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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Anne Weale

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Nuevas oportunidades, n.º 1822 - mayo 2015

Título original: A Spanish Honeymoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6333-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

La mujer sin hombre es como el fuego sin leña

 

 

Algunas noches Liz no podía dormir. Los recuerdos, arrepentimientos, dudas, los deseos no satisfechos, la euforia de ser libre y el pánico de la imprudencia silbaban en su cerebro como los cohetes que los chicos lanzaban en las fiestas. Cuando esto ocurría se levantaba, se preparaba una infusión y, a menos que estuviera lloviendo, lo que casi nunca ocurría en ese clima tan bueno, subía a la terraza donde tendía la ropa y tomaba el sol.

Allí estaba una noche, observando las montañas del pequeño pueblo español de Valdecarrasca, cuando escuchó unos ruidos. Venían de la gran casa que tenía la entrada principal una calle más arriba. La vivienda se llamaba La Higuera, y desde sus ventanas se divisaban las terrazas de las casas más pequeñas. La Higuera había estado vacía desde que Liz llegó, seis meses atrás, y por eso había olvidado que algún día el propietario regresaría y su propia terraza no tendría la misma intimidad.

El primer indicio de que alguien había llegado fue el ruido de las persianas al subirse. La primera reacción de Liz fue levantarse de la tumbona, bajar corriendo las escaleras y meterse en la casa antes de que se dieran cuenta de su presencia. Se quedó en la cocina a oscuras, preguntándose si las persianas del piso superior se subirían igual que las de abajo. Tal vez no fuera Cameron Fielding, el propietario, quien había llegado. Le habían dicho que a veces prestaba la casa a sus amigos.

Para muchos extranjeros que vivían en el pueblo, Cameron Fielding era un nombre muy conocido. Liz nunca había oído hablar de él hasta que empezó a vivir en Valdecarrasca, pero lo que le contaron no le gustó.

Quien hubiera llegado a La Higuera debió de haberlo hecho sin avisar a Alicia, una corpulenta española a quien se le pagaba por vigilar la casa cuando estaba vacía y por limpiarla antes de que alguien la usara. Según se comentaba en el pueblo, se suponía que debía hacerlo una vez al mes, pero en realidad solo lo hacía un día o dos antes de que llegara el señor Fielding o alguno de sus invitados.

Pero parecía que esa vez la habían pillado desprevenida. Hasta donde Liz sabía, Alicia no había puesto un pie en la casa desde hacía meses, lo que significaba que todo debía de tener una espesa capa de polvo y olor a cerrado.

Alguien subió una de las persianas del piso superior. Era un hombre, pero estaba a contraluz y solo pudo ver que era alto y ancho de espaldas, con el cabello oscuro. De hecho, parecía un español. Entonces apareció una segunda persona, una mujer que lo abrazó por detrás. Él se volvió para devolverle el abrazo, inclinó la cabeza hacia la de la chica y se dieron un apasionado beso.

Aún se besaban cuando el hombre extendió una mano y las cortinas taparon la ventana, como si un sexto sentido le hubiera dicho que no tenían tanta intimidad como hubiera esperado en un pueblecito español a la una de la madrugada.

Liz se sintió culpable y echó las cortinas de la cocina, encendiendo después la luz. Se preparó otra infusión y se la llevó al dormitorio, con la intención de seguir leyendo un libro. Pero lo que había visto despertó todos los anhelos que hasta entonces se había esforzado en ocultar.

Sentía curiosidad por saber si el hombre de La Higuera era en realidad ese mujeriego cuyas hazañas amorosas siempre estaban en boca de todos. «Cada vez que viene se trae una novia diferente», había escuchado Liz. «No es precisamente guapo, pero sí terriblemente atractivo, y sin moral. Pero, al no estar casado, ¿se le puede culpar por aprovechar las oportunidades?». Ese era otro de los comentarios que recordaba.

La infancia y la adolescencia de Liz las había arruinado un hombre de la misma calaña que sí había estado casado, por eso ella tenía propensión a odiar a los mujeriegos. No tenía tiempo para la gente que pensaba que el sexo era un juego. Los despreciaba.

