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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

LA OTRA MUJER, Nº 59B - octubre 2013

Título original: The Other Woman

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Tiffany son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3849-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

I

 

Elizabeth O’Connell no estaba segura de poder tolerar otro minuto más así. Era su quinta cita a ciegas en tantas otras semanas y cada una había sido peor que la anterior.

Carter Hudson, el hombre alto y de pelo oscuro sentado frente a ella en el restaurante, colocó su mano sobre la de ella.

–He oído lo que te sucedió con tu exmarido. Debió de ser una vivencia terrible.

Con sus ojos de color avellana y sus rasgos marcados, Carter no era feo. Pero por cómo le estaba acariciando la muñeca con el pulgar, no parecía que le importara mucho lo que ella había sufrido, sino fingir que se solidarizaba con ella y asegurarse así que esa noche terminaba de la forma más amigable posible. Además, su acento de Nueva York la ponía de los nervios.

En realidad, casi todo en él la ponía de los nervios.

Liz miró a su alrededor por si veía a alguien en la sala a quien conociera. Ella llevaba menos de dos años viviendo en Dundee, Idaho, pero era un pueblo de solo mil quinientos habitantes. Desgraciadamente, era un jueves de finales de mayo, plena temporada turística, así que no vio a nadie que conociera.

Liz se obligó a mantener la sonrisa y deseó que la camarera les sirviera pronto la cena.

–No fue fácil –respondió–. Pero ya se acabó, gracias a Dios.

Carter no captó la indirecta.

–Y a pesar de todo, sigues manteniendo una buena relación con él. ¿No era con él con quien hablabas por teléfono hace un momento?

Keith, su ex, estaba intentado arreglar la pared de la tienda que ella iba a abrir. Liz sabía que seguramente no debería permitirle que le hiciera más favores, pero había contado durante tanto tiempo con él que le resultaba más fácil aceptar su ayuda que rechazarla. Y además él era el padre de sus hijos. Si su tienda, La Chocolatérie, tenía tanto éxito como ella esperaba, todos obtendrían beneficios. Desde que Keith trabajaba en la tienda de bricolaje, no podía ayudarla mucho económicamente con los niños.

–Sí, era Keith –contestó Liz.

–Has hablado con él como si fuerais buenos amigos –comentó Carter maravillado.

Todos los hombres con los que había tenido citas últimamente querían hablar o bien de sus exnovias o le preguntaban sobre su exmarido. Liz estaba harta. Bebió agua aunque no tenía sed, solo para soltarse de la mano de él.

–No veo ninguna razón para ser la típica exmujer.

Carter se relajó en su asiento con elegancia. A juzgar por su constitución, debía de ser capaz de moverse muy rápido y con una gran coordinación. Aunque Liz dudaba de que Carter alguna vez se esforzara en algo.

–Eso es muy indulgente. Si yo fuera tú, le haría pagar, tanto si es el comportamiento típico de una ex como si no.

Liz agarró con más fuerza el vaso. Hablar de Keith siempre despertaba en ella un torbellino de emociones complicadas y la negatividad de Carter no estaba ayudándola nada.

–¿Por qué, cuando tenemos en común tantos amigos? Tal vez sería diferente si viviéramos en una gran ciudad. Pero en un pueblo como este nos encontramos todos los días.

–¿Lo dices en serio? ¿Eres capaz de quitarle importancia a lo que hizo, como si no hubiera sido nada?

–Tenemos dos hijos –respondió ella esperando que él lo comprendiera.

Carter resopló incrédulo.

–Por lo que he oído, él tiene tres más con la mujer de tu hermano.

Liz se obligó a contar hasta diez. Se moría de ganas de salir corriendo de allí, pero no podía hacerlo: sus amigos el senador Garth Holbrook y su esposa le habían preparado aquella cita y no quería dejarlos mal. Tal vez si Carter hubiera sido un simple conocido de ellos, ella no se hubiera andado con tanto cuidado. Pero Carter iba a ocuparse de la nueva campaña del senador.

–Reenie no estaba casada con mi hermano en esa época –aclaró Liz.

–No, las dos estabais casadas con Keith.

La camarera les llevó la cena y Liz sintió un gran alivio. Pero Carter continuó con el tema.

–¿Durante cuánto tiempo llevó él esa doble vida? ¿No fueron algo así como ocho años?

