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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Joan Hohl

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Conquistar el amor, n.º 1960 - enero 2014

Título original: The Dakota Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4037-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Frunció el ceño, apretó la mandíbula, y sus labios se cerraron con furia formando una línea recta. Mitch Grainger se sentó frente a su escritorio y se quedó mirando el objeto que se balanceaba en la palma de su mano. Solo pudo fruncir el ceño ante el fulgurante brillo del anillo de compromiso de diamantes rosas, rodeados de pequeños rubíes.

Hacía menos de una hora que Mitch había recogido el anillo del suelo, cerca de su escritorio. El anillo había llegado allí tras golpearle el pecho cuando Natalie Crane, la mujer bella y normalmente fría y calculadora que había sido su prometida hasta hacía pocos instantes, se lo había arrojado en un ataque de furia irracional.

Las piedras preciosas brillaron al recibir el impacto de los rayos del sol de la tarde. Mitch emitió un suave sonido que fue en parte un gruñido, en parte una risa cortante.

Mujeres. ¿Llegaría alguna vez a entenderlas? ¿Las había llegado a entender algún hombre alguna vez? Mitch apretó en sus dedos la alhaja, ¿le importaba ya algo todo aquello?

Desde luego, no por Natalie Crane, pensó, respondiendo a sus propias preguntas. Sin haberle concedido la oportunidad de explicar qué estaba pasando se había imaginado lo peor, y con frialdad lo había acusado de engañarla, le había dicho que su compromiso estaba roto y le había tirado el anillo.

Afortunadamente Mitch no se había engañado a sí mismo creyendo que la amaba, ni estaba enamorado de ella, ni nunca lo había estado. Simplemente había decidido que a los treinta y cinco años ya era hora de buscar esposa. Natalie le había parecido la persona adecuada para ocupar el puesto, siendo como era miembro de una de las familias más ricas y prestigiosas de la región de Deadwood, en Dakota del Sur.

Pero Natalie, gracias a sus precipitadas acusaciones, acababa de pasar a la historia. Había cuestionado su honor, y él no le perdonaba a nadie eso. El honor, su propio honor, era uno de los valores que Mitch consideraba como absolutos. Él había creído que Natalie sabía lo mucho que él valoraba el sentido del honor. Pero aparentemente se había equivocado, si no fuera así, ella jamás habría interpretado la situación que acababa de ver tal y como lo había hecho, llegando de forma inmediata a la errónea conclusión de que a sus espaldas estaba manteniendo relaciones con su secretaria Karla Singleton.

Pobre Karla, pensó Mitch, recordando la cara de horror de su secretaria tras el incidente. Moviendo la cabeza, abrió despacio el cajón superior de su escritorio, y tras meter descuidadamente el anillo en él, volvió a cerrarlo de golpe. De cualquier forma, nunca le había gustado el regalo. La combinación de los diamantes de color rosa con los rubíes había sido elección de Natalie. Su preferencia había sido un único solitario, grande y elegante, de dos quilates y medio, y finamente tallado.

La pobre e ingenua Karla, pensó con una mezcla de simpatía e impaciencia. Mitch podía entender la pasión, él mismo la había sentido... con bastante frecuencia, de hecho. Pero lo que no podía entender, lo que no entendería nunca, era cómo demonios una mujer, o un hombre, que para el caso era lo mismo, podían dejarse llevar por la pasión de tal forma que fueran capaces de arriesgar su salud y exponerse a un embarazo no deseado por no usar la protección debida.

Pero creyendo que estaba enamorada, y que su amor era correspondido, Karla lo había arriesgado todo con un hombre que había gozado con ella... y después se había largado. Supuestamente se había ido para buscar un trabajo con más futuro, pero había abandonado a Karla destrozada, embarazada, soltera y avergonzada de tener que decírselo a sus padres.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, Karla se lo había contado a su jefe, y había desahogado su llanto sobre el ancho hombro de Mitch. Por supuesto, Natalie había escogido precisamente ese momento para hacerle una visita en la oficina, y lo había encontrado consolando a la llorosa mujer en sus amables brazos, y había oído justo lo suficiente para deducir que no solo había estado tonteando con Karla, sino que además la había dejado embarazada.

Como si él pudiera ser así de estúpido.

Viéndolo en retrospectiva, Mitch pensó que era lo mejor que podía haberle ocurrido, ya que no podía soportar la idea de casarse con una mujer que no confiara plenamente en él. La historia demostraba que el matrimonio podía funcionar aunque no existiera un profundo amor, pero, en su opinión, era imposible que funcionara sin confianza mutua. Así que allí terminaban sus quebraderos de cabeza para conseguir una esposa, montar una casa y tener una familia.