 

 

Al día siguiente se levantó temprano, como siempre. Mientras se lavaba los dientes pensó en su aspecto. Cuando llegó al pueblo estaba pálida y demacrada después de pasar un invierno frío y húmedo y de agarrar varios resfriados en el trayecto desde su casa en las afueras hasta su lugar de trabajo, en el centro de Londres. Pero ese día, aún después de una noche inquieta, tenía tres veces más vitalidad de la que nunca había tenido en Inglaterra. Nunca había sido una belleza. Los ojos de color azul oscuro y la piel ligeramente bronceada eran su mejor baza, pero también tenía una nariz desastrosa y una barbilla poco femenina.

Antes solía peinarse según la moda aunque adoptando una versión conservadora, pero en el pueblo, para ahorrar dinero, había decidido dejarse el cabello largo para poder recogérselo. Su color natural era castaño, pero tenía reflejos creados por ella misma frotándose algunos mechones con un limón partido por la mitad. Siempre tenía un limón a mano, gracias al limonero que crecía en el jardín de atrás.

Se duchó y se vistió con una camiseta blanca, una falda de algodón de color azul marino y zapatillas de deporte. Poco después se dirigía en coche al mercado que ponían una vez a la semana en un pueblo algo más grande, a unos cuantos kilómetros. Justo después de desayunar había decidido que pasaría media hora trabajando en el jardín cercado de La Higuera.

La antigua propietaria de la casa de Liz, una anciana inglesa llamada Beatrice Maybury, se había comprometido a cuidar el jardín mientras vivía allí, y Liz había ocupado su lugar. Siempre le había gustado la jardinería, y el sueldo que le pagaban por una hora de trabajo a la semana completaba sus limitados ingresos. Pero cuando aceptó hacerlo no sabía a quién pertenecía la casa. Beatrice nunca le había hablado de las tendencias depredadoras de Fielding.

Después de lo que pudo haber seguido a ese beso apasionado, no era probable que los habitantes de La Higuera se levantaran antes del mediodía. Liz decidió quitar la maleza y regar un poco antes de que se despertaran. Entró por una puerta en un lateral que llevaba al jardín «secreto» de la parte de atrás. La mayoría de las casas grandes no tenían jardines, solo patios. En Valdecarrasca, las casas que eran demasiado pequeñas para tener un patio disponían de un pequeño jardín. Pero el de La Higuera era del tamaño de una pista de tenis.

Estaba de rodillas junto a un muro revestido de hiedra cuando oyó la voz de un hombre.

–Hola… ¿quién es usted?

Sobresaltada, lanzó un pequeño grito e intentó mantener el equilibrio. El hombre la agarró del brazo para ayudarla a levantarse.

–Lo siento… No pretendía asustarla. Supongo que pensó que la casa aún estaba vacía. Volví anoche. Soy Cam Fielding, el propietario. ¿Y usted es…?

Ella había sabido quién era inmediatamente. Lo de «terriblemente atractivo» no era una exageración. Era sin lugar a dudas el hombre más atractivo que había conocido.

Por la noche había pensado que era un español porque tenía alguna de sus características: pestañas y cabello negros, piel bronceada y unos rasgos que indicaban ascendencia árabe. Pero aunque no todos los españoles tenían los ojos marrones, nunca había visto a uno que los tuviera del color del acero.

–Soy Liz Harris –dijo, consciente de que bajo el albornoz blanco él estaba completamente desnudo. Tenía el pelo húmedo. Seguramente se habría dado una ducha, habría bajado a hacer café y la habría visto por la ventana de la cocina.

–¿Es la hija de la señora Harris… o su nuera?

–Ninguna de las dos. Soy la señora Harris –dijo, deseando que le soltara el brazo para poder separarse un poco. Sentía que su magnetismo era muy fuerte.

Él arqueó una ceja.

–Esperaba que fuera mucho mayor. Cuando Beatrice Maybury me dijo que una viuda iba a comprar la casa, pensé que sería de la misma edad que ella. ¿Cuántos años tiene?

–Treinta y seis –contestó aliviada al ver que la soltaba y podía dar un paso atrás–. ¿Cuántos tiene usted?

–Treinta y nueve. ¿Su marido era mucho mayor que usted… o murió muy joven?

–Era un año mayor. Murió hace cuatro años –nunca había conocido a nadie que hiciera preguntas tan personales sin conocerla de nada. La mayoría de la gente evitaba mencionar cualquier cosa que tuviera que ver con su viudedad.

–¿Qué ocurrió?

