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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 SKDennison, Inc.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deuda de honor, n.º 1238 - noviembre 2015

Título original: At the Tycoon’s Command

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7361-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–¿Que ha hecho qué?

Atónito, Jared Stevens bajó los pies del escritorio y se levantó de un salto.

–Rompió la carta y me la tiró a la cara. Y luego me dijo literalmente: «antes de que yo le pague un centavo a la familia Stevens se congelará el infierno». Y también dijo que cualquier deuda que su padre tuviera con la compañía Stevens murió con él –explicó Gran Collins con expresión contrita.

–¿Y quién se cree que es? –exclamó Jared, furioso, pasándose una mano por el pelo–. Quiero que... no, déjalo, yo me encargaré de ella personalmente.

En cuanto su abogado se marchó, Jared se sirvió una taza de café. Después, tomó un archivo del armario, estudió el contenido un momento y cerró los ojos. No tenía ni tiempo ni paciencia para estudiar una transacción comercial entre su padre y Paul Donaldson.

La disputa Stevens-Donaldson duraba ya tres generaciones. Estaba cansado de ella y le daba igual quién la empezó o por qué. No tenía interés en prolongar el asunto con la hija de Donaldson. Solo quería que se hiciese cargo del último pagaré de veinte mil dólares para cerrar el tema. Era un asunto de negocios, nada personal.

Jared tomó un sorbo de café. No conocía personalmente a Kimbra Donaldson, pero aparentemente iba a tener que batallar con ella quisiera o no.

Eran las cuatro y media de la tarde. La casa de los Donaldson estaba solo a un kilómetro de la finca familiar donde Jared solía pasar parte del verano desde que tomó las riendas de la empresa, aunque mantenía un dúplex en San Francisco, donde vivía el resto del año.

La finca hacía las veces de oficina durante unos meses cuando se retiraba a Otter Crest, en el norte de California, intentando escapar de la congestionada urbe.

Jared dejó escapar un suspiro. El tema del pagaré tenía que quedar resuelto lo antes posible para dejarlo atrás y poder dedicarse a sus asuntos. Y eso incluía la cita que tenía aquella noche con la tremenda pelirroja que conoció unos días antes en una fiesta. Tardaría casi una hora en llegar a San Francisco, pero merecía la pena.

Aunque antes tenía que quitarse de en medio el asunto Donaldson. Jared guardó el archivo en un maletín, tomó las llaves del coche y salió del despacho.

Kimbra Donaldson había sido compañera de clase de su hermanastro Terry. La madre de Terry fue la segunda de las seis esposas que tuvo su padre, Ron Stevens. Además de numerosas amantes. Y, para Jared, era una suerte que su padre no hubiera tenido más hijos.

Cuando él se marchó de Otter Crest a los dieciocho años para ir a la universidad, Terry y Kimbra tenían diez y estaban en primaria. Eso fue veinte años atrás.

La opinión que Terry tenía de Kimbra Donaldson no era muy halagadora, pero Jared no le daba demasiado crédito. No se llevaba bien con Terry, que era un problema para él desde que, tras la muerte de su padre, heredó la tarea de controlar a su irresponsable hermanastro.

Además de esa tarea, también había heredado la compañía Stevens. Fue como un jarro de agua fría para su vida social y, al mismo tiempo, un reto estimulante para alguien que iba por la vida sin un propósito claro.

Jared estaba atravesando una calle flanqueada por árboles, buscando el número de la casa donde Paul Donaldson había vivido durante casi cuarenta años. Cuando lo encontró y detuvo el coche experimentó una sensación rara en la boca del estómago.

Nunca había tratado con una mujer de tanto carácter como para romper una carta en la cara de su abogado. Todas las mujeres que conocía eran más bien objetos decorativos, divertidas y siempre dispuestas a pasar un buen rato. Y conocía muchas; mujeres dispuestas a abrazar su filosofía de vivir sin ataduras ni compromisos.

Entonces vio que se movía una cortina. Alguien estaba observándolo desde la casa. Jared respiró profundamente. No podía evitar la confrontación. Tenía que resolver aquel asunto para poder ir a San Francisco a reunirse con la pelirroja.

Kim Donaldson estaba mirándolo desde el interior de la casa. No reconocía aquel Porsche plateado. Y cuando vio al ocupante del coche, se le hizo un nudo en la garganta.

Jared Stevens en persona.

Se había dejado llevar por la furia unas horas antes, diciéndole cosas a su abogado que quizá no debería haber dicho.

«De verdad, Kim, ¿cuándo vas a aprender a mantener la boca cerrada?»

No había predicho que su bronca con el abogado tendría consecuencias tan rápidas.

