Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Sherryl Woods. Todos los derechos reservados.
ESPERANDO EL AMANECER, Nº 273 - mayo 2011
Título original: Sweet Tea at Sunrise
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9000-323-7
Editor responsable: Luis Pugni

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Inhalt

Kapitel 1

Kapitel 2

Kapitel 3

Kapitel 4

Kapitel 5

Kapitel 6

Kapitel 7

Kapitel 8

Kapitel 9

Kapitel 10

Kapitel 11

Kapitel 12

Kapitel 13

Kapitel 14

Kapitel 15

Kapitel 16

Kapitel 17

Kapitel 18

Kapitel 19

Kapitel 20

Kapitel 21

Kapitel 22

Kapitel 23

Kapitel 24

Promoción

1

El mismo hombre, vestido con vaqueros desgastados y una camiseta que marcaba sus bíceps, había acudido todos los días al restaurante Wharton’s durante esos últimos días. Recostado cómodamente en su asiento, observaba a Sarah como si le pareciera la criatura más fascinante de la tierra. Hacía mucho tiempo que nadie la miraba con tanto interés. Ni siquiera Walter, su ex marido, cuando la conoció en la universidad. Pero prefería no pensar en su fracasado matrimonio.

Su vida había cambiado mucho en muy poco tiempo. Con la ayuda y el apoyo de sus dos mejores amigas, Annie Townsend y Raylene Hammond, había terminado tomando la decisión de divorciarse de Walter. Se había librado así además de su conservadora y controladora familia. Había sido una dura lucha, pero había conseguido la custodia de sus dos hijos, Tommy y Libby.

Y, con el fin de salir de la casa y hacer algo con su vida, había aceptado un trabajo a tiempo parcial como camarera en Wharton’s, por donde pasaba todo Serenity cada semana, ya fuera para almorzar, para cenar o para tomarse simplemente un café.

No era la mejor manera de aprovechar su título de Magisterio, pero era un trabajo que le estaba gustando. Se había dado cuenta de que se le daba bien conseguir que la gente confiara en ella y le contara cosas, algo muy necesario en un restaurante que se jactaba de ser el centro del cotilleo local.

Pero, aunque se había cansado de preguntárselo a todo el mundo, nadie había sabido decirle quién era el misterioso hombre sentado a la última mesa del restaurante.

Decidió preguntarle ella misma si era nuevo en el pueblo o si estaba en Serenity de paso. Él contestó con una sonrisa tan lenta y seductora que consiguió que se estremeciera.

—Supongo que alguien podría convencerme para que me quedara, es cuestión de recibir una buena oferta —repuso él—. ¿Me estás ofreciendo algo, preciosa?

Le sorprendió tanto que coqueteara con ella de esa manera que volvió deprisa a la cocina sin contestar. Una cosa era charlar con los vecinos del pueblo sobre el tiempo o cualquier otra banalidad, pero no se veía preparada para seguirle la corriente a un hombre como aquél, con unos maravillosos ojos y una voz tan sensual que podría conseguir que cualquier mujer lo siguiera a la cama. No estaba preparada para que alguien la tratara como si fuera una de esas mujeres y estaba convencida de que no podía ser una de ellas.

Había tenido que aguantar demasiadas críticas durante años que le recordaban que tenía exceso de peso o que era desorganizada y mala madre. Eran cosas que su ex marido no se había cansado de repetirle durante su matrimonio. Y, cuando decidió divorciarse de él, Walter trató de anularla por completo y minar su autoestima para que le costara aún más recuperarse y empezar una vida nueva.

Durante los últimos meses había trabajado muy duro para recuperarse. Y en todos los sentidos. Annie había sido su entrenadora personal en el gimnasio donde trabajaba y, con mucho esfuerzo, había conseguido quitarse de encima casi todos los kilos de más que había acumulado durante sus dos embarazos. Creía que aún le sobraban unos cinco kilos, pero el peso ya no le obsesionaba. A pesar de haber logrado mejorar su aspecto, seguía viéndose de vez en cuando a través de los ojos y las palabras de su ex marido, algo que sus amigas no soportaban. A ella también le molestaba. Pero, después de tantos años de críticas, le costaba recordar lo que valía.

—Grace, lleva una hamburguesa y unas patatas fritas a la mesa nueve —le dijo a la propietaria.

Era un restaurante típico del Sur, sin sofisticaciones de ningún tipo, pero a la gente le seguía gustando la comida casera y tradicional. Estaba convencida de que el establecimiento seguía a flote por la mucha información que manejaba su dueña y la amabilidad de los camareros. Todo lo que pasaba en Serenity se podía saber en Wharton’s.

—Con lo guapo que es y las propinas que deja, ¿por qué quieres que me encargue yo de él? —le dijo Grace mientras la miraba con suspicacia.

—No preguntes, por favor —le pidió Sarah. Estaba demasiado nerviosa para tener que soportar además las preguntas de su jefa. —¿Ha dicho algo que te ha ofendido? Si es así, lo echo ahora mismo del restaurante.

Sarah se sonrojó. Estaba muy avergonzada.

—No, se ha limitado a bromear conmigo, eso es todo. Ya sabes cómo les gusta a algunos tipos coquetear. Supongo que debería haberme acostumbrado ya.

—Pues a mí me parece que te vendría muy bien que un hombre como él, atractivo y forastero, te diga cosas así y ponga un poco de color en tus mejillas.

—¿Qué? No necesito un hombre en mi vida —le dijo ella con firmeza—. Acabo de librarme de uno y me ha costado mucho trabajo hacerlo.

—Y estoy encantada de que lo hayas logrado —declaró Grace—. Según he oído, lo único que hacía era criticarte. Lo que necesitas ahora es un hombre que se dé cuenta de cuánto vales y te lo recuerde cada día.

