Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Lisa Chaplin. Todos los derechos reservados.
HERIDAS Y SECRETOS, N.º 2362 - noviembre 2010
Título original: The Sheikh’s Destiny
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9263-6
Editor responsable: Luis Pugni


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PRÓLOGO

La carretera a Shellah-Akbar, Norte de África

ESTABAN pisándole los talones; hora de pisar a fondo el acelerador. Alim no iba a permitir que los hombres del caudillo Sh’ellah se hicieran con los suministros médicos y de alimentos destinados a aquéllos bajo su yugo. Y tampoco iba a dejar que lo atrapasen; eso sería un desastre para la gente de la región. Tan pronto como Sh’ellah viese a quién había tomado como rehén, pediría un cuantioso rescate que les permitiría abastecerse de nuevas armas durante años. Sin embargo, Sh’ellah no había descubierto aún su identidad, y Alim esperaba que no llegara a hacerlo. Ni siquiera el director de la ONG para la que trabajaba, Médicos Por África, conocía la verdadera identidad del silencioso conductor que llevaba con su camioneta medicamentos, víveres y pastillas potabilizadoras a poblados remotos controlados por los caudillos de la zona.

Gracias a un carné falso y al tradicional pañuelo árabe masculino, con el que podía ocultar su rostro, se había convertido en un hombre invisible.

Siempre entregaba a cada poblado suficientes medicamentos como para que les durasen entre seis y ocho horas. Así, cuando los hombres de Sh’ellah llegaban para reclamar «su parte», ya casi no quedaba nada: unas pocas agujas, algunos antibióticos caducados... Y de los víveres los aldeanos sólo dejaban a la vista lo justo de pan, grano y arroz para que los hombres de Sh’ellah se ufanasen de su rapiña.

La «carretera» que conducía al poblado de Shellah-Akbar no era tal: era un camino de tierra cubierto de rastrojos y horadado por surcos de ruedas. Alim había hecho que le pusieran a su camioneta neumáticos como los que se usaban en los rallies por el desierto para poder conducir sobre rocas y sobre los impredecibles agujeros que el viento hacía en el polvoriento suelo. También había hecho que instalaran una estructura protectora en la cabina, parecida a la que había tenido en sus coches de carreras, en la época en la que aún lo llamaban «el jeque piloto».

Tiempo atrás se había sentido tan orgulloso de aquel apodo... Ahora, cuando pensaba en ello, le entraban ganas de pegarle un puñetazo a algo. Su vida y su fama como piloto de rallies habían terminado el mismo día en que murió su hermano Fadi.

Y aunque técnicamente se le pudiese aplicar aún el título de «jeque», había perdido el derecho a ostentarlo tras la muerte de Fadi. Su hermano menor, Harun, había cumplido con su deber en su ausencia, casándose con la princesa con la que Fadi había concertado matrimonio. Llevaba tres años gobernando el principado de Abbas al-Din, y Alim estaba seguro de que estaba haciendo un trabajo excelente.

El pensar en Abbas al-Din, donde había sido querido y respetado por sus súbditos, hizo que sintiera una punzada de nostalgia. Sin embargo, aunque quisieran que regresara y que ocupara su lugar entre ellos, Alim sabía que ni las circunstancias de su nacimiento, ni el encontrar petróleo o minerales, ni el ganar una carrera estaban entre las cualidades por las que se distinguía un verdadero líder. Buen criterio, fuerza, valor... ésas eran las que se requerían, y él las había perdido en buena medida al morir Fadi, junto con su corazón y parte de su piel.

Gruñó irritado cuando empezaron a picarle las marcadas cicatrices que le cubrían más de la mitad del torso. Si se rascase sólo conseguiría que le picasen aún más; iba a tener que usar la poca crema de sílice que le quedaba... cosa que haría en cuanto lograse deshacerse de los bufones que lo perseguían.

Miró por el retrovisor. Seguían detrás de él, a la misma distancia, varios Jeeps con hombres armados. Tenía que hacer algo o lo seguirían hasta Shellah-Akbar y le arrebatarían la mercancía. ¿Podría hacer algo con la bengala de emergencia? Alim pensó deprisa. Sí, había una posibilidad. En la camioneta llevaba un polvo químico con una base de alquitrán que usaba para que las ruedas no resbalaran en la arena. Si lo unía a la volátil mezcla que contenía la bengala y la arrojaba hacia atrás por la ventanilla, tal vez... sí, podría funcionar.

