Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Nicola Marsh. Todos los derechos reservados.

CASARSE CON UN MILLONARIO, N.º 2462 - mayo 2012

Título original: Who Wants to Marry a Millionaire?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0126-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–TENEMOS un problema.

Aquellas eran tres palabras que Rory Devlin no quería escuchar… sobre todo en su primera fiesta de Accionistas de la Corporación Devlin.

Antes de volverse hacia el camarero que acababa de hablarle, miró a su alrededor, asegurándose de que todo el mundo estaba comiendo, bailando o bebiendo.

–¿Qué clase de problema?

Al ver que el joven camarero daba un paso atrás, intimidado, Rory recordó demasiado tarde que debía moderar su tono. A fin de cuentas, no era culpa del camarero que hubiera tenido que pasarse el día resolviendo los retrasos y problemas que habían surgido en torno al proyecto Portsea.

Asistir a aquella fiesta era lo último que habría querido hacer, pero habían pasado seis meses desde que se había hecho cargo de la empresa, seis meses desde que había tratado de reconstruir lo que en otra época fue la promotora inmobiliaria más importante de Australia, seis meses en los que había tratado de reparar el daño infligido por su padre.

El camarero miró por encima de su hombro y tiró nerviosamente del nudo de su pajarita.

–Será mejor que lo vea por sí mismo.

Molesto por la intrusión, Rory hizo una seña a su director adjunto, que asintió al ver que le indicaba que iba a salir. A continuación siguió al camarero hasta un pequeño anexo del vestíbulo principal, donde en quince minutos iba a tener lugar el lanzamiento oficial del proyecto Portsea.

–Ella está ahí –dijo el camarero a la vez que señalaba la puerta.

¿Ella?

Rory echó un vistazo al interior del anexo.

–Yo me ocupo –dijo al camarero, que se fue de inmediato.

Rory cuadró los hombros, tiró de los extremos de la chaqueta de su esmoquin y entró en la habitación para enfrentarse al problema.

El «problema» ladeó el rostro en un desafiante gesto que hizo que su melena rubia cayera en torno a un rostro en forma de corazón. Sonreía ufana y llevaba un ligerísimo vestido de fiesta azul que iba a juego con sus ojos.

Esperaba que los eslabones que llevaba en torno a las muñecas y los tobillos fueran la última y excéntrica moda de vestir, y no lo que parecían: cadenas que la tenían atada a la maqueta que tenía que descubrir en poco rato.

–¿Puedo ayudarla en algo?

–Cuento con ello.

La joven miró a Rory de arriba abajo, comenzando por sus zapatos italianos y ascendiendo lentamente por su impecable esmoquin, lo que le hizo sentirse incómodo.

–¿Vamos a hablar a otro sitio?

–No es posible –la joven agitó las cadenas que sujetaban sus muñecas–. Como verá, en estos momentos estoy un tanto… ocupada –rio al ver la perpleja expresión de Rory–. Una chica debe hacer lo que tiene que hacer para obtener resultados.

Rory señaló las cadenas.

–¿Y cree que encadenándose al último proyecto de mi empresa va a lograr su objetivo?

–Estoy hablando con usted, ¿no?

¿Se trataría de algún tipo de venganza? Rory frunció el ceño mientras trataba de recordar. ¿Habría salido alguna vez con aquella mujer? ¿La habría ofendido de alguna manera? Si había llegado tan lejos para atraer su atención, estaba claro que quería algo. Algo que, dada la forma en que estaba tratando de conseguirlo, no le concedería nunca. No le gustaban nada las amenazas, los chantajes… aunque provinieran de una atrevida rubia con un vestido que acentuaba más que ocultaba sus atributos, sus largas piernas desnudas y las uñas de sus pies, pintadas del mismo color que las cadenas.

¿Querría venderle algún terreno? ¿Conseguir un trabajo? ¿Ocuparse de la decoración de las mansiones de lujo del proyecto Portsea?

Pero para lograrlo tendría que conseguir una cita, como todo el mundo. Aquella clase de trucos no lo impresionaban. No lo impresionaban en lo más mínimo.

La mujer eligió aquel momento para trasladar su peso de una pierna a otra, atrayendo su atención hacia estas… Su reacción, totalmente masculina, le molestó tanto como constatar el tiempo que estaba perdiendo.