Todo el mundo le decía cosas así. Llevaba un mes trabajando en el restaurante y su jefa no se cansaba de repetírselo, incluso le presentaba a todos los solteros del pueblo para que pudiera conocerlos. Frunció el ceño al pensar que quizás fuera Grace la culpable de que ese hombre estuviera allí. Sabía que le encantaba hacer de casamentera.

—¿Lo conoces? —le preguntó con suspicacia—. ¿Sabes quién es el hombre de la mesa nueve? ¿Es que se te han acabado los solteros del pueblo y has tenido que ir a buscarlos a otro condado?

Su jefa la miró ofendida.

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a hacer yo algo así? La primera vez que lo vi fue cuando apareció por el restaurante hace unos días —le dijo con cierto tono de frustración—. No sé quién es, ni siquiera está alojado en el hostal de Serenity. Lo sé porque ya lo he comprobado.

—Puede que esté en casa de algún amigo o familiar —murmuró Sarah.

—Sí, pero en la casa de nadie que conozcamos o venga a menudo por el restaurante. Además, si fuera el huésped de alguien, no vendría a comer aquí, ¿no te parece? Está claro que vive solo.

—¿Has hablado con Mary Vaughn? Esa mujer tiene un radar especial para conocer a todos los solteros de la región. Además, si acabara de comprar o alquilar una casa, ella lo sabría. Para algo se dedica al negocio inmobiliario.

—Ya lo había pensado. Pero, desde que volvió con su marido, Sonny, no viene a comer al restaurante. Se reúnen los dos en su casa para comer... —le susurró Grace con un guiño pícaro—. Se comportan como si estuvieran en su luna de miel. Hace tiempo que no les veo el pelo por aquí. Alguna vez viene ella a por café. Pero lo hace siempre con prisas y se lo lleva en un termo. Se va de Wharton’s antes de que pueda preguntarle nada.

—Bueno, alguien tiene que saber quién es ese hombre —le dijo algo frustrada—. Le he preguntado directamente si es nuevo en el pueblo, pero no me ha respondido.

—Dices que no te interesa ese hombre ni ningún otro, pero veo que no te lo quitas de la cabeza —repuso su jefa mientras colocaba una hamburguesa con patatas fritas en la bandeja—. ¿Seguro que no se lo quieres llevar tú misma?

Sarah negó con la cabeza.

—No, hazlo tú. Yo tengo que llevarle el café al alcalde y a sus amigos. Intentaré tentarles con la tarta de melocotón que hiciste esta mañana.

—Si sigues convenciéndolos cada día para que tomen postre, vas a conseguir que engorden cinco kilos al mes. No quiero que vengan luego sus mujeres a regañarme. Además, George Ulster es diabético. A él no le ofrezcas nada dulce.

Sonrió al escuchar los consejos de su jefa.

—Siempre toma helado sin azúcar. Y Howard Lewis es viudo, así que nadie vendrá a quejarse. Fred Watson, por otro lado, está en los huesos y no le vendría nada mal engordar un poco, Grace.

—¿Por qué te empeñas en pasar el tiempo con esos vejestorios cuando hay un hombre tan atractivo en el restaurante? No lo entiendo, pero tú sabrás lo que haces —le dijo Grace mientras abría con la cadera la puerta de la cocina y se llevaba la bandeja llena de comida como si no pesara nada.

Se dio cuenta al observarla que, con sus sonrosadas mejillas, regordeta figura y las gafas de abuela que apoyaba en la parte baja de su nariz, Grace tenía cierto parecido con la esposa de Santa Claus.

Recogió las cafeteras y salió también de la cocina para rellenar las tazas del alcalde y sus compañeros de mesa. Algo le decía que un par de ojos verdes iban a estar observándola.

Pero el restaurante estaba hasta arriba de gente y no tenía tiempo para pensar en esas cosas. Ni siquiera miró hacia su mesa.

Aun así, cuando él se levantó y fue hacia la puerta, no pudo evitar mirarlo. Antes de salir, el hombre se detuvo a su lado.

—Hasta mañana, preciosa —le susurró con su melosa voz sureña.

Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero consiguió salvar la comida que llevaba en la bandeja y también su orgullo. No puedo evitar, eso sí, sonrojarse de nuevo.

Tampoco le dio tiempo a salir corriendo a la cocina, como había hecho antes. El forastero salió por la puerta antes de que pudiera reaccionar.

—No se por qué me pone tan nerviosa —confesó Sarah esa misma noche.

Raylene, Annie y ella estaban tomándose unos margaritas en el pequeño jardín de su casa. Se había instalado allí con sus dos pequeños, Tommy y Libby cuando se dio cuenta de que el divorcio era definitivo y su única opción.

Hacía una noche maravillosa, típica del mes de mayo en Carolina del Sur. Era cálida, pero el aire estaba aún libre de humedad.

Había llegado a Serenity unos meses antes con la idea de pasar algún tiempo separada de su marido y tratar de acercarse a la idea de esposa ideal que él se había hecho. Walter le había hecho creer que necesitaba cambiar. Había sido una suerte que sus padres, aunque ya no vivían en el pueblo, no se hubieran deshecho de la casa en la que había crecido.

—¿Tenéis idea de quién puede ser? —le preguntó a sus amigas.

—¿Yo? ¿Cómo voy a saberlo? No salgo de aquí — contestó Raylene.

Desde que volviera a Serenity para escapar de un marido que abusaba de ella, Raylene apenas salía de la casa. Sarah le había proporcionado un hogar seguro y su amiga, a cambio, cuidaba de la casa y a veces también de los niños. Había sido una solución perfecta para las dos, aunque temía que no fuera lo que su amiga necesitaba. Sabía que, tarde o temprano, iba a tener que enfrentarse a sus problemas y dejar de esconderse.

