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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Kate Hardy

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

¿Sincera o cazafortunas?, n.º 1970 - abril 2014

Título original: Good Girl or Gold-Digger?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4272-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Aquello tenía que ser una horrible pesadilla. No podía estar pasando. Imposible.

Daisy cerró los ojos y se pellizcó en el brazo. Al sentir dolor, la desagradable sensación del estómago se intensificó y volvió a abrir los ojos.

Alguien había entrado en el museo del parque de atracciones. Debían de haber sido varias personas bastante borrachas, a juzgar por la gran cantidad de botellas rotas alrededor del tiovivo y los vómitos que había por doquier. Tenían que ser gamberros a la vista de cómo habían cortado las colas de los caballos del tiovivo y pintado con espray escenas obscenas en los laterales. Además, habían lanzado piedras a la cafetería, rompiendo las lunas.

Daisy siempre había sido muy práctica y había podido arreglarlo todo, pero aquello no podía hacerlo, al menos no tan rápido. Iba a ser imposible abrir el parque de atracciones ese día. Iba a tardar días en arreglar aquel desastre y que volviera a ser un lugar seguro para familias y niños.

¿Quién demonios haría una cosa así?

Temblando, Daisy sacó el teléfono móvil y llamó a la policía.

Después llamó a su tío.

–Bill, soy Daisy. Siento llamarte a esta hora y en domingo por la mañana, pero...

Tragó saliva. No sabía qué decir ni cómo darle aquellas terribles noticias.

–Daisy, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?

–Unos vándalos debieron de entrar anoche. No sé cómo.

Estaba segura de que la noche anterior había cerrado bien.

–El caso es que hay muchos cristales rotos y han destrozado el tiovivo –añadió y se mordió el labio–. La policía está en camino. Vamos a tener que cerrar hoy y probablemente mañana también.

Tenía que ocurrir al principio de la temporada. Aquello repercutiría en los presupuestos, ya de por sí escasos. Todo podía arreglarse, pero llevaría su tiempo, y la prima del seguro se dispararía. Por no mencionar la falta de ingresos hasta que el parque de atracciones volviera a estar operativo.

Sin una buena cantidad de visitantes, no habría dinero para llevar a cabo los trabajos de restauración que tenían previstos. La atracción que había conseguido comprar el pasado otoño tendría que pasar otro año más oxidándose, y quizá acabara siendo demasiado tarde para poder arreglarla. Así que en vez de tener en funcionamiento las sillas voladoras que tanto gustarían a los visitantes, acabarían teniendo un montón de chatarra. Un montón de dinero gastado, después de ser ella la que había convencido a Bill para comprarlo. Demasiado, teniendo en cuenta que Bill se retiraría en un par de años y ella ocuparía su puesto. Había gastado un dinero que deberían haber guardado para imprevistos como aquel.

–La policía quiere tomarme declaración, teniendo en cuenta que fui yo la que lo descubrió. Pero también quieren hablar contigo. Lo siento Bill.

–Está bien, cariño. Voy para allá –le aseguró Bill–. Llegaré en veinte minutos.

–Gracias. Pondré carteles avisando de que estaremos cerrados hoy y avisaré a los empleados. Hasta dentro de un rato.

Daisy se guardó el teléfono en el bolsillo y se quedó mirando el tiovivo, la atracción victoriana que su bisabuelo había construido y que aún conservaba el órgano original. Sentía la necesidad de abrazar a cada uno de los caballos mutilados y decirles que todo saldría bien.

Había pasado diez años de su vida ayudando a levantar aquel sitio. Diez años en los que había hecho un curso de ingeniería mecánica, sin dejar de dar explicaciones a sus padres, tutores y demás estudiantes del curso de que estaba haciendo lo adecuado. Muchos habían pensado que no le serviría de nada e incluso Stuart le había hecho elegir entre el parque de atracciones y él.

