Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Pamela Brooks. Todos los derechos reservados.

CORAZÓN DERRETIDO, N.º 1876 - septiembre 2012

Título original: A Moment on the Lips

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0802-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Fueron sus zapatos lo que la delataron.

Su traje era de buena calidad. Muy profesional, al igual que el maletín de cuero y el simple pero elegante recogido de su larga melena rubia. Pero los tacones eran demasiado altos y finos. No eran zapatos de oficina, y Dante Romano había conocido a demasiadas princesas para saber lo caros que podían ser. Era la clase de calzado que solo una mujer rica y consentida podía permitirse.

Cerrar aquel trato iba a ser mucho más rápido de lo que había temido cuando sus fuentes le revelaron que Carenza Tonielli pensaba hacerse cargo del negocio de su familia.

–Gracias por venir a verme, signorina Tonielli –le dijo mientras se levantaba–. ¿Le apetece tomar algo? ¿Café, agua? –le indicó la botella y los vasos que había en su mesa.

–Agua, por favor. Muchas gracias.

–Siéntese, por favor –esperó hasta que se hubo sentado en el otro extremo de la mesa y sirvió dos vasos de agua.

Ella agarró el suyo y tomó un pequeño sorbo. Tenía unas manos muy bonitas, pensó él, pero apartó rápidamente aquella imagen de su cabeza. Carenza Tonielli era muy hermosa. Posiblemente la mujer más hermosa que había conocido. Pero también era muy consciente de ello, y él no tenía la menor intención de intentar algo con una princesita mimada y endiosada.

«Mentiroso», lo acusó su libido. «Estás pensando cómo sería tener esas manos y esa boca en tu piel».

Bueno, tal vez estuviera pensando en aquella boca perfecta y sensual, pero de ninguna manera daría rienda suelta a sus fantasías.

No tenía tiempo para satisfacer sus deseos carnales hasta que aquel proyecto empresarial hubiese despegado.

–¿Por qué deseaba verme? –le preguntó ella.

¿De verdad no tenía ni idea? Pobre Gino… Había cometido un gravísimo error al dejar el negocio en manos de su nieta con la esperanza de que lo llevase a buen puerto. La chica había dejado Nápoles para recorrer mundo y había tardado diez años en volver a casa. ¿Realmente iba a renunciar a la dolce vita para dedicarse a los negocios?

Por lo que le habían contado sus fuentes en Londres, a Carenza Tonielli solo le interesaba despilfarrar el dinero en vestidos, champán y coches de lujo.

Nada de eso iba a poder hacer en la situación financiera actual de la familia Tonielli.

Dante no pensaba engañarla. Le había dado un precio justo, el mismo que le había ofrecido a su abuelo. Ella obtendría el dinero necesario para costearse su estilo de vida y él conseguiría la marca que necesitaba para expandir su negocio.

Ambos saldrían ganando con el acuerdo. Tan solo hacía falta que ella lo viera así.

–He estado negociando con su abuelo para comprar Tonielli’s.

–Ah…

–Y como la empresa ha pasado a sus manos, es usted con quien debo continuar las negociaciones.

–Creo que se ha producido un error.

–¿Un error, dice? ¿No está usted a cargo de Tonielli’s?

–Sí, sí –se cruzó de brazos–. Pero la empresa no está en venta.

Dante Romano se había quedado petrificado en su silla.

Y no le faltaban motivos, pensó Carenza. Aquel tiburón con traje y corbata que pensaba comprar el imperio heladero de su abuelo a precio de ganga se iba a quedar con un palmo de narices.

Un tiburón realmente atractivo, con el pelo negro y peinado hacia atrás, unos labios carnosos y unos bonitos ojos oscuros. Atractivo y muy sexy, pero un tiburón al fin y al cabo. Y ella no iba a venderle la empresa. Ni a él ni a nadie.

–¿Se va a quedar con Tonielli’s? –le preguntó él, sin salir de su asombro.

Carenza ya había visto aquella expresión de incredulidad. Era la misma cara que había puesto su nuevo jefe cuando ella le sugirió hacerse cargo de la galería, justo antes de dimitir. De ninguna manera iba a trabajar con alguien que la trataba como una cabeza hueca que no sabía hacer otra cosa que responder al teléfono, reír como una tonta y pintarse las uñas. Lo mismo que parecía pensar aquel hombre al que acababa de conocer. ¿Por qué no podía tomarla en serio?

