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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Colleen Collins. Todos los derechos reservados.

MUY CERCA DE TI, Nº 1443 - enero 2012

Título original: Too Close for Comfort

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-450-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Jeffrey Bradshaw entró en la caldeada terminal, contento de poder guarecerse del frío exterior, y miró la hora en su Rolex. Eran casi las cuatro de la tarde. No había ningún monitor donde se anunciara su vuelo de las cuatro en punto. Y por la ventana no se veía ningún avión en la pista. El aeropuerto de Alpine consistía en una máquina expendedora, un conjunto de sillas y un mostrador. Se dirigió hacia esto último, frotándose las manos en un desesperado intento porque la sangre volviera a recorrer sus venas. Así eran los otoños en Alaska. La tierra congelada y el aíre gélido.

–¿Puedo ayudarlo? –le preguntó el tipo que estaba tras el mostrador.

–¿True North Airlines?

–Sí, señor –respondió el tipo haciendo un curioso saludo–. Mi nombre es Wally.

Jeffrey sonrió, intentando no mirar la camisa roja de Wally. Tal vez todos los habitantes de Alaska llevaban camisas igual de llamativas por si se quedaban atrapados en la nieve.

–El vuelo a Arctic Luck de las cuatro en punto –metió la mano en el bolsillo interno de su chaqueta italiana de cachemira y sacó la cartera, de la que extrajo la tarjeta de crédito–. Un billete a nombre de Jeffrey Bradshaw.

Wally tomó la tarjeta y miró extrañado a Jeffrey. Éste estaba acostumbrado a que lo reconocieran en determinados círculos sociales. A sus treinta y cuatro años, ocupaba puestos de gran responsabilidad en varias empresas internacionales, el más reciente como director de adquisiciones de los Argonaut Studios en Los Ángeles. El mes pasado la revista Forbes había publicado un artículo sobre cómo Jeffrey había incrementado los beneficios de Argonaut en un quince por ciento gracias a sus ideas innovadoras. El artículo lo representaba casi como una estrella de cine, mostrando en la portada una foto suya junto a Gordon Tork, un conocido actor de televisión.

No estaba mal para un chico que había crecido en las calles. Pero su infancia callejera le había servido para ganar experiencia y curtirse en toda clase de situaciones. Gracias a ello podía tratar con cualquier persona, desde convictos hasta directores generales.

Aquel dependiente llamado Wally estaba en una escala media entre los dos extremos. Seguramente había nacido y se había criado en Alaska, por lo que era raro que lo hubiese reconocido de la revista Forbes.

Mientras aguardaba a que el lector admitiera la tarjeta de crédito, Jeffrey miró por encima del hombre de Wally para verse reflejado en un espejo cuadrado. Qué extraño… Su pelo castaño oscuro pulcramente recortado caía en rizos sobre los hombros. Enseguida se dio cuenta de que no era un espejo, sino una ventana. Y estaba mirando a un tipo que a su vez lo observaba a él con evidente asombro.

Fue como mirarse en un espejo deformado. El hombre que estaba al otro lado del cristal parecía una versión bastante desmejorada de él mismo. El mismo mechón de la coronilla que le caía sobre la frente, el tamaño de sus orejas… Jeffrey nunca hubiera creído que sus orejas fuesen tan grandes.

Entornó la mirada. Sí, aquel tipo tenía sus mismas orejas.

¿Qué probabilidades había de encontrarte con un hombre que tuviera un mechón como el suyo y unas orejas iguales?

Se pasó una mano por el rostro, agradeciendo los copos de nieve que seguían pegados en su guante de piel. Aquello debía de ser una alucinación, provocada sin dura por el largo vuelo desde Nueva York a Anchorage y desde allí a Alpine. Si a eso se le añadían los cacahuetes rancios que servían las compañías aéreas, cualquiera podría tener visiones.

El ruido de un motor lo distrajo. Desvió la mirada hacia otra ventana y vio un Cessna a punto de tomar tierra siguiendo un ángulo de inclinación imposible.

