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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Stella Bagwell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El anillo de la suerte, n.º 1310 - junio 2015

Título original: Because of the Ring

Publicada originalmente por Silhouette© Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6370-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Claudia Westfield consiguió sentarse en el coche sin derramarse encima el café caliente ni soltar los libros y papeles que llevaba bajo el brazo. Aún eran las seis y media, pero quería llegar pronto al trabajo. Los exámenes finales concluían aquella semana y le quedaba una montaña de pruebas por corregir y notas que calcular.

Estaba intentando dar marcha atrás con el coche cuando la cabeza empezó a darle vueltas vertiginosamente. Alarmada, ya que no recordaba haberse mareado nunca, Claudia apoyó la cabeza suavemente en su reposacabezas y cerró los ojos. En aquel momento el rostro de un hombre se dibujó contra el lienzo de sus párpados cerrados. La imagen era clara y precisa, y tan real que le hizo dar un salto en el asiento.

Desconcertada por la extraña visión, abrió los ojos y miró a su alrededor nerviosamente. Las aceras, su edificio de apartamentos y el cuidado césped de las casas vecinas parecían normales. Pero el rostro de aquel hombre había quedado grabado en su mente. Su cabello era moreno y ondulado, y sus ojos azul cobalto la miraban fijamente. Una sonrisa no exenta de sensualidad se dibujaba en sus labios, entre los que se entreveía una línea de dientes cuya blancura destacaba contra su piel bronceada.

—Oh, no. No —murmuró Claudia negando con la cabeza—. Estoy demasiado cansada. Demasiado cansada.

Tomó un sorbo de café. Estaba demasiado caliente, pero no importaba. La sensación era normal. Miró de nuevo a su alrededor, y aquel rostro había desaparecido. Todo parecía volver a ser normal.

Respiró hondo y cerró de nuevo los ojos lentamente. Una oleada de alivio inundó su cuerpo. El hombre del rostro sonriente ya no estaba allí. Salió marcha atrás del sendero que llevaba a su edificio y desapareció calle abajo.

Pero minutos después, cuando se sumergía en el denso tráfico de Fort Worth, se dio cuenta de que tenía las manos húmedas de sudor y de que estaba temblando de la cabeza a los pies. «Te estás volviendo loca, Claudia. Loca de atar».

A mediodía había conseguido arrinconar en su mente el incidente de la visión. O eso pensaba hasta que se reunió con su amiga Liz en la cafetería.

La jovial pelirroja, algo mayor que Claudia, era secretaria de uno de los subdirectores de la escuela, y eran buenas amigas desde que se habían conocido, dos años atrás. Mientras avanzaban lentamente en la cola del autoservicio, la expresión preocupada de Liz hizo a Claudia llevarse involuntariamente una mano a la garganta.

—¿Puedes decirme qué te pasa?

—¿A mí? Nada, ¿por qué?

—Pareces la novia de Frankenstein después de llevarse un susto de muerte —dijo Liz.

—¿Por qué? ¿Me han salido dos mechones de pelo blanco? —intentó bromear Claudia.

—No. Estás totalmente consumida.

—¿Tanto te sorprende? Estamos de exámenes finales, Liz. ¿Se te había olvidado?

—No te hagas la lista. A ti el trabajo no te agota. No sé cómo lo haces, pero siempre consigues sacar lo mejor de esos chicos.

Cuando por fin consiguieron su comida, las dos mujeres tomaron asiento en una mesa libre. Liz acometió decididamente su pollo guisado, pero al ver que Claudia había olvidado por completo su plato, le lanzó una mirada interrogante.

—Me ha pasado algo muy raro esta mañana, Liz —confesó Claudia con voz decidida—. Creo que estoy perdiendo la cabeza.

—¿Y quién no? —bromeó Liz.

—No, hablo en serio —insistió Claudia en voz baja—. Tengo alucinaciones. He tenido una visión de un hombre.

Liz se echó a reír.

—Me preocuparía más que no tuvieras visiones de hombres.

—No hablo de fantasías sexuales, Liz —murmuró Claudia mientras jugueteaba nerviosamente con el tenedor en su plato—. Era algo totalmente diferente. Una imagen clara y definida que apareció en mi mente de repente. Me mareé y... —vaciló un instante, como si le costase pronunciar aquellas palabras—. Apareció aquella cara.

