas, talleres, calles o campos le valía un prestigio moral que trascendía simpatías y antipatías. Si bien el partido solo pasó, en aquella década, de unos miles de miembros a pocas decenas de miles, y en las elecciones obtenía unos resultados ínfimos, adquirió una influencia fuera de proporción con su envergadura.

En el llamado «frente cultural» de la lucha de clases, fue el Partido Comunista, desde su principal órgano de prensa, The New Masses, por medio de un artículo de Michael Gold, «Go Left, Young Writers!» [«¡A la izquierda, escritores jóvenes!»], el que, en enero de 1929, unos meses antes del inicio de la Depresión, lanzó un manifiesto a favor de la literatura proletaria. En otoño del mismo año, también fue el Partido Comunista el promotor de los clubs culturales John Reed, que se extendieron a millares de ciudades, pueblos y barrios del país, dotándose de revistas, algunas (en especial The Partisan Review, del club John Reed de Nueva York) de gran circulación e influencia.

Cuando empezó la Depresión, la expansión de la literatura proletaria norteamericana encontró una red organizativa, unos planteamientos teóricos y unos órganos de expresión preexistentes aportados por el Partido Comunista, y el partido siguió dotando al movimiento de autores, imprentas, locales, ideas, y organizó en 1935 un Congreso de Escritores que, por su poder de convocatoria y por la talla literaria de sus asistentes, consagró el dominio de la literatura proletaria en el país y, dentro de ella, el liderazgo del propio partido. En 1939, Philip Rahv, enfrentado al partido después de haber sido uno de sus militantes destacados, pudo decir de la literatura proletaria de los años 1930, de la que él mismo había sido uno de los principales promotores y teóricos, que fue «la literatura de un partido disfrazada de literatura de una clase».

Sin duda, sin la intervención del Partido Comunista le hubiese faltado a la literatura norteamericana de la Depresión la cohesión necesaria para configurarse como un movimiento organizado que, lógicamente, tendió a teñirse del rojo específico del partido. Pero si por «literatura de partido» hubiese que entender una literatura al servicio de las líneas estratégicas y doctrinales del Partido Comunista, la afirmación de Rahv flaquearía.

En los primeros años de la Depresión, en aplicación de las directrices de la Tercera Internacional en su Tercer Período (de 1928 a 1935), el programa del partido consistía en la toma inmediata del poder político mediante la insurrección armada y la instauración de la dictadura del proletariado. Quienes no compartiesen el objetivo de derribar por la violencia y sin pérdida de tiempo al régimen burgués se convertían «objetivamente» en sus secuaces, y los socialistas, por no hablar de fuerzas más moderadas, como el ala izquierda del Partido Demócrata, eran enemigos, «socialtraidores» y «socialfascistas». El traslado de semejante programa al campo literario no hubiese podido contar más que con escritores afiliados al propio partido.

Ni siquiera la narrativa escrita por militantes del partido fue, en su mayor y mejor parte, una «literatura de partido». Sí hubo narraciones sobre imaginarias insurrecciones armadas y tomas del poder, pero no fue lo corriente, o al menos no lo fue en los mayores logros literarios de los escritores del partido. Las peripecias de la familia obrera en Yonnondio, de Tillie Olsen (empezada en 1933, publicada en 1974) no llevan a la emancipación social, sino a un rayo de esperanza en las tinieblas del suburbio contiguo al matadero donde acaba trabajando el padre; el protagonista de The Disinherited (1933), de Jack Conroy, tras años de luchas y penurias en las minas de carbón y en los ferrocarriles, busca una sociedad nueva no en la revolución sino en el Lejano Oeste hacia el que parte; o Agnes Smedley, en Daughter of Earth (1934), se ocupa mucho más de la opresión de la mujer que de los fines políticos del partido. En estas y otras obras de primer nivel escritas en aquellos años por militantes del partido (Sanora Babb, Josephine Herbst, Meridel Le Sueur) puede haber (y también puede no haber) huelgas interpretables como anticipaciones de la lucha final por el poder político, y procesos de toma de conciencia social y política que apuntan hacia la militancia sindicalista y quizá incluso partidista, pero en ninguna obra relevante se traduce en ficción narrativa el programa insurreccional e inmediatista del Tercer Período.

