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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pack 2 La Casa Real de Niroli, n.º 48 - mayo 2014

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4407-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Créditos

Índice

Árbol genealógico de la familia Fierezza

Reglas de la Casa Real de Niroli

Corazón de príncipe

Portadilla

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Una novia para un príncipe

Portadilla

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Princesa de corazones

Portadilla

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Epílogo

A merced del jeque

Portadilla

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Epílogo

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Reglas de la Casa Real de Niroli

 

Regla 1ª: El soberano debe ser un líder moral. Si el pretendiente al trono cometiera un acto que fuera en menoscabo de la buena fama de la Casa Real, será apartado de la línea sucesoria.

Regla 2ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer matrimonio sin el consentimiento del soberano. Si lo hiciera, será desposeído de honores y privilegios, y excluido de la familia real.

Regla 3ª: No se autorizarán los matrimonios que vayan en detrimento de los intereses de Niroli.

Regla 4ª: El soberano no podrá contraer matrimonio con una persona divorciada.

Regla 5ª: Queda prohibido que miembros de la Casa Real con relación de consanguinidad contraigan matrimonio entre ellos.

Regla 6ª: El soberano dirigirá la educación de todos los miembros de la Casa Real, si bien el cuidado general de los niños corresponde a los padres.

Regla 7ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer deudas que superen sus posibilidades de pago sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.

Regla 8ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá aceptar donaciones ni herencias sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.

Regla 9ª: El soberano deberá dedicar su vida al reino de Niroli. Por lo tanto, no le estará permitido el ejercicio de ninguna profesión.

Regla 10ª: Los miembros de la Casa Real deberán residir en Niroli o en un país que el soberano apruebe. El monarca tiene la obligación de vivir en Niroli.

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Prólogo

 

Mientras seguía con la vista el descenso del pequeño punto en el cielo, el embajador de Niroli se secó el sudor de la frente con un pañuelo. La pasión del heredero de la Corona por los deportes de riesgo iba a acabar con sus nervios. ¿Y si tenía un accidente y fallecía?

Sólo volvió a respirar tranquilo cuando Nico tocó tierra a unos metros de donde se encontraba y aterrizó con la elegancia de un gato, sobre pies y manos.

Mientras un par de hombres lo ayudaban a desprenderse del paracaídas, Nico Fierezza, el nieto del rey Giorgio, se levantó la visera del casco y fijó la mirada en el embajador. Sin duda lo enviaba su abuelo.

Nico se preguntó qué querría. Desde hacía años se mantenía alejado de la Corte. Había abandonado la isla para buscar su propio camino, y había acabado por establecerse en Londres al frente de su propia constructora.

Nadie podía decir que había conseguido lo que tenía por ser miembro de la realeza.

Se quitó el casco, se lo puso debajo del brazo y se dirigió hacia el embajador con el paso firme y decidido que lo caracterizaba.

No sabría decir qué era lo que hacía de él un hombre en busca siempre de nuevos retos. Había tenido una infancia feliz; hasta podría decirse que idílica, comparada con la de muchas personas, con una madre que los había colmado a sus hermanos y a él de cariño.

Tal vez fuera precisamente por eso, se dijo. Quizá quienes, como él, nacían en un entorno privilegiado sentían esa necesidad de desligarse de cuanto conocían y ponerse a prueba.

Era consciente de que, a veces, esa ansia podía volverse contra uno. Su padre, a pesar de ser un navegante experimentado, había ido más allá de sus propios límites. Había forzado demasiado el yate y había provocado su propia muerte, la de su hermano y la de su cuñada. Era un milagro que su madre hubiese sobrevivido, y aquélla era una lección que Nico jamás olvidaría.

–¿Qué lo trae por aquí, embajador? –saludó al enviado de su abuelo cuando llegó junto a él–. No, no me lo diga: Su Majestad quiere verme.

El hombre asintió.

–Así es, señor.

La algarabía de los otros participantes en la competición de paracaidismo, que comentaban con entusiasmo la actuación de cada uno, distrajo la atención del embajador.

Nico los observó con una leve sonrisa que no se reflejó en sus ojos, de un azul grisáceo, y se pasó una mano por el corto cabello castaño, aclarado por el sol.

–Dígale a Su Majestad que acudiré tan pronto como me lo permitan mis negocios.

Los otros participantes habían subido a hombros a uno de los más jóvenes y estaban vitoreándolo. Un par de ellos hizo gestos a Nico, llamándolo para que se uniera a ellos, pero éste se limitó a responderles levantando la mano y esbozando una media sonrisa.

El embajador lo miró con curiosidad. Nico debía sentir el efecto de la adrenalina en sus venas igual que los demás, pero al contrario que ellos no mostraba emoción alguna ni parecía tener prisa por unirse a las celebraciones.

Había oído que era un hombre capaz de mantener la cabeza fría en todo momento, un hombre ajeno a las emociones; y parecía que los rumores eran ciertos.

El rey Giorgio, que contaba ya noventa años, quería designar un sucesor antes de que su salud se deteriorase aún más, y ésas eran las cualidades que se requerían de un futuro monarca: anteponer las necesidades de su pueblo a las suyas y no exteriorizar sus sentimientos.

–Preséntele mis disculpas al Rey –pidió Nico.

–Su Majestad lo comprenderá –respondió el embajador–. Me dijo que escogiera la fecha que le fuera más conveniente, señor.

Nico reprimió a duras penas una sonrisilla sarcástica. ¿Desde cuándo se mostraba tan comprensivo su abuelo? Debía estar desesperado por hablar con él si estaba dispuesto a esperar.

–Puede que dentro de una semana; dos a lo sumo –contestó.

–Excelente, señor –dijo el embajador–. Claro que si pudiéramos concretar una fecha... –añadió, forzando su suerte.

Las facciones de Nico se endurecieron, como dándole a entender que con una concesión era bastante por un día.