—Ah. Te mareaste. Luego existe una causa física. Pudo ser el estrés. O algo hormonal. Quizá tu cuerpo intenta decirte que necesitas un hombre. ¿Lo reconociste de algo?

—No.

—Mmm. Es extraño. ¿Qué impresión te produjo?

—Liz, no intenté entablar una conversación con él —dijo Claudia molesta.

—¿Pero su imagen te atraía, o era alguien a quien no te gustaría nada tener cerca?

—Estaba demasiado desconcertada para pensar en algo así —respondió Claudia frunciendo el ceño reflexivamente—. Pero diría que era... bueno. No parecía malo... Pero esto es absurdo. Yo soy profesora de ciencias. Enseño a mis alumnos a buscar explicaciones lógicas. Y una visión también debe tenerla.

—Mira, Claudia —dijo Liz al cabo de un momento con una sonrisa comprensiva—. Un día de estos aprenderás que existen poderes espirituales o mágicos que influyen en nuestra vida, y que no se pueden analizar ni explicar en un laboratorio.

Claudia dejó escapar un suspiro exasperado.

—Liz, tú puedes creer lo que quieras. Yo seguiré buscando explicaciones en mi laboratorio. O en la consulta del médico.

 

 

Una semana más tarde Claudia salía de la consulta del médico sin una explicación clara de su primera visión, ni de las que se habían producido a lo largo de toda la semana. Su médico le había asegurado que no tenía ningún problema físico, y había insistido en que se tomase unas vacaciones para descansar de la tensión del trabajo. Y si las visiones seguían produciéndose, siempre podía consultar a un psiquiatra.

¡Un psiquiatra! ¿Realmente podía ser una enfermedad mental? Ella era una mujer normal, con una vida normal, se repitió. Simplemente se le aparecía de cuando en cuando el rostro de un hombre a quien no había visto en su vida. Y para empeorar las cosas, las imágenes cada vez eran más detalladas. El hombre parecía vestir una especie de uniforme con corbata. En alguna visión reconocía una franja de agua y una barca. También había una gran casona blanca con una galería en el piso superior. Pero nada de aquello tenía sentido para ella.

Claudia llegó a su casa y se sentó ante su ordenador decidida a seguir el consuelo del médico. Reservaría inmediatamente un billete de avión a Cancún. Quizá solo necesitase unos días de descanso.

«Lo que necesitas son unos días con un hombre, Claudia».

Aquellas palabras habían brotado de repente en su cerebro. Y sin saber por qué le habían recordado instintivamente a su abuela. ¿Ahora empezaba a oír voces, además de tener visiones?

Bajó la vista, y vio sus manos apoyadas sobre el teclado. En el dedo corazón de su mano derecha llevaba el anillo de ópalo de la abuela Betty Fay. Claudia lo observó como si fuera una extraña bacteria en un portaobjetos de laboratorio. En otros tiempos había pensado que aquel anillo la había llevado hasta Anthony, y lo había creído hasta tal punto que se había negado repetidas veces a romper su turbulenta relación. Había necesitado pruebas patentes de su infidelidad para tomar finalmente la decisión. Y para entonces ya era mucho el dolor y las humillaciones que había soportado.

Pero obviamente, era absurdo pensar que el anillo tenía nada que ver con sus visiones. Aquello equivalía a admitir que aquella joya poseía algún tipo de poder mágico, y ella no creía en esas cosas.

Sin embargo, la primera visión se había producido justo a la mañana siguiente de volver a ponerse el anillo. ¿Qué ocurriría si se lo quitaba? Quizá fuera esa la solución del problema, y no unas vacaciones en Cancún.

 

 

Una semana más tarde, Claudia saludó a Liz con una radiante sonrisa.

—Todo resuelto. Estoy curada. Se acabaron las visiones.

Había acudido a casa de su amiga para darse un baño en su piscina. Tras hacer varios largos, se sentaron en dos tumbonas a beber un refresco de limón.

—Bien, cuéntame —dijo Liz por fin—. ¿Cómo sabes que estás curada?