Jeffrey siempre era consciente de la impresión que podía causar en los demás, pero nada pudo impedir que soltara un exabrupto y apuntara hacia el inminente choque.

–Parece que Thompson llega justo a su hora –dijo Wally.

Atónito, Jeffrey vio cómo el avión elevaba el morro en el último momento y cómo las ruedas tocaban milagrosamente la pista antes de detenerse a unos metros del final del asfalto.

Jeffrey esperó a que su desbocado corazón se calmara para dirigirse a Wally.

–¿Es Thompson el piloto que va a Arctic Luck?

–Sí, señor.

–Quiero otro vuelo –exigió sin dudarlo. De ninguna manera se subiría a un avión pilotado por un loco suicida.

–Hoy no hay más vuelos a Arctic Luck.

–¿Esto es un aeropuerto?

Wally miró fijamente a Jeffrey con sus ojos azules.

–Sí, señor, lo es.

–Entonces llame a quien quiera que esté al mando y que me consiga otro vuelo –Jeffrey no se había licenciado en Princeton sin aprender unos cuantos trucos para tratar a las personas. Apuntó a un letrero escrito a mano pegado en el ordenador de Wally. El cliente siempre tiene que quedar satisfecho–. Soy un cliente y quiero quedar satisfecho.

Wally tecleó algo en el ordenador y cambió el peso de un pie a otro.

–Nada nos complacería más que conseguirle otro vuelo, señor Bradshaw, pero el parte meteorológico prevé una tormenta que se está formando sobre el Golfo. Thompson es nuestro mejor piloto y, en estos momentos, la única opción para volar hasta Arctic Luck.

En aquel instante, un joven delgado, con vaqueros y parka, atravesó la puerta oscilante procedente del hangar. Se detuvo para quitarse la gorra de béisbol y pasarse una mano por sus negros y cortos cabellos. Al ver a Jeffrey los ojos se le abrieron como platos, y desvió la mirada hacia el tipo que estaba junto a la ventana.

Wally le tendió un papel al chico, que volvió a mirar a Jeffrey y al otro tipo antes de tomarlo. Le echó un rápido vistazo y le sonrió a Jeffrey.

–¿Cómo está usted? –le preguntó, con una voz más suave de lo que Jeffrey había esperado.

–Hola.

El chico extendió la mano, y Jeffrey vaciló unos segundos antes de ofrecer la suya. Para tener una mano tan pequeña, su apretón era firme y enérgico.

–¿Eres Thompson?

–Sí. ¿Se dirige usted a Arctic Luck?

¿Aquel muchacho era lo bastante mayor para ser piloto?

Magnífico… Un piloto sin licencia y además temerario. Hacía mucho que Jeffrey había aprendido a no aceptar un «no» por respuesta. Si se mantenía en sus trece, sin duda le ofrecerían otra solución.

–Voy a tomar otro vuelo.

El joven le soltó la mano.

–En ese caso va a tener que esperar bastante –sostuvo en alto el papel–. Vamos a tener tormenta.

–Eso he oído.

El chico volvió a sonreír y se dirigió hacia la máquina expendedora. Pero en vez de insertar monedas, le dio un golpe seco y certero que hizo salir una bebida.

–¿Piensa cancelar el vuelo o va a tomarlo? –preguntó Wally.

Jeffrey sopesó sus opciones. Podría saltarse aquel viaje a Arctic Luck, lo que supondría que no podría recabar los datos que necesitaba para la reunión con la junta directiva de Argonaut el lunes por la mañana. Era una reunión crucial, en la que Harold Gauthier, el presidente de la junta, iba a estar presente de manera excepcional para oír los pros y los contras de la serie televisiva que Jeffrey quería hacer: una comedía romántica al estilo de Doctor en Alaska que se titularía Sixty Below. Jeffrey no sólo estaba supervisando su proyecto; también se había encargado de escribir el guión, que se desarrollaría en un pueblo ficticio de Alaska. Pero ahora que el trato estaba a punto de cerrarse, era indispensable que Jeffrey viera personalmente el escenario para alabar las virtudes del pueblo fronterizo que había propuesto.