–Se lo haré saber cuando tenga una fecha –respondió con aspereza–. Y ahora si me disculpa...

Nico se alejó, y no vio la profunda reverencia que le dedicó el embajador, la clase de reverencia que solía hacer ante el Rey.

Uno

 

Carrie depositó una rosa blanca sobre el ataúd manchado de gotas de lluvia, el ataúd de la tía que nunca la había querido.

Ella sabía que el cariño no era algo que se pudiese forzar, y había querido a su tía a pesar de la indiferencia de ésta.

–¿Es usted Carrie Evans?

Carrie se volvió hacia el hombre que había pronunciado su nombre.

Se hallaba bajo un paraguas negro que resaltaba aún más la marcada palidez de su macerado rostro.

Era el entierro de su tía y sólo había cuatro personas presentes aparte de ella: el sacerdote y tres enterradores. Éstos se alejaron unos pasos para que pudiera hablar en privado con el desconocido.

–Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarlo?

–Disculpe que haya venido aquí para hablar con usted, pero he ido a la casa y no había nadie.

Carrie no había visto nunca a ese hombre, pero imaginaba quién era y a qué había ido allí. Debía ser el abogado de ciertos parientes que jamás habían visitado a su tía Mabel, y sin embargo habían reclamado la casa en cuanto ésta había fallecido. Sin duda, aquel hombre estaba allí para entregarle la orden de desalojo. La había llamado el día anterior para informarla de ello.

Carrie tenía veinticinco años pero parecía más joven. Se vestía de un modo conservador, y se peinaba de la misma manera, con un recogido práctico. Tenía el pelo de ese tono dorado rojizo que Tiziano le daba al cabello de las mujeres en sus cuadros, y siempre la había incomodado un poco porque le parecía que llamaba demasiado la atención. Era la clase de cabello que iría bien a una modelo, o a una actriz, pero no a alguien como ella. Sus ojos azules eran expresivos, pero sus facciones no eran particularmente bonitas.

–Antes de salir dejé recogidas todas mis cosas –explicó al hombre–, y tan pronto como termine el entierro iré a recogerlas y llevaré las llaves de la casa al abogado de mi tía.

–Lamento todo esto; he oído que no tiene usted a donde ir –murmuró el hombre a modo de disculpa.

–No se preocupe, me las arreglaré –replicó ella–. Además usted sólo está haciendo su trabajo.

–Sí, ya lo sé; pero a veces, en días como éste, lo detesto –contestó él con una media sonrisa–. Le deseo lo mejor.

–Gracias.

El hombre le tendió los papeles, Carrie los tomó con gesto grave pero digno y el individuo en cuestión, tras despedirse de ella con un asentimiento de cabeza, se alejó.

 

 

Carrie paseó por última vez la mirada por el frío y desnudo desván de la casa de su tía. El aviso de desalojo le permitía sólo veinticuatro horas para recoger sus cosas y marcharse, pero como le había dicho al abogado, ya lo tenía todo listo.

Echaba de menos a su tía, pero no la apenaba dejar un lugar que siempre había sido triste y solitario. La casa podría haberse llenado de amor y de risas si su tía Mabel hubiese sido capaz de perdonar a su padre, que había preferido casarse con la hermana de ésta.

Cuando sus padres murieron en un trágico accidente, siendo ella todavía una adolescente, la tía Mabel la tomó a su cargo, pero jamás superó el resentimiento que la dominaba.

En cualquier caso, aquello ya no podía cambiarse, pues pertenecía al pasado, y Carrie tenía un presente bastante oscuro ante sí que la preocupaba más: estaba en el paro, no tenía a donde ir y se había quedado embarazada.

Sin embargo, al pensar en su bebé, una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios. Iba a tener a alguien a quien querer, alguien a quien cuidar y por quien luchar.

El único problema era que el padre de su hijo no sabía que iba a ser padre. Tenía que decírselo; tenía derecho a saberlo, se repitió Carrie una vez más, a pesar de su aprehensión.

El padre del bebé que llevaba en su vientre era el hombre más frío e insensible que habitaba sobre la faz de la tierra, pero también era el hombre del que estaba enamorada, y el único al que amaría.

Sabía que cuanto más lo pospusiera, más difícil le resultaría decírselo; por esa razón no podía postergarlo por más tiempo. Su falta de valor no le impediría hacer lo imposible para que el pequeño fuera reconocido por su padre, se dijo llevándose las manos al vientre.

Tal vez incluso, con un poco de suerte, estaría dispuesto a ayudarla económicamente en el futuro para que su hijo pudiese ir a la universidad y tener una buena educación.

Antes de quedarse embarazada, había soñado con dejar la oficina donde trabajaba de secretaria e intentar ganarse la vida con lo que hasta entonces había sido sólo una afición: la pintura. Por desgracia, al menos por el momento, aquello iba a ser imposible. Tendría que encontrar un alquiler asequible y un trabajo de verdad, que le diese para vivir hasta que el bebé naciese.

Su plan era ahorrar dinero suficiente para poder comprar una casita con jardín donde su pequeño pudiera jugar. Tendría que hacer algunos sacrificios, pero por su hijo estaba dispuesta a todo.

 

 

Su Majestad el rey Giorgio, el anciano monarca de Niroli, acababa de ser informado de que su nieto Nico por fin estaba en camino.

Iba a bordo de su propio jet y él mismo lo pilotaba. El Rey esbozó una sonrisa. Nico llevaba la clase de vida que a él le hubiese gustado si no hubiese tenido que renunciar a sus ambiciones personales para ocupar el trono de Niroli.

A sus noventa años, sólo le quedaba una tarea por cumplir: «domar» a ese potro salvaje que era su nieto Nico y persuadirlo para que se convirtiera en su sucesor.

Domar a Nico Fierezza... El rey Giorgio se pasó una mano por el rostro. Hasta para un monarca suponía un reto. Sin embargo, un brillo travieso centelleó en sus ojos grises.