Podía conducir con una sola mano, e incluso manejar el volante con los pies. Colocó una piedra sobre el acelerador, colocándola de manera que no se moviera, y condujo con los pies mientras desmontaba la bengala con el mayor cuidado posible... dentro de lo que permitía la situación.

Estaba acercándose a la intersección que se encontraba a quince kilómetros del poblado, donde debía girar. Tenía que detenerlos ahora, o sabrían a dónde se dirigía. Vertió el polvo dentro de la bengala. Tenía que tener cuidado o los mataría, y aunque sin duda la mayoría de aquellos hombres eran unos asesinos, estaba seguro de que muchos habían nacido en la más absoluta pobreza, y de que habían sido secuestrados en su infancia para convertirlos en soldados del caudillo.

Les dejaría suficientes suministros y provisiones para que su caudillo no los matase por haberle fallado. No sabía sin con aquello estaba contribuyendo a perpetuar el problema en vez de solucionarlo, pero en aquel continente en el que la vida de un hombre no valía nada, le parecía que todo el mundo merecía una oportunidad y no quería añadir más peso a la carga que llevaba sobre su conciencia.

Volvió a asir el volante cuando estaba llegando al cartel torcido que indicaba la dirección hacia el poblado, y dio un volantazo hacia la izquierda para alejarse. Bien, el viento estaba cambiando de nuevo: había llegado el momento.

Cerró la bengala, fijándola bien con cinta adhesiva, la agitó, y abrió la ventanilla del techo. Encendió la mecha, contó hasta siete y, al tiempo que pisaba con fuerza la piedra que había colocado sobre el acelerador, lanzó la bengala hacia atrás por la ventanilla del techo, volviendo a cerrarla después.

La camioneta salió disparada hacia delante cuando se produjo la explosión. Detrás de él el aire se tornó de un blanco azulado que hacía daño a la vista, y luego se ennegreció y se volvió denso. Oyó gritos, y luego un chirrido de neumáticos cuando los Jeeps de sus perseguidores frenaron al mismo tiempo. Lo había conseguido.

Dio un volantazo a la derecha para volver a la intersección y, cuando estaba a medio kilómetro de ella, arrojó las cajas de suministros que había apartado para satisfacer la codicia del caudillo. Sus hombres las encontrarían cuando se les pasase los efectos de la reacción química y recobrasen la vista una media hora más tarde. Para entonces el viento ya habría hecho desaparecer las huellas de sus neumáticos, cubriéndolas con la tierra rojiza, ramas rotas y hojarasca. Los hombres de Sh’ellah tendrían que dividirse para buscarlo, y para cuando llegaran al poblado él ya estaría lejos de su alcance.

De pronto oyó algo, como un silbido acompañado de un fuerte chasquido. La camioneta salió impulsada hacia delante, como si algo la propulsara, antes de tambalearse y precipitarse sobre el costado izquierdo, haciendo que Alim se golpeara la cabeza con la ventanilla. El fuerte impacto lo dejó aturdido, y comenzó a manarle sangre sobre el ojo. Uno de los neumáticos de la camioneta se había reventado. Parecía que a uno de los hombres del caudillo no le había afectado la explosión. Eso, o había disparado a ciegas y había tenido tanta suerte que había logrado acertarle al neumático.

El problema de los neumáticos especiales que había instalado era que, si se pinchaba uno, el vehículo perdía su centro de gravedad, imposibilitándole maniobrar. Detuvo la camioneta, se bajó, y con el rifle reventó las otras tres ruedas. Los neumáticos especiales, aun pinchados, le permitirían seguir conduciendo ahora que la altura del vehículo volvía a estar nivelada. Además, tenía ruedas de repuesto; en cuanto pudiera las cambiaría.

Tenía que llegar al poblado; sentía que iba a desmayarse en cualquier momento. La sangre seguía manando abundantemente de la herida en su sien, y notaba que le estaba bajando la tensión. Volvió a subirse a la camioneta y arrancó de nuevo el motor. Si pudiera poner la camioneta en la dirección correcta y activar el control de velocidad constante... la brújula y el GPS indicaban que si seguía en línea recta lo conseguiría.

Apretó el botón de localización de emergencia en su móvil por satélite. Su única esperanza era que la enfermera de Shellah-Akbar tuviera su receptor encendido.