Había planeado volar a Arctic Luck aquel mismo día, sábado, e inspeccionar la zona por la noche y al día siguiente. El domingo por la tarde tenía previsto volver a Alpine y luego a Anchorage, donde tomaría un vuelo a Los Ángeles por la noche. Dormiría un poco y estaría listo para la reunión del lunes por la mañana.

¿Cuál era la otra opción? No volar a Arctic Luck porque tenía un diez por ciento de probabilidades de morir gracias a las tácticas acrobáticas del piloto Thompson.

Pero también tenía que pensar en el aliciente de ser ascendido a vicepresidente de Argonaut Studios…

–Sí, tomaré el vuelo –respondió finalmente, tomando una profunda inspiración y esperando que no fuera la última de su vida.

Cyd Thompson esperó en la puerta del hangar a que saliera el señoritingo de ciudad. Cuando lo vio acercarse, lo observó de arriba abajo. Llevaba una ropa muy elegante. Muy elegante y nada práctica para aquel clima. ¿Acaso nadie lo había avisado de que sus caros mocasines no impedirían que sus pies se congelaran si había nieve en Arctic Luck? Y aquel abrigo… Sí, lo mantendría cálido durante tres segundos, como mucho.

Le examinó el rostro. Era curioso cómo se parecía a su jefe, Jordan, el dueño de True North Airlines. Cyd rara vez se extrañaba por nada, pero aquel parecido era realmente asombroso.

–¿Listo? –le preguntó él, mirándola interrogativamente mientras se guardaba la cartera en el bolsillo.

Cielos, incluso sus voces eran parecidas, si bien la de aquel esnob era más áspera y profunda.

–Sí, pero usted no lo está.

El hombre se detuvo y le clavó la mirada de sus ojos avellana.

–Claro que estoy listo –respondió en tono cortante.

¿Alguna vez le habría dicho alguien que no? ¿O quizá estaba permanente resentido contra todo el mundo?

Aunque también era posible que ella estuviese siendo demasiado brusca. Jordan le había pedido mil veces que fuera más amable, algo que nadie más le había dicho en sus veinticinco años. Pero su jefe estaba decidido a pulirla como si fuera un diamante en bruto, dándole lecciones de etiqueta y buenos modales, y al mismo tiempo diciéndole que no se lo tomara como algo personal.

–No es por ti –le insistía–. Es por los clientes. Recuerda que el cliente es el rey.

Y convertir al cliente en rey significaba más ganancias para True North Airlines.

–Quiero decir… ¿tiene todo lo que necesita? –le preguntó con una sonrisa exageradamente empalagosa.

–Mi equipaje va de camino a Los Ángeles, así que llevo todo lo que necesito.

Los Ángeles… Tendría que habérselo figurado.

–No me he quedado con su nombre –le dijo, obligándose a mostrar educación e interés. Aquello del buen trato al cliente era agotador… Por suerte era un vuelo corto.

–Jeffrey –dijo él secamente–. Bradshaw –añadió cuando ella lo miró expectante.

–¿Es usted de Los Ángeles?

–No, de Nueva York. Durante el último año, al menos.

–¿Va a vivir en Los Ángeles?

–¿Hace siempre tantas preguntas?

«Sólo mientras Jordan se empeñe en esto».

–Sólo cuando tengo interés –dijo, aunque no especificó qué clase de interés. Si resultaba elegida empleada del mes, la paga extra le vendría muy bien.

–Sí, me vuelvo a Los Ángeles. Estoy en Alaska examinando exteriores para una serie de televisión.

–¿En Arctic Luck?

Él asintió, al tiempo que el pánico se apoderaba de ella. Durante toda su vida había amado la naturaleza salvaje de Alaska, y muy especialmente Arctic Luck, su pueblo. De ningún modo iba a permitir que los negocios destruyeran la tierra que para ella era su hogar, y mucho menos la clase de negocios que habían destruido a su padre.

Al demonio con los buenos modales y la paga extra.

–Sígame –espetó, abriendo la puerta del hangar–. El avión está listo.