En 1935, la Tercera Internacional adoptó la política de los Frentes Populares. El Partido Comunista norteamericano pasó a proponerse como aliado a todas las organizaciones dispuestas a combatir al fascismo, y desde entonces el contenido político de las obras literarias de los militantes del partido fue todavía más indistinguible del de las obras de los escritores del movimiento proletario de otras orientaciones políticas.

Si la literatura «de partido» no predominó entre los escritores del Partido Comunista, estos escritores, a su vez, fueron minoritarios entre los autores de la literatura proletaria de la Depresión. En aquella corriente confluyeron diversas fuerzas e individualidades que, por encima de las doctrinas políticas, compartían con los comunistas el alineamiento con la causa de los desfavorecidos. Los escritores del partido se mezclaron con anarquistas (Ben Reitman), trotskistas y otros comunistas disidentes de la Tercera Internacional (James T. Farrell, Waldo Frank), socialistas (Upton Sinclair), demócratas rooseveltianos (John Steinbeck), y escritores no adscritos a ningún credo político: en un entorno de niños esqueléticos, familias echadas a la acera, colas delante de centros de caridad, parados tratando de vender cuatro frutas, vagabundos de camino hacia ninguna parte, gente del campo que, asfixiada por la hipoteca, llegaba a las ciudades en carros polvorientos, no era difícil que pareciese obscena la elección, como tema literario, de la incomunicación humana o las languideces de amor en jardines a la luz de la luna. Muchos independientes integrados a la literatura proletaria se acercaron al Partido Comunista, como John Dos Passos durante unos años, pero muchos fueron ajenos a él hasta el punto de no conocer sus planteamientos, como William Saroyan, o ni siquiera simpatizaron con él, como Albert Halper.

El conjunto de la literatura proletaria se amplió todavía más por sus enormes áreas de intersección con la literatura reivindicativa negra (Langston Hughes, Richard Wright), la literatura feminista (Margery Latimer, Dorothy Canfield), la de vagabundos (Tom Kromer, Jack Black), la de inmigrantes (Pietro Di Donato, Henry Roth), la antifascista (Alvah Bessie, Dorothy Parker), la antibelicista y antimilitarista (Dalton Trumbo, William March).

En la orla de la literatura proletaria, Ernest Hemingway, muy cotizado en las revistas del gran circulación, colaboró gratuitamente con la prensa proletaria, y los héroes de su narrativa son los de abajo y no los de arriba, como los de Nathanael West, John Fante, Zora Neale Hurston o Pearl Buck; Katherine Anne Porter se apasionó por la causa revolucionaria mexicana, Sinclair Lewis condenó el capitalismo. William Faulkner no quiso añadir a la literatura el adjetivo de «proletaria» o ningún otro, pero sus héroes son negros y blancos pobres en áreas deprimidas del profundo Sur. F. Scott Fitzgerald fue mal visto desde la literatura proletaria por su culto a la aristocracia del «dinero viejo»; pero era un marxista convencido, abrió su casa a reuniones comunistas clandestinas, y su obra denuncia la vacuidad del «sueño americano» y la ilegitimidad del dominio sociopolítico de los privilegiados, a los que muestra como racistas, fascistas, criminales. La muerte interrumpió su relectura de Karl Marx, y en el último pasaje escrito de su novela inacabada, El último magnate, un íntegro sindicalista se enfrenta a un capitalista despiadado.