Liz no podía concebir que el senador Holbrook le hubiera contado eso a alguien que no la conocía. Sobre todo, cuando su hija Reenie también había sufrido a causa de Keith.

–¿Quién te ha contado eso?

–Todo el que puede –contestó él colocándose la servilleta en el regazo–. Es una historia increíble.

Liz apretó los dientes. Ese hombre no tenía ni idea de lo que ella había soportado, ni por qué.

–Quizá si conocieras a Keith lo comprenderías. Estaba fuera la mitad del tiempo por su trabajo. Yo no tenía ninguna razón para sospechar que me estaba siendo infiel.

–¿Infiel? Pero si tenía otra familia...

Al principio, Liz no había intentado justificar el comportamiento de Keith, pero con el tiempo y la distancia emocional casi había comprendido cómo una simple aventura se había convertido en un error aún más grande. De todas formas, se sentía más cercana a Keith que a aquel extraño. Si Keith y ella no se hubieran casado, su hija Mica no hubiera crecido en familia y Christopher no hubiera nacido.

–¿Cómo voy a culpar a Keith de amar a Reenie, cuando mi propio hermano no pudo resistirse a ella?

–Tu hermano se casó con Reenie en cuanto ella se divorció de Keith, ¿no es así?

–Sí –respondió Liz apretando los dientes.

–¿Entonces tú apareciste primero? –insistió Carter–. ¿Él conoció a la hija del senador después que a ti?

Liz carraspeó avergonzada. Ella no había aparecido primero. Keith llevaba tres años casado con Reenie cuando ella lo había conocido en un avión. Claro que ella no lo sabía. Reenie y ella habían vivido en mundos paralelos, sin conocer la existencia de la otra, hasta que el hermano de Liz había descubierto la verdad hacía un año y medio. Isaac había visto a Keith en el aeropuerto camino de Idaho cuando se suponía que estaba en Phoenix. Entonces a Liz se le había desmoronado el mundo que conocía.

–No. Pero no tenía ni idea de que estaba casado –respondió Liz, recordando que en aquel momento ella estaba embarazada de Mica y profundamente enamorada.

–Así que fue una conmoción absoluta –añadió Carter sin dar crédito.

Liz asintió.

–Creo que eres extraordinariamente indulgente al seguir hablando con él.

–Tú nunca has estado casado, ¿verdad? –le preguntó Liz.

–¿Qué te hace pensar eso? –preguntó él suspicaz de pronto.

Para Liz, su inflexibilidad lo delataba. Él todavía creía que podía tener siempre la última palabra en una pareja y vivir en un mundo de absolutos y decisiones claras. Liz apostaría a que él nunca había estado enamorado de verdad ni lo habían herido profundamente.

–Buena deducción –añadió él y se tragó un bocado sin masticarlo.

«Ya aprenderá», pensó Liz. Aunque a ella eso le daba igual. Aquel hombre no era el indicado para ella. Ella quería volver a llevar la conversación a un terreno neutral hasta que llegara la hora de despedirse. Sin embargo, debía de haberse mostrado más irritada de lo que pretendía o más desafiante porque él se volvió más sombrío y reservado.

–El senador Holbrook dijo que eras de Brooklyn –señaló Liz para rellenar el incómodo silencio.

–Es cierto, crecí allí.

–¿Y cómo logras sobrevivir en un pueblo pequeño como este? Tiene que ser un cambio muy fuerte.

–Es diferente –comentó él encogiéndose de hombros–. No todo es malo.

–Solo llevas unas pocas semanas aquí. Y aún no has pasado por uno de nuestros inviernos.

Los labios de él, que le hubieran parecido esculturales a Liz si se hubiera fijado en ellos, esbozaron una leve sonrisa.

–¿Estás intentando deshacerte de mí? –preguntó él.

–Tan solo dudo de que te guste esto, eso es todo –respondió ella.

Carter volvió a comer, masticando lentamente.

–Tú eres de Los Ángeles. ¿Qué tal llevas el estar aquí?

Liz había hecho un gran esfuerzo para adaptarse. Permanecía allí porque quería que sus hijos crecieran cerca de su padre y porque había tomado mucho cariño a la familia de su hermano, con Reenie y las tres niñas. Además, en Los Ángeles la esperaban problemas en la forma de su antiguo entrenador de tenis, Dave Shapiro, siete años más joven que ella. Seguía enganchada a él, quizá por eso no lograba que le gustara ningún hombre con los que se había citado en Dundee.