Mientras se dirigían hacia el Cessna, se detuvo junto al carro que normalmente cargaba el equipaje de los pasajeros. En aquella época del año, cuando las tormentas de nieve empezaban a arreciar y el turismo caía más drásticamente que las temperaturas, esos carros se utilizaban para cargar comida, suministros y gasolina, que los aviones llevaban a las zonas más remotas y aisladas.

Cyd agarró una parka y se la arrojó.

–Póngase esto.

–No la necesito –dijo él tajantemente.

–Si quiere helarse el trasero, por mí estupendo. Pero si cree que aquí hace frío, espere a estar a mil pies de altura. Se congelan la nariz, las orejas y…

–Me la pondré –la atajó él. Dejó en el suelo su bolsa y empezó a desabrocharse el abrigo.

Cyd sacudió la cabeza y siguió caminando hacia el avión. Maldita fuera su suerte por tener que llevar a aquel cretino de ciudad a su pueblo. No volvería a prestarle la menor ayuda. No podía ser cómplice del enemigo.

–Dese prisa –le espetó, en un tono más brusco de lo habitual–. Tengo que ir a Eagle Nest después de Arctic Luck, y el tiempo se está poniendo feo.

Pero era otro plan el que se estaba formando en su cabeza.

Diez minutos más tarde, Jeffrey temía que el corazón se le fuera a salir del pecho. Por la ventanilla del avión podía ver cómo los copos de nieve se arremolinaban en torno al aparato. Intentó dejar de mirar el termómetro, pero tenía buena memoria para los números, y treinta grados bajo cero era un número difícilmente olvidable.

–¿Frío? –le preguntó Thompson.

–S… sí –consiguió balbucear él. Incluso con aquella parka de piel los dientes le castañeteaban.

El avión volvió a sufrir otra violenta sacudida.

–El tiempo empeora –dijo Thompson–. Pero si nos vemos obligados a tomar tierra, el aterrizaje no será muy brusco gracias al terreno llano, Johnny…

–Jeffrey –corrigió él. Si iba a morir, quería ser llamado por su nombre.

–La visibilidad es escasa –murmuró Thompson, tocando con el dedo uno de los indicadores–. Tranquilo. A veces los instrumentos se hielan, pero siempre me las arreglo. Esto es pan comido.

A Jeffrey le pareció oír que añadía algo así como «maldita tormenta de nieve», y deseó no ser tan sensible a aquellas palabras. Desde una edad muy temprana, sus medios de evasión eran las novelas y la música. Pasando de una familia adoptiva a otra, ¿cuántas veces se había refugiado en las páginas de un libro o con un par de auriculares? Y esa pasión por las palabras se había extendido a su vida empresarial. Mientras otros analizaban el lenguaje corporal, él analizaba las voces y el uso que las personas hacían de las palabras; y en el ochenta por ciento de los casos, acertaba con sus suposiciones.

Pero en aquel momento odiaba las palabras. Sobre todo «maldita tormenta de nieve» y «visibilidad escasa». Había recibido más de una amenaza en su vida, pero nunca se había sentido amenazado por un piloto. Y eso era lo que conseguían las insinuaciones del joven Thompson sobre un posible aterrizaje de emergencia.

Se removió en el asiento, preguntándose si alguna vez podría aflojar la mandíbula. Las notas de un bajo retumbaron en la cabina, seguidas por la carismática voz de Bruce Springsteen cantando Born to Run. Jeffrey miró fugazmente a Thompson. ¿Qué clase de loco era aquél, escuchando un clásico del rock en un momento semejante?

«Bueno… Si hay que morir, al menos que sea con el Boss».

–Cessna 4747 sierra llamando a Katimuk –llamó Thompson a través del micrófono mientras comprobaba el GPS en el cuadro de mandos.

¿Katimuk?, se preguntó Jeffrey con el ceño fruncido. Debía de ser algún pueblo cercano a Arctic Luck.

–Volando a mil pies y con visibilidad reducida. Nueve millas al oeste, aproximándonos a la pista de aterrizaje de Katimuk.

