Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Helen Brooks. Todos los derechos reservados.

BODAS EN ITALIA, N.º 2171 - agosto 2012

Título original: In the Italian’s Sights

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0724-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

CÓMO se había metido en aquella situación? Era ridículo. No era propio de ella. El peligro no iba con ella. Era una mujer sensata, metódica. No salía huyendo víctima de un impulso. Nunca lo había hecho. No obstante, su madre siempre había definido así sus actos.

Cherry Gibbs se protegió los ojos mientras observaba la estrecha carretera, definida por muros de piedra y con extensos olivares a ambos lados, que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Entonces, se fijó de nuevo en el coche de alquiler, que estaba parado estoicamente bajo el cálido sol de mayo con la puerta del conductor abierta. Por milésima vez en la última hora se volvió a montar en el vehículo y trató de arrancarlo. Nada.

–No me hagas esto –dijo mientras se apartaba un mechón castaño del acalorado rostro–. Aquí no. Ahora no. Por favor, por favor, arranca esta vez.

Contuvo el aliento e hizo girar la llave en el contacto. Ni un sonido. Resultaba evidente que el coche no iba a llevarla a ninguna parte. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse allí todo el día esperando que apareciera alguien. No habría supuesto un problema si se hubiera quedado en una de las autopistas o carreteras principales, pero, después de marcharse de la ciudad en la que había pasado la última noche, había tomado la decisión de circular por las carreteras secundarias, menos concurridas. Había descubierto que Italia era muy diferente de Inglaterra en muchos aspectos, la mayoría de ellos buenos. Sin embargo, la conducción no era uno de ellos.

Parecía que no había reglas en la carretera. Conducir por las ciudades era una experiencia que le ponía los nervios de punta. Tenía que concentrarse cada segundo que estaba detrás del volante. Los italianos se incorporaban al tráfico repentinamente, adelantaban en cualquier situación, no respetaban los semáforos, se pegaban mucho al vehículo que circulaba delante de ellos y tocaban el claxon incesantemente.

Llevaba cinco días en la región de Puglia, el tacón de la bota que forma el mapa de Italia, y corría el peligro de desarrollar un dolor de cabeza crónico por el estrés. Resultaba irónico que precisamente se hubiera escapado del Reino Unido para huir de eso. Por eso, había tomado la decisión de apartarse durante un tiempo de las ciudades.

A pesar de todo esto, no se podía decir que no hubiera disfrutado de los últimos días. Desde que llegó al aeropuerto de Brindisi, había estado explorando la zona en su coche de alquiler. Había visitado Lecce y la península Salentina, que era un lugar innegablemente hermoso. La ciudad vieja de Lecce era un laberinto de calles repletas de iglesias barrocas y, cuando llegó a la punta misma de la península, se sintió como si estuviera en el fin del mundo al observar las lejanas montañas de Albania. Aquel había sido un día especialmente agradable. No había pensado en Angela y Liam más de una docena de veces.

Después de cerrar los ojos durante un instante, los abrió y se bajó del coche. No iba a dejarse llevar por la autocompasión. Observó el resplandeciente cielo azul. Ya había llorado suficiente en los últimos meses. Aquel viaje era el principio de una nueva vida, en la que no iba a vivir en el pasado ni a lamentarse por lo que había perdido.

Metió la mano por la ventanilla del copiloto y sacó el mapa que había comprado en el aeropuerto. Había abandonado su pequeña pensión de Lecce después de desayunar y había ido conduciendo por la costa durante unos cincuenta kilómetros aproximadamente antes de dirigirse hacia el interior. Había parado a llenar el depósito de su pequeño Fiat en una ciudad llamada Alberobello y había pasado allí algún tiempo visitando las pintorescas trulli, las casas típicas de la región. Después, compró unos higos y un panetto, bollo hecho de pasas, almendras, higos y vino, en un mercado.

Al menos, no se moriría de hambre. Llevaba sus compras en el asiento trasero. Le estaba empezando a parecer que había pasado mucho tiempo desde el desayuno.