–Esto se está convirtiendo en mi hogar –contestó Liz.

–¿Y no crees que a mí me sucederá lo mismo?

–Lo dudo –dijo ella jugueteando con la comida para evitar la mirada de él–. Creo que tú eres demasiado ambicioso para un lugar como este, que estás demasiado interesado en subir peldaños hacia el éxito. Lo cual significa que no te quedarás aquí mucho tiempo.

–Lo dices como si ser ambicioso fuera malo.

–No necesariamente. No es malo siempre y cuando no te importe tener relaciones temporales con la gente.

–Dundee no es el lugar más animado del mundo –reconoció él–. Pero no veo qué tienen de malo las relaciones temporales. Las personas entramos y salimos de las vidas de los demás continuamente. Nunca sabes qué puedes aprender de alguien, cómo puede enriquecer tu vida una persona, aunque no sea una pareja para toda la vida.

Liz rio suavemente. Al menos ese hombre no se disculpaba por ser como era, ella tenía que reconocérselo.

–Tus palabras me recuerdan mucho a esa canción country que decía: «Aún me queda mucho por dejar atrás».

Carter soltó una sonora carcajada. Liz, triunfal al haberlo comprendido tan rápidamente, estuvo tentada de sonreír, pero no lo hizo: sospechaba que las motivaciones de él no eran tan sencillas, solo quería hacerle creer que lo eran.

–¿Cómo conociste al senador Holbrook? –inquirió ella.

–Cuando estudié en la universidad...

–¿A cuál fuiste?

–A Harvard.

Liz se negó a dejarse impresionar.

–Como decía, cuando estudié en la universidad quise meterme en política, así que trabajé como becario para un senador en Massachusetts. Cuando me licencié, él me contrató a jornada completa y gestioné su primera campaña. Pero luego cambié de rumbo en el terreno profesional. Al cabo del tiempo, cuando decidí regresar a la política, él no tenía ningún puesto disponible, pero preguntó a sus colegas y, antes de darme cuenta, yo estaba trasladándome aquí.

–Ya veo. Así que estás buscando a alguien que te ayude a desterrar el aburrimiento mientras vives en Dundee, ¿no es así?

–Estoy buscando compañía –puntualizó él y se encogió de hombros–. No estoy seguro de querer nada más.

–¿Te refieres a una relación?

Él se quedó pensativo unos momentos.

–Seguramente.

–Pues por mí no te preocupes, a mí no tienes que informarme de eso –afirmó ella con una sonrisa.

–¿Ah, no?

–No.

Él sonrió y se le formó un hoyuelo en la mejilla.

–Qué interesante que pienses así. Por lo que he oído, nunca lo hubiera creído.

–¿Lo dices porque mi marido me engañó? –preguntó ella esforzándose por permanecer calmada.

–Él fue esposo y padre de otra familia durante todo tu matrimonio y tú nunca lo sospechaste. Y no es algo fácil de disimular.

–Si estás insinuando que no vi la verdad porque no quería verla, te equivocas.

Liz estuvo a punto de contarle lo entregado que se comportaba Keith cuando estaba con ella, pero ¿por qué esforzarse con aquel hombre, si no iba a salir con él en la vida?

–¿Estás tratando de ofenderme? –preguntó ella.

–Estoy tratando de hacerme una idea de cómo eres. ¿Te asusta analizarte con un prisma más crítico?

Liz frunció el ceño.

–Perdona, pero esta es una primera cita.

–¿Y eso qué significa? –preguntó él estudiándola con la mirada.

–Preferiría fingir que me estoy divirtiendo.

Liz esperaba haberlo ofendido, pero le causó el efecto contrario: Carter rio como si le gustara su respuesta.

–Así que tienes un límite.

–¿Estabas poniéndome a prueba?

–Tenía curiosidad. Algo tiene que explicar lo que sucedió.

–No aguanto más –dijo ella y casi derramó sus bebidas al levantarse bruscamente–. Me voy de aquí.

–¿Solo porque no juego según las reglas, señorita O’Connell?

–¿De qué reglas hablas?

–De mantener una conversación insulsa y superficial. De evitar hablar de cosas que provoquen una reacción emocional. De ser tan solícito y tan falso como sea posible... Ese tipo de reglas.

–Quizá a mí me guste seguir esas reglas.

–Entonces me alegro de que te marches, porque mi tiempo es demasiado valioso para desperdiciarlo en encuentros superficiales.