Tal vez no hubiese un sólo hombre en la faz de la tierra capaz de doblegar la voluntad de Nico Fierezza, pero... ¿y una mujer?

 

 

¿Qué estaba haciendo en Niroli?, se preguntó Nico cuando su jet tocó tierra en el aeropuerto de la isla. Su sitio no estaba allí; su vida estaba en Londres.

De Niroli sólo había echado de menos a su madre y a sus hermanos, Luca y Max. Su hermano menor, Max, se dedicaba al cultivo de la vid, y Luca, que era el mayor, era el dueño del casino que tanto había contribuido a la riqueza de la isla.

De hecho, el propio Luca había estado al frente del casino durante años, pero después de enamorarse y casarse se había ido a vivir Australia, de donde era su esposa.

Nico parecía ser el único miembro de la familia que había heredado el gen aventurero, y ese mismo gen le hacía ya sentirse asfixiado con la idea de tener que pasar unos días «confinado» en la isla, antes incluso de que el avión se hubiese detenido.

Apretó los labios irritado cuando vio que le habían preparado una alfombra roja. ¿Cuándo iban a enterarse de que la pompa y la ceremonia eran lo último que deseaba? Sin embargo, se recordó, aquélla era su primera visita a la isla desde el accidente náutico que le había costado la vida a su padre, su tío y su tía. ¿Tan egoísta era como para no poder dedicarle unos días a la familia?

Claro que tampoco quería quedarse demasiado tiempo y dar falsas esperanzas a su abuelo. No hacía falta ser adivino para imaginar qué estaba rondando por la mente del anciano rey. Había tres posibles herederos varones por delante de él en la línea sucesoria, y estaba seguro de que los tres habían encontrado ya algún motivo para rehusar la corona, lo cual significaba que él era el próximo en la lista.

¿Por qué si no iba a haberlo mandado llamar su abuelo? En cualquier caso, por mucho que insistiera su abuelo, no tenía intención de aceptar: no tenía el menor interés en ser el próximo rey de Niroli.

Las razones que tenía para rehusar la corona iban más allá de su naturaleza inquieta. Una enfermedad que había padecido en la infancia lo había dejado estéril, y le sería imposible tener descendencia. Niroli no necesitaba un rey que dentro de unos años tuviese que empezar otra búsqueda desesperada para hallar un heredero.

 

 

No podía darle la noticia al padre de su hijo por teléfono. No tenía más alternativa que enfrentarse al león en su guarida.

Había llegado a su estación. Carrie levantó la maleta del suelo y se bajó del vagón del metro. Cuando salió a la calle, se encontró con que había empezado a llover. Como era de esperar no pasaba un sólo taxi libre. Bastaba con una llovizna ligera para que el tráfico se resintiera, y lo que estaba cayendo en ese momento era una tormenta de verano en toda regla.

Apretó el paso y se dirigió hacia la plaza donde estaba el bloque de oficinas en el que había estado trabajando hasta hacía tres meses como secretaria. Parecía que hiciese mucho más tiempo.

Había dejado su puesto por principios..., o más bien por orgullo, se corrigió. Al comunicarle a su tía Mabel que había decidido dejar su trabajo, ésta había despedido a la enfermera que la cuidaba, diciendo que podía ocuparse ella.

A Carrie no le había molestado hacerlo, aunque su tía no le pagara por ello. Al menos se sentía útil, sentía que estaba ganándose el sustento y el alojamiento, pues antes de dejar su empleo ya entregaba parte del sueldo a su tía. Su ingenuidad la había hecho creer que aquello las uniría.

Al menos había aprendido la lección; había aprendido a no esperar milagros.

En cuanto al padre de su hijo... Aparte de darle la noticia de que estaba embarazada, quería pedirle una carta de recomendación para encontrar buscar empleo. Ahora que el pequeño ser que llevaba en su vientre iba a depender de ella, tenía que encontrar un trabajo bien remunerado. Había tenido tanta prisa por alejarse de Nico Fierezza que ni siquiera había pensado en aquello.

 

 

La primera sorpresa que se llevó Carrie al entrar en la oficina fue que la chica que había sido su ayudante se había convertido ahora en la secretaria de Nico.

Y a juzgar por el desdén con que la miró cuando la vio aparecer, daba la impresión de que se le habían subido los humos a la cabeza.

–Ahí no –dijo en un tono de lo más desagradable cuando Carrie fue a dejar su maleta en el suelo–. Si la dejas ahí, se empapará la moqueta.

–Me temo que de todas maneras ya se ha mojado –replicó ella, haciendo un esfuerzo por no perder los nervios–. ¿Te importa que cuelgue mi gabardina en el perchero para que se seque?

La chica se encogió de hombros.

–¿Está Nico?

–El señor Fierezza es un hombre muy ocupado; tendrás que pedir una cita para hablar con él.

–Ya imagino que estará ocupado –dijo Carrie. ¿Cuándo no lo estaba?–, pero he venido preparada para esperar el tiempo que haga falta. ¿Te importaría decirle que estoy aquí?

–¿No puedo ayudarte yo? –inquirió la chica entornando los ojos.

–¿Vas a decirle que estoy aquí, o tendré que entrar en su despacho sin avisar? –le espetó Carrie irguiéndose para no dejarle lugar a dudas de que lo haría.

–No te servirá de...

Carrie se dirigió hacia el despacho de Nico, pero antes de que hubiera dado dos pasos, la chica se interpuso.

–No te servirá de nada, el señor Fierezza no está –dijo con retintín.

A Carrie se le cayó el alma a los pies. Había ido hasta allí para nada.

–¡Carrie!

Una sonrisa curvó los labios de ésta cuando se volvió y vio a la mujer mayor que avanzaba hacia ella con paso decidido y los brazos abiertos.

