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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2008 Kate Hardy. Todos los derechos reservados.
TÚ ERES LO QUE QUIERO, N.º 1766 - enero 2011
Título original: Sold to the Highest Bidder!
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9730-3
Editor responsable: Luis Pugni

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Tú eres lo que quiero

KATE HARDY

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Capítulo 1

Jack Goddard llegó media hora antes. Quería asegurarse de que no hubiera gato encerrado.

¿Sería Allingford Hall tan estupendo como parecía en el folleto?

Norfolk sería el lugar perfecto para relajarse.

Según el navegador faltaban dos curvas más para que apareciera, a la izquierda, el camino que conducía a Allingford. Un camino largo y flanqueado de hayas. Aquello se ponía cada vez mejor. Sin vecinos no habría quejas por el ruido.

Una sonrisa curvó su rostro cuando, al fin, apareció la casa.

Era justo lo que había esperado.

Tenía forma de «E», con aleros acanalados y angulosas chimeneas. Perfectamente simétrica, resultaba evidente que el diseño era el original.

Aquel lugar rezumaba historia. Tenía alma. Si los jardines eran lo suficientemente grandes, sería el escenario perfecto.

Aparcó sobre el camino de grava frente a la casa y al bajar del coche fue recibido por un perro labrador dorado. Aunque sus ladridos habían quedado camuflados por el osito de peluche que llevaba en la boca, el sonido alertó a una joven que apareció corriendo. Vestía vaqueros y una camiseta que había conocido mejores tiempos. Los cabellos, del color del trigo, estaban recogidos con un coletero y las mejillas manchadas de tierra.

En su mundo, las mujeres llevaban trajes de ejecutivo y tacones altos. Sus peinados eran impecables, por no mencionar el maquillaje. Aquella mujer no parecía llevar ni siquiera un toque de carmín y, aunque las pestañas eran largas y espesas, no llevaba rímel.

La oleada de deseo que sintió al verla hizo que se tambaleara ligeramente.

No recordaba la última vez que había sentido algo parecido, ni siquiera por Erica.

–¿Jack Goddard? –preguntó la joven.

Tenía una voz preciosa. Baja, aunque no monótona. Cultivada. Modulada.

–Sí –contestó.

–Siento la suciedad –ella se limpió una mano contra el trasero del pantalón y se la tendió–. Le esperaba un poco más tarde –no fue un reproche, en su voz no había el menor rastro de sarcasmo. Ni de disculpa. Era algo así como «o lo tomas o lo dejas»–. Alicia Beresford.

¿Esa mujer era la dueña de la casa? Había esperado alguien más… elegante. Su lenguaje era cultivado, pero sin esnobismo. Parecía algo desaliñada y muy abordable. De repente, sólo pudo pensar en arrancarle la mugrienta ropa y meterla en la ducha. Con él.

Haciendo caso omiso de la tierra que aún cubría su mano, se la estrechó. Era una mano firme y fuerte, y el contacto con su palma le produjo la sensación de haber sido atravesado por un rayo.

Y por el modo en que sus bonitos ojos se abrieron, ella debía haber sentido lo mismo.

¡Demonios! Tenía que controlarse. En primer lugar jamás mezclaba los negocios con el placer. En segundo lugar, Alicia Beresford no parecía la clase de mujer dispuesta a un revolcón, y él nunca pasaba de ahí… ya no. No desde Erica.

El perro mostró signos evidentes de querer intervenir y arrastró el osito de peluche hasta sus rodillas, dejándole un rastro de barro en los pantalones. Aunque Alicia hizo un evidente esfuerzo por ocultar su risa, los ojos reflejaron un brillo de diversión.

–Le pido disculpas por los modales de mi perro. Si quiere, puedo pasarle una bayeta por los pantalones. Con suerte no quedará marca.

«Bayeta». Jack tuvo que cerrar los ojos para deshacerse de la imagen que se había formado de Alicia Beresford arrodillada ante él frotándole la piel desnuda con una bayeta. ¿Por qué demonios consentía que esa mujer le afectara tanto?

No estaba precisamente necesitado de sexo. Más bien al contrario.

–Considérelo un cumplido –decía Alicia–. Saffy no comparte su osito con cualquiera.

–¿Saffy?