—Precisamente de eso quería hablarte... —murmuró Annie mientras miraba a Raylene.

Pero el gesto de Raylene le hizo cambiar de opinión y no insistió. Sarah decidió reconducir la conversación para que nadie se sintiera incómodo.

—Concentraos, señoras. ¿Quién puede ser ese hombre? ¿Y qué estará haciendo aquí?

—Estoy de acuerdo con Grace. Me parece a mí que te preocupa demasiado un hombre en el que juras no estar interesada en absoluto.

—No es eso —protestó Sarah—. Es que me preocupa que pueda ser un delincuente o algo así. Puede que lo haya contratado Walter para que me espíe. No me extrañaría que fuera capaz de algo así. A lo mejor intenta probar que no soy una buena madre y tratar así de arrebatarme la custodia de Tommy.

Nadie había conseguido entender, ni siquiera ella, que su marido hubiera reclamado la custodia de su hijo, el heredero que necesitaba para mantener el apellido y el legado de la familia Price, muy conocida en Alabama, sin importarle cómo iba a sentirse su hija al verse así despreciada. De hecho, su abogada, Helen Decatur, había usado esa información para demostrarle al juez que era un hombre egoísta y que no podría ser un buen padre.

—Estoy de acuerdo contigo. Creo que ese imbécil sería capaz de hacer algo así de rastrero —le dijo Raylene.

No conocía personalmente a Walter. Cuando éste iba a Serenity para ver a los niños, Raylene se escondía en su cuarto, asegurándoles que no quería entrometerse en sus asuntos familiares ni hacer o decir algo que pudiera empeorar aún más la relación de Sarah con su ex marido.

—Es verdad —dijo Annie con seguridad—. Hablaré con Helen para que investigue el asunto. O quizá se lo diga a mi padre. Su ferretería está justo frente del restaurante, en la calle principal, desde allí controla todo lo que pasa en este pueblo. Y se lo pediré también a Jeanette. Lleva un par de días sin venir al trabajo. Cuando vuelva, se lo diré. Tom, su marido, podría hablar con el jefe de la policía local y preguntarle si andan detrás de alguien sospechoso.

—Buena idea —repuso Raylene con gesto de preocupación.

Aunque su ex marido estaba en la cárcel, Raylene seguía paralizada por el miedo.

Sarah se sintió algo avergonzada al ver el dispositivo que acababa de poner en marcha sin comerlo ni beberlo. Se dio cuenta de que había exagerado un poco.

—¿No nos estaremos pasando? A lo mejor se trata simplemente de alguien que ha decidido pasar algún tiempo en Serenity, alguien a quien le gusta mucho coquetear con las camareras.

—Puede que sea así. Pero lo mejor que podemos hacer es tratar de descubrirlo para que podamos estar más tranquilas —le dijo Annie.

—No queremos que siga poniéndote nerviosa... — añadió Raylene con una pícara sonrisa.

—Ese hombre no me interesa, lo prometo —replicó ella con firmeza.

Pero se dio cuenta, al ver cómo se echaban a reír sus amigas, que ninguna de las dos la creía.

Travis McDonald saboreó el café mientras pensaba en la preciosa camarera de Wharton’s que tanto lo había entretenido durante los últimos días. Se acomodó en el sofá de su primo recordando cuánto la había asustado el día anterior. Consiguió alejarla de su mesa y que le pidiera a la propietaria del restaurante que se ocupara de servirlo.

Había vuelto al restaurante esa mañana, pero tampoco había querido atenderlo. Aun así, la había sorprendido mirándolo de vez en cuando con curiosidad. Hacía mucho tiempo que no conseguía que una joven se sonrojase por su culpa. Era mucho más común que fueran ellas las que se lanzaran a su cuello. Sus sencillas e inocentes conversaciones con la camarera le habían resultado muy refrescantes y distintas a lo habitual.

Como le había pasado a su primo Tom, concejal del ayuntamiento de Serenity, Travis también había destacado como jugador de béisbol. Tanto que consiguió dedicarse al deporte profesionalmente. Durante unos años había ido de equipo en equipo hasta lograr que lo ficharan los Red Sox de Boston. Su familia, que era muy sureña, no había visto con buenos ojos ese fichaje. Pero se consolaban al ver que al menos no iba a jugar para los Yankees de Nueva York.

Su carrera se había detenido de repente un par de semanas antes, cuando los Red Sox prescindieron de él al terminarse la temporada de primavera y ningún otro equipo lo llamó para ficharlo. Lo primero que hizo fue llamar a su primo y éste lo convenció para que fuera a Serenity y pasara algún tiempo con él mientras decidía qué hacer con el resto de su vida.

Los dos sabían que le resultaría más fácil hacerlo sin las intromisiones de sus padres, que trataban de meterse demasiado en su vida. Allí, además, tenía cierto anonimato. Casi todo el mundo era admirador de los Braves de Atlanta y no conocían a los jugadores de béisbol de las ligas del Norte. Fue así cómo Tom consiguió convencerlo, le atraía mucho la idea de tener un poco de intimidad.

Había logrado no llamar la atención durante sus primeros días en Serenity. Algunos lo miraban con curiosidad, como si les sonara de algo, pero nadie se le había acercado para pedirle un autógrafo y se sentía muy aliviado.

Con veintinueve años, tenía una buena situación económica y un futuro poco claro. Sus padres estaban divorciados y sus hermanas, aunque tenían buenas intenciones, no lo dejaban tranquilo.

Cuando se dio cuenta de que los Red Sox no contaban con él para la siguiente temporada, le había faltado tiempo para volver al Sur. El clima del Norte era demasiado frío y Boston una ciudad demasiado grande para él.