No lo había considerado un ultimátum. Cualquier hombre que quisiera obligarla a cambiar para que dejase de hacer lo que más le gustaba, no era el hombre adecuado para ella. Sabía que había tomado la decisión correcta al cortar con él. Ahora estaba casado e iba con regularidad al parque de atracciones con sus hijos pequeños.

Curioso que ahora viera lo que antes no veía.

Sus dos siguientes novios habían resultado estar cortados por el mismo patrón, así que había decidido no seguir arriesgándose y concentrarse en el trabajo. Querían hacerla cambiar y convertirla en una respetable señorita en vez de dejarla ser una habilidosa mecánica. Al menos allí era aceptada por ser como era. Los voluntarios de más edad estaban convencidos de que era una digna sucesora de su abuela. Había demostrado que podía escuchar y trabajar duro, y que era buena en su trabajo.

Colocó los carteles en los accesos del parque de atracciones anunciando que el parque de atracciones estaba cerrado. Estaba sentada en su mesa cuando llegaron Bill y Nancy. La expresión de Bill era grave.

–No puedo creerlo –dijo–, me gustaría poner las manos encima del que ha hecho esto y darle un buen escarmiento.

–Yo preferiría atarlos a un poste, untarlos de mermelada y dejarlos para las avispas –dijo Daisy–. O pasarles una apisonadora por encima. ¿Cómo han podido hacerlo? ¿Qué sacan con ello? –preguntó apretando los puños–. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así.

–Lo sé, cariño –dijo Bill, y la abrazó–. El esfuerzo de todos, para nada.

–Y toda la gente que tenía pensado venir hoy... Se llevarán una desilusión –dijo, y respiró hondo–. Tal vez debiera llamar a Annie. Ella sabrá cómo dar la noticia en los informativos locales para evitar que se den un paseo en balde.

Su mejor amiga era redactora en un periódico local.

–Buena idea, cariño –dijo Nancy.

–He estado haciendo llamadas para decirle a todo el mundo que no viniera –explicó Daisy–. Me han dicho que en cuanto la policía nos diga que podemos empezar a limpiar, les avise para venir a ayudar.

–Tenemos suerte, contamos con buena gente –dijo Bill–. Llama a Annie y Nancy y yo seguiremos avisando a los voluntarios.

–Pondré agua a hervir –dijo Nancy–. Queda leche en la nevera de la oficina. Nos vendrá bien un café hasta que nos dejen entrar en la cafetería.

Annie apareció con un bizcocho de chocolate y un fotógrafo cuando estaba hablando con la policía.

–El bizcocho para animar y las fotos porque esto probablemente salga en portada. Contigo, por supuesto.

–¿Quieres hacerme fotos a mí? –preguntó Daisy, desconcertada–. ¿Por qué? Quiero decir que la imagen habla por sí misma.

–Ya sabes lo que dicen, que vale más una imagen que mil palabras –comentó Annie–. Eres muy fotogénica y, además, siempre hablas con el corazón en la mano. Todo el mundo se dará cuenta de lo afectada que estás. Tu imagen despertará la compasión de muchos.

–No quiero compasión. Quiero que mi parque de atracciones vuelva a estar como estaba.

–Lo sé, tesoro. La radio y la televisión local informarán de esto. Podrás aprovechar y avisar de que estaréis cerrados el resto de la semana. A la vez, le recordarás a la gente que estás aquí. Con un poco de suerte, tendrás muchos más visitantes que en un fin de semana normal.

Daisy sonrió con tristeza.

–Annie, eso es horrible.

–Es la naturaleza humana –dijo Annie–. ¿Sabes? Aquel policía de allí no te quita ojo. Sonríele.

–¡Annie!

Daisy miró a su amiga sin poder dar crédito. Estaba en apuros y Annie solo pensaba en emparejarla con un hombre.

–Daisy, trabajando aquí apenas conoces a hombres solteros y mucho menos a menores de cincuenta años. ¡Aprovecha! Es muy guapo y no hay ninguna duda de que está interesado.