Liz parpadeó sorprendida. Hacía un rato, estaba convencida de que él quería acostarse con ella; las ansias de él de perderla de vista la conmocionaban. Por su amistad con Reenie y los padres de ella, debería volver a sentarse... pero no podía hacerlo. Ya tenía suficientes preocupaciones con sacar su negocio adelante. No necesitaba aquello.

–Muy bien, no hay problema –afirmó ella y se fue a grandes zancadas.

 

 

Keith estaba comprobando la pared que acababa de alisar cuando Liz entró en la tienda.

–Vaya, no está tan mal –comentó ella sorprendida.

–¿No me creías capaz de hacerlo? –preguntó su exmarido frunciendo el ceño.

–Las reparaciones del hogar no eran tu fuerte. Pero les pasa a casi todos los informáticos –respondió Liz.

–Llevo trabajando en la tienda de bricolaje desde hace tiempo –se justificó él, prefiriendo no hacer referencia a la razón por la cual había dejado un empleo de ciento noventa mil dólares al año en una empresa de software para trabajar por doce dólares la hora en Dundee.

Liz agradeció que él no recordara el hecho de que la había abandonado para intentar salvar su matrimonio con Reenie. Carter ya le había hecho recordarlo.

–Estoy empezando a convertirme en un manitas –añadió él.

Lo cierto era que Keith no era muy buen manitas, pero al menos se esforzaba. Después de vender la casa que habían compartido en California, Liz había invertido hasta el último céntimo de su parte en ese negocio de la chocolatería y no tenía para pagar a verdaderos profesionales.

–Vas aprendiendo –lo animó ella, a pesar de lo frustrada y enfadada que se sentía con Carter Hudson.

De pronto Keith se detuvo y la miró.

–Vuelves tremendamente pronto.

–Estoy cansada –explicó Liz, que no quería admitir que la cita había sido un desastre.

–O sea, que él no te ha gustado.

Liz advirtió el tono de alivio de su exmarido, señal de lo mucho que deseaba que regresara con él. A veces ella se sentía tentada a sucumbir, a esforzarse al máximo por reconstruir su relación. Él siempre la había atraído y no solo a nivel físico. Y habían compartido mucha vida juntos.

Pero entonces Liz se recordaba que él había preferido a Reenie, que la había amado más que a ella, y entonces no era capaz de volver a confiar en él. Para Keith, ella había sido el segundo plato, solo quería volver con ella porque ya no podía conseguir a Reenie.

–Sí que me ha gustado –mintió.

–El senador dice que Hudson es brillante –comentó Keith.

–Es sincero y seguro de sí mismo.

–Reenie dice que es uno de los hombres más guapos que ha conocido.

–Reenie está más entusiasmada con él que yo –señaló Liz comprobando que el fontanero había instalado el lavabo en el cuarto de baño.

–¿Por qué lo dices?

–Tiene acento de Nueva York.

–¿Y eso qué tiene de malo?

Liz no estaba segura, simplemente se había agarrado a eso, quizá para no encontrarlo tan atractivo.

–Por lo que he oído, se crió en Brooklyn, es normal que tenga acento –añadió Keith.

Liz no respondió, estaba demasiado ocupada probando el nueva lavabo. Afortunadamente, funcionaba a la perfección.

–¿Y qué aspecto tiene? –preguntó Keith.

–¿No podemos dejar de hablar de Carter? –preguntó ella saliendo del cuarto de baño.

–Tengo curiosidad –insistió Keith.

–De acuerdo, es alto, un poco más que tú.

–Entonces andará por el metro ochenta y cinco. No es tan alto, ¿verdad? –comentó Keith celoso.

Liz se puso a barrer el polvo de la obra. No quería analizar a Carter Hudson, y menos con su exmarido. Tenía mucho que hacer si quería abrir la chocolatería para finales de mayo. Su idea original había sido abrir una tienda de dulces, pero Mary Thornton, que tenía una tienda de regalos al lado, se había enterado de sus planes y había decidido vender dulces ella también. Liz tenía que lograr hacerse un hueco en el mercado.

–No me he fijado tanto en él, solo sé que es grande, ¿de acuerdo?

–¿Grande en cuanto a gordo?

–No, grande en cuanto a musculoso, con hombros anchos, pecho definido y vientre plano...

–De acuerdo, ya lo he entendido –gruñó Keith–. ¿No decías que no te habías fijado?

–¿Y tú no querías detalles?