—Porque no he vuelto a ver a ese hombre... —Claudia, profundamente relajada, se estiró en su tumbona—. Desde que me quité el anillo de mi abuela, y eso fue hace una semana. Hasta ese momento se me aparecía todos los días.

—¿Quieres decir que al quitarte el anillo desaparecieron las visiones? Resulta difícil de creer, incluso para alguien con un espíritu tan poco científico como yo.

—Sé que suena extraño, pero los hechos son indiscutibles. Sin anillo, no hay visiones —dijo Claudia sonriente.

Tras un momento de silencio, Liz volvió a hablar.

—¿No sientes la menor curiosidad por saber qué relación tiene el anillo con las visiones? Hace dos semanas me decías que como profesora de ciencias buscabas explicaciones. ¿En este caso es diferente?

—No, pero... prefiero dejar las cosas así —dijo Claudia con la mirada perdida en los reflejos del agua de la piscina—. Las visiones eran... demasiado inquietantes. Había algo íntimo en ellas que me desconcertaba. He decidido que lo mejor es deshacerme del anillo. Hasta ahora no me ha traído más que problemas.

—¡Oh, no, Claudia! —exclamó Liz—. Es un precioso recuerdo de tu abuela. Y, además, sin él puede que nunca llegues a saber quién es ese hombre.

—¿Para qué? —exclamó Claudia—. Lo que quiero es olvidarlo.

—Cobarde.

—No soy ninguna cobarde.

—Demuéstralo.

 

 

San Antonio no era Cancún, pero sí el primer paso en la búsqueda del hombre que se había introducido en su cabeza desde que había vuelto a ponerse el ópalo de su abuela.

Desde la ventana de su habitación, en el tercer piso del hotel, podía ver el Paseo del Río. Hubiera deseado bajar a tomar un café helado a alguna de las terrazas junto al río, pero tenía que ir a hablar con un hombre al que nunca había visto. Y no sabía cómo iba a explicarle las razones que la habían impulsado a emprender aquella búsqueda, pero no estaba allí por gusto, y cuanto antes terminara con lo que tenía que hacer, mejor.

Encontró con facilidad el vetusto y señorial edificio de oficinas. Hayden Bedford era el propietario de una empresa de prospecciones petrolíferas y, por el aspecto de su sede, una empresa muy rentable.

Al parecer el señor Bedford conocía su negocio. Pero no conocía a Claudia Westfield y, por el tono de su secretaria cuando había llamado para concertar una entrevista con él, no debía tener ningún interés por conocerla, aunque finalmente había conseguido que aquella mujer le diera una cita.

Claudia tenía la boca seca y su corazón latía demasiado rápido, lo que no era normal en ella, una persona serena por naturaleza. Y las miradas desconfiadas y casi agrias de la secretaria del señor Bedford no contribuían a mejorar la situación.

«Maldita sea, abuela, y todo por culpa tu anillo».

—Señorita Westfield, el señor Bedford la está esperando —anunció la adusta secretaria.

Claudia se levantó decididamente, se alisó la falda y, tras dar unos suaves golpes en la pesada puerta de madera, entró en el despacho.

—Disculpe un momento. Me molesta la luz directa en la mesa.

La profunda voz masculina pertenecía al hombre que estaba en pie frente a la ventana, dándole la espalda. Estaba ajustando la persiana para impedir que entrase el sol de las cuatro de la tarde.

Claudia se quedó en el centro del despacho, esperando a que se diera la vuelta. Observó que no iba vestido como un hombre de negocios, sino más bien como un ranchero. Pantalones vaqueros almidonados y camisa blanca remangada hasta los codos. Su denso cabello moreno y ondulado indicaba que aún era joven, y su cuerpo grande y musculoso daba a entender que no siempre trabajaba sentado en un despacho.

—Así está mejor —dijo finalmente el señor Bedford mientras se volvía hacia ella.

Claudia pensó que iba a desmayarse. Las rodillas le temblaban y sentía un intenso zumbido en los oídos.

—Usted... —murmuró débilmente.

Sorprendido por su reacción, él rodeó el escritorio sin apartar los ojos de su pálido rostro.

—Soy Hayden Bedford. ¿Es usted la señorita Westfield?

—Sí, sí —dijo ella temblorosa tendiéndole la mano—. Lo siento. Pensará que estoy loca, pero... no esperaba reconocerlo.