Durante sus últimos días había pasado mucho tiempo en esa cocina, pensando y charlando sobre su futuro. Jeanette, la mujer de Tom, lo había tratado con mucho cariño, como si fuera su hermano pequeño, pero no era tan entrometida como sus hermanas.

Esa mañana, mientras observaba cómo Grace Wharton trataba sin suerte de sintonizar una emisora de radio, se le había ocurrido una idea. Estaba deseando contársela a Tom y a Jeanette. Podía ser una buena manera de usar la carrera que había estudiado y suponía todo un reto. Algo que necesitaba en ese momento de su vida.

Ya había investigado un poco en Internet y había encontrado una pequeña emisora de radio con poca señal y poca programación. Había incluso llamado al propietario. Después de hablar con él un buen rato, se había dado cuenta de que podía permitirse comprar la emisora. El hombre se había ofrecido a ayudarlo durante los primeros meses, hasta que pudiera dirigir la radio él mismo. Lo único que necesitaba era la aprobación de Tom. Estaba seguro de que su primo trataría de quitarle la idea de la cabeza, diciéndole que era una locura considerar siquiera algo así.

Como sabía que no iba a resultarle fácil convencerlo, decidió preparar una buena cena. Mientras los filetes que había comprado se hacían en la parrilla del jardín trasero, preparó la ensalada. También había puesto la mesa y abierto la botella de vino que había comprado para celebrar la ocasión. Todo estaba preparado para que pudieran tener una agradable cena mientras les contaba su plan.

Cuando llegaron, Tom y Jeanette alabaron sus esfuerzos con la comida. Animado por su reacción, se puso a explicarles lo que había decidido hacer. No le gustó la expresión de su primo, pero eso no lo desanimó. Cuando terminó de contárselo, contuvo el aliento hasta saber qué le decían.

—¿Estás loco? —le preguntó su primo.

Tom había tenido la misma reacción que habría esperado de su padre y eso le decepcionó un poco. Había tenido la esperanza de que su primo fuera a apoyarlo más.

Jeanette, sin embargo, lo miró sonriente.

—Creo que es una idea buenísima, justo lo que necesita este pueblo.

—¿Por qué crees que Serenity necesita una emisora de radio? —preguntó Tom con el ceño fruncido.

—Tú mismo me lo dijiste. ¿Recuerdas aquel huracán? Pensamos que se dirigía directamente al pueblo y me comentaste que necesitábamos un medio de comunicación local que pudiera informar a toda la población en casos de emergencia.

Tom no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Eso es distinto.

—¿Por qué? —preguntó Jeanette.

—Porque me refería a que alguien debería haber tomado esa iniciativa, no esperaba que mi propio primo viniera y se gastara todo su dinero de una manera tan poco inteligente.

—¿Por qué crees que una emisora de radio no podría ser un negocio rentable en Serenity? —le preguntó Travis—. No tendría competencia y podría conseguir toda la publicidad de los negocios locales.

—¿Es que no lo has oído? Estamos en mitad de una grave crisis financiera. Las empresas del pueblo no tienen dinero para gastarse en publicidad, ya tienen bastante con intentar mantenerse a flote y no tener que cerrar.

—Por eso precisamente necesitan anunciarse —intervino Jeanette—. Además, ¿desde cuándo te has vuelto tan pesimista y negativo respecto a Serenity?

—Sólo trato de ser realista, no tengo nada en contra de este pueblo —protestó Tom—. ¿Por qué querrías quedarte aquí cuando podrías vivir en cualquier sitio?

—¿Por qué no iba a hacerlo? —repuso Travis—. Tú hiciste lo mismo. De hecho, tuviste la oportunidad de mudarte a Charleston y decidiste quedarte aquí.

Tom miró su esposa. Aunque estaba enfadado, no podía ocultar cuánto la quería.

—Para mí fue distinto. Alguien me convenció de que sería buena idea que me quedara...

—No me eches a mí la culpa —protestó Jeannette—. Cuando la gente supo que cabía la posibilidad de que te fueras del pueblo, intentaron convencerte por todos los medios. Consiguieron con sus halagos que te quedaras. No creo que fuera su salario como concejal de Serenity ni mis muchos encantos.

Tom se encogió de hombros.

—De acuerdo, de acuerdo. Me atraía la idea de consolidar la base financiera de la ciudad. Era todo un reto —admitió Tom—. Me di cuenta de que no podía irme sin terminar el trabajo que me había traído al pueblo.

—Es exactamente lo que estoy tratando de encontrar —le dijo Travis entonces con firmeza—. Un reto y un lugar donde de verdad pueda contribuir a mejorar las cosas.

—Entonces, creo que has tenido una idea estupenda —le dijo Jeanette—. Te encanta hablar y, con esa voz tan grave y sensual que tienes, conseguirás que mucha gente te escuche. Al menos todas las mujeres de Serenity. Sobre todo si presentas un programa nocturno.

Sus palabras hicieron que Tom la mirara con el ceño fruncido una vez más. Ella se limitó a sonreír.

—Por si no lo sabías, la gente ha empezado a hablar de ti en Wharton’s. Cuando volví hoy al trabajo, Annie me preguntó si sabía quién era el forastero que había estado acudiendo al restaurante estos últimos días. Me sugirió que quizás Tom debería convencer al jefe de la policía local para que te investigara.

Travis se echó a reír al oírlo, pero a Tom no le hizo ninguna gracia.

—¿Qué has estado haciendo para que la gente sugiera algo así?