¿Tal vez porque era rubia? ¿O porque Dante Romano era el típico italiano chovinista que trataba a las mujeres como si vivieran en los años cincuenta?

–Sí, así es –le confirmó fríamente.

Él se echó hacia atrás en la silla.

–¿Cómo?

–Me está ofendiendo –le advirtió ella, mirándolo con ojos entornados.

Signorina Tonielli, usted no tiene la menor experiencia y su empresa se encuentra en una situación precaria. Necesita una reestructuración urgente y yo tengo los conocimientos y el personal necesario para ello.

Sin duda se estaba tirando un farol, pensó ella. Las cosas no estaban tan mal.

–Estamos en plena recesión económica. La situación es difícil para todo el mundo.

–Su negocio se encuentra en serios aprietos y no creo que se deba únicamente a la recesión. Como ya he dicho, no tiene usted la experiencia ni el personal adecuado para arreglar las cosas.

Signor Romano, usted no sabe nada de mí. ¿Cómo se atreve a suponer que soy capaz de dirigir el negocio que mi familia fundó hace cinco generaciones?

–No solo se trata de dirigirlo. Hay que adaptarlo a los nuevos tiempos y convertirlo en un negocio próspero.

–¿Y cree que soy demasiado estúpida como para poder hacerlo?

–Demasiado inexperta –corrigió él.

–¿Qué le hace pensar que soy inexperta?

Nada más preguntarlo se dio cuenta de cómo podría interpretarse su «inexperiencia». Sobre todo cuando la mirada de Dante Romano la recorrió, muy lentamente, desde la cabeza hasta el nivel de la mesa. De arriba abajo y abajo arriba. Examinándola, admirándola… Era evidente que le gustaba lo que veía.

Carenza sintió que le ardían las mejillas.

Cualquiera pensaría que tenía dieciséis años en lugar de veintiocho, y que ningún hombre la había desnudado nunca con la mirada.

Si Dante Romano la hubiera mirado así con dieciséis años se habría derretido en un charco de hormonas. Su cuerpo empezaba a reaccionar, y dio gracias en silencio porque el grueso tejido de la chaqueta ocultara el endurecimiento de sus pezones…

Se reprendió mentalmente. Estaba en una reunión de negocios y ni siquiera debía estar albergando pensamientos eróticos. Un año antes habría hecho algo más que pensar en ello, pero había dejado atrás aquella parte de su vida y se le presentaba la ocasión para empezar de nuevo.

Entonces él volvió a hablar, y fue como si le arrojara encima un cubo de agua helada.

–¿Ha trabajado alguna vez en su vida?

¿Cómo? Por unos instantes se quedó demasiado sorprendida e indignada para hablar. ¿Aquel hombre la veía como una mujer que solo se dedicaba a divertirse y vivir a costa de su abuelo? Bien, así había sido diez años antes, pero desde entonces había crecido mucho. Y se había dejado la piel en Londres, hasta que Amy enfermó de cáncer y vendió la galería.

Intentó no perder la compostura para no hacerle ver lo cerca que había estado de tirarle el vaso de agua a la cara.

–En una galería de arte.

¿Conocería él aquel dato? Naturalmente que sí. Cuando alguien planeaba comprar un negocio se informaba a fondo antes de invertir su dinero. Pero al parecer no la había investigado tan a fondo a ella, porque de lo contrario sabría que había vuelto para quedarse y que no pensaba vender la empresa.

En el breve segundo que transcurrió antes de que él enmascarase su expresión, Carenza vio lo que estaba pensando. El trabajo en la galería de arte ni siquiera le parecía un trabajo de verdad, sino un mero pasatiempo para una niña rica y mimada. Lo mismo que había pensado el nuevo propietario de la galería.

Nada más lejos de la realidad.

–Todos los negocios se dirigen de la misma manera –declaró en tono desafiante.

–Así es –repuso él.

Obviamente no la veía capaz de dirigir Tonielli’s. Y ella iba a demostrarle lo equivocado que estaba. No solo iba a quedarse con la empresa, sino que iba a sacarla adelante.