–Se ahogó tratando de rescatar a un niño en el mar. No nadaba muy bien y los dos se perdieron –contestó con voz neutra. El heroísmo de Duncan todavía era un misterio para ella. Solía ser un hombre precavido que no corría ningún riesgo, y ese último acto de su vida no casaba con su carácter.

–Fue muy valiente. ¿Vivían en España cuando ocurrió?

–No, en Inglaterra. Solíamos venir a España con sus padres, que alquilaban un chalé para pasar el invierno. El hermano de Beatrice Maybury, a quien ella se ha ido a cuidar, conoce a mi suegro, y pensó que tal vez les gustaría comprar la casa. Vinimos a verla y a mis suegros no les gustó, pero a mí sí.

–¿Y qué tal lo lleva? ¿Trabaja en algo más a parte de cuidar el jardín?

–Soy diseñadora de moda, y normalmente trabajo para revistas femeninas. El trabajo lo puedo hacer en cualquier parte, gracias al correo electrónico.

La distrajo cierto movimiento en la terraza. La chica que había visto por la noche bajaba para unirse a ellos. También llevaba un albornoz, como Fielding, pero estaba diseñado para ser decorativo más que práctico. Estaba hecho de capas irregulares de gasa de los colores de la puesta del sol, y flotaba alrededor de la chica, que tenía una figura propia de una actriz de Hollywood.

–Cam… la nevera está vacía, no hay zumo de naranja –dijo lastimeramente bajando las escaleras.

–Ya lo sé. Esperaba que te levantaras más tarde –las presentó–: Señora Harris, esta es mi invitada, Fiona Lincoln. Fiona, esta es mi vecina. La señora Harris se ocupa de cuidar el jardín.

Liz se quitó el guante de la mano derecha y no se sorprendió al comprobar que Fiona le daba una mano lacia. Las mujeres glamorosas no solían dar un fuerte apretón de manos, por lo que Liz había podido comprobar. Tal vez pensaban que era poco femenino.

–Creí que tenías una criada que se ocupaba de todo –le dijo Fiona a Cam.

Liz se dio cuenta de que, aunque Fiona no se había vestido, estaba completamente maquillada.

–Hay una mujer que viene a limpiar, pero no parece que haya estado aquí últimamente. ¿La conoce usted, señora Harris? ¿Está enferma?

–Es una mujer que se llama Alicia, pero no solemos coincidir. Yo vengo normalmente antes de desayunar o por la tarde temprano, y supongo que ella viene a mediodía.

–Sé dónde vive, iré a verla. Ahora la dejaremos tranquila mientras nos organizamos un poco. La veré más tarde –mientras se volvían, Cam rodeó la cintura de la mujer y ella se apoyó en él.

Liz sintió un pinchazo de envidia. Lo habría dado todo por tener un hombre en su vida en quien poder apoyarse. Pero también sabía que una relación como la de Cameron y Fiona no era seria, y seguramente terminaría con indiferencia, igual que empezó. Eso no la satisfacía. Ella nunca podría tener un amante solo por el placer físico.

Mientras miraba a Cameron, Liz se preguntó cómo era posible que ciertos hombres como él y su padre fueran felices haciendo el amor con mujeres por las que no sentían ningún afecto. Para ella, la idea de irse a la cama con alguien a quien no amara era repugnante.

Se había casado muy joven y no había disfrutado de la libertad sexual que conoció su generación. Duncan había sido su primer novio y su único amante, y era bastante improbable que se casara otra vez. Pero, ¿quería casarse por segunda vez? El matrimonio era un gran riesgo. Suspiró y volvió a las plantas.

 

 

Después de comer, Liz salió a dar un paseo por los caminos que atravesaban los viñedos. Cuando llegó al pueblo unos meses atrás las uvas eran diminutas, y las había visto crecer hasta que estuvieron listas para recoger. En el camino de vuelta tomó un camino desde el que tenía una vista general de Valdecarrasca. Sobresalían la iglesia y la fila de cipreses del cementerio, donde los ataúdes se metían en nichos y se distinguían por las fotografías de sus ocupantes, así como por los nombres y fechas.

El resto de la tarde lo pasó trabajando en el diseño de un mantel y servilletas a juego para un artículo que se iba a publicar el siguiente verano. A las seis bajó para prepararse un gin-tonic y la ensalada que se comería a las siete. Todavía seguía llevando el horario al que siempre había estado acostumbrada.