Carrie se sintió aliviada. Sonia Farraday no sólo había sido una de sus compañeras de trabajo favoritas durante el tiempo que había trabajado allí, sino que además siempre estaba informada de todo lo que pasaba en la oficina. Quizá pudiese decirle dónde encontrar a Nico.

–¡Carrie, qué alegría volver a verte! ¿Qué estás haciendo aquí? –la saludó entrelazando su brazo con el de ella–. Pobrecilla, estás empapada. Ven, vamos a mi despacho.

Cuando estuvieron sentadas, Sonia le preguntó:

–Bueno, ¿puedo ayudarte en algo? ¿Por qué has venido?

–Necesito hablar con Nico.

Sonia se echó hacia atrás en su sillón de cuero y frunció los labios.

–Me temo que eso va a ser difícil. Ha salido de viaje y va a tardar en volver. Ha ido a Niroli a visitar a su familia, y se rumorea que es posible que se quede allí indefinidamente –le confió.

Carrie palideció.

–¿Va a quedarse en Niroli?

–Bueno, no lo sé con seguridad. Ya sabes cómo es; no le gusta hablar de su vida privada con nadie –respondió Sonia, mirándola con curiosidad–. ¿Qué te parece si te traigo una taza de té? Pareces cansada. Cuando vuelva seguiremos charlando y veré si puedo ayudarte en algo.

Carrie asintió aturdida y Sonia salió del despacho. Si Nico se quedaba a vivir en Niroli, sería una complicación añadida; una complicación que ni siquiera se había planteado.

Y ahora además había despertado la curiosidad de Sonia y tendría que hallar el modo de evadir sus preguntas. No era que no confiase en ella, pero quería que Nico fuese el primero en saber que iba a ser padre.

Mientras esperaba, se quedó pensativa mirando el ordenador de Sonia. La dirección de Nico en Niroli debía estar en alguna parte, y si su contraseña no había cambiado, tal vez fuese capaz de encontrarla.

Sólo le llevó unos minutos, y lo que descubrió la desanimó más aún. Nico no tenía una dirección como tal en la isla... porque iba a alojarse en el palacio.

Sabía que era nieto del rey de Niroli, pero, quizá porque Nico no hablaba de ello, siempre había pensado que sus vínculos con la realeza eran más bien difusos.

El hecho de que se alojara en el palacio le haría más difícil conseguir hablar con él, pero no era imposible, se dijo volviendo a sentarse en su silla justo antes de que regresara Sonia, con sendas tazas de café.

–Ten, bébete esto; te entonará un poco. Parece que hubieras visto un fantasma. ¿Te encuentras bien?

Carrie se dio cuenta de que Sonia estaba intentando sonsacarle.

–Sí, perfectamente. Es sólo que la lluvia me ha calado hasta los huesos.

Sonia sonrió.

–Bueno, aquí entrarás en calor en seguida –dijo–. Se te echa de menos por aquí, ¿sabes? No se encuentra a gente tan profesional como tú todos los días.

Carrie tuvo la sensación de que quería darle a entender que las puertas estaban aún abiertas para ella, pero era una posibilidad que no quería siquiera considerar. No podía volver a trabajar para Nico después de lo que había ocurrido entre ellos.

Cuando acabaron de tomarse el té, Sonia le redactó e imprimió una carta de recomendación a petición suya.

Sonia parecía haberse dado cuenta de que no quería hablar y no la presionó, pero cuando ya iba a marcharse le dijo:

–No deberías ir andando hasta la boca de metro con el tiempo que hace; vas a pillar una pulmonía. Deja que te pida un taxi. ¿Todavía vives con tu tía?

Carrie esbozó una sonrisa de agradecimiento.

–De acuerdo, pero si no te importa yo le diré al taxista dónde quiero que me deje.

Dos

 

La verdad era que no tenía nada que la atase a Inglaterra, se dijo Carrie cuando a través de la ventanilla del avión empezaba a divisarse ya la isla de Niroli.

Y lo cierto era que, a pesar de su aprehensión, estaba excitada ante la idea de volver a ver a Nico. Sus dedos apretaron la revista que había estado ojeando durante el vuelo. Dentro había fotografías del palacio, y se había puesto nerviosa sólo con pensar en cómo iba a conseguir entrar allí.

Tendría que hallar la manera, se dijo volviendo a meter la revista en el bolsillo del asiento delantero. Volvió a girar la cabeza hacia la ventanilla e intentó distraerse para no pensar. Abajo se veía el brillante mar azul, salpicado de barquitos, y en la lejanía, la línea costera de Niroli, con sus playas de arena dorada.

Probablemente, las demás personas que viajaban en el avión iban allí de vacaciones. Ella, en cambio, iba a la isla para hablar con un miembro de la Familia Real que la había dejado embarazada. Si la prensa se enterase, se armaría un revuelo tremendo.

Se había quedado embarazada porque habían hecho el amor durante una fiesta de la oficina. Había sido algo tan repentino que ni ella misma se lo creía todavía. No había podido resistirse a Nico. Se había sentido atraída por él desde el día que lo conoció.

Nico había empezado a lanzarle miradas durante la fiesta y, en un principio, se había dicho que probablemente era sólo porque parecía tan aburrido como ella. A Carrie nunca se le había dado bien entablar conversación ni tratar con la gente y, de hecho, cuando sus ojos se habían encontrado con los de Nico, había empezado a pensar en cómo podría marcharse sin que nadie se diese cuenta.

Justo cuando iba a dirigirse hacia la puerta, Nico se había acercado a ella.

–Te veo muy sola, Carrie.

El corazón le había palpitado con fuerza. Nico nunca hablaba con ella fuera del horario de trabajo y de pronto estaba allí, a su lado. Y, dios, olía tan bien...

–¿Soñando despierta? –le había preguntado él, irrumpiendo en sus pensamientos con esa voz aterciopelada que siempre la hacía estremecer–. No parece propio de ti.

Carrie había alzado la vista hacia él, pero al ver sus ojos azules tan de cerca había sido incapaz de articular palabra.