–Diminutivo de Saffron, azafrán en inglés.

–Un nombre muy apropiado para un labrador.

–Cierto –ella respiró hondo–. ¿Por dónde quiere empezar? ¿Por dentro o por fuera?

No se andaba con rodeos. Claro que, por las informaciones que tenía Jack, tampoco podía permitírselo, sobre todo con la cantidad de impuestos que debía. Su padre había fallecido cinco años antes y la propiedad la había heredado su hermano, fallecido por la picadura de un insecto tropical cuatro meses atrás. Y así la propiedad había pasado a manos de Alicia. Según sus fuentes, el hermano apenas había abonado la mitad de los impuestos de sucesión.

Sin embargo, no tenía la intención de aprovecharse de ello y obligarla a vender la propiedad por un valor inferior. Un buen negocio no tenía por qué implicar machacar al contrincante. Si la casa era tal y como prometía, no tendría inconveniente en pagar un precio justo, el que ella pedía.

–Ya que estamos fuera, podríamos empezar por aquí –contestó él al fin.

Junto a la casa se extendía un camino cubierto de rododendros morados, blancos, rosas y amarillos. Acababa en lo que parecía un huerto junto a un anticuado invernadero y un edificio de ladrillos con el frente acristalado.

–Ésa es la orangerie –explicó ella–. Aunque no se ha usado desde hace años como tal.

En efecto, el edificio había pasado a servir de almacén de herramientas de jardinería, macetas, cortacésped y carretillas.

–¿Qué antigüedad tiene el invernadero?

–Data de comienzos del siglo XVIII –le informó Alicia–. Las vigas de hierro del techo son las originales –su mirada reflejó pasión. Aquél era el punto débil de la joven. Allí estaba el objeto de su amor. El jardín.

Alicia le condujo a través de una puerta por otro camino de rododendros hasta el jardín de la parte trasera de la casa. Jack no era ningún experto, pero parecía descuidado, como si fuera demasiado trabajo para quienquiera que se ocupara de su mantenimiento.

Pero al llegar al otro lado de la casa, las reflexiones pasaron a un segundo plano.

Ante ellos se extendía una enorme pradera que descendía hasta un lago. Sería perfecto para sus planes. ¿Cómo no habían puesto esa foto en el folleto? Era impresionante.

–Esto es fabuloso –dijo Jack casi sin aliento.

Ella asintió. La rigidez de la espalda denotaba una ligera tensión.

Jack se puso en su lugar. Si él tuviera que enseñar la propiedad familiar a un potencial comprador, también estaría disgustado.

Siguieron hasta las viejas cuadras. Eran grandes y, bien acondicionadas, también servirían a sus propósitos. No tuvo problema para imaginarse el resultado final.

–Y ésta es la casa –ella se dirigió hacia la puerta principal, seguida de cerca por el perro. Llevaba unos vaqueros descoloridos y de aspecto suave y él se sorprendió por el deseo que sentía de acariciar la tela, de deslizar las manos por la curva del trasero.

Alicia Beresford era generosa en curvas. Unas curvas gloriosas. Iba a tener que hacer un serio esfuerzo por empezar a pensar con la cabeza y no con otra parte del cuerpo. Necesitaba estar despejado para tomar una decisión coherente.

¿A quién quería engañar? Había tomado la decisión prácticamente en el instante en que había leído la información en el folleto. Y su intuición nunca le fallaba.

Bueno, casi nunca.

–Supongo que en la agencia le habrán dado los detalles –dijo ella mientras abría la puerta.

–Sí –Jack no llevaba con él la carpeta, pero su memoria era casi fotográfica.

–Pues éste es el vestíbulo de la entrada.

El suelo era de loseta roja de Norfolk y confería calidez a la estancia. Las paredes estaban pintadas en color crema y reflejaban la luz de las dos ventanas. Una escalera de madera oscura conducía a la primera planta. A Jack le sorprendió no ver una fila de retratos familiares colgados de las paredes, dado que la familia de Alicia había sido la propietaria de aquel lugar durante casi trescientos años.

–El salón –de nuevo las paredes estaban pintadas en color crema y tampoco había retratos.

Seguramente los habría vendido para cubrir parte de las deudas de sucesión.