Minutos después la camioneta entraba en Shellah-Akbar, y al volante iba una mujer. Había salido corriendo de su choza tan pronto como le había llegado la señal de emergencia. Como era la única persona con conocimientos médicos, había ido con una vieja bicicleta al encuentro de la camioneta, pedaleando lo más rápido que podía, mientras Abdel, un joven corredor del poblado que quería presentarse a las próximas olimpiadas, la había seguido a la carrera, para llevar luego la bicicleta de regreso.

Al encontrarse con la camioneta, que avanzaba en línea recta, se había bajado de la bicicleta, dejándola allí para que la recogiera Abdel, había abierto la puerta del vehículo, y se había subido a él de un salto.

Tendido a su lado y con la cabeza sobre su regazo iba el conductor, inconsciente, que había arriesgado su vida para que tantos otros pudieran vivir.

In-sh’allah –susurró la mujer, y recitó una plegaria en silencio.

A ella las plegarias no la habían ayudado, pero quizá Dios sonreiría a aquel valiente. No iba a morir; ese día no. No si ella podía impedirlo.

CAPÍTULO 1

–LLEVAD al conductor a mi choza y deshaceos de la camioneta –le gritó Hana al-Sud en swahili a dos aldeanos cuando detuvo el vehículo junto a la tienda de campaña médica–. Dadle pan a quienes estén más necesitados y enterrad el resto de las provisiones en la tumba de Saliya –le dijo a su ayudante, Malika.

–Pero la fruta perderá sus vitaminas, Hana –protestó Malika.

–Los hombres de Sh’ellah sospecharán si encuentran alguna pepita, un hueso, un corazón de manzana... lo que sea –contestó Hana–. Esta noche las desenterraremos. ¡Hazlo, por favor, Malika! ¡Y borrad las huellas de los neumáticos!

Un hombre mayor corrió a la puerta del copiloto para sacar al conductor, y otro, más joven, se puso al volante. El resto de los aldeanos se ocuparon de descargar la camioneta. Dos mujeres tomaron los botiquines médicos y las ampollas de antibióticos y de insulina y se los llevaron para enterrarlos. Si querían que el poblado sobreviviera, tenían que trabajar en equipo y moverse rápido. Los hombres de Sh’ellah llegarían en cualquier momento, y si los descubrían intentando esconder los suministros y las provisiones las consecuencias serían nefastas.

–El conductor es árabe –dijo Hana–; lo curaré en mi choza, y si preguntan les diré que es mi marido, que ha venido a buscarme.

Quince minutos después era como si la camioneta nunca hubiese estado allí. Abdel la dejaría en el desierto, memorizaría las coordenadas exactas del lugar, y regresaría a pie. Era el único que contaba con una tapadera perfecta: como estaba entrenándose como corredor de larga distancia para las olimpiadas, tenía una excusa para alejarse del poblado.

En su choza, Hana había tendido al hombre herido sobre una sábana vieja y en ese momento se disponía a curarlo con un los instrumentos de un viejo botiquín que habían sido esterilizados. Se merecía algo mejor, pero si utilizase uno de los botiquines nuevos que había traído y no le diese tiempo a deshacerse luego de los instrumentos, los hombres del caudillo podrían descubrir que estaban engañándolos.

El conductor tenía sangre en el rostro y en la camisa. Se volvió hacia Haytham, el marido de Malika, que estaba detrás de ella, y tenía aproximadamente la misma estatura y complexión que aquel hombre.

–Necesito una camisa limpia –le dijo.

Haytham salió corriendo de la choza para ir a buscar una. Entretanto, Hana le quitó al hombre la camisa ensangrentada, que arrojó al fuego del hogar, y vio que el conductor tenía el pecho, un hombro, y parte del estómago, cubiertos por cicatrices inflamadas de quemaduras.

Hana miró su reloj de pulsera. Apenas disponía de cinco minutos; pronto llegarían los hombres de Sh’ellah. Le limpió la sangre del rostro y le suturó la herida, dando gracias porque estuviera cerca del cabello, pues podría ocultarla con el flequillo. También tendría que maquillarla un poco. Corría el riesgo de que se le infectase, pero una venda levantaría las sospechas de los hombres de Sh’ellah.

Le inyectó antibiótico con una jeringuilla entre los dedos de los pies, igual que a un yonqui. A los hombres del caudillo no se les ocurriría mirar allí en busca de signos de heridas o atención médica.