Estaba a punto de partir un aguacate en dos cuando alguien llamó a la puerta. Para su sorpresa, vio que era Cameron Fielding.

–Espero no venir en un mal momento. ¿Tiene cinco minutos?

–Por supuesto. Pase.

Se apartó mientras él agachaba la cabeza para evitar golpearse con el dintel, que era demasiado bajo. Dos de las cosas por las que sus suegros no habían comprado la casa habían sido que no había un recibidor y que en la habitación que daba a la calle entraba poca luz. Solo tenía una ventana pequeña con una reja.

–Pase a la cocina –dijo Liz después de cerrar la puerta.

Fielding la esperó para que lo guiara. Liz pensó que a lo mejor era la primera vez que estaba en la casa, pero un momento después él dijo:

–Ha cambiado la cocina. Ahora está mucho mejor, más ligera.

–A Beatrice no le gustaba cocinar, pero a mí sí –contestó Liz–. Estoy tomando un gin-tonic, ¿quiere uno?

–Gracias. Con hielo pero sin limón, por favor.

Liz preparó la bebida y le señaló la silla de mimbre del rincón.

–¿Para qué quería verme?

–Siempre he sospechado que nadie limpiaba la casa cuando estoy fuera, y esta visita inesperada lo ha confirmado. Evidentemente, nadie ha tocado la casa desde la última vez que estuve aquí. Bueno, es algo normal que ocurre en un montón de países donde los extranjeros tienen casas de vacaciones. Normalmente a los emigrantes se les considera unos idiotas que tienen más dinero que sentido común. ¡Salud! –dijo levantando el vaso.

–¡Salud! –respondió. ¿Le iba a pedir que también se hiciera cargo de la casa? Seguramente no.

–Alicia trabaja bien cuando realmente lo hace, pero necesita que la vigilen –siguió–. Me preguntaba si usted podría supervisarla… asegurarse de que hace lo que tiene que hacer. También quisiera tener a alguien de confianza que llenara la nevera y tal vez dispusiera algunas flores. ¿Está usted demasiado ocupada con su propio trabajo como para ocuparse de algo más?

Liz había estado preparando una fría respuesta en caso de que le pidiera que se hiciera cargo de la limpieza. No porque considerara que el trabajo doméstico era indigno de ella, sino porque la molestaba que él pensara que su propio trabajo no era más que un hobby.

Mientras pensaba qué decir, él continuó:

–Por cierto, es evidente que está haciendo mucho más en el jardín de lo que hacía Beatrice. Creo que no le estoy pagando suficiente. Si estuviera dispuesta a supervisar el trabajo de Alicia, estaría encantado de subirle el sueldo.

Le sugirió una cantidad en pesetas. Era un aumento tan considerable que al principio Liz pensó que se había equivocado al convertirlo en libras. Aunque llevaba viviendo allí seis meses, aún seguía pensando en libras esterlinas, excepto para las pequeñas operaciones diarias.

–Si cree que no es suficiente, podemos negociar –dijo Cameron mirándola con sus penetrantes ojos grises.

–Es suficiente… más que suficiente. Pero tengo que pensarlo. No estoy segura de querer hacer las dos cosas. Mi español es muy básico. Me entiendo bien con el hombre del banco, que también es extranjero, pero la gente del pueblo tiene problemas para entender mi acento. ¿Usted habla español?

Él asintió con la cabeza.

–Pruébelo conmigo –le sugirió que tradujera algunas frases y después continuó–. Lo está haciendo bastante bien. Ahora que hay supermercados por todas partes los extranjeros que viven cerca de la costa pueden vivir sin aprender nada de español, y eso es lo que hace la mayoría.

–¿Cómo lo aprendió usted?

–Mis abuelos vinieron aquí cuando se jubilaron. Mis padres viajaban mucho y yo solía venir durante las vacaciones de verano. Los niños aprenden mucho más rápido que los adultos.

–¿La Higuera era la casa de sus abuelos?

–No, vivían en la costa, antes de que se masificara. Cuando murió mi abuelo me dejó la casa, pero estaba rodeada de chalets con piscinas, así que la vendí y compré La Higuera para cuando me jubile.

–¿Qué tiene en contra de las piscinas? –preguntó.