–El comedor –era igual que el salón, aunque con menos muebles.

La biblioteca resultó ser una habitación pequeña con un escritorio, un par de sillones de cuero desgastados y una pared cubierta de estanterías llenas de libros, aunque con bastantes huecos. Era evidente que había vendido los ejemplares que tuvieran algún valor.

–La cocina.

Era completamente rústica, con el suelo de piedra, una cocina de hierro y unos viejos armarios con puertas de cristal. Necesitaba una buena renovación. No le costaba imaginarse sentado ante la mesa de madera hablando de negocios mientras bebía café y comía pastel recién hecho.

–Buenos días, señorita Alicia –una joven se volvió y les hizo una pequeña reverencia.

Jack la miró con estupor. La chica hablaba como una doncella, aunque no lo parecía. Tenía el pelo de punta teñido de negro, los ojos muy maquillados y los labios pintados de rojo sangre. No tendría ni veinte años y vestía vaqueros negros y una camiseta, también negra, con el logotipo de una banda de rock.

–¿Le apetece un té, señorita Alicia? ¿En la sala de invitados? –preguntó.

¿Aquella mujer tenía servicio doméstico? Jack recordó que la venta tenía una serie de condiciones, como la de mantener en su puesto a la doncella y al jardinero. Esa punki adolescente no podía ser la doncella. ¿O sí?

–Grace Harvey –Alicia puso los ojos en blanco y les presentó–. Jack Goddard.

–Buenas tardes, señorita Harvey –saludó él amablemente.

–Todo el mundo me llama Grace –la joven asintió complacida al oír «señorita».

Grace le estrechó la mano con fuerza, como si quisiera advertirle de que no era una criada a quien se pudiera avasallar y que siempre se pondría del lado de Alicia.

Eso le gustaba.

–Un buen grupo –él señaló la camiseta de Grace–. Fui a su concierto en Glastonbury. El nuevo álbum necesita ser escuchado un par de veces antes de asimilarlo.

–No saldrá a la venta hasta el mes que viene –Grace frunció el ceño.

–Sí, pero yo tengo una copia en el coche. Cuando quieras te la presto.

–¿Una copia? –el ceño se hizo más profundo–. ¿Por qué?

–Mi mejor amigo es reportero musical, y como sabe que me gusta el grupo, me la pasó. También me consiguió un pase entre bastidores en Glastonbury.

–¡Madre mía! –Grace lo miró impresionada.

–Será mejor que vaya a buscar la bayeta –intervino Alicia con calma.

–Ya veo que ha conocido a Saffy –Grace alzó una ceja–. Ya lo hago yo, Lissy –aclaró una bayeta bajo el grifo antes de volverse hacia Jack–. A cambio de poder oír ese CD.

–Trato hecho –Jack sonrió.

–El cuarto de lavar está por ahí –señaló Alicia–. Hay una bodega debajo, pero está vacía.

Sin duda también había vendido el vino. Jack se asomó por la puerta. Se parecía mucho a la cocina. La puerta del fondo debía conducir a la bodega.

–Le enseñaré el piso de arriba –continuó Alicia–. Después tomaremos café en la sala de invitados –sonrió a Grace–. No te preocupes, yo lo prepararé. Si no te vas, llegarás tarde.

–¡Maldita sea! –Grace consultó la hora–. Paddy me va a despellejar. Recogeré esto y mañana termino, Lissy –se quitó los guantes de fregar y empezó a recoger las bayetas.

–No te molestes. Ya lo haré yo.

–¿Estás segura? –Grace la miró con expresión agradecida–. Gracias. Hasta mañana, Lissy. Señor Goddard –saludó a Jack con la cabeza.

Alicia continuó con la visita guiada por la planta superior. Las paredes estaban pintadas en colores pálidos y las habitaciones tenían mucha luz. Las cortinas estaban raídas, los muebles tapados y apenas había cuadros.

–¿Grace es la doncella? –preguntó él.

–Sí. A tiempo parcial.

–¿Por qué insiste en que se quede en la casa?

–Su abuela fue la doncella durante años. Y este trabajo, junto con el del pub, le permite costearse sus estudios de arte –sonrió–. En realidad, Grace es un buen fichaje. Conoce a todo el mundo. Si la caldera se estropea, resulta que tiene un amigo fontanero que puede arreglarla enseguida por un módico precio.