La literatura proletaria norteamericana de la Depresión no accedió en mucha medida a un público popular. Las lecturas habituales de las clases trabajadoras durante la Depresión fueron historias de fantasmas, de detectives o de vaqueros, a veces de alta calidad, a menudo influidas por el movimiento proletario o incluso integradas a él, pero el tema desborda los límites de espacio aquí admisibles. Las revistas del movimiento proletario sí tuvieron, todas sumadas, una gran difusión, se pasaban además de mano en mano, y un gran número de trabajadores o desempleados accedió a la lectura de los relatos cortos, los poemas y los reportajes incluidos en ellas. Las novelas, en cambio, o los libros de relatos, salvo excepciones (como Las uvas de la ira, de John Steinbeck), solían tener unas ventas de solo cientos de ejemplares, y posiblemente el grueso de su público no fuesen trabajadores manuales sino los compradores habituales de libros: los profesionales liberales y los miembros ilustrados de la misma clase a la que se combatía, la burguesía. El éxito de la literatura norteamericana de la Depresión fue, sobre todo, creativo. Además de atractivos éticos y sociales, ofrecía al escritor atractivos imaginativos y estéticos. En el artículo de 1929 en el que invitaba a cultivar la literatura proletaria, Michael Gold hablaba de la «América trabajadora» como de un «continente por descubrir». Frente a la relativa uniformidad de los ambientes burgueses, la «América trabajadora» abría una inmensa diversidad de entornos paisajísticos y humanos: desde lo alto de un rascacielos en construcción hasta el fondo de una mina, desde la granja al borde del desierto hasta suburbios, descampados, albergues, cárceles, hospitales, trenes, prostíbulos, campamentos, altos hornos, mataderos, canteras; y frente a la tendencia a la autocontemplación intimista o introspectiva de la literatura de ambiente burgués, la proletaria ofrecía una épica: la de las huelgas, marchas y manifestaciones, pero también la épica cotidiana de la lucha del desempleado contra el hambre, del sindicalista contra la empresa, del campesino contra la sequía y las tormentas de polvo, del vagabundo contra el revisor, del inmigrante frente a una sociedad nueva, de la mujer obrera contra el asedio sexual del patrono, de la mujer o el negro de cualquier condición social contra la brutalidad homicida que respalda su sojuzgamiento.

Por unos motivos u otros, durante una década, en los Estados Unidos, una abrumadora mayor parte del talento literario se agrupó, con grados diversos de radicalidad, en el bando contrario al orden social establecido. Se debió en gran medida a que el movimiento de la literatura proletaria estimuló a escribir y ofreció medios de publicación a la gran masa de la población, y miles de obreros o campesinos publicaron, a veces uno o dos relatos y quizá algún poema, bastantes pudieron consagrarse como autores de interés, y algunos accedieron a la creación de obras maestras. Muchos de estos últimos están pendientes de descubrir, al menos para el lector en lengua castellana, pero constituyen una impresionante hornada de escritores de inmenso talento o de genio: Sanora Babb con Whose Names Are Unknown, Tillie Olsen con Yonnondio, Josephine Johnson con Now in November, Jack Conroy con The Disinherited, Robert Cantwell con The Land of Plenty, Pietro Di Donato con Christ in Concrete, y Katharine Brody, Daniel Fuchs, Josephine Herbst, Grace Lumpkin, Meridel Le Sueur, James Still, Tess Slesinger, Agnes Smedley, y sería tedioso continuar la lista, se forjaron como escritores y dejaron sus obras más importantes en el campo de la literatura proletaria. A ellos se añaden los escritores que se integraron ya consagrados a la literatura proletaria de los años 1930 y los que, iniciados en ella, después de aquella década continuaron su carrera por caminos diversos, y ahora sí que los nombres son familiares e imponentes para el lector habitual de cualquier país: Sherwood Anderson, Theodore Dreiser, Upton Sinclair, John Dos Passos, Langston Hughes, Erskine Caldwell, Henry Roth, William Saroyan, John Steinbeck, William Carlos Williams, Thomas Wolfe, Richard Wright, Carson McCullers, y de nuevo la lista podría alargarse. En el bando contrario, entre los narradores del mismo período que defendían, justificaban o aceptaban el orden social capitalista, quizá los más conocidos sean Ayn Rand, Booth Tarkington, Margaret Mitchell, John P. Marquand o Joseph Hergesheimer.

Emili Olcina