Liz podría haberle hablado de la constitución de deportista de Carter, con sus largas piernas y sus manos grandes. A juzgar por el tono bronceado de su piel, debía de pasar bastante tiempo al aire libre, lo que ella no esperaba en el ayudante de un político. Pero ya había dicho suficiente.

–¿Sabes algo de Mica y Christopher? –preguntó ella para cambiar de tema.

–No. ¿Se suponía que debía comprobar si están bien?

–No es necesario, seguro que lo están. Les encanta ir a casa de Reenie.

–No me extraña, vosotras dos sois tan amigas... –apuntó él.

Era evidente que a Keith le molestaba que sus dos exmujeres se llevaran tan bien y Liz comprendía por qué. Después de contar con el amor y la atención de las dos mujeres durante tanto tiempo, se había quedado fuera de sus vidas y no había posibilidad de que la situación cambiara. Sobre todo, porque Reenie se había casado con el hermano de Liz.

–Reenie y yo somos más que amigas. Ella es mi cuñada, ¿recuerdas? –dijo Liz volcando el recogedor en una carretilla.

–¿Cómo iba a olvidarlo? –murmuró él y reanudó su tarea de alisar la pared–. ¿Y Carter tiene intención de presentarse a algún cargo?

–No tengo ni idea –respondió Liz y volvió a pensar en lo que quedaba por hacer en la tienda–. Espero que la otra vitrina que pedí sea suficientemente grande.

–¿No le has preguntado si quería presentarse a algún cargo?

¿Por qué no podían dejar de hablar de Carter?, se lamentó Liz.

–No, no se lo he preguntado. Gracias a ti, casi toda la conversación se ha centrado en mí.

–¿Y qué quería saber él?

–Lo mismo que todo el mundo, cómo conseguiste mantener dos familias durante tanto tiempo. Y cómo es posible que tú y yo sigamos siendo amigos.

–Eso no es asunto suyo –espetó Keith.

Liz ignoró su respuesta.

–Él cree que soy una tonta por no darme cuenta de que me engañabas.

–Entonces sí que no ha ido bien la cita.

¿Realmente esa era la conclusión del tiempo que habían compartido Carter y ella?, se preguntó Liz. Cerró los ojos y negó con la cabeza.

–No –admitió–. No ha ido bien.

–Me alegro. Tal vez yo no sea tan fácil de reemplazar como creías.

–Keith... –le advirtió ella fulminándolo con la mirada.

–Solo digo eso –se defendió él.

–Ya lo has dicho otras veces. Y, por más que me gustaría que no fuera así, es demasiado tarde para nosotros.

–Con un poco de buena voluntad, no tendría por qué serlo –murmuró él.

En otro momento, aquella mirada había encendido a Liz. Hacía mucho tiempo que no estaba con ningún hombre y en cierta forma echaba de menos la excitación que sentía años atrás. Pero, por muy guapo que fuera Keith, ya no sentía nada por él.

–Gracias por arreglar la pared –dijo Liz–. Voy a buscar a los niños.

Cuando Liz llegó a casa de su hermano, encontró una nota en la puerta:

Liz, estamos en casa de mis padres. Pásate por allí, ¿de acuerdo?

«Fabuloso», pensó mientras arrugaba el papel. Iba a tener que contarles al senador Holbrook y a su esposa cómo había ido su cita antes de poder llevarse a los niños a casa.

II

 

Cuando Liz llegó a casa de los Holbrook, vio el Jaguar azul metalizado junto al monovolumen de Isaac y Reenie y lo reconoció de inmediato. De no ser por su hija Mica y la hija mediana de Reenie, Ángela, Liz se hubiera dado media vuelta y se hubiera marchado de allí. Pero Mica y Ángela estaban jugando en el porche delantero y la habían visto.

–¡Mamá! –gritó Mica y se acercó corriendo al borde de la acera–. Nos preguntábamos cuándo vendrías. El señor Hudson ha llegado hace mucho tiempo.

¿Cómo podía Carter Hudson tener tan poca vergüenza e ir directamente a casa de los Holbrook después de lo mal que la había tratado?, se preguntó Liz. ¿O se habría pasado para culparla a ella de que la cita no hubiera ido bien?

–Enseguida voy –le dijo Liz.