–He estado observándote –había confesado él con una sonrisilla divertida.

La sola idea había hecho que las mejillas de Carrie se tiñeran de rubor y que...

–¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga algo de beber antes de que aterricemos?

La voz de la azafata hizo que Carrie diese un ligero respingo. Entonces se dio cuenta de que sus dedos estaban apretando los brazos del asiento. Sin duda, la azafata debía haber pensado que eran nervios.

–No, no quiero nada, gracias.

La mujer se alejó, y Carrie trató también de alejar aquellos recuerdos, pero la voz de Nico no dejaba de resonar en su mente: Nico provocándola, diciéndole que la veía como «esa chica tan seria de ojos grandes», y que lo tenía intrigado. Y entonces, de pronto, había dicho algo que nunca hubiera esperado oír de sus labios:

–Me encanta tu modestia; siempre me ha parecido que hace más atractiva a una mujer.

¿Atractiva? ¿Nico la encontraba atractiva?

–Eh... bueno, yo no... –había balbucido ella.

–¿Te parece que vayamos a un sitio más tranquilo? Aquí el ambiente está demasiado cargado.

En el momento en que esas palabras habían cruzado sus labios, Carrie había sido que estaba perdida.

Nico no había esperado respuesta. Tras quitarle la copa que sostenía, la había tomado de la mano y ella lo había seguido sin preguntar adónde la llevaba. Lo habría seguido hasta el fin del mundo.

Cuando llegaron a la sala de juntas, Nico cerró la puerta tras ellos y echó el pestillo. Luego la atrajo hacia él, y Carrie sintió que se derretía.

Nico la besó en el cuello con ternura antes de empezar a desabrocharle los botones de la blusa. Luego esos besos se tornaron más sensuales, y empleó la lengua y los dientes mientras le susurraba cosas en italiano, o más bien en el dialecto que hablaban en su país, Niroli.

Carrie se sentía tan excitada que de su garganta escapó un gemido de protesta cuando Nico se apartó un poco para quitarle la blusa.

Él estaba admirando sus senos, cubiertos por un modesto sujetador de algodón blanco, y ella se arqueó hacia atrás, ofreciéndoselos.

Carrie dio un nuevo respingo cuando la mano de la azafata se posó sobre su brazo.

–Vamos a tomar tierra dentro de unos minutos –la informó.

–Gracias –murmuró Carrie.

–¿Seguro que está bien?

–Sí, sólo un poco tensa, eso es todo.

–La entiendo; hemos tenido muchas turbulencias durante el vuelo y eso pone nervioso a cualquiera, pero dentro de diez minutos estaremos en el aeropuerto y podrá empezar a disfrutar de sus vacaciones.

¿Sus vacaciones? Si esa mujer supiera... Carrie sonrió a pesar de todo.

–Gracias. Y perdone que le esté creando tantas molestias.

–No es ninguna molestia; ahora le traigo un vaso de agua. Creo que la ayudará –respondió la azafata antes de ir a atender a otro pasajero.

Tenía que apartar a Nico de su mente, se dijo Carrie. Cerró los ojos e intentó pensar en el bebé que llevaba en su vientre, en cómo sería cuando naciera, y al poco sintió la mano de la azafata en el hombro. Le traía el agua.

–Gracias; es usted muy amable.

–No hay de qué.

Carrie tomó un sorbo y, cuando volvió a cerrar los ojos, a pesar de sus esfuerzos, se encontró pensando otra vez en Nico.

No podía culparlo por lo ocurrido. Ella lo deseaba tanto como él. No había podido dejar de responderle cuando había empezado a besarla de nuevo.

Sólo con verlo, era innegable que estaba en buena forma física, pero esa noche ella había descubierto que su torso era como el de una escultura de mármol, sólo que muy cálido. El tacto de su piel desnuda la había excitado increíblemente, y a partir de ese momento no había podido pensar en otra cosa que no fuese tenerlo dentro de ella.

Y era evidente que Nico sabía exactamente lo que quería. Sus manos habían buscado la cremallera de su falda, y ella le había dejado hacer, riéndose suavemente y mordisqueándole el cuello.

Nico la había alzado en volandas y la había sentado en el borde de la larga mesa de la sala de juntas, que tenía la altura perfecta. Mientras se colocaba entre sus muslos, Carrie había alzado las caderas, impaciente...

La voz del capitán anunciando que habían aterrizado y deseándoles una feliz estancia la devolvió al presente.

Carrie se desabrochó el cinturón y se levantó para ponerse la chaqueta. No podía creerse que estuviera allí. Los nervios y las dudas volvieron a asaltarla, pero se dijo que sería capaz de hacer aquello: lo haría por su hijo.

Al fin y al cabo, estaba preparada. Había estado ensayando una y otra vez en su mente el momento en que le diría que iba a ser padre, preparándose para afrontar su posible rechazo.

Incluso había imaginado todo de lo que podría acusarla: de no haber sido más responsable, de no haberle dicho que no estaba tomando la píldora, de no haberle pedido que usaran un preservativo...

La cuestión era que todo había ocurrido demasiado deprisa. Nico se había desabrochado los pantalones, se había bajado la cremallera, y luego la había ayudado para que le rodeara la cintura con las piernas.

Carrie sacudió la cabeza. Tenía que concentrarse en el presente. No sabía dónde alojarse y tenía muy poco dinero. Primero intentaría encontrar una pensión barata y luego pensaría cómo hacer para hablar con Nico.

Ya en la terminal, la inseguridad volvió a asaltarla. Todo era tan elegante a su alrededor que se sentía como una pedigüeña.

Había tenido la misma sensación cuando se había mirado la cara en el espejo del cuarto de baño después de que Nico y ella lo hicieran durante la fiesta.

No era ninguna belleza. Nico sólo quería sexo; la había tratado como si fuera de usar y tirar.