—Por lo visto, ha estado coqueteando con Sarah —repuso Jeanette sin poder ocultar cuánto le divertía aquello—. Y ahora Annie trata de averiguar quién eres. Esquivé sus preguntas como pude, sé que valoras mucho tu intimidad. Pero Annie no va a parar hasta que descubra la verdad.

—¿Quién es Annie? —preguntó Travis.

—Una de las mejores amigas de Sarah. Que además está casada con Tyler Townsend.

—¿El lanzador de los Braves? Ese tipo es muy bueno.

—¿Por qué no hablamos después de Tyler Townsend y de tus coqueteos? De momento, lo que más me interesa es quitarte de la cabeza esa absurda idea de la emisora.

—A mí me gusta, creo que le iría muy bien —repuso Jeanette.

—¿Y quién va a hacer los programas durante todo el día?

—Podría contratar a alguien —contestó Travis.

—¿Crees que vas a encontrar decenas de locutores en Serenity? —preguntó Tom con incredulidad.

—No lo sabremos hasta que ponga un anuncio en el periódico —dijo ella—. Como parece que me vas a llevar la contraria en todo, será mejor que os deje solos para que sigáis discutiendo. Yo me voy a la cama, mañana tengo una reunión muy temprano en el gimnasio.

Le dio a su marido un beso que consiguió que Travis los envidiara. Sin saber por qué, pensó en cierta camarera y se dio cuenta de que no era una buena señal.

Su vida estaba dando un giro de ciento ochenta grados, en todos los sentidos, y no sabía si estaba preparado para tantos retos.

2

Sarah estuvo nerviosa todo el sábado. Walter iba a llegar en cualquier momento desde Alabama para ver a los niños, al menos para ver a su hijo Tommy, y era la primera vez que lo hacía desde que empezara a trabajar en el restaurante. Imaginaba que su ex marido no tardaría en decirle lo que pensaba de ese trabajo. No era el tipo de carrera profesional con el que se sintieran cómodos los Price. Además, Grace le había llamado esa mañana para que hiciera dos turnos ese día, así que no iba estar en casa para contárselo ella misma. Sería la canguro de los niños o Raylene quien le diera la noticia.

No sabía si Walter reaccionaría con indiferencia o si se presentaría en el restaurante para recordarle cuál era su sitio. Esperaba que no hiciera una escena.

Estaba terminando de recoger las mesas después de la hora del desayuno, cuando vio el lujoso todoterreno de Walter frente al restaurante. Suspiró y se preparó para lo que estaba a punto de pasar.

No le sorprendió que sacara a Tommy de la parte de atrás del coche, lo que no esperaba era que apareciera también con la niña. No solía llevarla a ningún sitio y se excusaba diciendo que no sabía cómo tratar a los bebés. Era un razonamiento que no iba a poder seguir usando. Libby estaba a punto de cumplir dos años. Imaginó que su amiga Raylene tenía algo que ver en aquello. Aunque los abusos de su marido la habían cambiado y la habían convertido en una mujer temerosa y desconfiada, no le costaba luchar con uñas y dientes para defender a los que le importaban. Imaginó que habría salido de su escondite para avergonzar a Walter y convencerlo de que, si quería ir a algún sitio con Tommy, también debía llevar a su hija.

—Mamá, papá ha dicho que podemos tomar tortitas para desayunar —anunció Tommy nada más entrar—. ¿Nos dejas?

—Como queráis —repuso ella mientras miraba a su ex marido.

Walter trataba de andar al paso de Libby. Desde que aprendiera andar, la pequeña defendía su independencia y no le gustaba que la llevaran en brazos.

—No esperaba veros por aquí —le dijo a Walter.

—Yo tampoco esperaba verte trabajando en un sitio como éste —repuso Walter mientras se sentaba con los niños—. Por cierto, creo que deberíamos hablar de ello.

—Ahora estoy trabajando —repuso con firmeza—. ¿Qué vais a tomar?

—Yo quiero café —repuso él—. Y, para los niños... Supongo que leche. Tommy, tú querías tortitas, ¿verdad?

—¡Sí! ¡Muchas! —contestó Tommy. —Bueno, empezaremos con una y ya veremos —le dijo Sarah—. Libby, ¿tú también quieres una tortita?

—Pero si no se la va a comer, seguro que se limita a jugar con ella y a ensuciarse —protestó Walter.

—No lo hará si se la cortas en trocitos. Ahora traigo las bebidas.

Se fue a la cocina antes de que su ex marido pudiera protestar. No entendía por qué llevaba a los niños al restaurante si tanto le preocupaba que se mancharan. No se lo preguntó porque ya lo sabía. Walter había ido para poder decirle lo que pensaba de su nuevo trabajo.

—Siéntate para que podamos hablar, ¿de acuerdo? No hay más clientes —le dijo Walter cuando volvió con las bebidas.

—No, ahora está tranquilo, pero pronto se llenará y tengo que preparar las mesas para el almuerzo —le dijo ella—. Hablaremos después de las comidas si tengo tiempo.

Grace salió en ese momento de la cocina. Reconoció a sus hijos al instante e imaginó que habría deducido quién era el hombre que los acompañaba.

—Tómate un descanso —le dijo su jefa—. Yo puedo terminar de preparar las mesas.

—No tienes por qué hacerlo —protestó ella—. Llevas toda la mañana trabajando. Eres tú la que debería estar tomándose un descanso.

—No pasa nada. Llevo toda la vida trabajando en el restaurante. Estoy acostumbrada. Voy a traerte un vaso de té frío —le dijo Grace.

Viendo que tenía la batalla perdida, suspiró y se sentó. No había mucho espacio alrededor de la mesa y estaba más cerca de su ex marido de lo que le habría gustado. De mala gana, lo miró a los ojos. Apenas recordaba cómo podía haber estado enamorada de ese hombre.