–¿La caldera está mal?

–Y el tejado necesita un arreglo. Y casi toda la instalación eléctrica supera los treinta años y necesita ser sustituida –Alicia se cruzó de brazos y lo miró–. Creo que debería saberlo.

–¿No se supone que debería insistir en lo positivo?

–Bueno –ella se encogió de hombros–. Si no consigo venderla…

–Se venderá en subasta –continuó Jack–. Lo cual la dejará sin nada.

–Buena observación –ella pareció turbada.

No había manera de saber qué pasaba por esa mente. ¿Dolor? ¿Ira? ¿Amargura? En su lugar, él estaría furioso ante la idea de perder el hogar familiar por no tener bastante dinero para pagar los impuestos de sucesión de dos herencias en cinco años.

–Prepararé café. ¿O prefiere té, señor Goddard?

–Llámame Jack. El café me parece bien, gracias.

No le pasó desapercibido que ella no le invitó a llamarla por su nombre. Resultaba evidente que, de momento, era el enemigo.

–Éste era el apartamento de Ted… mi hermano –ella se paró ante una puerta al final de las escaleras–. Tiene un dormitorio, cuarto de baño, cocina y salón. Dispone de su propia entrada abajo, igual que el mío. Podría alquilar éste para vacaciones –lo miró fijamente–. Había pensado pedirle que me permitiera alquilar mi apartamento tras la venta de la casa.

–Por mí no hay problema –de todos modos no iba a vivir allí. Una vez arreglado todo, y concluido el año sabático, volvería a Londres. No era mala idea tener allí a alguien permanente para vigilar un poco.

–Gracias.

Jack sabía que debería inspeccionar los apartamentos, pero el lenguaje corporal de Alicia Beresford le indicaba que aquello le resultaba muy doloroso.

–¿Seguimos? –señaló las escaleras que conducían a la otra planta.

–¿De modo que quiere venirse a vivir aquí desde Londres? –el momentáneo gesto de alivio en el rostro de Alicia confirmó la acertada decisión de Jack.

–Sólo unos meses. Voy a tomarme un año sabático –le explicó–. Soy gestor de fondos de inversión –era un modo de asegurarle que su presupuesto no sólo alcanzaría para comprar la casa sino también para acometer todas las reparaciones necesarias.

–O sea que viene al campo a desconectar.

–Más o menos –él hizo una pausa. Si iba a quedarse allí, tarde o temprano lo descubriría–. Voy a montar un estudio de grabación.

–¿Un estudio de grabación? –ella parpadeó aturdida.

–Un lugar al que acuden artistas para grabar sus canciones –aclaró él con paciencia–. El establo sería el lugar perfecto una vez transformado.

–Comprendo.

–Y el lago sería el escenario perfecto para celebrar conciertos.

Tenía que haberle entendido mal.

¿Jack Goddard iba a convertir Allingford en un estudio de grabación y escenario para conciertos al aire libre? Dado que, al parecer, escuchaba la misma música que Grace…

–¿Quiere montar otro Glastonbury? –preguntó incrédula.

–¿Cuál es el problema? –él alzó las manos.

–¿Tiene la menor idea del daño que puede provocar en la tierra? Además, no hay sitio para aparcar. No va a arrancar los rododendros de papá para hacer un aparcamiento. ¡De ninguna manera! –respiró entrecortadamente–. Olvídelo. Lo siento, señor Goddard. Ha perdido su tiempo. La casa ya no está en venta.

–Me temo que Su Majestad Impuestos podría opinar de distinta manera.

–Entonces volveré a insistir en Patrimonio Nacional –ya había pedido que se hicieran cargo de la casa y le permitieran quedarse allí para supervisar la restauración del jardín. Pero la casa no había sido lo bastante importante y lo único a destacar eran los rododendros de su padre, de categoría internacional, pero que no habían bastado.

–Si ya han dicho que no –Jack sacudió la cabeza–, es poco probable que cambien de idea.

–Entonces volveré a hablar con Hacienda. Les pediré que… –dejó escapar un suspiro. Cualquier cosa antes que un festival de rock– que me dejen convertir este lugar en un hotel o centro de conferencias.