Claro que la culpa era de ella por haber dejado que la utilizara, se dijo mientras esperaba junto a la cinta a que apareciera su maleta. Se había entregado a él por propia voluntad.

Jamás olvidaría el momento en que Nico le había agarrado las nalgas. Se había frotado contra él, deleitándose en las deliciosas sensaciones que estaba experimentando, y cuando por fin comenzó a penetrarla, pero sólo unos centímetros para luego retirarse, sintió que iba a volverse loca.

–Nico, por favor... –le había rogado, clavándole las uñas en los hombros.

–¿Por favor qué?

–Ya sabes lo que quiero...

–¿Tú crees? –la había provocado él, divertido.

En ese momento ella había comprendido que no podría parar, que no podría dar marcha atrás... y la verdad era que tampoco habría querido, reconoció para sus adentros tomando su maleta.

¿Qué diría Nico cuando le contase que estaba embarazada?

En cualquier caso, para ella ese bebé no era un error. El único error que había cometido había sido enamorarse de Nico.

Salió del aeropuerto y tomó un taxi. El conductor, visiblemente orgulloso de su isla, le fue hablando de los distintos lugares por los que pasaban y de la historia del país, y poco a poco Carrie se fue relajando.

El cielo lucía azul, sin una sola nube, y mirara donde mirara siempre había algo interesante que ver: un castillo en ruinas, extensos campos hasta donde alcanzaba la vista... y las montañas con sus cumbres nevadas como telón de fondo.

Niroli era un lugar muy hermoso. No era difícil comprender por qué el taxista estaba tan enamorado de su tierra.

El único problema era que el taxi no tenía aire acondicionado, y Carrie estaba empezando a tener bastante calor con su traje de chaqueta. Debería haber sido menos impulsiva, haberse parado a pensar, antes de partir de Londres, qué tiempo iba a hacer allí.

Claro que... ¿cuándo había podido pensar con claridad en cualquier asunto relacionado con Nico?

Desde luego no podía decir que hubiese sido así a la mañana siguiente a la fiesta, se dijo cuando el taxista se quedó callado.

Aquel día había prestado especial atención a su atuendo. Había escogido un traje de chaqueta y pantalón discreto. No quería que Nico pensase que era una chica fácil, sobre todo después de lo desinhibida que se había mostrado con él la noche anterior.

Sabía que iba a resultarle difícil mirarlo a la cara después de lo que había pasado entre ellos, y lo último que quería era darle una impresión equivocada.

Sin embargo, no había podido reprimir esa pequeña esperanza de que la noche anterior no hubiese sido sólo algo pasajero, algo del momento.

Se había cepillado el cabello hasta dejarlo brillante y se había planteado dejárselo suelto, pero finalmente se lo había recogido como siempre y se había maquillado un poco. No era muy hábil maquillándose, pero ese día había hecho un esfuerzo especial.

El pulso se le había disparado al ver a Nico saliendo de la sala de juntas, y había esperado nerviosa mientras él hablaba con un compañero. Luego... él había pasado de largo y ni la había mirado.

–Nico...

Tuvo que llamarlo de nuevo para que la oyera, y cuando se volvió hacia ella y le sonrió el corazón de Carrie palpitó con fuerza.

–Ah, qué bien que estés aquí –le dijo–. Hazme un par de copias de estos documentos y tráemelos en cuanto puedas, ¿quieres? Es algo que corre muchísima prisa –añadió poniéndole los papeles en las manos–. Y cuando vengas... ¿querrás traerme una taza de café? Gracias.

Luego sin esperar una respuesta, se había dado la vuelta y había entrado en su despacho.

Carrie había intentado no tomarse aquello a mal, no desanimarse, y había trabajado con ahínco todo el día, como si fuese un día como otro cualquiera. Luego había esperado a que se fuese todo el mundo porque Nico aún estaba en su despacho y tenía la esperanza de poder hablar con él.

Llamó a la puerta con un par de golpecitos tímidos, y asomó la cabeza.

–Hola.

Nico alzó la vista, distraído. Tenía unos planos frente a él y era evidente que no quería que lo molestasen.

–¿Querías algo, Carrie?

La había mirado como si la noche anterior fuera un producto de su imaginación y, no queriendo quedar como una tonta, ella dijo:

–Perdona que te interrumpa; quería saber si necesitabas algo antes de que me marche.

Nico escrutó su rostro brevemente.

–No, nada. Gracias, puedes irte a casa.

Y eso había sido todo. Así de frío, así de impersonal.

Después de aquello, se había dicho que no podía seguir trabajando para él. Su orgullo no se lo permitía. Lo amaba, y siempre lo amaría, pero él la había tratado como a un trapo. Por eso se había marchado sin hacer ruido, como el ratoncito que él siempre había dicho que era.

Durante varias noches, al acostarse, había llorado hasta quedarse dormida. Por haber perdido su virginidad con un hombre que no sentía nada por ella, por haberse dejado seducir como una idiota... Y cada mañana se despertaba sintiéndose cansada, rechazada.

Hasta un día en que se había preguntado si merecía la pena martirizarse así, pero aquel también había descubierto que estaba embarazada. Iba a luchar, iba a dar hacer todo lo que pudiera por su hijo.

Tres

 

El hotelito que le había recomendado el taxista a Carrie no estaba lejos del palacio y resultó ser, como le había dicho, un establecimiento barato, limpio y confortable.

Tenía que comprarse ropa más fresca, se dijo Carrie. La que llevaba puesta estaba dándole un calor insoportable.

Lo malo era que no tenía mucho dinero, así que debería conformarse con un vestido de algodón y unas sandalias baratas.

Después de deshacer la maleta y refrescarse un poco, salió de nuevo a la calle.

La arquitectura de Niroli era pintoresca y muy hermosa. Por un momento se permitió fantasear, imaginando cómo habría sido descubrir la isla de la mano de Nico, dejar que él le enseñara todos y cada uno de esos rincones, pero el sol abrasador le recordó que no era momento de soñar despierta.