Se había marchado de Alberobello hacía unos veinte minutos y, casi inmediatamente, se había encontrado en el corazón del estilo de vida tradicional del sur de Italia en medio de un paisaje de pinos, almendros, viñedos e interminables olivares. Desgraciadamente, por estar en medio de ninguna parte, iba a resultar difícil que encontrara a alguien que le echara una mano. Llevaba un rato conduciendo por carreteras secundarias y senderos de tierra. Lo peor de todo era que no tenía una idea clara de dónde estaba el pueblo más cercano.

Arrojó el mapa al interior del coche por la ventanilla abierta y suspiró. Tenía su teléfono móvil, pero ¿a quién diablos podía llamar para que la sacara de aquel atolladero? No había embajadas extranjeras en Puglia y, aunque sí tenía el número de la embajada en Ro ma y el consulado de Bari, no le servían de nada porque no tenía ni idea de dónde estaba. Había pasado por algún pueblo pequeño e incluso alguna casa aislada desde que se marchó de Alberobello, pero no tenía ni idea de cuánto tendría que andar antes de llegar al lugar habitado más cercano. Además, tendría que llevarse su equipaje, que pesaba una tonelada. El sur de Italia tenía una reputación más que merecida en lo que se refería a robos. El hombre que le entregó su coche le había dicho que no dejara ningún objeto de valor a la vista en el coche y que no dejara el vehículo en un lugar oscuro o escondido, además de aconsejarla que no caminara sola de noche. Los ladrones podían distinguir a un turista inmediatamente.

Suspiró. Decidió que no iba a dejarse llevar por el pánico. Almorzaría y luego empezaría a desandar el camino. Era lo único que podía hacer. Podían pasar horas, incluso días, antes de que alguien pasara por aquella carretera. Además, le aterraba el hecho de quedarse en el coche y que se hiciera de noche. Había visto demasiadas películas de terror como para hacer algo así.

Estaba aún sentada en el muro comiéndose su pastel cuando oyó el sonido de un vehículo. Entornó los ojos y miró hacia la distancia. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho. Primero vio una polvareda. Decidió que el conductor se iba a llevar una buena sorpresa con el bloqueo de la carretera que ella, sin querer, había causado. No obstante, un agricultor de mediana edad sería preferible a uno de los innumerables donjuanes que se había encontrado desde su llegada a Italia y que, evidentemente, consideraban que una chica inglesa que viajaba sola era una presa fácil. No le ayudaba mucho el hecho de que pareciera mucho más joven que sus veinticinco años. Era bastante menuda y delgada, por lo que tenía que resignarse a que siempre le echaran diecisiete o dieciocho años. Liam había bromeado constantemente al respecto, sobre todo cuando a Cherry le pedían identificación en las discotecas.

Vio por fin que se trataba de un coche, un Ferrari azul oscuro que se dirigía a toda velocidad hacia ella. Decididamente uno de los ligones locales, que sin duda creería que le estaba haciendo un gran favor al iluminar su triste existencia ofreciéndole que se acostara con él, tal y como ya le había ocurrido un par de días atrás.

Se bajó del muro y se sacudió las migas de pastel que tenía sobre la camiseta. Entonces, se acercó a su coche y esperó a que llegara el Ferrari. Los cristales tintados hacían que resultara difícil ver el rostro del conductor, por lo que Cherry se armó de valor cuando vio que se abría la puerta. Una cosa era tratar con los insistentes italianos en las calles de una concurrida ciudad y otra muy distinta en medio de una carretera solitaria sin nadie a la vista. Durante un segundo, todas las historias que había escuchado sobre mujeres que habían sido violadas y asesinadas mientras hacían turismo por el extranjero le cruzaron el pensamiento.

El hombre que salió del Ferrari no era un chico joven. Lo primero que le llamó la atención a Cherry fue su altura, al menos de metro ochenta. Tenía los hombros anchos y fuertes y un hermoso rostro moreno que portaba las líneas de la experiencia grabadas sobre la piel. El hombre dijo algo en italiano. Cherry tan solo comprendió la palabra «signorina» que escuchó al final de la frase.

–Lo siento. No hablo italiano –dijo.

–¿Es usted inglesa? –le preguntó él.

Antes de que él hablara, a Cherry le pareció que suspiraba. Había pronunciado aquellas palabras con un cierto aire de resignación. No añadió nada parecido a «otra estúpida turista», pero le faltó poco. Cherry sintió que la ira se despertaba en ella y asintió con un gesto brusco.