–¿Quería verme específicamente a mí?

–Si es usted Rory Devlin, director de la empresa que está a punto de arruinar el entorno marino de Portsea, sí; usted es el hombre.

Rory frunció el ceño con gesto impaciente. Desde que se había hecho cargo de la empresa Devlin, seis meses atrás, los ecologistas y hippies de la zona no habían dejado de darle la lata. Pero debía reconocer que ninguno tenía el deslumbrante aspecto de la mujer que tenía ante sí, aunque todos habían demostrado el mismo fanatismo.

Afortunadamente, él tenía más fibra que su padre, que el año anterior se había dedicado a titubear en lugar de a tomar decisiones firmes en lo referente al proyecto Douglas.

La empresa Devlin se había asegurado de que el bosque ecuatorial que había al norte de Queensland quedara protegido, pero aquello no había bastado para que los fanáticos manifestantes no detuvieran las obras, algo que había estado a punto de costar la quiebra de la empresa. Si él no hubiera intervenido, no quería ni pensar en lo que habría sucedido con el legado de la familia.

–Creo que no está bien informada. Mi compañía se esfuerza seriamente para que sus proyectos se adapten al entorno, no para arruinarlo.

–Por favor –la mujer puso los ojos en blanco antes de dedicar a Rory una penetrante mirada que habría amilanado a la mayoría de los hombres–. He investigado las tierras en que está desarrollando su proyecto… esas deslumbrantes casas que construye en medio de ningún sitio y que vende por una pequeña fortuna después de destrozar árboles y tierras sin preocuparse en lo más mínimo por…

–Basta ya –Rory avanzó hasta situarse ante ella. Le agradó que tuviera que alzar el rostro para mirarlo, pero le incomodó la tentadora fragancia que emanaba de su cuerpo–. Está mal informada y además ha entrado aquí sin autorización. Suéltese. Ahora.

Los labios de la joven se curvaron en una petulante sonrisa.

–No puedo.

–¿Por qué?

–Porque aún no ha aceptado mis términos.

Rory movió la cabeza y presionó las yemas de los dedos contra sus ojos. Desafortunadamente, cuando los abrió la chica seguía allí.

–Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Por las buenas, se suelta y se va. Por las malas, llamo a seguridad y ellos se ocuparán de venir con una cizalla a cortar las cadenas.

La mujer entrecerró los ojos.

–Adelante. Llámelos.

Rory reprimió una maldición. La chica sabía que se estaba tirando un farol. No podía llamar la atención sobre ella y arriesgarse a despertar la curiosidad de los inversores.

–Deme la llave –dijo a la vez que daba un paso hacia ella. Había pretendido intimidarla, pero solo logró acabar a escasos centímetros de ella.

–Oblígueme –replicó la mujer, que a continuación sacó la punta de la lengua para humedecerse los labios.

A pesar de sí mismo, Rory sintió un impulso casi incontenible de saborearlos.

Diablos.

Él nunca se echaba atrás. Nunca. Había aceptado cada reto que se le había planteado en la vida: cambiar de colegio siendo un adolescente para prepararse adecuadamente para ocupar algún día el puesto de dirección de la empresa Devlin; desbancar al haragán de su padre cuando llegó el momento de redoblar esfuerzos para sacar a la empresa de los números rojos…

¿Y aquella mujer quería que se rindiera así como así a sus exigencias?

¡Ni hablar!

–No pienso jugar a este juego con usted –dijo en su tono más gélido, el que reservaba para los contratistas más recalcitrantes. Pero no pareció servir de nada, porque la sonrisa de la mujer no hizo más que ensancharse.

–¿Por qué? Los juegos pueden ser divertidos.

Rory tuvo que reprimir el impulso de estrangularla. Respiró profundamente para calmarse. Necesitaba a toda costa que el proyecto Portsea saliera bien. Lo necesitaba para volver a situar su empresa en el lugar que le correspondía: en lo más alto de la lista de promotoras inmobiliarias de lujo de Australia.

El fracaso no era una opción.

Miró su teléfono e hizo una mueca. La presentación iba a tener lugar en menos de diez minutos y necesitaba librarse cuanto antes de aquella mujer.