Aparcó el coche en la casa de enfrente, la que había alquilado cuando Isaac y ella se habían mudado a Dundee. La casa le recordaba algunos de los momentos más oscuros de su vida. Menos mal que hacía seis meses que se había mudado, una vez que terminó el contrato de alquiler. Seguía viviendo de alquiler, pero su situación iba mejorando. Quizá en el aspecto amoroso no, pero en otros sí. E iba a asegurarse de que la tendencia seguía en alza.

Mica se abalanzó sobre Liz en cuanto se bajó del coche.

–¿Te lo has pasado bien en tu cita? ¿Te ha gustado él?

Liz evitó la mirada de su hija. Mica era muy intuitiva y adivinaría la verdad a la menor ocasión. Menos mal que había anochecido y así Liz podía disimular su rubor.

–Lo hemos pasado en grande –le aseguró Liz evitando la mirada de su hija.

–A él también le has gustado –intervino Ángela por encima del hombro de Mica.

–Es verdad, lo ha dicho –secundó Mica.

Carter Hudson no acostumbraba a mentir, así que Liz se sorprendió.

–Le ha dicho a la señora Holbrook que eres atractiva –añadió Mica colocándose bien las gafas–. También ha dicho que algún día yo seré tan guapa como tú.

–Qué amable –dijo Liz, pero no creía que Carter hubiera hablado en serio–. Pero se equivoca. Las dos ya sois más guapas que yo.

Las dos niñas se echaron a reír.

–Vamos a avisar a todos de que has venido –anunció Mica cruzando la calle de nuevo.

Liz hubiera preferido llevarse a Mica y a Christopher casi sin que se notara, pero tenía que hacer acto de presencia. Así que siguió a las niñas al interior de la casa.

–Hola, ¿puedo pasar? –saludó a voces.

–Liz, ¿eres tú? Estamos en el jardín –respondió Reenie a lo lejos.

Liz atravesó la casa y llegó al patio. El senador Holbrook, su esposa Celeste, Reenie, Isaac y Carter estaban sentados relajadamente.

–Aquí está –dijo el senador y se levantó para besarla en la mejilla–. Carter, te dije que era una mujer especial, ¿no es así?

Las miradas de Liz y de Carter se encontraron un momento y ella creyó advertir un brillo de diversión en los ojos de él.

–Sí, me lo dijo –respondió Carter.

–¿Qué le ha sucedido a tu vestido? –preguntó Reenie.

–He pasado por la tienda –contestó Liz sacudiéndose el polvo y la pintura–. La reforma va bien.

–Siéntate –la invitó el senador sacando una silla para ella–. ¿Quieres beber algo?

–Gracias, pero no puedo quedarme. Los niños tienen colegio mañana.

Vio la expresión de decepción en los rostros de sus amigos.

No podía decirles que no estaba a gusto en compañía de Carter, ni que quería llegar a casa cuanto antes para telefonear a Dave.

–Aunque supongo que puedo quedarme cinco minutos –añadió ella sentándose.

–¿Estás emocionada con lo de abrir la tienda? –le preguntó Celeste.

–Sí, pero creo que no voy a lograr tenerla lista para finales de mayo.

–¿Por qué no? ¿Keith no había prometido que te ayudaría? –preguntó Reenie.

–Ya lo conoces –contestó Liz y advirtió que Carter escuchaba con atención, seguramente preguntándose cómo podían Reenie y ella tener tan buena relación.

Reenie era una mujer admirable y no había tenido la culpa de lo que había sucedido.

–Keith no sabe suficiente de reparaciones del hogar –explicó Liz–. Y no puedo pagar a un profesional. Y todos vosotros ya tenéis suficientes cosas que hacer.

–Carter podría ayudarte –apuntó el senador–. Creció construyendo casas con su padre, ¿no es cierto, Carter?

Él dejó su bebida en la mesa y se recostó en su asiento. Liz sintió que él la miraba fijamente, pero ella no levantó la vista.

–¿Qué necesitas? –preguntó él.

Liz no quería contestar, no quería su ayuda. Pero sintió la presión de los demás.

–Solo algunas mejoras –dijo por fin–. Poner un revestimiento a los suelos, pintar, colocar algunas estanterías y vitrinas. Pero, por favor, no quiero causarte problemas. Estoy segura de que estás muy ocupado.

–Seguramente sería mejor que lo hiciera otra persona –comentó él.

Liz se dio cuenta de que Carter le tenía la misma simpatía que ella a él.

–¿Y por qué esperar? –intervino el senador–. Aparte de responder al teléfono, no hay mucho que Carter pueda hacer por mí hasta que no lleguen los ordenadores. Y aún falta una semana para eso por lo menos.