¿La pista de aterrizaje de Katimuk? Tal vez Katimuk compartía la misma pista con Arctic Luck. O quizá el mal tiempo obligaba a un aterrizaje de emergencia…

El avión dio otra sacudida, y lo mismo hizo el estómago de Jeffrey.

Springsteen cantaba sobre sexo.

Peligro, muerte, sexo… Jeffrey se sorprendió a sí mismo recriminándose por no haber hecho las cosas más normales de la vida, como casarse y tener hijos. De ese modo tendría herederos para su loft de Nueva York, su apartamento de Los Ángeles, sus coches, acciones e inversiones. Pero cuando recordaba los rostros de las mujeres con las que había salido, sólo veía imágenes borrosas de ojos codiciosos y mejillas esculpidas.

Por un breve instante se preguntó si había tomado las decisiones correctas en su vida. Había estado tan desesperado por salir de las calles que había trabajado muy duro para conseguir buenas notas, ganar una beca para la universidad y acabar en una profesión en la que podía ganar mucho dinero.

Pero en aquel momento, tal vez su último momento, se preguntaba qué había conseguido con tanto dinero. ¿Pagarse un funeral de lujo?

–Cessna 4747 sierra a Katimuk –seguía hablando Thompson–. Estoy acercándome a favor del viento para aterrizar por el oeste. Decidle a Harry que estoy llegando.

Jeffrey sintió cómo todos sus órganos daban un vuelco cuando el avión pareció descender en picado. De fondo, la áspera voz de Springsteen cantaba sobre las piernas de una chica envolviendo llantas de terciopelo.

Thompson pulsó rápidamente unos interruptores y tiró de una pequeña palanca a su derecha. Se oyó un ruido metálico y el morro del avión se elevó.

–Flaps desplegados –explicó tranquilamente.

Jeffrey tragó saliva con dificultad. Flaps… Estupendo.

Thompson alargó la mano hasta el techo de la cabina y accionó algún mecanismo.

–Rotura de la senda de planeo.

Rotura de la senda de planeo. Estupendo. Cualquiera que fuese su maldito significado.

Una pista de aterrizaje apareció entre la niebla. Jeffrey jamás se había alegrado tanto de ver una franja de tierra semicubierta de nieve. Una forma oscura y grande la estaba cruzando al trote. ¿Un alce?

La voz de Springsteen cantando sobre la locura de su alma acompañó la oración de Jeffrey porque la última imagen que viera no fuese un alce de cerca. Por suerte, el animal salió de la pista y desapareció en la vasta extensión de niebla y nieve.

Las ruedas tomaron contacto con la sólida superficie de la pista.

Jeffrey soltó de golpe el aire que había estado conteniendo y se preguntó quién gobernaba el mundo. ¿Springsteen o Thompson?

Y cuando finalmente el avión se detuvo, la respuesta fue muy clara: Thompson.

–Que estamos… ¿dónde? –diez minutos después de haber aterrizado, y de haberse contenido para no besar el suelo por miedo a congelarse los labios, Jeffrey había cometido el error fatal de preguntarle a Thompson dónde estaban exactamente.

–En Katimuk –repitió Thompson.

Jeffrey siempre elegía cuidadosamente dónde y cuándo librar sus batallas, y tenía el sentido común para no iniciar una discusión cuando estaba a punto de morir de frío, pero en aquel momento le importaba un bledo si se congelaba en mitad de una frase.

–Tengo que ir a Arctic Luck –espetó. Aunque lo que más necesitaba ahora era tomar algo caliente. Se sentía como si se hubiera tragado un témpano de hielo.

–Muy bien –gritó Thompson, alejándose de él–. Salude de mi parte cuando llegue.

¿Adónde demonios se iba el piloto? Jeffrey corrió para alcanzarlo, con cuidado de no resbalar en las placas de hielo.

–Exijo que me lleve a Arctic Luck –las palabras parecían evaporarse con el vapor que despedía su boca–. He pagado para ir a Arctic Luck.

Thompson se detuvo y se dio la vuelta con los puños apretados.