–¿Qué es lo que quiere?

–Creía que no iba a preguntarlo nunca. Quiero una cita con usted.

–Hay caminos más fáciles para conseguir una cita conmigo.

La mujer pareció momentáneamente confundida, hasta que abrió los ojos con expresión horrorizada.

–No quiero una «cita» con usted –dijo, haciendo que pareciera que acababan de ofrecerle entrar en un nido de serpientes.

–¿Seguro? Tengo muy buenas recomendaciones.

–Seguro –murmuró ella a la vez que apartaba la mirada, pero no antes de que Rory captara un evidente destello de interés en sus ojos.

–De hecho, puedo darle el teléfono de media población femenina de Melbourne para que pueda verificar hasta qué punto puede ser interesante una cita conmigo…

–¿Media población femenina de Melbourne? –espetó ella–. Me parece que es un iluso.

–Es usted la que quería una cita personal conmigo.

–Para una entrevista, tonto.

Ah… de manera que se trataba de una ecologista en paro a la caza de un trabajo.

A pesar de sí mismo, Rory no pudo evitar admirar su descaro.

–Voy a darle un consejo: si quiere una entrevista de trabajo, no insulte a su posible jefe.

–«Tonto» no es un insulto. Si hubiera querido insultarle habría dicho bast…

–Increíble.

Rory tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a reír. Si sus empleados tuvieran la mitad de caradura que aquella mujer, su empresa volvería a ser la número uno en muy poco tiempo.

–¿Qué me dice? Concédame quince minutos de su tiempo y le aseguro que no se arrepentirá.

La mujer puntuó su ruego con un movimiento de la cabeza que hizo que su melena rubia se agitara en torno a sus hombros. Rory volvió a percibir su tentadora fragancia. Abrió la boca para negarse, para hacerle saber con exactitud lo que pensaba de sus trucos…

–No pretendo entorpecer el proyecto Portsea. Quiero ayudarlo –continuó ella, con una determinación tan atractiva como el resto de su persona–. Soy la mejor en el terreno del ecologismo marino.

Derrotado por su admirable persistencia, Rory se encontró de pronto asintiendo.

–Quince minutos.

–Trato hecho –la triunfal sonrisa de la joven se volvió repentinamente pícara–. Y ahora, si no le importa sacar la llave de su escondite, dejaré de interponerme en su camino.

–¿Qué escondite?

La mujer bajó la mirada hacia su escote.

Rory se preguntó si aquella tarde podía volverse más loca…

–Eh… de acuerdo.

Estaba alargando una mano hacia sus pechos cuando ella rompió a reír, sobresaltándolo.

–No se preocupe; yo me ocupo.

Rory sabía que debería haberse enfadado, pero se limitó a observarla mientras ella se liberaba fácilmente de las cadenas y las metía en una bolsa que tenía oculta bajo la mesa.

–Me la ha jugado.

–No se la he jugado; simplemente me he divertido un poco a su costa –dijo ella a la vez que palmeaba el pecho de Rory–. Antes le he echado un vistazo y he pensado que le vendría bien un poco de animación.

Mudo, Rory se preguntó por qué estaba aguantando aquello. No tenía por costumbre aguantar tonterías de nadie.

Ella sacó una tarjeta de visita y se la puso en la mano. El simple roce de sus dedos le hizo intensamente consciente de ella.

–Ahí están mis datos. Lo llamaré para acordar una cita –la mujer se echó la bolsa al hombro antes de añadir–: Ha sido un placer conocerlo, Rory Devlin.

Tras un breve asentimiento de cabeza, salió de la habitación, dejando a Rory patidifuso.

CAPÍTULO 2

GEMMA Shultz salió del salón de baile con la cabeza alta, deseando ponerse a dar brincos para celebrar su éxito. Pero decidió esperar hasta girar en la primera esquina. Lo había logrado. Había conseguido una entrevista con el todopoderoso dueño de la empresa que amenazaba con destrozar las tierras de su familia.

El proyecto para construir mansiones de lujo en Portsea seguiría adelante; sobre eso no se hacía ilusiones, pero en cuanto se había enterado de su existencia se había dirigido a Melbourne con la única intención de asegurarse de que la Inmobiliaria Devlin no destrozara las tierras que siempre había amado.