–Pero pintar será difícil –apuntó Liz–. Quería aplicar estuco.

–Seguro que Carter sabe hacerlo, ¿verdad? Y si no, ya buscaréis entre los dos cómo se aplica. ¿Qué te parece, Carter?

–Supongo que podría intentarlo –respondió él.

–Perfecto. Pues ayuda a Liz durante la próxima semana más o menos y ya veremos cuándo te necesito en la oficina.

Liz suponía que Carter iba a negarse, pero en lugar de eso esbozó una ligera sonrisa.

–De acuerdo –dijo y la miró a ella–. ¿A qué hora quedamos allí mañana?

No había forma de escapar de aquello, pensó Liz. Ella tenía un problema y el senador se lo había resuelto.

–¿Qué tal a las seis? –dijo ella, deseando que él se echara atrás.

–¿A las seis de la mañana? –preguntó él enarcando una ceja–. De acuerdo.

Liz sabía que debía de haber mucho más debajo de aquel rostro impenetrable.

–Carter se pasaría el día trabajando si le dejara hacerlo –comentó el senador–. Es un hombre increíble.

–Según parece, has hecho muchas cosas diferentes en tu vida, Carter. ¿Cómo te metiste en política? –preguntó Isaac.

–Me lo planteé como profesión hace años. Ahora he regresado.

–¿Tienes intención de presentarte a algún cargo? –inquirió Liz, recordando la pregunta de Keith.

–No.

–¿Por qué no? –insistió ella.

–Me falta diplomacia, esa habilidad para llamar amigos a los enemigos. Mis enemigos siempre son mis enemigos. Pero un político no puede permitirse el lujo de separar las cosas en blanco y negro.

El senador Holbrook soltó una carcajada.

–Tienes toda la razón. El problema es que, en política, tus amigos y tus enemigos nunca están claramente definidos –miró a los demás–. Por eso necesito a alguien como Carter que me ayude a diferenciarlos.

Liz dejó la galleta que no había probado en un plato.

–¿Así que te consideras un buen juez de la personalidad, Carter?

–Solo soy cauto –resaltó él–. Es necesario en este tipo de trabajo.

–No hay nada malo en ser cauto –intervino Isaac y lanzó una mirada de advertencia a Liz.

Ella sabía que debía tranquilizarse, por educación, pero no podía. No cuando lo tenía arrinconado.

–¿Por qué es necesario? –presionó ella.

Él la taladró con la mirada.

–Soy una especie de estratega. Observo el terreno, intento imaginarme quién hará qué en determinadas circunstancias y a partir de ahí continúo.

–Es decir, que sacas conclusiones acerca de la gente a partir de una información limitada –dijo Liz cruzándose de brazos.

Reenie abrió la boca sorprendida e Isaac carraspeó, otro intento más de advertirle a Liz que estaba siendo una maleducada. El senador y Celeste se revolvieron inquietos en sus asientos. Pero Liz estaba demasiado empeñada en demostrar que tenía razón como para detenerse.

–¿Acaso no lo hacemos todos? –preguntó Carter.

Liz creía saber las conclusiones que él había sacado sobre ella. Su pasado no la dibujaba como alguien particularmente astuto ni perceptivo.

–La inocencia puede cegar a la gente.

–Eso no te lo discuto –admitió él–. Y, por lo que he visto, la inocencia raramente sobrevive.

–Algunas personas quizá sean más duras de lo que piensas.

–Eso siempre es una sorpresa más agradable que cuando sucede lo contrario –dijo él y se puso en pie–. Debo irme. Ha sido una reunión muy agradable, pero... mañana me levanto temprano.

Miró a Liz brevemente.

Celeste le dio un montón de galletas a Carter y lo acompañó a la puerta. Los demás se quedaron en el patio y Liz se removió inquieta en su asiento al notar todas las miradas puestas en ella.

–¿Qué ocurre? –preguntó por fin.

–¿Qué te ha hecho él? –preguntó Reenie conmocionada–. Nunca te comportas así. Tú hablas suavemente, eres educada, incluso reservada. Yo soy la temperamental.

–No me ha hecho nada –respondió Liz.

–Pues te has lanzado sobre él como una piraña –añadió Isaac–. ¿Por qué no te gusta?

Liz sonrió débilmente.

–Sí que me gusta, de veras.