Reflexionando sobre ello, Mitch aceptó que en los últimos tiempos había tenido ciertas dudas sobre la elección de Natalie, no como esposa –estaba seguro de que sería una esposa ejemplar–, sino como madre de sus hijos. Y Mitch quería tener hijos algún día. Si al principio admiró la fría compostura de Natalie, en los últimos tiempos había llegado a plantearse si ese aire de distanciamiento se extendería también a los hijos que ella tuviera... hijos que también serían los de él.

Había crecido con dos hermanos y una hermana en una casa en la que la música ambiental era la mayor parte de las veces la algarabía producida por los niños, controlados por una madre siempre amante, aun en los momentos en que tenía que imponer su autoridad. Mitch deseaba que sus hijos se criaran en un ambiente similar.

Honestamente, Mitch tenía que reconocer que se sentía más aliviado que frustrado por el resultado de las falsas deducciones de Natalie.

Pero todavía le quedaba por resolver el problema de Karla, porque ella le había pedido consejo y ayuda. Mitch siempre había sido el paño de lágrimas para las mujeres, especialmente si se trataba de una mujer a la que estimaba. Su propia hermana podía atestiguarlo. La visión de una mujer llorando transformaba al supuestamente duro y serio hombre de negocios, jefe de un casino en Deadwood, Dakota del Sur, en el protector capaz de resolver sus problemas y tribulaciones, el salvador de las damas... en otras palabras, un pedazo de pan.

Y Mitch apreciaba a Karla, porque era realmente una buena persona, y además, en cuanto a lo que a él le atañía, porque era la mejor secretaria que había tenido jamás.

Mitch había conseguido tranquilizar algo a Karla después de la dramática escena montada por Natalie. Escuchando pacientemente, entre los sollozos e hipidos, Mitch se había enterado de que Karla estaba dispuesta a dar a luz y quedarse con su hijo. No por lo que el padre pudiera haber supuesto para ella, que ya no era nada, sino porque aquel era su hijo.

Una decisión que Mitch aplaudió en silencio.

Pero Karla insistía en que se sentía demasiado avergonzada como para decírselo a sus padres, que vivían en Rapid City, y para pedirles apoyo moral o ayuda económica. Karla era hija única, así que no tenía hermanos a los que poder pedir ayuda. Y aunque había hecho algunos amigos en el año y medio que había pasado en Deadwood, sentía que con ninguno tenía la suficiente confianza como para pedirles ayuda en aquel asunto.

Aquello lo dejaba a él, Mitch Grainger, el hombre de aspecto duro, pero fácil blanco de las lágrimas femeninas, como único apoyo.

Sus bien delineados labios masculinos dibujaron una irónica sonrisa de aceptación. Aceptaría el papel de sustituto de padre, de hermano y de amigo de Karla... porque se lo pedía su naturaleza, y porque si no lo hacía y su hermana llegaba a enterarse de ello alguna vez, se lo haría pagar.

Mitch recobró el buen humor. Alargó la mano hacia el interfono para llamar a Karla, justo en el mismo instante en el que sonó un tímido golpe de nudillos en la puerta de su despacho, seguido del sonido de la voz de Karla:

–¿Puedo entrar, señor Grainger?

–Sí, por supuesto –asintió él. A pesar de las veces que le había pedido que lo llamara Mitch, Karla había seguido dirigiéndose a él de manera formal. En aquellos momentos, después de la emotiva escena que habían vivido minutos antes, las formalidades parecían ridículas–. Entra y siéntate –le indicó cuando abrió la puerta y asomó la cabeza–. Y a partir de ahora, llámame Mitch.

–Sí, señor –dijo ella mecánicamente acercándose a la silla que había frente a la mesa de despacho y sentándose en el borde del asiento.

Él lanzó los brazos al aire en señal de desesperación.

–Está bien, abandono, llámame como quieras. ¿Cómo te sientes?

–Mejor –respondió consiguiendo esbozar una trémula sonrisa–. Gracias... por prestarme su hombro para que llorara sobre él.

Él devolvió la sonrisa.

–He practicado mucho con anterioridad. Hace años, cuando mi hermana menor era una adolescente, pasó por una temporada en la que periódicamente se transformaba en una cascada –su confidencia logró el efecto esperado.

Ella se rio y se echó hacia atrás en el asiento. Pero la risa cesó rápidamente, y fue reemplazada por un gesto de preocupación.

–En cuanto a la señorita Crane... me gustaría ir a verla, explicarle...

–No –atajó Mitch con voz cortante.

Karla se mordió el labio superior tratando de nuevo de contener el llanto.

–Pero... ha sido un malentendido –dijo ella con voz temblorosa–. Estoy segura de que si hablo con ella...

Él la hizo callar con un gesto de la mano.