—¿No querías hablar conmigo? Ésta es tu oportunidad.

—Lo que quiero saber es si has aceptado este trabajo sólo para avergonzarme —le dijo Walter con frialdad.

Su jefa, que estaba limpiando una mesa cerca de allí, escuchó lo que acababa de decir y se giró para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Y no te da vergüenza a ti sugerir algo así? — repuso ella—. Lo que yo haga o deje de hacer en Serenity no tiene nada que ver contigo ni con tu familia. A lo mejor se te ha olvidado, pero ya no estamos casados.

—Pero si trabajas de camarera, la gente va a pensar que no te paso dinero suficiente para los niños — le dijo él.

Era típico de Walter interpretar las cosas de ese modo.

—Si trabajo, de camarera o de cualquier otra cosa, es porque quiero hacerlo y contribuir al bienestar de mi familia.

—Entonces, ¿por qué no te dedicas a la enseñanza? ¿No era eso lo que querías hacer? Recuerdo cómo me echabas en cara a menudo que habías echado a perder tus estudios universitarios.

—Estamos en primavera, el año escolar está a punto de terminar —le dijo ella perdiendo la paciencia—. Ya he presentado mi currículum para el año que viene, pero es demasiado pronto para saber si tienen un puesto para mí.

—¿Y por qué no esperas hasta entonces antes de aceptar un trabajo como éste?

—¿Es que no te acuerdas de lo que hacía cuando nos conocimos en la universidad?

—Sí, trabajabas de camarera, pero eso era distinto. Éramos jóvenes.

—Nada ha cambiado, sigue siendo un trabajo respetable y no tengo nada de lo que avergonzarme —le recordó ella—. Entonces no eras tan elitista como ahora, Walter. De hecho, no pareció molestarte que te dejara irte del restaurante sin pagar tu hamburguesa. Ahora que vives a la sombra de tu familia te has convertido en un hombre incapaz de apreciar el valor del trabajo bien hecho, por duro que éste sea.

Durante sus años de matrimonio, Walter había cambiado tanto que el hombre del que ella se había enamorado, independiente, cariñoso y divertido, había terminado por desaparecer. No había dejado de criticarla, sobre todo durante el último año. Y sabía que sus palabras eran un reflejo de lo que pensaban de ella sus padres. No creían que fuera lo bastante buena para él.

—De acuerdo, como quieras. Es que no me gusta verte trabajando tan duro cuando no lo necesitas. Antes no dabas a basto con el trabajo de la casa y el cuidado de los niños. Ahora, me imagino que harán lo que les venga en gana porque estarás demasiado cansada después del trabajo para educarlos como deberías.

—Gracias por preocuparte tanto, pero nos va muy bien —repuso ella con sarcasmo.

—Pues no tienes buen aspecto.

—Muchas gracias —contestó ella forzando una sonrisa.

Se mordió la lengua para no morder el anzuelo. Había aprendido que no le merecía la pena discutir con él, sobre todo frente a los niños. Miró entonces a su hijo.

—¿Qué vais a hacer hoy con papá?

—Papá y yo vamos a jugar al béisbol —le dijo Tommy entusiasmado—. ¿Verdad, papá?

—Así es —repuso Walter mirando con cariño a su hijo.

Sabía que quería mucho al pequeño. Se parecían y tenían una personalidad parecida. Cada vez que veía esa sonrisa en la cara de su hijo, recordaba al hombre del que se había enamorado y con el que se había casado, ése que parecía haber dejado de existir.

—¿Y Libby? —preguntó ella.

—Yo también —exclamó la pequeña mirando con adoración a su padre.

—Seguro que lo pasáis fenomenal —intervino Sarah.

—Sí, claro… —repuso Walter de mala gana.

Miró a su ex marido con el ceño fruncido y él tuvo la decencia de parecer algo avergonzado por su actitud.

—¿Quién sabe? Puede que llegue a ser la primera jugadora profesional de béisbol de este estado —dijo Walter mientras acariciaba el pelo de su hija.

«Sobre mi cadáver», pensó ella. Le parecía una idea ridícula. Pero, para una vez que Walter se mostraba algo orgulloso de su hija, no quiso llevarle la contraria.

Grace llegó entonces con las tortitas de los niños. Poco a poco, el restaurante iba llenándose de gente.

—Bueno, tengo que seguir trabajando —dijo Sarah.

Walter la miró angustiado. Libby estaba llorando porque quería más jarabe de arce en sus tortitas.

—Me abandonas en el peor momento —gruñó su ex marido al ver que se levantaba.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, había algo de humor en sus palabras. Se le encogió el corazón. Recordó entonces al Walter Price del que se había enamorado. Además de su atractivo, había sido su sentido del humor lo que había conseguido cautivarla.

Pero después de la boda, la presión de sus padres había sido tal, que había cambiado por completo.

Cuando Travis llegó a Wharton’s el sábado, se dio cuenta de que Sarah se movía como un robot. Se acercó a su mesa para preguntarle qué quería comer y ni siquiera lo miró a los ojos. Tampoco le respondió cuando halagó su aspecto.

Se acercaba a las mesas con comida, entraba y salía de la cocina y preparaba las cuentas de los clientes, pero algo era distinto ese día. Ni charlaba con la gente ni parecía consciente de lo que pasaba a su alrededor. Era como si estuviera a miles de kilómetros de allí, en algún lugar muy triste.

Cuando llegó a su mesa con un bocadillo de atún en vez de la ensalada de pollo que le había pedido, atrapó su mano antes de que pudiera alejarse de nuevo.

—Un momento, preciosa. Te pedí una ensalada de pollo —le dijo.

Sarah apartó rápidamente la mano y miró la comida que acababa de servirle.