Kim respiró profundamente. No conocía a Jared Stevens en persona, pero lo había visto algunas veces cuando estaba en Otter Crest. Y recordaba una ocasión en particular. Ella iba al instituto entonces. Estaba observando un partido de fútbol en el parque y se fijó en uno de los jugadores, que iba en camiseta y pantalón corto. La atracción física fue como un relámpago.

Se había quedado colgada de aquel chico tan guapo sin saber quién era. Su imagen quedó grabada en la memoria de Kim desde entonces... las largas y bronceadas piernas, los hombros anchos, los bíceps. Más tarde se enteró de que el hombre de sus sueños era Jared Stevens, el hermano de Terry, al que todos describían como un play boy.

Inmediatamente decidió olvidarse de él. Sus familias llevaban generaciones peleándose y no había razón para creer que Jared fuese diferente de su hermano, que era un completo imbécil, pero la imagen se quedó con ella durante años.

Kim lo observó salir del coche con el maletín en la mano. Los vaqueros y las zapatillas de deporte eran engañosos; a pesar del informal atuendo, Jared Stevens era el presidente de una empresa multimillonaria.

¿Debía fingir que no estaba en casa?, se preguntó. No, eso no serviría de nada. Tenía que enfrentarse con él para repetir lo que le había dicho al abogado. No tenía intención de pagar un solo centavo de aquella deuda. Además, no podría conseguir veinte mil dólares por mucho que quisiera.

El sonido del timbre la sobresaltó. Y tuvo que hacer un esfuerzo para abrir la puerta aparentando tranquilidad.

–¿Kimbra Donaldson?

Su voz la hizo sentir un escalofrío. Era tan masculina, tan sexy como él. Los años que habían pasado desde que lo vio jugando al fútbol en el parque solo sirvieron para incrementar su atractivo. Y sus ojos... no sabía que fueran de un verde tan intenso. Eran el tipo de ojos que parecían llegar al interior de una persona para descubrir sus más escondidos secretos. Resultaba fácil entender por qué tantas mujeres hacían cola para estar con él.

Kim intentó apartar aquellos pensamientos... y la extraña sensación que experimentaba al mirarlo a los ojos.

–Sí, soy Kim Donaldson.

«Cálmate, respira profundamente», se dijo.

Pero esas instrucciones no valieron de nada cuando él la miró de arriba abajo. En los ojos verdes había una mirada de descarada admiración que la hizo sentirse desnuda, vulnerable... y que, al mismo tiempo, prometía placeres increíbles.

Si hubiera sabido que iría a visitarla se habría quitado la camiseta y los pantalones de tenis. Y se habría puesto zapatos. Si llevase un pantalón largo quizá no tendría la impresión de que Jared Stevens estaba estudiando cada curva de su cuerpo.

–¿Prefiere que la llamen Kim?

–Sí.

–Yo soy Jared Stevens.

–Lo sé.

Él la miró, sorprendido.

–Esta mañana ha sido bastante grosera con mi abogado. De hecho, Grant me ha dicho que es la primera vez que alguien rompe una carta y se la tira a la cara. Me temo que es por eso por lo que he decidido venir a visitarla en persona –sonrió Jared, mostrando unos dientes perfectos y blanquísimos, en contraste con su bronceada piel–. Creo que tenemos que discutir este asunto.

Kim tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para mantener una semblanza de compostura.

–No tenemos nada que discutir.

–Yo creo que sí, señorita Donaldson. Tenemos muchas cosas que discutir.

El brillo de sus ojos la intimidaba tanto como la excitaba. Pero lo último que deseaba era parecer una tonta delante de Jared Stevens.

–¿Puedo entrar?

–Pues... –Kim vaciló un momento, pero después dio un paso atrás haciéndole un gesto para que entrase.

Tenía que controlar los nervios. Jared Stevens era un enemigo, no alguien cuya presencia la dejase reducida al papel de una adolescente.

Nerviosa, se pasó una mano por el pelo, apartándolo de su cara.

–No sé qué tenemos que discutir. Usted intenta que pague una deuda que no existe. Mi padre lo dejó bien claro. Y creo que es de muy mal gusto por su parte aparecer aquí solo un día después del funeral, como un buitre, para reclamar el pago de una deuda ficticia.

Jared la miró, con la cabeza ligeramente inclinada.

–Esa deuda debería haber sido pagada hace cinco años, señorita Donaldson. Si el acreedor fuese cualquier otra persona, ya la habría llevado a los tribunales.

–¡Si fuera una deuda legítima, mi padre la habría pagado!