Daisy resopló.

–Pero a mí no me interesa, gracias.

–¿Te importa si voy a hablar con él?

–Haz lo que quieras siempre y cuando no me organices una cita a ciegas con él. No todo el mundo busca novio, ¿sabes? Annie, sé que eres feliz con Ray, y me alegro mucho por ti, pero estoy bien como estoy. De verdad.

–Bueno, está bien –dijo Annie–. Voy a ir a hablar con ese policía porque necesito información para mi artículo. Y mientras lo hago, el fotógrafo va a hacerte una foto.

–No sé si es una buena idea que mi foto aparezca en el periódico.

–Lo siento, ya lo he hablado con Bill. Dice que eres más guapa que él, así que saldrás tú –dijo sonriendo.

–Eres una periodista muy obstinada.

–Así soy yo –dijo Annie, y le dio un abrazo–. En cuanto la policía nos diga que podemos empezar a limpiar, te ayudaré a recoger los cristales rotos y a quitar la pintura. Llamaré a Ray para que también venga a ayudar.

–Muchas gracias, te debo una –dijo Daisy.

–Desde luego que no. Eso es lo que hacen los amigos. Tú harías lo mismo por mí. ¿Has avisado ya al resto de tu familia?

–No.

Daisy levanto la barbilla. Era perfectamente capaz de organizarse la vida, aunque su familia seguía tratándola como a una niña. Eso le fastidiaba incluso más que su insistencia en que se buscara un trabajo con un buen sueldo, algo para ellos más importante que la satisfacción por lo que hacía. Si los llamaba, por supuesto que acudirían, pero tendría que soportar sus comentarios.

–Bill, Nancy y yo nos las podemos arreglar.

–A veces eres demasiado orgullosa –dijo Annie.

–Mira, los quiero y nos llevamos bien casi siempre, pero no quiero escuchar un discurso o un «ya te lo dije». Así que será mejor mantenerlos al margen de esto.

–Si tú lo dices... Pero ¿no sería mejor que se enteraran por ti en vez de leerlo en las portadas de los periódicos de mañana?

Daisy se dio cuenta de que su mejor amiga tenía razón.

–Está bien. Hablaré con ellos esta noche.

El resto del día transcurrió entre declaraciones y tazas de café a la espera de que los investigadores recogieran pruebas. Para cuando se hizo de noche, habían cubierto con paneles las ventanas de la cafetería, habían recogido los cristales rotos y empezado a limpiar las pintadas.

 

 

Pero el lunes por la mañana trajo más malas noticias.

–La compañía de seguros dice que no estamos cubiertos –le dijo Daisy a Bill, sentándose en el extremo de la mesa–. Al parecer, los actos vandálicos quedaron excluidos de nuestra póliza hace tres años. Cambiaron las condiciones de la póliza cuando Derek estuvo enfermo y nadie se dio cuenta.

Derek era el mejor amigo de Bill y su corredor de seguros.

–¿Así que tenemos que asumir los daños?

Ella asintió con gravedad.

–Las lunas cuestan una fortuna –murmuró Bill sacudiendo la cabeza. Si vamos al banco a pedir un crédito, se reirán en nuestra cara.

–Está mi casa –dijo Daisy–, puedo pedir una hipoteca para obtener algo de liquidez.

Había heredado de su abuela una casa adosada.

–Con el sueldo que tienes aquí, no te prestarán ni un céntimo –dijo Bill sacudiendo la cabeza–. Además, no estoy dispuesto a que te endeudes por esto. No, cielo.

–También es mi herencia –señaló Daisy–. Tu abuelo, mi bisabuelo.

Su tío le había dicho muchas veces que era la hija que Nancy y él no habían tenido. Respiró hondo. No había podido dejar de pensar en las palabras de Annie del día anterior. Tal vez su amiga tuviera razón. Había sido algo cruel por su parte avisar a su familia mediante un mensaje de texto y luego apagar el teléfono para que no pudieran dar con ella. No les había dado la oportunidad de ayudar porque no quería escuchar sus comentarios. Pero tal vez había llegado el momento de tragarse el orgullo por el bien del parque de atracciones. Aquello era algo que no podía arreglar sola.