–No creo que tengamos nada más que hablar, signor Romano –se levantó–. Gracias por el agua. Buenos días.

Salió del despacho con la cabeza bien alta.

Capítulo Dos

Era estupendo estar otra vez en casa tras pasarse un año viajando por el mundo y nueve residiendo en Londres. Volver a vivir junto al mar, en la bonita ciudad de Nápoles, que se extendía desde la colina hasta el puerto, donde los barcos y botes pesqueros se mecían suavemente sobre las tranquilas aguas. El poste junto a las rocas blancas frente al Castel dell’Ovo, donde los amantes enganchaban un candado con sus nombres garabateados, creando una inmensa escultura en continuo crecimiento. El quiosco de música en la Villa Comunale, con su bonita estructura de hierro forjado, sus globos luminosos y su marquesina de cristal. La puesta de sol tras la isla de Isquia, tiñendo el mar y el cielo de tonos rosas y morados. Y el pico quebrado y amenazante del Vesubio dominando la bahía…

Estaba de vuelta, y Carenza se daba cuenta de cuánto había echado de menos todo aquello. El sabor del aire marino, las estrechas callejuelas adornadas con banderas, el delicioso aroma de las pizzas…

Su hogar.

Salvo que ella ya no era una adolescente alocada e irresponsable. Se había convertido en una mujer adulta y estaba a cargo de Tonielli’s. Cinco generaciones la precedían. O seis, para ser exactos.

Repasó las cifras por cuarta vez en lo que llevaba de día, pero seguían sin salirse las cuentas. La cabeza empezaba a dolerle y continuamente tenía que parar y masajearse las sienes. Empezaba a pensar que Dante Romano tenía razón. Ella carecía de experiencia para sacar adelante la empresa. Pero ¿qué opción le quedaba?

Podría ir a ver a su abuelo y decirle que no podía lidiar con una responsabilidad semejante. Pero aquello sería como arrojarle su generosidad a la cara. Su abuelo había creído en ella lo suficiente para dejar el negocio en sus manos. Él tenía setenta y tres años y era hora de que disfrutara de su merecida jubilación, dedicándose a cuidar su jardín y a reunirse con sus amigos en los cafés para liberarse de todo el estrés acumulado durante una vida de duro trabajo. Se habría retirado años atrás, si los padres de Carenza no hubiesen muerto en un accidente de coche.

Suspiró con pesar. No, no podía devolverle a su abuelo el mando de Tonielli’s. Y tampoco podía pedirle consejo a Amy. Su exjefa la ayudaría encantada, pero acababa de someterse a otra agotadora sesión de quimioterapia y lo último que necesitaba era cargarse con más estrés.

Luego estaba Emilio Mancuso. Según su abuelo, había ejercido como encargado de la empresa durante una temporada, pero Carenza no se sentía cómoda con él. No sabía por qué; siempre había sido muy educado con ella, si bien un poco condescendiente, pero había algo en él que la hacía sospechar.

Tampoco podía pedirle ayuda a sus amistades, pues ninguna de ellas estaba al frente de un negocio.

Lo que dejaba…

Volvió a suspirar. A nadie.

«Usted no tiene la menor experiencia y la empresa se encuentra en una situación precaria».

Dante Romano tenía razón en eso.

«Necesita una reestructuración urgente».

También la había tenido en eso otro.

«Y yo tengo los conocimientos y el personal necesario para ello».

La solución más evidente sería venderle el negocio. Pero si lo hacía, estaría defraudando a su abuelo, a su querido Nonno, y rompiendo la larga tradición de su familia. La última generación de Tonielli renunciando al negocio… ¿Cómo podía hacer algo así?

A menos que…

Sonrió burlonamente. Era una locura. Él jamás accedería a ello.

«¿Cómo lo sabes si no se lo preguntas?».

Tal vez, pero… ¿sería tan bueno como él mismo afirmaba? ¿Podría ayudarla a salvar el negocio?

Apartó los papeles y se acercó el ordenador portátil para buscar información de Dante Romano en internet. Era curioso, pero no encontró ninguna foto de él acompañado de mujeres hermosas… o de hombres, aunque su detector de homosexuales le había funcionado muy bien hasta el momento. La atracción del día anterior había sido mutua, a juzgar por la mirada que le había echado desde el otro lado de la mesa.