Tenía que encontrar ropa más apropiada o se derretiría. Entró en una pequeña boutique con aire acondicionado.

Al fondo había un cuarto, separado por unas cortinas del resto de la tienda, y tras ellas oyó la voz de una mujer hablando en tono imperioso.

Carrie miró entonces a su alrededor y el alma se le cayó a los pies. No le hacía falta mirar las etiquetas de las prendas para saber que debía haber entrado en la boutique más cara de la isla.

Quedaría fatal si saliera nada más entrar, así que decidió esperar para preguntarle a la dependienta si había unos grandes almacenes cerca.

Se quedó junto a la puerta y, justo en ese momento, las cortinas se descorrieron bruscamente y salió una mujer muy elegante, visiblemente airada, seguida de otras dos mujeres más jóvenes, y finalmente apareció una cuarta que, Carrie imaginó, debía ser la dependienta.

Las dos jóvenes que seguían a la elegante dama transportaban al menos tres vestidos de noches cada una, protegidos por un plástico transparente.

La dependienta las acompañó a la salida y, en ese preciso instante, llegó una limusina negra que se detuvo frente a la boutique.

De ella se bajó un chofer uniformado y abrió la puerta trasera para que la señora y sus acompañantes subieran.

Carrie observó fascinada la escena a través del cristal del escaparate, y siguió con la mirada el vehículo mientras se alejaba.

–Y ésa era sólo la dama de compañía de la principessa...

Al oír aquello Carrie se volvió hacia la dependienta, que estaba cerrando la puerta de la tienda.

–Disculpe que la haya hecho esperar, signorina. ¿En qué puedo ayudarla?

Carrie se vio reflejada en un espejo de pie que había cerca de ella y sintió que la confianza en sí misma la abandonaba. Incluso la dependienta iba más a la moda que ella.

–La verdad es que quería preguntar si hay unos grandes almacenes por aquí cerca.

–¿Grandes almacenes en Niroli? –repitió la joven dependienta enarcando las cejas. Luego, por educación, se apresuró a disimular su asombro–. No tenemos grandes almacenes, signorina, pero bajando la calle llegará a un mercado donde hay varios tenderetes con ropa a un precio razonable. Allí es donde suelo comprar yo. ¿Quiere que le indique dónde es?

La amabilidad de la dependienta hizo que Carrie se relajara y se atreviera a preguntarle lo que estaba deseando preguntarle.

–Antes, cuando ha dicho que ésa era sólo la dama de compañía de la principessa..., ¿a quién se refería?

–A la principessa Anastasia –respondió la joven con una mueca de desagrado–. La mujer a la que acaba de ver marcharse era la contessa di Palesi –explicó contrayendo el rostro nuevamente–. Están de visita en la isla, invitadas por el rey Giorgio. Se alojan en palacio, y la contessa es la principal dama de compañía de la principessa. Todo el mundo cree que pronto se anunciará su compromiso con Nico, uno de los nietos del Rey, que ha vuelto a la isla hace sólo unos días.

Carrie no pudo sino reírse por las cómicas expresiones de la dependienta, pero el corazón se le había hecho pedazos. Era una tonta; ¿acaso no había sabido siempre que Nico elegiría a alguien de su clase?

–¿Y por qué estaba enfadada la contessa?

–Porque esta noche hay una cena en palacio en honor de la principessa y al vestido que iba a llevarse le falta el ojal de un botón –explicó la chica encogiéndose de hombros–. «¿Cómo va a ponerse la principessa una prenda que tiene una tara?» –exclamó, haciendo una perfecta imitación de la voz de la contessa–. En fin, que al final hemos tenido que proporcionarle a la principessa una selección de vestidos para que elija uno en su lugar.

Carrie apenas alcanzaba a imaginar cuánto dinero podía tener una persona para permitirse descartar un vestido sólo porque le faltaba el ojal de un botón.

–¿Cree que podría comprar un vestido de verano y unas sandalias en uno de los puestos del mercado? –preguntó a la dependienta.

Certo, signorina –contestó la joven con una sonrisa–. El mercado está justo un poco antes de llegar al palacio. Deje que se lo muestre; venga –dijo abriendo la puerta para salir a la calle.

Carrie la siguió. El palacio, que se alzaba orgulloso en la lejanía, resultaba mucho más impresionante en la realidad que en las fotografías que había visto en las revistas del avión.

En las almenas ondeaban varios pendones que alternaban dos colores y dos escudos distintos. Uno era el de la familia real de Niroli. Carrie lo reconoció porque lo había visto en una de esas revistas.

El otro seguramente era el escudo de la familia de la princesa Anastasia, y lo habían colocado con motivo de su visita.

Carrie pensó en lo que había dicho la dependienta sobre los rumores acerca de un posible compromiso inminente entre la princesa y Nico, pero intentó ocultar su ansiedad al despedirse de la joven.

Cuando iba de camino al mercado vio un anuncio de un recorrido turístico por el casco antiguo de la ciudad que incluía parte del palacio. Tal vez así conseguiría entrar en la fortaleza...

Aquello hizo que sus ánimos se levantaran bastante, pero al mismo tiempo le sobrevinieron unas náuseas repentinas que le hicieron recordar que en su estado debería ponerse a la sombra y comprarse una botella de agua.

Compró una en una tienda de alimentación y, justo cuando estaba saliendo, se encontró con que había una algarabía tremenda.

Una nube de reporteros y fotógrafos se había materializado allí, como por arte de magia, y durante un buen rato no supo que pasaba en medio de la confusión de flashes y los gritos de los periodistas.

Pero entonces lo vio. Nico estaba allí, saliendo de una boutique.

Carrie contuvo el aliento. A su lado había una mujer que no podía ser otra que la princesa Anastasia.

Era hermosa, elegante, distinguida... Era todo lo que ella no era.