Aquellos días apenas había lugar para los sentimientos en su vida, pero aquella tierra siempre había sido especial para ella; era el único sitió en que llegó a sentirse realmente cómoda durante su caótica adolescencia. Era el último legado de su padre. Un legado que su madre había vendido sin consultarlo con ella.

Los músculos de su cuello se tensaron cuando pensó en su inmaculadamente peinada madre, que valoraba especialmente el aspecto, la ropa de diseño y el estatus social, una madre que apenas le había prestado atención tras la muerte de su padre. Aunque nunca había dudado de que Coral había amado a este, se había preguntado a menudo por qué aquella princesa de la sociedad se había casado con un fabricante de armarios. De hecho, su padre se había pasado la vida encerrado en su taller mientras su madre no paraba de asistir a galas benéficas y fiestas.

No era de extrañar el punto de vista que siempre había tenido Coral respecto a su pasión por tener como mascotas salamandras, babosas, y ratones, aunque debía reconocer que nunca la había criticado por sus tendencias poco femeninas, ni por haberse pasado el tiempo siguiendo a su padre como una aprendiz. A pesar de lo poco que tenían en común, habían sido una familia unida, al menos hasta que su padre murió cuando ella tenía catorce años. A partir de entonces se había producido un gran distanciamiento entre ellas.

Reprimió una sonrisa al imaginar a la gente trasladándose del salón de baile al anexo en que se hallaba la maqueta del proyecto Portsea. Seguro que Mister Conservador estaba observando atentamente su preciosa maqueta para asegurarse de que no la había rozado con sus cadenas.

Tuvo que cubrirse la mano con la boca para reprimir una carcajada. La expresión del rostro de Rory Devlin cuando la había visto encadenada a la mesa no tenía precio. Seguro que no estaba acostumbrado a que nadie se enfrentara a él. Más bien debía estar acostumbrado a que la gente saltara cuando chasqueaba los dedos.

Al planear aquello había contado con el elemento sorpresa para conseguir una cita con él y para demostrarle exactamente con quién estaba tratando.

Los dedos de los pies empezaban a dolerle y se quitó los zapatos de tacón alto que no usaba desde hacía dos años, cuando su madre insistió en que asistiera a una gala benéfica para niños enfermos. La causa era buena, sin duda, pero tener que cambiar sus vaqueros y sus botas por unos zapatos de tacón alto y un vestido de chifón había resultado casi insoportable. Aunque se alegraba de haber conservado el modelo, pues de lo contrario le habría sido imposible entrar a la fiesta. Nadie le había preguntado nada al entrar. ¿Por qué iban a haberlo hecho? A fin de cuentas, su madre se había gastado una pequeña fortuna en aquel vestido de diseño azul y en los zapatos a juego.

El resto había sido fácil y, con su objetivo logrado, llegó dando saltitos al aparcamiento en que había dejado el baqueteado coche que había recogido en el aeropuerto aquella mañana. No sabía cuánto tiempo iba a quedarse en la ciudad, porque tampoco tenía idea de cuánto iba a llevarle asegurarse de que las tierras de su padre no fueran saqueadas. De momento, tendría que conformarse con el viejo Volkswagen. En cuanto al alojamiento, tenía pensado un destino.

Lo primero que pensaba hacer a la mañana siguiente era ver a su madre para averiguar por qué diablos había vendido el sitio del mundo que más valoraba.

A la mañana siguiente, Gemma despertó con los primeros rayos del sol. Bostezó ruidosamente y se estiró mientras miraba en torno al taller de su padre en busca del culpable que se estaba dedicando a bailar claqué cerca de sus pies.

Era bueno oír ruido. El ruido significaba ratoncillos escarbando, o alguna comadreja curiosa. Lo que no le gustaban eran los bichos silenciosos, como las arañas. Era posible que fuera un marimacho, pero no soportaba a los arácnidos.

Captó un destello blanco bajo el banco de trabajo sobre el que había dormido y sonrió. ¿Cuántas veces se habían perdido en aquel taller sus ratones mascota? Demasiadas como para contarlas, sobre todo teniendo en cuenta que solía dejarles la puerta de la jaula abierta para que tuvieran un poco de libertad.