–«Tengo que», «exijo que», «he pagado para»… Ustedes los de ciudad nunca piensan en los demás. Sólo en sí mismos.

La conversación estaba tomando un giro más brusco que las alocadas maniobras de aterrizaje.

–Mi chaqueta está en el avión. Tengo que ir a por ella.

–¿Dónde la ha dejado?

Jeffrey soltó otra bocanada de vapor.

–La dejé en el portaequipajes, junto con mi bolsa, para que lo cargaran todo en el avión.

Thompson soltó una carcajada.

–¿Pero qué se ha creído? ¿Que algún auxiliar de vuelo llevaría sus cosas al avión?

–En la chaqueta está mi documentación, mi dinero…

–Esos zapatos suyos tan caros van a congelarse si no seguimos caminando –lo interrumpió Thompson, reanudando la marcha.

Jeffrey bajó la mirada, pero sólo por un instante. Era mejor seguir caminando que contemplar cómo se le helaban los pies. Se mantuvo detrás de Thompson, que andaba a ritmo ligero, mientras escuchaba el ladrido de unos perros en la niebla.

–¡Aquí, Harry ! –gritó Thompson.

A través de la niebla, Jeffrey distinguió una docena de perros o más que tiraban de un trineo.

Un tipo corpulento con una parka hizo un gesto con la mano.

–La tormenta se acerca.

Thompson se detuvo junto a lo que parecía un asiento en el trineo, delante de la plataforma en la que estaba Harry de pie.

–Suba –le ordenó a Jeffrey.

El asiento era pequeño. Demasiado pequeño para dos personas.

–¿Cómo vamos a caber los dos ahí? –preguntó Jeffrey.

Thompson emitió un sonido a medias entre un gruñido y un resoplido.

–No es momento de pensar en las comodidades. Limítese a subir.

Harry se echo a reír. Uno de los perros aulló.

Jeffrey deseó estar de vuelta en el avión. De repente le parecía mucho más preferible arriesgarse a morir en el cielo que morir con una jauría de perros y dos hombres con parkas. Pero como, efectivamente, no era el momento de analizar nada, metió una pierna y luego otra en el trineo y se sentó.

Thompson hizo lo mismo y se acomodó en el regazo de Jeffrey.

–¡Vamos!

Un latigazo restalló en el aire y los perros emprendieron la carrera.

Thompson se removió y se apretó contra Jeffrey. Hasta ese momento, Jeffrey se había quedado aturdido por el frío, por el vuelo salvaje de un imprudente y por aquel trepidante viaje en trineo.

Pero nada le resultó más sorprendente que la sensación de un trasero redondeado contra su estómago y la inconfundible curva de un pecho contra su mejilla.

Acababa de darse cuenta de que Thompson era una mujer.

Capítulo Dos

El trineo se detuvo frente a una gran cabaña rústica. El husky jefe soltó un gemido agudo de satisfacción y se agazapó en la nieve. Los otros perros empezaron a ladrar, algunos mostrando su impaciencia por los arneses y otros olisqueando el aire.

Entre el coro de ladridos, la nieve caía silenciosamente de un cielo cada vez más oscuro.

Cyd se volvió hacia Jeffrey.

–Hora de bajarse.

Pero el tiempo le jugó una mala pasada, porque en aquel instante pareció detenerse.

O tal vez se había detenido minutos antes, cuando sus cuerpos habían estado amoldados en el asiento individual. Cyd había intentado ignorar la agradable presión de aquel cuerpo masculino contra el suyo, aquel brazo robusto que la había rodeado fuertemente, como si la estuviera protegiendo…

Nadie, y mucho menos un hombre, tenía que protegerla.

Pero no había intentado apartarse de él. Y, si tenía que ser completamente sincera consigo misma, aún no quería apartarse. Lo cual la irritaba tanto como la excitaba. Tal vez fuera porque estaba acostumbrada a luchar contra los elementos y competir con los hombres en todo, a lo que había que añadir la responsabilidad de la carga que había recaído en ella desde la muerte de su padre. Cyd Thompson era una mujer que no se doblegaba ante nadie.