Haytham regresó con la camisa que le había pedido y volvió a salir de la choza. Con una manopla húmeda, Hana limpió lo mejor que pudo la sangre y el polvo del cabello del conductor y cubrió la herida con el maquillaje y el flequillo. Luego lo hizo rodar sobre el costado para quitarle la sábana de debajo, y la arrojó al fuego. Al ponerle la camisa limpia se fijó en que, a juzgar por los injertos de piel, parecía que había pasado varias veces por quirófano por las quemaduras.

Recorrió la choza con la mirada para asegurarse de que no había dejado a la vista ninguna prueba de la cura que le había hecho al conductor. No se le había pasado nada por alto, gracias a Dios. Suspiró aliviada, y por fin se permitió mirar un momento la cara de su paciente.

–No, no... –murmuró horrorizada.

«Por favor Dios, que no sea él, que sólo sea alguien que se le parece...», rogó para sus adentros, porque, si era quien creía que era, su sola presencia allí podría causar más problemas a la gente del poblado que los suministros que les había llevado.

Hasta los esbirros de Sh’ellah lo reconocerían. No había más que imaginárselo con un casco de carreras. Había ganado el campeonato mundial dos veces, y gracias a sus conocimientos químicos había enriquecido a la nación al descubrir reservas de petróleo y gas natural en un lugar en el que a pocos se les habría ocurrido buscar.

¡La! –farfulló, quizá por su estado febril, o por la contusión que había sufrido–. ¡La, la, akh! ¡Fadi, la!

«¡No! ¡No, no, hermano! ¡Fadi, no!». Fadi... No había duda: el apuesto rostro de finos rasgos, las terribles cicatrices de quemaduras en su cuerpo... y cómo había escapado de los hombres del caudillo. Era Alim El-Kanar, el jeque que había abandonado tiempo atrás su país, Abbas al-Din, para no regresar, tras la muerte de su hermano Fadi.

–Lo que faltaba... –murmuró llena de frustración–. ¿Por qué has tenido que venir precisamente aquí?

El antiguo piloto de carreras seguía farfullando, y justo en ese momento oyó el ruido de al menos una docena de Jeeps acercándose al poblado. Los esbirros de Sh’ellah hablaban un dialecto similar. Lo identificarían al instante, se lo llevarían para pedir un rescate por él, y destruirían cualquier prueba de su secuestro. Diez minutos después ella y toda la gente del poblado yacerían muertos.

–Fadi... ¡Fadi, por favor, no me dejes! ¡Quédate conmigo!

No tenía otro remedio. Sólo había una posibilidad de que los hombres del caudillo no lo reconocieran, y era haciendo que prefirieran mantenerse alejados de él. Les haría creer que tenía la gripe. Tras pedir disculpas en silencio al héroe que les había llevado los suministros, calentó sobre el fuego un paño húmedo y se lo puso en la cara y le frotó los brazos y las piernas para acelerar la fiebre. Claro que también tendría que lograr que se callara. Le puso los dedos en la garganta y presionó la arteria carótida, contando despacio del uno al veinte hasta que perdió el conocimiento.

***

Tenía que ser un sueño, pensó Alim al abrir los ojos. Aquellos ojos de ángel... Pero era el sueño más hermoso que había tenido jamás. Sentía un dolor punzante en la sien. ¿Estaba aún en África? A juzgar por el calor, el polvo rojizo en el suelo y la choza, con ventanas sin cristales y un hogar en el centro, en la que se encontraba parecía que sí.

–¿Dónde estoy? –le preguntó a la mujer que estaba inclinada sobre el hogar.

Cuando ésta se volvió y fue cojeando hacia él, Alim reconoció al instante lo que lo tenía tan confundido: aquélla era la mujer de ojos de ángel. Vestía un nicab, la prenda tradicional islámica que cubría a la mujer de la cabeza a los pies, junto con un velo que ocultaba la parte inferior del rostro, dejando al descubierto únicamente los ojos. Los de esta mujer eran de un verde castaño y ligeramente rasgados; no era africana. Eran unos ojos tan hermosos y le recordaban tanto a su tierra natal, que al mirarlos sintió una punzada de añoranza.

Su leve cojera le decía que debía haber sido ella quien le había salvado la vida: probablemente se había hecho daño al subir a la camioneta en marcha.

–Estás en el poblado de Shellah-Akbar. ¿Cómo te encuentras? –le preguntó en el dialecto del árabe que se hablaba en el Magreb, en el norte de África.

Era parecido a su lengua natal, y de nuevo se vio atormentado por los fantasmas del pasado. Era evidente, por su acento, que aquella mujer era de la misma región que él, aunque estaba impregnado de una nasalidad inusual. Intrigado, le respondió en el dialecto del Golfo Pérsico:

–Estoy bien, gracias.