–Podríamos pedir ayuda a papá, a Ben, a Ed y a Mikey. Tienen que aportar algo porque también es de ellos.

–No. Ben tiene una familia en la que pensar, Ed y Mikey tienen hipotecas y tu padre está a punto de retirarse –dijo Bill–. Sus inversiones están en la misma situación que las mías.

Además, estaba el hecho de que la familia de Daisy consideraba el parque de atracciones un capricho de Bill, lo que para ellos era el motivo de que Daisy no tuviera otra profesión. Por eso no le gustaba hablar del tema con ellos.

Bill parecía triste.

–Vamos a tener que buscar un inversor fuera de la familia.

–¿Quién va a querer invertir en un museo de parques de atracciones al borde de la quiebra? –preguntó Daisy.

–El precio de los motores de vapor está disparado –dijo Bill–. Los inversores verán más seguro su dinero aquí que en acciones.

Daisy sacudió la cabeza.

–Los inversores siempre imponen condiciones. Nosotros estamos cuidando de nuestro patrimonio familiar, para ellos es diferente. Querrán obtener ganancias, subirán los precios de las entradas. ¿Qué pasará cuando quieran irse? ¿Cómo conseguiremos el dinero para comprar su parte?

–No lo sé, cielo –contestó desolado–. Podríamos vender el motor de la locomotora de carretera.

Valía una pequeña fortuna. Era el último motor que había hecho Bell y Daisy había dedicado cuatro años a su restauración.

–Por encima de mi cadáver. Tiene que haber otra manera.

–Como no nos toque la lotería o descubramos que existen las hadas madrinas... Lo dudo, cariño. Tendremos que buscar un socio.

–O tal vez un patrocinador –dijo Daisy–. Pondré a hervir la tetera. Tenemos que pensar qué podemos ofrecerle a un patrocinador, haremos una lista de los empresarios locales y nos dividiremos las llamadas. Seamos optimistas.

 

 

Felix descolgó el teléfono sin apartar los ojos de la hoja.

–Me alegro de dar contigo, Felix.

Felix suspiró para sus adentros. Le estaba bien empleado, por no mirar la pantalla antes de contestar. Ahora su hermana lo marearía en vez de dejar un mensaje en el contestador.

–Buenos días, Antonia.

–Mamá me ha dicho que vas a escaquearte de la reunión familiar de este fin de semana.

Típico de Antonia, siempre directa al grano.

–Lo siento, no puedo ir. Estoy ocupado con trabajo.

–¡Venga ya! Puedes ir y resolver los asuntos de trabajo por la mañana antes de que los demás se levanten.

Cierto, pero eso no suponía que quisiera hacerlo.

–Mamá está deseando que vayas.

–Será porque habrá encontrado otra mujer con la que emparejarme. Mira, Toni, no tengo ningún interés en casarme. No voy a casarme nunca.

–No trates de convencerme de que no te interesan las mujeres. He visto en las revistas de cotilleos tu foto con cierta actriz colgada del cuello. ¿O vas a decirme que sois solo buenos amigos?

–No, eso fue... –dijo, y apretó los labios, molesto–. Toni, por el amor de Dios, eres mi hermana pequeña. No voy a hablar de mi vida amorosa contigo.

–Más bien de la falta de vida amorosa. Nunca sales con la misma mujer más de tres veces –dijo, y suspiró–. Mamá solo quiere que seas feliz. Es lo que todos queremos.

–Soy feliz.

–Entonces, que madures.

–Tengo un bonito piso en Docklands y una empresa que va muy bien. Para muchos, eso es haber madurado.

–Sabes a lo que me refiero, a tener una relación estable con alguien.