–No, Karla. Natalie no pidió explicaciones, ni siquiera se quedó el tiempo suficiente para que pudiéramos dárselas. Sumó uno y uno y llegó a la conclusión de que eran tres... tú, yo y tu hijo. Ha sido su error –su tono de voz se endureció–. Se acabó. Pasemos a hablar de otro negocio.

Karla se quedó atónita.

–¿Qué negocio?

–Tu negocio.

–¿Mío? –la expresión de Karla era de asombro absoluto.

–El bebé –dijo él refrescándole la memoria–. Tu bebé. ¿Has hecho algún plan? ¿Quieres seguir trabajando? O...

–Sí, quiero seguir trabajando –lo interrumpió ella–. Bueno, suponiendo que a usted no le importe.

–¿Por qué habría de importarme? –bromeó él–. Demonio, tú eres la mejor secretaria que he tenido nunca.

–Gracias –en sus ojos marrones se reflejó un brillo de satisfacción, y se sonrojó ligeramente.

–Está bien, quieres seguir trabajando.

–Oh, sí, por favor.

–¿Hasta cuándo?

–Tanto como pueda –Karla dudó por un instante, y después añadió rápidamente–: Me gustaría seguir trabajando hasta el último momento, si es posible.

–Olvídalo –dijo él moviendo la cabeza–. No creo que eso fuera bueno para ti ni para el bebé.

–Pero el trabajo no requiere realmente esfuerzo físico –insistió ella–. El tener un hijo hoy en día es algo muy caro, y voy a necesitar todo el dinero que pueda conseguir.

–Te pago un excelente seguro médico, Karla –le recordó–, que incluye gastos de maternidad.

–Lo sé, y estoy muy agradecida, pero me gustaría reservar lo máximo posible para después –explicó ella.

–No te preocupes por el tema económico, eso corre de mi cuenta. Quiero que te concentres en cuidarte, y cuidar al hijo que llevas dentro –levantó la mano en el momento en el que ella iba a interrumpirlo–. Cinco meses más, Karla.

–Seis –se atrevió a regatear ella–. Solo habrán pasado siete meses y medio para entonces.

Él sonrió ante aquel gesto temerario.

–Está bien, seis –transigió–. Pero pasarás ese sexto mes preparando a la persona que vaya a reemplazarte.

–Pero no necesitaré todo un mes para preparar a otra persona –exclamó ella–. ¡No tendré nada que hacer!

–Exactamente. Considera una pequeña victoria el que te permita hacer eso.

Ella bajó la cabeza en señal de que aceptaba su derrota.

–Usted es el jefe.

–Lo sé –su sonrisa duró unos instantes, dando paso después a un gesto de preocupación–. Diantres –murmuró–. Cuando llegue el momento ¿Cómo demonios encontraremos a alguien capaz de reemplazarte?

 

 

Un mes más tarde, y a muchas millas de distancia hacia el sudeste, en un extremo soleado de Pensilvania, estaba teniendo lugar una tormenta privada.

–Rata.

Las tijeras atravesaron la voluminosa falda.

–Miserable.

La costura se rasgó en dos.

–Cretino.

El canesú quedó hecho jirones.

–Traidor.

Los botones salieron volando por los aires.

–Ya está... hecho.

Con la respiración entrecortada por el esfuerzo, Maggie Reynolds dio unos pasos hacia atrás y miró los restos de lo que había sido el traje de novia más bonito que había visto en su vida.

Las lágrimas le inundaron los ojos. Maggie se dijo que era debido al reflejo del sol, y no al hecho de que aquel fuera el vestido con el que ella había pensado casarse dos semanas más tarde. El odio afloró a su mirada. Solo hacía dos días que el supuesto novio de Maggie se la había jugado. Después de haber compartido apartamento y cama con él durante casi un año, y después de haber pasado meses organizando todos los preparativos para la boda, un día, al volver del trabajo, se encontró con que todas las cosas de él habían desaparecido, los armarios de la ropa estaban vacíos, y había una nota, una maldita nota, apoyada en el servilletero que había sobre la mesa de la cocina. Las palabras que él escribió se le habían quedado grabadas a Maggie en la memoria:

 

Maggie, lo siento de verdad. Pero no puedo casarme contigo. Me he enamorado de Ellen Bennethan, y nos marchamos hoy a México. Por favor, procura no odiarme demasiado.

 

 

Todd

 

El recuerdo de su nombre le llevó a la memoria también su imagen. Con el pelo negro azabache y los ojos azul claro. Y evidentemente un traidor. Curvó los labios. ¿Lo odiaba? No, no lo odiaba, lo despreciaba. Así que se había enamorado de Ellen Bennethan ¿no? Mentira. Se había enamorado de su dinero. Ellen, una niña mimada que jamás había trabajado en su vida, era la única hija y la heredera de Carl Bennethan, dueño y señor de la compañía de muebles Bennethan, y jefe de Todd.