Él sonrió. Su intento de hacerse la imposible no podía negar lo obvio: Kim Donaldson era una fiesta para los ojos. Desde aquella preciosa cara enmarcada por una corta melenita rubia, hasta el cuerpazo, que aceleraría el pulso de cualquier hombre.

Sin poder evitar una sonrisa, admiró la curva de sus pechos bajo la camiseta, las largas y bronceadas piernas, las uñas de los pies, pintadas de rojo...

Debía medir algo más de un metro setenta, mientras él medía un metro ochenta y cinco. La fiera determinación que hacía brillar sus ojos azules no disuadió los pensamientos eróticos que circulaban por la mente de Jared desde que aquella chica abrió la puerta.

Pero debía concentrarse en el espinoso tema que tenía entre manos.

–No sé de dónde saca la impresión de que la deuda no es legítima. Su padre firmó un pagaré por veinte mil dólares, que debían ser abonados dos años después de la firma. A cambio, consiguió el uso exclusivo de uno de nuestros almacenes. Que fuese un pagaré en lugar de un contrato de alquiler fue idea de su padre, algo que al mío le pareció bien. Poco después de que expirase el plazo, mi padre murió y todo ha estado un poco en el limbo hasta que yo me hice cargo de la empresa.

–¿Y?

Jared abrió el maletín para sacar una carpeta.

–Cuando me hice cargo de la empresa tuve que preocuparme de muchos asuntos importantes, incluyendo una necesaria reestructuración. Pasaron tres años antes de que alguien llamase mi atención sobre ese pagaré, señorita Donaldson. Durante los últimos años, mi abogado y su padre estuvieron discutiendo sobre el pago de la cantidad principal y los intereses.

Kim se cruzó de brazos, desafiante, pero la descripción del problema empezaba a hacerla sentir incómoda.

–El relato de mi padre sobre el asunto es muy diferente.

–Mi versión es un hecho y tengo la documentación que lo prueba –sonrió Jared–. Si tiene usted pruebas de lo contrario, le agradecería que me las mostrase.

Estaba demasiado seguro de sí mismo, pensó Kim. Ella nunca había visto documentación al respecto, solo tenía la versión de su padre.

¿Y si realmente le debían veinte mil dólares a la compañía Stevens? Más los intereses.

Nunca podría pagar esa deuda. Su padre no dejó mucho dinero en el testamento y la mayoría fue a parar a su funeral. En cuanto a las propiedades, tendría que venderlas para pagar lo que consideraba deudas legítimas. Y ella solo tenía ahorrados dos mil dólares.

Kim respiró profundamente. Jared Stevens solo estaba intentado asustarla, hacerla creer que tenía pruebas. Y ella no pensaba creerlo. Así era como los ricos y poderosos Stevens habían tratado a su familia durante generaciones.

–Si tiene pruebas, muéstremelas ahora mismo.

–Por supuesto –sonrió él, condescendiente. Y esa sonrisa decía a las claras que no estaba mintiendo.

Jared abrió la carpeta y sacó la copia de un pagaré por veinte mil dólares firmado ante notario.

A Kim le tembló la mano al ver la firma de su padre. Y cuando leyó los documentos y comprobó que todos eran legales se le hizo un nudo en el estómago.

–Yo... quiero que Gary Parker vea estos documentos.

–¿Es su abogado?

–Sí.

–Muy bien –dijo Jared, cerrando el maletín–. La llamaré dentro de un par de días para proceder al pago.

Kim lo observó entrar en el coche desde la ventana. Había sido una reunión muy incómoda. Tanto por lo que acababa de descubrir como por el nerviosismo que le causaba la proximidad de Jared Stevens.

¿Por qué su padre insistió en que esa deuda no existía cuando, evidentemente, había firmado un pagaré ante notario? Sabía que la deuda nunca fue pagada porque ella misma revisó sus cuentas.

Kim miró alrededor, intentando no desesperarse. Aquella era la casa en la que había crecido, en la que vivió hasta siete años antes, la casa donde el día anterior se habían reunido sus parientes para el funeral.

La repentina muerte de su padre a los cincuenta y cinco años había sido un trauma para ella. Siempre pensó que tenía buena salud. Él nunca le contó que tuviese problemas de corazón, pero la charla que mantuvo con el doctor Henry le había dicho otra cosa. Su padre sabía que estaba delicado, pero no quiso seguir los consejos del médico.

Kim miró de nuevo alrededor. Parecía como si hubiera pasado mucho tiempo desde que aceptó su primer trabajo como profesora de Literatura en San Francisco. Solo habían pasado siete años, pero fueron siete años llenos de experiencias.

En ese tiempo se ganó una buena reputación entre sus colegas por su dedicación al trabajo. Había sido votada dos veces como la profesora más popular del instituto...