–Bien. ¿Qué problema tiene, signorina? –añadió, sin quitarse las oscuras gafas de sol.

–Mi coche se ha averiado –respondió Cherry con una fría sonrisa.

–¿Adónde se dirigía?

–No lo sé. Simplemente estaba explorando la zona. No me dirigía a ningún lugar concreto.

–¿Y dónde se aloja?

–He estado alojándome en Lecce, pero decidí ir a la costa durante un tiempo para conocer la zona.

–Pues no está en una carretera costera, signorina.

–Lo sé –le espetó ella–. Alguien me habló de los castillos medievales de Puglia y en particular del Castel del Monte. Iba en esa dirección, pero quería ver el campo.

–Entiendo. Y ahora está usted bloqueando mi carretera.

–¿Su carretera?

–Sí –replicó él–. Está usted en mi finca, signorina. ¿Acaso no vio un cartel hace unos kilómetros que le advertía que estaba usted en una finca particular?

–No vi valla alguna.

–No tenemos necesidad de vallas. En Italia respetamos la propiedad privada de los demás.

–Ay, pues lo siento –replicó ella secamente–. Le puedo asegurar que, si hubiera sabido que estas son sus tierras, no habría puesto el pie en ellas –añadió. Las palabras eran una disculpa, pero el tono de su voz distaba mucho de estar pidiendo perdón.

El hombre sonrió ligeramente y dio un paso hacia ella.

–Bien. Veamos si podemos persuadir a su coche de que continúe su viaje. ¿Las llaves?

–Están en el contacto.

Cherry rezó en silencio para que el coche arrancara a la primera y no la dejara así mucho más en ridículo.

Después de un instante, resultó más que evidente que el coche no iba a arrancar.

El desconocido se bajó del coche con la gracia natural de todos los hombres italianos y dijo:

–¿Cuándo fue la última vez que repostó usted gasolina?

Ahí sí que no la iba a pillar. Cherry no era tan estúpida como para haberse quedado sin gasolina.

–Hoy mismo –respondió con gesto triunfante–. Antes de marcharme de Alberobello. Tengo el depósito lleno.

–Y después de llenar el depósito, ¿se marchó de la ciudad inmediatamente?

Cherry lo miró fijamente. No sabía adónde quería él ir a parar.

–No. Después de llenar el depósito me fui a ver un poco la ciudad.

–¿A pie, signorina?

–Sí, a pie.

Él estaba mucho más cerca de Cherry y su masculinidad le resultaba a ella más intimidante. Los esculpidos pómulos de aquel hermoso rostro, el espeso y oscuro cabello y las caras ropas que llevaba puestas contribuían a darle una arrogancia propia de un depredador que a ella le resultaba inquietante.

–Creo que, posiblemente, usted haya sido víctima de… ¿Cómo se dice en inglés? De los engaños que prevalecen en pueblos y ciudades. Un depósito lleno se roba.

–¿Se roba?

–Sí, signorina. Resulta fácil hacer un pequeño agujero en el depósito de la gasolina y sacar todo el combustible. Es un inconveniente.

Cherry lo miró con desaprobación, como si él mismo hubiera cometido aquel delito.

–Entonces, en Italia, ese respeto por la propiedad ajena del que usted hablaba no se extiende a los coches, señor…

–Carella. Vittorio Carella –replicó él, con una sonrisa. Aparentemente, no le había molestado el sarcasmo de Cherry–. ¿Y su nombre es, signorina?

–Cherry Gibbs.

–¿Cherry?

Él frunció ligeramente el ceño, lo que provocó que Cherry se preguntara de qué color serían sus ojos tras las gafas oscuras. Suponía que castaños. O negros como la noche.

–¿Como la fruta?

–Sí. Aparentemente, mi madre tenía antojos de cerezas constantemente cuando estaba embarazada de mí y, por lo tanto…

–Veo que no le gusta su nombre. A mí me parece encantador.

Cuando se quitó las gafas, Cherry comprobó que se había equivocado en cuanto al color de sus ojos. Eran grises. De un gris profundo, ahumado, enmarcado por espesas pestañas que podrían haber resultado femeninas en un rostro menos masculino. Sin embargo, a él le daban un aspecto completamente hipnótico.