Tampoco se hablaba de ningún feo divorcio ni nada parecido. Al parecer, Dante Romano se mantenía alejado de cualquier tipo de relación emocional y se centraba exclusivamente en su trabajo.

Un adicto al trabajo.

Con solo treinta años ya era dueño de una cadena de restaurantes, un logro impresionante si se tenían en cuenta sus humildes orígenes. Un poco más de investigación reveló que había comprado muchas empresas y las había convertido en negocios prósperos y boyantes. Y corría el rumor en el mundo empresarial de que iba a conceder la franquicia de sus restaurantes. Carenza no entendía mucho de franquicias, pero tenía la impresión de que suponía una expansión nacional o internacional. Siendo así, era lógico que no tuviese tiempo para salir con nadie.

Pero a ella no le interesaba en absoluto su vida sentimental. En aquellos momentos de su vida no quería intimar con nadie. Solo quería concentrarse en la empresa de su familia y sentir que podía hacer algo útil. La cuestión era cómo hacerlo… ¿Estaría Dante Romano demasiado ocupado para ayudarla? Y aunque no lo estuviera, ¿aceptaría ser su consultor privado y ayudarla a reflotar el negocio?

Era una estrategia muy arriesgada, pero no tenía alternativa. Y solo había un modo de averiguar si estaría dispuesto a ayudarla.

Conociendo ya su adicción al trabajo, era lógico suponer que aún estaría en su oficina. La mano le temblaba mientras marcaba el número de teléfono.

–Vamos, Caz –se animó a sí misma al pulsar el último dígito. Pero con cada toque de llamada aumentaban los nervios. Empezó a preguntarse si no había cometido un error y…

–Dante al habla –su voz era clara y firme–. ¿Diga?

Carenza agarró con fuerza el auricular y respiró hondo.

–¿Signor Romano? Soy Carenza Tonielli.

–¿En qué puedo ayudarla, signorina Tonielli?

Si estaba sorprendido, o si esperaba que ella lo llamase para decirle que había cambiado de opinión, no lo demostró. Se mostraba amable y cortés, pero de una forma fría e impersonal.

–Eh… me preguntaba si podríamos hablar. Hay algo que me gustaría comentarle.

–¿Dónde y cuándo?

Desde luego no perdía el tiempo. Tal vez por eso fuera tan bueno en los negocios.

–¿Qué le parece en mi oficina?

–¿Cuándo le viene bien?

–¿Ahora?

–¿Ahora? –casi chilló al repetir la palabra. ¿A quién se le ocurría tener una reunión de negocios a aquella hora de la noche?

Aunque la verdad era que no necesitaba tiempo para prepararse. No había nada que añadir al caso.

–De acuerdo. ¿Sabe dónde está mi oficina?

–Sí.

Qué pregunta más estúpida. Pues claro que lo sabía. Sin duda se había reunido allí con su abuelo cuando se propuso comprar el negocio.

–Bien. Pues lo veo dentro de un ratito.

Ciao.

La mano le seguía temblando al colgar el teléfono. Ya estaba hecho. No había vuelta atrás. Además, ¿qué sería lo peor que podría pasarle? Que él se negara a ayudarla. Y en ese caso ella se encontraría en la misma posición en la que se encontraba ya. Era absurdo sentir nervios por la idea de verlo.

Se ocupó en moler los granos de café en una cafetière y poner agua a hervir. Acababa de reordenar las tazas en la bandeja por tercera vez cuando oyó que llamaban a la puerta.

–Gracias por venir, signor Romano –dijo al abrirle y cerrar la puerta tras él.

Prego –respondió, con el rostro imperturbable.

–¿Le apetece un poco de café?

–Gracias. Sin leche ni azúcar.

Carenza le llevó el café a la mesa, pero la mano le temblaba tanto que se lo derramó en los pantalones.

–¡Dios mío! Lo siento mucho. No pretendía…

–No pasa nada –la interrumpió él–. Se pueden lavar.

Pero lo dijo con una cara tan seria que a Carenza se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo había podido pensar siquiera que aceptaría su oferta? No solo era una estrategia arriesgada. Era un auténtico disparate.