Él tomó su mano y la sujetó con firmeza mientras sus ojos escrutaban el rostro de la joven.

Claudia sintió una corriente eléctrica que pasaba de los dedos de aquel hombre a los suyos. Tenía los mismos ojos azules que la visión, la misma mandíbula cuadrada, los pómulos angulosos. Contemplar aquel rostro al natural era increíble. Y aterrador.

—Creo que soy yo quien debe disculparse —dijo él—. Porque no recuerdo haberla visto nunca.

—No nos hemos visto nunca —repuso Claudia intentando tranquilizarse. Él no pudo reprimir una expresión de sorpresa—. Quiero decir... Estoy bastante segura de que no nos conocemos.

—¿Se encuentra bien, señorita Westfield? Está un poco pálida.

En realidad Hayden había visto cadáveres con más color en las mejillas. Pero a pesar de su palidez era una mujer atractiva, aunque no especialmente agraciada. Llevaba un vestido de tubo de lino blanco, y el cabello castaño claro recogido en la nuca con un prendedor blanco. Sus ojos también eran de un suave castaño claro y su tez lucía un sano bronceado. De repente se sintió intensamente atraído por ella.

—Estoy bien —dijo ella—. E intentaré no hacerle perder mucho tiempo, señor Bedford. Gracias por recibirme.

Él le indicó con un gesto la butaca de cuero que había frente a su escritorio.

—Siéntese. ¿Por qué no me cuenta para qué quería verme? Es evidente que no ha venido aquí para contratar un equipo de prospección.

—No, no me dedico al petróleo, señor Bedford —Claudia tenía la boca tan seca que le costaba hablar—. Estoy buscando a un hombre.

—¿No hay hombres disponibles en su ciudad, señorita Westfield? —preguntó él con una sonrisa. Claudia se irguió instintivamente.

—En Fort Worth hay hombres de sobra, gracias. Estoy buscando a un hombre en concreto.

—Me sorprende que su búsqueda la haya traído aquí —comentó él sin dejar de sonreír—. No sabía que figurase en ninguna lista de solteros.

La rabia reprimida hizo que el color empezara a reaparecer en las mejillas de Claudia.

—Yo tampoco, señor Bedford —dijo ella en tono ofendido—. Es más, no sé nada acerca de su estado civil. Lo encontré por un número. Un número pintado en un barco.

Él frunció el ceño, y Claudia se dio cuenta de que, como el hombre de su visión, no era exactamente agraciado, pero su rostro cincelado y su cuerpo fibroso exudaban una poderosa masculinidad.

—Reconozco que he tenido encuentros extraños con mujeres a lo largo de los años. Pero ninguna se tomó tantas molestias para conocerme.

—No he venido aquí a conocerlo —dijo Claudia con impaciencia.

—No ha venido a contratar mis servicios como prospector, ni tampoco para conocerme. En ese caso diría que me está haciendo perder el tiempo, señorita Westfield.

Claudia se levantó de un salto.

—Francamente, señor Bedford, sus suposiciones son de lo más insultante —dijo entre dientes, sorprendida por su arrebato de furia—. La única razón de que esté aquí es que el número de registro del barco está puesto a su nombre.

Él entrecerró los ojos y la observó con renovada curiosidad.

—¿De qué barco habla?

—No sé qué clase de barco es —respondió ella lanzando las manos al aire en un gesto exasperado—. Sólo sé que es un velero y que el nombre escrito en la proa era algo como Stardust o Skydust.

—Stardust —dijo él—. ¿Y por qué le interesa mi barco? No está en venta.

Claudia sostuvo la mirada de aquellos ojos azules e intentó no estremecerse.

—No me interesa comprar su barco. Pero es la única pista que tenía para empezar.

—¿Para empezar a qué? —inquirió él con cautela—. ¿A inmiscuirse en mis asuntos personales? ¿Trabaja para alguna compañía de seguros? Porque, de ser así, me encargaré de echarla de aquí personalmente.

Claudia descubrió horrorizada que estaba deseando abofetearle. Ella, una persona incapaz de pisar una araña, deseaba agredir a un ser humano.

—Soy profesora de ciencias en un instituto, y estoy aquí porque... Usted es el hombre que no puedo quitarme de la cabeza.