–Bien, Cherry. Creo que hemos establecido que su coche no va a ir a ninguna parte por el momento. ¿Puedo llamar a alguien para que venga a recogerla? ¿Sus padres, tal vez?

–No he venido con nadie –dijo ella. Inmediatamente, deseó haberse mordido la lengua.

Los hermosos ojos se entornaron.

–¿No? –preguntó. Evidentemente estaba escandalizado–. Es usted un poco joven para estar sola en el extranjero.

Lo mismo de siempre. Evidentemente, Vittorio Carella pensaba que era más joven de lo que ella era realmente.

–Tengo veinticinco años –replicó ella–. Edad más que suficiente para ir donde quiera y cuando quiera.

–Evidentemente, tiene buenos genes. A mi abuela le ocurre lo mismo –dijo él–. ¿Tiene el número de la empresa de alquiler de coches?

Cherry asintió. Estaba en su bolso, con su pasaporte y el resto de los papeles. Tardó un minuto en sacarlo, a pesar de que se sentía muy torpe con aquellos ojos grises observándola. El número estaba ocupado.

–No importa –anunció él–. Puede volver a intentarlo desde la casa. ¿Qué necesita llevarse?

–¿La casa?

–Sí. Mi casa. No se puede quedar aquí.

Cherry no iba a ir a ninguna parte con él.

–Mire, siento estar bloqueándole su carretera, pero cuando consiga hablar con la empresa de coches de alquiler, me enviarán a alguien para recoger el coche y me darán otro nuevo. ¿Puede… pasar usted de algún otro modo?

–Podrían pasar horas antes de que alguien viniera a buscarla, Cherry. Tal vez no tengan otro vehículo disponible. Todo podría demorarse hasta mañana. ¿Tiene la intención de pasar la noche en el coche?

Cherry prefería eso antes de pasar la noche en su casa.

–Ni siquiera se me ocurriría imponerle mi presencia –dijo ella secamente–. Estoy segura de que puedo encontrar un pequeño hotel o pensión en algún lugar cercano.

–Podría ser un camino largo y caluroso, para terminar no encontrando nada –repuso él tras observar la abultada maleta y el enorme bolso que ella llevaba colgado del hombro–. No le recomendaría ponerse innecesariamente en una posición tan vulnerable cuando no tiene por qué.

Lo de no tener por qué era relativo. El modo en el que él pronunciaba el nombre de Cherry, con aquel delicioso acento, y el hecho de que él fuera fácilmente el hombre más atractivo que ella hubiera visto en toda su vida le resultaba profundamente turbador. Era rídículo, pero cuanto antes estuviera lejos de Vittorio Carella, mejor.

Por otro lado, la maleta pesaba una tonelada y el sol lucía con fuerza. Además, estaría a merced de cualquier hombre con el que se pudiera encontrar.

–Volveré a llamar –dijo. Seguía comunicando. Vio que Vittorio se había apoyado contra el coche, con los brazos cruzados–. Tal vez podría aprovecharme de su hospitalidad durante un par de horas como máximo mientras soluciono las cosas.

–Por supuesto.

En cuestión de segundos, Vittorio trasladó todo el equipaje de Cherry al Ferrari, cerró con llave el Fiat y abrió la puerta del copiloto para que ella pudiera montarse en el vehículo.

Consciente de que tal vez se estaba montando en un Ferrari por primera y última vez en su vida, Cherry se acomodó en el asiento de suave cuero. Era un vehículo magnífico. Como el dueño.

Cuando él se metió en el coche, Cherry sintió que los sentidos se le aceleraban. El musculado cuerpo era grande. El aroma que emanaba de la piel de Vittorio era pura seducción. El Rolex de oro sugería riqueza y autoridad. Cherry no se había sentido nunca tan fuera de lugar. Era una sensación muy incómoda.

–¿Bien? –le preguntó él mientras arrancaba el vehículo.

El Ferrari avanzaba a toda velocidad por la carretera. Cherry veía cómo las paredes de piedras pasaban a toda velocidad junto a ella, por lo que rezó para poder llegar al día siguiente. Vittorio Carella era un loco. Tenía que serlo. ¿Acaso sería piloto de carreras? No. Tenía que ser un loco.