El cabello, liso, negro y brillante, le caía sobre la espalda como una suave capa de seda.

Sus labios eran rojos y sensuales, los ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol de diseño, y vio que sus dientes eran blancos y perfectos como los de una estrella de cine cuando alzó la cabeza para sonreír a Nico.

Éste estaba de espaldas y no podía ver la expresión de su rostro, pero estaba segura de que también sonreía.

Dio un par de pasos hacia atrás, refugiándose en la sombra que proporcionaba el toldo de un comercio y siguió con la mirada a Nico y a la princesa mientras sus guardaespaldas los escoltaban hasta una limusina.

Cuatro

 

Mientras Nico y Anastasia se alejaban en el coche de cristales tintados, Carrie se dio cuenta de que estaba temblando. No importaba cuántas veces se dijera que siempre había estado segura de que tenía que haber alguien en la vida de Nico. El verlo con aquella mujer le había partido el corazón.

Debía, por su bien, afrontar la realidad. No tenía ninguna posibilidad con Nico; en realidad, nunca la había tenido. Si no tenía ningún interés en ella tres meses atrás, ¿qué iba a decir cuando se enterase de que se había quedado embarazada? Además, ¿cómo iba ella a competir con una mujer como aquella princesa? Imposible.

Para cuando terminaron de cruzar por su mente todos los pensamientos negativos posibles, Carrie estaba al borde de las lágrimas. Sin embargo llorar no solucionaría nada. Sacó el monedero del bolso y compró el más sencillo de los vestidos de algodón que tenía la dueña del tenderete, junto con un par de sandalias de goma.

¿No era aquél el atuendo perfecto para presentarse ante Nico en el palacio?, se dijo con ironía.

Dejándose llevar por un impulso, compró también un conjunto de braguita y sujetador de encaje rojo. ¿Por qué no? Se sentiría más sexy y segura de sí misma con esa clase de ropa interior. Era un tímido acto de desafío, pero siempre le había parecido que esos pequeños detalles eran los más efectivos.

 

 

Después de haberse duchado y de ponerse el vestido que se había comprado, Carrie se recogió el cabello. Para cuando salió de la casa de huéspedes hacía un calor sofocante, y parecía que el suelo bajo sus pies estuviera ardiendo. Y la suela de goma de las sandalias no ayudaba precisamente.

No había imaginado que tendría que caminar tanto hasta el palacio, ni que habría tantas cuestas. Y tampoco se había acordado de llevarse unas gafas de sol ni un sombrero con el que protegerse la cabeza.

Dobló una esquina, y frunció el entrecejo al ver la cola que había para entrar a visitar el palacio. Con lo cansada que estaba... Además, las sandalias le habían hecho heridas entre los dedos de los pies.

Se detuvo a la sombra, junto a la barrera blanca y roja que impedía el paso, y se quedó observando los vehículos que entraban y salían. Se acercó al puesto de guardia y golpeó el cristal con los nudillos para llamar la atención del hombre que había dentro.

Gracias a la dependienta de la tienda sabía que iba a celebrarse un banquete en el palacio, así que cuando el oficial alzó la vista y la miró le dijo su nombre y que era una de las empleadas temporales que habían contratado para trabajar en las cocinas esa tarde.

El oficial consultó la lista que tenía y sacudió la cabeza.

–¿No estoy en la lista? –inquirió ella, fingiéndose preocupada–. Pero... mi nombre tiene que estar ahí; están esperándome.

–De todos modos no es por aquí por donde debería entrar –respondió el hombre–. Tiene que dar la vuelta e ir hasta la entrada de servicio –añadió señalando en esa dirección con la barbilla.

–Pero... ¿y si mi nombre tampoco está en la lista que tenga el guardia del puesto de control? –preguntó Carrie, suplicándole con la mirada.

El guardia pareció apiadarse de ella.

–Está bien; llamaré a mi compañero y le diré que la deje pasar.

–Oh, gracias, muchísimas gracias; no sabe cómo se lo agradezco –murmuró Carrie.

El hombre tomó el teléfono y ella esperó en silencio, con la mirada baja, rogando por que todo saliera bien.

 

 

¡Estaba dentro del palacio! Hecha un manojo de nervios y con el corazón latiéndole con fuerza, Carrie inspiró profundamente y trató de calmarse.

–¿La cucina? –preguntaba a cualquiera que la mirara con suspicacia.

Por suerte, todo el mundo parecía tener prisa y se limitaban a darle indicaciones antes de alejarse apresuradamente.

En un momento en que se encontró sola, aprovechó para aventurarse por unas escaleras de piedra. No tenía ni idea de adónde conducían, si bien la lógica le indicaba que los aposentos de la familia real debían estar en uno de los pisos superiores.

Aquello era una locura, se dijo, deteniéndose al llegar al rellano superior para quitarse las sandalias. Sin embargo, en vez de dar media vuelta y volver a bajar, se dijo que Nico tenía que estar allí, en alguna parte, y debía encontrarlo.

 

 

Necesitaba tomar un poco de aire fresco. A pesar del aire acondicionado del palacio, Nico se sentía como si allí dentro apenas se pudiese respirar. Además, estaba de un humor de perros y no quería descargarlo sobre nadie; ni siquiera sobre su abuelo, que era en quien, en gran parte, recaía la culpa.

La única razón por la que no le había puesto las cartas sobre la mesa era que el rey Giorgio tenía ya noventa años. Claro que eso no le daba ningún derecho a diseñar su futuro. Nico estaba dispuesto a concederle lo que le pidiera, dentro de unos límites razonables naturalmente, pero no a dejar que dirigiera su vida.

Apretó el paso y tomó un atajo hacia sus aposentos. Cuanto más pensaba en la conversación que habían mantenido, más se enfadaba.

Su abuelo le había ofrecido nombrarle su sucesor, y era evidente que esperaba que él se pusiera a dar saltos de alegría, igual que si le hubiese tocado la lotería.