—Lo siento mucho, no sé dónde tengo hoy la cabeza —repuso sonrojándose.

—Ya me pareció que estabas distraída —repuso él midiendo sus palabras para no molestarla—. ¿Pasa algo?

—No, nada. Me he equivocado, es un fallo sin importancia.

—Es el primero que te veo cometer.

—Si tú supieras… —repuso ella—. Ensalada de pollo. Ahora mismo vuelvo. Decidió que era mejor dejar que se fuera. Volvería a intentarlo cuando regresara con su comida.

—¿Sabes qué estaba pensando ahora mismo? —le dijo cuando la vio de nuevo—. Que echo mucho de menos tu sonrisa.

La camarera lo miró con el ceño fruncido, como si no creyera sus palabras.

—Es la verdad —le aseguró—. Esa sonrisa tan alegre es una de las razones por las que vengo aquí. Haces que la gente se sienta a gusto en el restaurante.

—Lo siento, esa sonrisa no está hoy en el menú.

—¿Por algo en concreto?

Parecía cada vez más molesta con sus preguntas.

—¿Por qué sigues insistiendo? Todo el mundo tiene derecho a tener un día malo, ¿no?

—Es que me molesta ver a una mujer triste.

—¿Y qué haces cuando ves a una? ¿Sientes el impulso de acudir en su rescate como si fueras un caballero andante?

No pudo evitar sonreír.

—Algo así.

—Termina la comida, caballero andante. Estoy muy ocupada —repuso ella.

Seguía mostrándose fría, pero vio que trataba de contener una sonrisa.

—¿De verdad estás ocupada? —preguntó él mientras miraba a su alrededor.

Era el único cliente que quedaba en el restaurante.

Sarah pareció darse cuenta entonces de que ya no había nadie más. —Espero que la gente no se haya ido sin pagar — le dijo él fingiendo preocupación. Consiguió entonces que sonriera, aunque estaba claro que no tenía un buen día. —Y si lo han hecho, ¿vas a pagar tú sus cuentas? Después de todo, así conseguirías que sonriera.

—Por supuesto —repuso él—. Si así consigo que te sientas mejor... También hay otra opción. Puedes sentarte conmigo unos minutos y contarme lo que te pasa.

—¿Qué te lo cuente a ti? ¿A un desconocido?

—Bueno, no puedes considerarme un desconocido. Llevo ya unos días viniendo al restaurante, pensaba que ya nos íbamos conociendo.

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Pero yo sí sé que te llamas Sarah. Mi nombre es Travis McDonald —anunció mientras le ofrecía su mano.

Como era una mujer educada, lo saludó, pero soltó rápidamente su mano.

—¿McDonald? —repitió con el ceño fruncido—. ¿Eres familia de Tom?

—Es mi primo —admitió él con una sonrisa—. ¿Ves? Ya somos prácticamente viejos conocidos. Puedes contarme cualquier cosa.

—Pensaba que a los hombres no les gustaba escuchar los problemas de las mujeres —le dijo ella con suspicacia.

—¿Cómo? Pero si es la mejor manera de conocer a una mujer. Si no la escuchas para saber qué es lo que le preocupa, ¿cómo vas a saber qué es lo que le hace feliz?

—¿Es eso a lo que te dedicas? ¿A hacer felices a las mujeres?

Rió con ganas al escuchar su pícara pregunta.

—No en la manera en la que estás pensando, preciosa. Aunque supongo que podríamos llegar a algún acuerdo en ese terreno...

Sarah lo miró confusa, como si estuviera intentando decidir si le hablaba en serio, pero no tardó en echarse a reír.

—Eres un descarado.

—Ése es uno de los adjetivos que más usan para describirme —admitió él—. Siéntate y te diré cuáles son los otros.

—Pero creía que querías que habláramos de mí — repuso la camarera fingiendo desilusión.

Consiguió que riera de nuevo.

—Como quieras.

—Lo siento, pero estoy ocupada. Aunque no haya clientes, tengo que terminar de recoger el restaurante para poder volver cuanto antes a casa, con mis hijos. Su padre se ha vuelto a Alabama esta tarde y seguro que están muy tristes.

—Estás divorciada.

—Sí. Tengo una niña que aún no ha cumplido los dos años y un niño de cuatro.

—No me extraña entonces que parezcas tan agobiada. Tienes una gran responsabilidad.

—¿Qué pasa? ¿Es que no te gustan los niños?

—Me encantan. Lo decía porque imagino que es muy difícil criar a dos niños tú sola. Mi madre tuvo que hacerlo con mis dos hermanas y conmigo. Mi padre no valía para ello. Sólo se le daban bien tres cosas: escribir cheques, perseguir a otras mujeres y acusarnos de estar arruinando nuestras vidas.

—Parece que no fue un buen modelo a seguir — repuso ella—. ¿Quieres ser como él? Desde luego, parece que se te da muy bien coquetear.

Le ofendió que lo comparara con su padre, pero no pudo enfadarse con ella. Sarah no podía saber cuánto le dolía un comentario así.

—Para mí, mi padre siempre ha sido un ejemplo a seguir —le dijo mientras la miraba los ojos—. Un ejemplo del tipo de hombre en el que nunca he querido convertirme.

Sarah hizo una mueca y se dio cuenta de que había puesto en sus palabras más intensidad de la que había querido.

—Me alegro por ti —repuso la joven—. Bueno, ha sido agradable hablar contigo, Travis McDonald.

—Lo mismo te digo, Sarah —repuso él con sinceridad.

La observó mientras se alejaba de la mesa. Aunque eran muchas las complicaciones, no podía dejar de pensar en ella. Esa mujer había conseguido fascinarlo.