–¿De qué quería hablarme? –le preguntó él.

Carenza dejó la taza en la mesa con mucho cuidado y se sentó.

–He consultado los libros de mi abuelo.

–¿Y?

–Y tenía razón en lo que me dijo. No tengo experiencia para arreglar la situación. Pero… –ahogó un pequeño gemido– si usted quisiera ser mi consultor, podría intentarlo.

–Su consultor… –su voz era tan inexpresiva como su rostro. Imposible determinar si estaba sorprendido, indignado, complacido o interesado–. ¿Y qué gano yo a cambio?

–¿Qué tal la enorme satisfacción de poder decir «ya se lo dije»?

El comentario arrancó un atisbo de sonrisa y un breve destello en sus bonitos ojos oscuros.

–No, en serio –dijo ella, envalentonada por aquel cambio en su expresión–. Le pagaré por su orientación. Dígame cuáles serían sus honorarios.

–Más de lo que puede permitirse, princesa. Recuerde que ya he visto sus libros.

¿Princesa? El apelativo le dolió, pero no podía responder con un ataque.

–Puedo pagarle –insistió.

–¿Cómo?

Carenza respiró hondo.

–Podría… –se lamió el labio. Podría vender sus joyas. No le sería fácil, especialmente el reloj que sus abuelos le habían regalado al cumplir veintiún años, pero lo haría si con ello podía salvar el negocio y conseguir que sus abuelos estuvieran orgullosos de ella.

Dante Romano malinterpretó su larga pausa, porque arqueó una ceja en un gesto de arrogante sarcasmo.

–Tengo treinta años y nunca he pagado a cambio de sexo, princesa. No voy a empezar a hacerlo ahora.

–No… no quería decir eso –balbuceó ella, sintiendo como se ponía colorada–. Iba a decirle que puedo vender mis joyas.

Por desgracia, la observación sexual le había dejado grabada una imagen imborrable en la cabeza. Una imagen que no podría ser más inapropiada para aquellos momentos. Se imaginaba a Dante Romero, desnudo, en su cama… introducido en ella.

Por Dios… Tenía que controlarse o acabaría muy mal. Aquello era una reunión de negocios. Negocios y nada más que negocios.

–¿Por qué? –le preguntó él.

–¿Por qué qué? –«piensa, Caz, piensa». No tenía ni idea de lo que le estaba hablando. El cerebro se le había derretido.

–¿Por qué quiere que sea su tutor?

Ah, sí. La razón por la que lo había llamado…

–Le estoy pidiendo que sea mi tutor porque usted tiene experiencia en reflotar negocios –le dio el nombre de los tres últimos restaurantes que había comprado y las fechas correspondientes.

Él volvió a arquear una ceja.

–¿Ha hecho sus deberes, princesa?

–¡No me llame así! –explotó, justo antes de recordar que le estaba pidiendo un favor y que tenía que ser amable con él–. Por favor… Me llamo Carenza.

–Carenza –el nombre sonó como una caricia en sus labios, irresistiblemente sensual.

No. Debía concentrarse.

–Tenía razón, signor Romano. No tengo experiencia para salvar el negocio.

–Y de ahí esta cura de humildad… –dijo él–. Interesante.

–¿Por qué tiene una opinión tan baja de mí?

–Porque conozco a las mujeres como usted –hizo una pausa y la miró fijamente–. Princesa.

A Carenza le costó un enorme esfuerzo no responder a la provocación.

–No soy una princesa –declaró fríamente.

–Ponga los pies en la mesa.

–¿Qué?

–Ponga los pies en la mesa.

Carenza no tenía ni idea de lo que pretendía, pero de todos modos hizo lo que le pedía.

–Mírese sus zapatos. De diseño y calidad. Seguramente cuestan el sueldo de un mes de uno de sus empleados. ¿Va a decirme que no es una princesa?

Dicho así era difícil rebatirlo. Carenza bajó los pies de la mesa.

–Tenía un trabajo en Inglaterra –dijo, consciente de que estaba a la defensiva.

–Ajá.

Estaba convencido de que aquel supuesto trabajo no había sido más que una sinecura, un empleo remunerado que apenas exigía dedicación.