Minutos después, Cherry cambió de opinión. Vittorio Carella no era un loco, sino el mejor conductor que ella había conocido nunca. Conducía el Ferrari con increíble habilidad.

–¿Le… le gusta conducir?

–Sí. Es uno de los placeres de la vida.

Justo entonces, Cherry vio una increíble casa en la distancia. Construida en piedra, sus blancas padres relucían bajo el sol de la tarde. Los balcones estaban adornados con buganvillas y parecían observar los olivares que los rodeaban con somnoliento interés. Varios pinos ejercían como centinelas a ambos lados de la enorme casa de campo.

–Casa Carella –dijo Vittorio–. Uno de mis antepasados construyó la casa principal en el siglo XVII. Sus descendientes fueron añadiendo partes.

–Es muy bonita.

Vittorio detuvo el Ferrari y se volvió para mirarla con una sonrisa en los labios.

Grazie. A mí también me parece que mi casa es muy hermosa. De hecho, jamás he deseado vivir en otra parte.

–¿Siguen cultivando los olivos? –le preguntó ella por decir algo. El modo en el que aquella sonrisa había suavizado el duro rostro de Vittorio la había afectado profundamente.

–Por supuesto. La producción de aceite de oliva es una de las industrias más antiguas de Puglia y la finca de los Carella no tiene competidor. Con los métodos que se requieren para cosechar y producir el aceite de oliva es imposible convertir la elaboración en una industria muy técnica. Se puede utilizar la maquinaria moderna, pero suelen ser las familias de agricultores las que se ocupan de sus propios terrenos y producen su propio aceite de oliva en vez de dejarlo en manos de los grandes conglomerados. Eso me gusta. No obstante, mi bisabuelo fue principalmente un hombre de negocios e invirtió gran parte de la riqueza de los Carella aquí para asegurarse de que no solo dependiéramos de los olivos. Era un pionero. ¿Es así como se dice?

Cherry asintió. Es decir, Vittorio Carella era un hombre muy rico.

–Era, según tengo entendido, un hombre muy duro, pero su inflexibilidad dejó garantizado un estilo de vida privilegiado para las generaciones futuras.

–¿Y usted creer que la inflexibilidad y la dureza son rasgos buenos?

Los ojos grises de Vittorio se cruzaron con los azules de Cherry.

–En ocasiones, sí.

Con eso, abrió la puerta del coche, bajó y se dispuso a ayudarla a ella a que saliera.

–Estoy seguro de que querrá refrescarse un poco –dijo él, muy formalmente. Esto le recordó a Cherry lo desaliñada que debía de estar–. Una de las doncellas le acompañará a una habitación de invitados y yo tendré un tentempié esperando para cuando usted esté lista.

La puerta de la casa se había abierto mientras él hablaba. Una criada uniformada estaba esperando en el umbral.

–Ah, Rosa –dijo él mientras animaba a Cherry a que subiera delante de él–. ¿Harías el favor de llevarte a la signorina a una de las habitaciones de invitados y de asegurarte de que tiene todo lo que necesita? Tal vez quiera que yo me ocupe de llamar a la empresa de alquiler de coches en su nombre –le comentó a una sorprendida Cherry, que estaba tratando de no quedarse boquiabierta al ver el palaciego interior de la casa.

Incapaz de articular palabra, siguió a la criada escaleras arriba hasta el primer rellano. Allí, tras avanzar unos metros por el pasillo, la joven abrió una puerta para que Cherry pudiera pasar.

–Le ruego que llame si necesita algo, signorina –dijo la criada en inglés mientras entraba detrás de ella y abría la puerta del cuarto de baño privado de aquella estancia.

Tras indicarle dónde estaban las toallas y los productos de aseo, se marchó.

–¡Vaya! –susurró Cherry.

El color crema de las paredes hacía destacar más aún si cabe el estallido de color que provenía de las ventanas y que daban a un balcón adornado con buganvillas rojas y blancas, además de una mesa para dos. Si aquella era una de las habitaciones de invitados, Cherry no quería ni imaginarse cómo sería el resto de la casa. No se había equivocado. Vittorio Carella debía de estar absolutamente forrado.