–El dinero que haría falta para acomodar la casa para un centro de conferencias, por no mencionar los permisos sanitarios y de seguridad, prolongaría tres o cuatro años el inicio de la actividad –señaló él–. Y mientras tanto, los intereses seguirán aumentando.

Era cierto. Alicia ya lo había considerado y desechado por inviable. Odiaba que aquel tipo tuviera razón, aunque fuera impresionantemente guapo. Era la clase de hombre que atraía todas las miradas femeninas. El cabello oscuro estaba cortado deliberadamente para dar la sensación de que acababa de levantarse de la cama. Las arruguitas alrededor de los labios indicaban que sonreía a menudo y los ojos eran los más sensuales que hubiera visto en su vida. Si a eso se añadía la energía que emanaba, la incipiente barba y su manera de vestir… ese tipo era absolutamente comestible.

Aunque no tenía intención de acercar su boca a él.

Además, era el enemigo. El hombre que quería comprar el hogar familiar de los últimos trescientos años para destrozarlo.

Por encima de su cadáver.

–Actualmente –dijo él en tono pausado–, soy su mejor posibilidad.

–Jamás recibirá el permiso del Ayuntamiento –le advirtió ella.

–Ya veremos –los ojos azules no reflejaron la menor preocupación. Era evidente que estaba acostumbrado a salirse con la suya.

Era gestor de fondos. Con su prima anual podría liquidar la deuda y aún le sobraría. ¿Por qué no había estudiado economía en vez de seguir la tradición familiar y dedicarse a la horticultura?

–¿La sala de estar? –insinuó él.

Alicia respiró hondo y, sin decir nada, abrió la puerta que conducía a la sala de estar.

–Qué bonito –Jack sonrió al ver el piano y se sentó en la banqueta como si ya fuese suyo.

Lo que seguramente sería en breve si no conseguía otro modo de pagar las deudas.

Podría venderse ella misma.

*Oportunidad para un millonario: heredera venida a menos con mansión. Imprescindible sensibilidad y sentido del humor.

Salvo que, por definición, los empresarios millonarios no solían ser sensibles ni con sentido del humor.

Tendría que venderle la casa a Jack Goddard, que destrozaría Allingford. Y seguramente empezaría en ese mismo instante tocando alguna horrible y populachera melodía al piano.

Como si le hubiera leído la mente, él sonrió y empezó a aporrear el teclado sin piedad.

Estaba a punto de pedirle que parara cuando, de repente, la melodía cambió. Empezó con Beethoven y siguió con Chopin, ambas interpretadas a la perfección… y de memoria.

–Está desafinado –observó Jack al terminar.

–Lo sé –afinar el piano no había sido prioritario–. Toca muy bien.

–Gracias –los ojos azules emitieron un brillo burlón–. No debería juzgar a la ligera.

Se lo tenía merecido, pero eso no impidió que le doliera como si le hubiera aplicado sal sobre la herida abierta al conocer sus planes de organizar conciertos en la mansión.

–Preparé café –Alicia huyó al santuario de su cocina.

Capítulo 2

No había sido intención de Jack ofenderla, sólo advertirle de que no era la clase de hombre que ella había decidido que era: un patán nuevo rico que confundía dinero con cultura. Sin embargo, debía congraciarse con ella, por el bien de Allingford.

En otras circunstancias le habría invitado a tomar algo. A cenar. A conocerse.

Se habría acostado con ella.

Pero, aunque sospechaba que la atracción era mutua, jamás mezclaba negocios con placer.

Se dirigió a la cocina. El agua estaba al fuego y Alicia llenaba la cafetera.

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó él.

–No, gracias –ella sacó dos tazas de porcelana y una pequeña jarra de un armario, y un cartón de leche de la nevera–. ¿Leche y azúcar?

–Ninguna de las dos, gracias. Me gusta el café sin adulterar –Jack sonrió.

–Pues entonces ya está –dispuso la cafetera y las tazas sobre una bandeja y guardó el resto.

–Por mí no se moleste –insistió él–. No me importa tomar el café en la cocina.

–Usted manda –ella se encogió de hombros.

–Yo no mando. Aunque, dado que es la jardinera a tiempo parcial, le pagaré un sueldo.

–Yo no soy la jardinera.