Mary Vaughn Lewis no había sido más feliz en su vida. Cuando se casó con Sonny por primera vez, lo había hecho buscando estabilidad y seguridad. Era el hijo del alcalde y el propietario de un exitoso concesionario de coches. Tras la boda, había creído que nadie volvería a mirarla por encima del hombro ni a recordarle que no procedía de la familia más respetable del pueblo.

Se divorciaron porque Sonny se cansó de que ella no hiciera nada por conservar su matrimonio. O quizás porque se cansara de ver que sólo era un segundo plato, alguien con quien Mary Vaughn estaba porque no podía estar con Ronnie Sullivan. A pesar de que lo había intentado muchas veces, éste nunca le había prestado atención. No sabía muy bien qué había terminado por colmar la paciencia de Sonny, pero el divorcio había sido una gran sorpresa.

Nunca había imaginado que su marido pudiera llegar a dejarla. La adoración que Sonny había sentido por ella desde sus años en el instituto había sido la única constante en su vida, algo con lo que siempre había podido contar.

Había tenido que perderlo para darse cuenta de cuánto le importaba Sonny. Tras el divorcio, se había sentido atraída por él de una manera completamente distinta. Su relación, que nunca había sido demasiado apasionada, había cambiado por completo. Y, tras la reconciliación, se habían estado comportando como dos apasionados jóvenes. A pesar de que pasaban de los cuarenta, no podían estar separados durante mucho tiempo.

Pero su carrera como agente inmobiliaria se había visto resentida. Se dio cuenta de hasta qué punto había vuelto a enamorarse de Sonny cuando vio que prefería escaparse a casa una hora durante el día para hacer el amor con él antes que mostrar casas a sus clientes o cerrar un contrato de compraventa.

Por eso atendió en casa y casi sin aliento la llamada de Travis McDonald. El hombre quería que lo informara sobre casas en el centro.

—Tengo algunas propiedades que podrían interesarle —le dijo—. ¿Cuándo puede ir a verlas?

—¿Le parece bien esta tarde? —repuso el hombre—. Podría estar allí en media hora.

—Muy bien, nos vemos entonces.

Sonrió al ver que Sonny fruncía el ceño.

—Necesito cinco minutos para vestirme y cinco para llegar al centro. ¿Qué te parece? ¿te ves capaz? —le sugirió a su marido con una pícara sonrisa. —¿Acaso lo dudas? —repuso Sonny mientras iba hacia ella.

Media hora más tarde, algo despeinada y sonrojada, aparcó su coche y vio que no había llegado tarde. Esos días, Sonny nunca la decepcionaba.

A finales de mayo, en Wharton’s sólo se hablaba de quién habría comprado una de las casas de la calle Azalea. Estaba frente al ayuntamiento y muy cerca del propio restaurante.

La propiedad había sido una pequeña tienda. Pero, desde que cerrara el establecimiento, había estado varios años vacía. El ventanal de la fachada había estado todo este tiempo cubierto con un papel amarillento. La puerta, que había sido verde, necesitaba unas cuantas manos de pintura y el toldo que cubría el porche estaba raído, viejo y sucio.

Nadie había sido capaz de sacarle a Mary Vaughn información sobre el nuevo propietario.

—Lo siento, he prometido no decir nada —le dijo a Sarah y a Grace una mañana cuando la interrogaron mientras se tomaba un café en Wharton’s.

—Antes, esas promesas no te detenían —gruñó Grace enfadada.

—El comprador me ha pagado para que no diga nada. Supongo que todos tenemos un precio.

—Bueno, sea quien sea, no debe de tener mucha idea de los negocios. De otro modo, estaría encantado de que la gente comenzara a hablar de su tienda —le dijo Grace.

—¿Por qué no hablamos de otra cosa? Espero que Rory Sue decida volver a Serenity. Así, podría reunir-se con Annie, Raylene y contigo, Sarah. Si ve que hay otras jóvenes de su edad, se planteará la posibilidad de instalarse aquí, en vez de irse a Charleston. A Sonny y a mí nos aterra la idea de tenerla tan lejos. Y a su abuelo le pasa lo mismo.

Sarah no entendía por qué estaba tan preocupada. Charleston no estaba al otro lado del mundo. Pero decidió no decírselo a la angustiada madre.

—Nos encantaría verla —repuso Sarah con poca sinceridad.

Rory Sue siempre las había mirado por encima del hombro. Nunca habían sido amigas.

—Estupendo, me encargaré de que se ponga en contacto con vosotras —le prometió Mary Vaughn mientras se levantaba para salir del restaurante.

—No vuelvas por aquí hasta que tengas algo que contarnos —le dijo Grace.

—Tarde o temprano, nos enteraremos de quién lo ha comprado —le recordó Sarah.

—Eso no me consuela. Todo mundo sabe que me entero de todo antes que nadie. No entiendo por qué el dueño no quiere hablar de la tienda, a no ser que sea un de esos establecimientos donde venden juguetes sexuales y cosas así —repuso Grace pensativa—. A lo mejor tienen películas pornográficas, aunque creo que tenemos una ordenanza municipal que lo prohíbe... Debe de ser algo así... Si no, ¿por qué iba el dueño a querer mantenerlo en secreto?

No se echó a reír porque sabía que Grace hablaba en serio.

—No creo que ese tipo de tienda tenga mucho éxito en Serenity —le dijo Sarah conteniendo la risa—. Además, yo no la pondría en la plaza principal, donde más escándalo puede causar.

—No todo mundo tiene tanto sentido común como tú. Habla con Jeannette, a ver qué sabe de ella. Después de todo, está casada con uno de los concejales. Tom está enterado de todo lo que pasa aquí.

—Supongo que tienes razón —asintió Sarah—. Se lo preguntaré después, cuando me pase por el centro de salud integral.