–En un país como este, donde siempre hay sequía, son una extravagancia. Pero la culpa es de los urbanistas, que no han creado ninguna ley para que sea obligatorio que todas las casas nuevas tengan cisternas que se llenan con agua de lluvia –apuró la bebida y se levantó–. Me quedaré hasta el sábado por la tarde. Cuando se haya decidido, llámeme. El número está en la guía.

Cuando se hubo marchado, Liz regresó a la cocina y se sintió incómoda al darse cuenta de que le habría gustado que se quedara un poco más. Pero ese hombre era como su padre, una persona encantadora pero despreciable cuyas infidelidades habían sido una angustia para su madre. Charles Harris había descuidado las responsabilidades paternas para dedicarse a sus numerosas aventuras.

Liz lavó el vaso de Fielding y lo guardó en un armario, como si ese gesto la ayudara a quitárselo de la cabeza. Pero aunque hizo lo posible por concentrarse en otras cosas, el impacto de su personalidad y el sueldo extra que le había ofrecido continuaron colándose en sus pensamientos durante la solitaria cena. Era el salario que la gente de Londres solía pagar por las tareas domésticas, y sin duda él podía permitírselo. La gente que trabajaba en la televisión ganaba muchísimo. ¿Era correcto que lo aceptara? La verdad era que le podía venir muy bien.

A las ocho de la tarde, cuando las tarifas telefónicas eran más baratas, se dirigió a la habitación que usaba como despacho. Después de mirar el correo electrónico entró en internet y fue a su página favorita. La red le servía para escapar de los problemas del mundo real. A veces sentía que se estaba convirtiendo en una adicta, pero al menos era una adicción inofensiva, no como otras viudas, que se daban al alcohol.

 

 

El viernes por la tarde lo llamó por teléfono.

–Cam Fielding.

Aunque no hubiera dicho su nombre, Liz habría reconocido el timbre de voz.

–Soy Liz Harris. Si su oferta todavía sigue en pie, me gustaría aceptarla.

–Estupendo. Si viene, le daré un juego de llaves y le enseñaré la casa.

–¿Ahora?

–Si no tiene inconveniente.

Cinco minutos más tarde Fielding le abrió la puerta. Llevaba una camisa de lino color coral y un pantalón caqui. La casa tenía una espaciosa entrada y en las escaleras había una balaustrada de hierro forjado que parecía antigua.

–Fiona está en el jardín echándose una siesta –dijo mientras cerraba la puerta–. Anoche fuimos a un club nocturno en la costa. Espero que no la molestáramos al llegar.

–Ni siquiera un camión podría haberme despertado –contestó.

Fielding le enseñó la planta baja. Las ventanas que daban a la calle eran pequeñas y con rejas de hierro, pero las del sur eran grandes y sin nada que impidiera admirar las montañas. Había una cocina grande con una mesa de tamaño familiar al fondo. Se separaba del comedor, lleno de estanterías con libros y cuadros, por una puerta plegable. También había un estudio con más libros y, al lado, un baño.

–Este es el aseo de la planta baja, pero arriba hay más habitaciones y más baños. Déjeme ofrecerle una taza de café y luego comentaremos el sueldo.

A Liz, que había sido hija y mujer de hombres sin ninguna capacidad doméstica, la sorprendían los hombres que se manejaban bien en la cocina sin ayuda femenina. Sin embargo, dudaba que Fielding pudiera hacer algo más que café, aunque era posible, teniendo en cuenta que su trabajo lo llevaba a lugares problemáticos donde no siempre podía encontrar un hotel.

–Espero volver más a menudo durante el año que viene –dijo poniendo las tazas y los platitos en una bandeja–. ¿Con qué frecuencia cree que habría que limpiar la casa?

Liz se apoyó en la encimera de mármol rosado que dividía la zona de trabajo de la del comedor.

–La cocina y los baños necesitan más atención que las otras habitaciones. No sé lo eficiente que es Alicia, pero creo que lo más sensato es que yo venga a echar un vistazo cada dos semanas y que le sugiera lo que tiene que hacer.

Él sonrió.

–Ha dicho «sugiera» y no «diga». Creo que tiene buenas dotes de dirección.

Liz era consciente del encanto de Fielding, pero se resistió.

–La mayoría de la gente prefiere que les pidan las cosas, no que se las ordenen. Solo es sentido común. Por lo que está dispuesto a pagarme, me aseguraré de que la casa siempre esté lista para ser ocupada, aunque también debería avisarme, para llenar la nevera.