Su padre nunca se quejó. Pasaba todo el tiempo que hiciera falta buscándolos, reconviniéndola cariñosamente mientras prometía comprarle unos nuevos si Larry, Curly y Mo no aparecían de nuevo.

Su padre era el mejor, y lo echaba de menos cada segundo de cada día. Murió siendo aún demasiado joven; su corazón sucumbió antes de que ella se licenciara y obtuviera tu título en Ciencias Ecológicas, antes de que consiguiera su primer trabajo con una gran compañía de pesca en el oeste de Australia.

Su padre había sido su campeón, había alentado sus modos poco femeninos, le había enseñado a pescar, a atrapar bichos y a barnizar una mesa echa a mano. Alentó su amor por el mar, le enseñó todo lo relacionado con las corrientes marinas, la erosión, los procesos costeros. La llevaba a nadar y bucear cada fin de semana durante el verano y le enseñaba las focas, los delfines y la plétora de vida submarina que no sabía que existía.

Solían ir juntos al fútbol y al cricket, hacían excursiones en bicicleta por Victoria y acampaban bajo las estrellas en sus terrenos en Portsea.

Los terrenos que su madre había vendido a la empresa de Rory Devlin.

Sus ojos se llenaron de lágrimas a causa de la rabia, pero parpadeó rápidamente para alejarlas. Llorando no se lograba nada. Las lágrimas eran inútiles cuando el único lugar en que se había sentido alguna vez a salvo, satisfecha y realmente en su hogar, le había sido arrancado. El único lugar en que podía ser ella misma, sin preguntas, alejada de miradas escrutadoras que la juzgaban porque no era como las demás chicas de su edad.

Había logrado sobreponerse con mucho esfuerzo a la muerte de su padre, y ahora también tenía que sufrir la pérdida de su lugar favorito. No era justo.

Mientras miraba en torno al taller de su padre su determinación se acentuó. Ahora que ya no quedaba aquella tierra, lo único que tenía eran los recuerdos. Habían formado un equipo. Su padre la había querido tal como era. Estaba en deuda con él.

Bajó la cremallera de su saco de dormir y miró la hora en su reloj. Las seis de la mañana. Bien. Era hora de ir a despertar a su madre… en más de un sentido.

Para su sorpresa, Coral abrió la puerta tras la primera llamada.

–¡Gemma! ¡Qué sorpresa!

Coral se apartó de la puerta para dejarla pasar, pero no antes de echar un vistazo al arrugado traje de Gemma, que también le había servido de pijama, a sus botas con punta metálica y a su pelo revuelto y sujeto en una cola de caballo.

En cuanto al maquillaje, que había utilizado como parte de la treta, Gemma supuso que debía parecerse a un oso panda.

Un poco sorprendida por el hecho de que su madre no hiciera ningún comentario sobre su aspecto, pasó al interior y se encaminó a la cocina, el único lugar de su inmaculada casa en South Yarra en la que se sentía cómoda.

–Veo que has madrugado.

Coral se quedó un momento quieta antes de ocuparse de preparar el café.

–Últimamente duermo poco.

–¿Tienes insomnio?

–Algo así.

Gemma sintió una punzada de culpabilidad. Recordaba a su madre caminando de un lado a otro en plena noche tras la muerte de su padre, pero ella había estado demasiado centrada en su propio dolor como para preocuparse.

Entonces fue cuando surgió la primera grieta en su relación.

Coral siempre había sido autosuficiente y capaz, y sobrellevó la muerte de Karl con su habitual aplomo. Mientras ella había llorado sin parar cada noche durante los primeros meses, su madre no había parado de deambular de un lado a otro de la casa, quitando el polvo, recogiendo y asegurándose de que todo quedara impecable.

Cuando Coral interrumpió finalmente toda aquella actividad, Gemma pensó que había vuelto a acostumbrarse a dormir sola pero, teniendo en cuenta lo temprano que era, y el hecho de que su madre estaba totalmente vestida, era posible que hubiera perdido permanentemente sus anteriores patrones de sueño.

–¿Quieres un café?

Gemma asintió.

–Sí, por favor.

–¿Vienes directamente de algún campamento de trabajo?