La mujer pestañeó, pero no de un modo coqueto, sino todo lo contrario; se comportaba como lo haría la virgen más tímida de su ciudad natal, aunque llevaba velo,

como una mujer casada.

Se acercó para comprobar el estado de su herida.

–Se ha infectado –murmuró tocándole la frente con cuidado. Alim inspiró, y un olor a lavanda invadió sus fosas nasales–. Lo siento, después de suturarte la herida tuve que maquillarla y cubrírtela con el pelo, y también tuve que subirte la fiebre para que los hombres de Sh’ellah creyeran que tenías la gripe.

–He pasado por cosas peores –la tranquilizó él–. Fuiste tú quien subió a la camioneta, ¿no es así? Por eso cojeas –añadió.

Ella asintió despacio.

–¿Y dices que me has cosido la herida?

Ella asintió de nuevo.

–¿Puedo saber el nombre de mi salvadora?

La vacilación de ella, su indecisión, se hizo palpable de inmediato, y Alim, apiadándose de ella, le dijo:

–Si tu marido...

–No tengo marido –lo cortó ella en un tono frío y áspero.

La mujer le dio la espalda, y se oyó el ruido de un envoltorio de papel al rasgarse. Alim cerró los ojos, y se reprochó el no haberse dado cuenta antes. Sólo una viuda habría ido a un lugar como aquél, una viuda que no contara siquiera con el respaldo de una familia que cuidara de ella tras la muerte de su esposo.

–Lo siento.

La mujer encogió un hombro con desgana, y se inclinó sobre su herida.

–Por favor, no te muevas. Si queremos que la herida sane... y necesitamos que sane rápido, antes de que regresen los hombres de Sh’ellah, tengo que limpiarla de nuevo.

Tendría que haberse dado cuenta de que si hubiera estado casada no habría atendido a un paciente varón, a menos que hubiese estado casada con un occidental, en cuyo caso ni siquiera habría llevado el nicab.

Aunque la verdad era que el nicab le sentaba bien. La prenda, del color de la arena, cubría su cuerpo de un modo seductor, protegiéndola del polvo y del viento, pero no la constreñía. Además, el roce de la tela cuando caminaba producía un suave frufrú, y le fascinaba que pudiera moverse con la elegancia con que se movía a pesar de la cojera.

«Camina bella, como la noche...», pensó, recordando los versos de Byron. «O como una estrella al amanecer», añadió para sus adentros.

–Gracias por salvar la vida sin valor de este hombre, Sahar Thurayya –le dijo, haciendo un gesto de reverencia con las manos, puesto que no podía mover la cabeza.

La joven enarcó una ceja al oír como la había llamado: «estrella del alba», pero continuó su labor sin decir nada.

–Mi nombre es Alim.

No veía peligro alguno en decirle su nombre de pila. Al fin y al cabo había muchos hombres llamados Alim en su país, y las reglas de urbanidad exigían que ella se presentase también.

–Aunque «estrella del alba» es más bonito –respondió ella en un tono quedo–, me llamo Hana.

Hana... «Felicidad».

–Creo que «estrella del alba» es un nombre más apropiado para ti.

Ella siguió sin apartar la vista de la herida, que continuó limpiando con cuidado.

–Hace sólo diez minutos que me conoces... ¿y ya crees conocerme lo suficiente como para juzgarme y decidir si mi nombre es apropiado? –le espetó.

–Perdona, no era mi intención... –se disculpó él en el dialecto de su país de origen.

–No hables más, por favor –le rogó ella en un susurro.

Fue entonces cuando Alim se dio cuenta de que le temblaban las manos. De modo que su mera presencia y la lengua que compartían hacía que le doliese el corazón tanto como a él... Cerró los ojos y la dejó trabajar en paz. Cuando le pareció que ya estaba acabando, le preguntó:

–¿Qué hicisteis con la camioneta?

–Abdel, uno de los hombres del poblado, se la ha llevado lejos de aquí, y los demás borraron las huellas de los neumáticos a la entrada y a la salida del poblado. No te preocupes, la esconderá bien, y te dará las coordenadas exactas para que puedas llegar allí cuando te encuentres mejor.

–¿Quién soy? –inquirió Alim. Y al verla fruncir el ceño, preguntándose sin duda si la contusión le habría provocado amnesia temporal, añadió–: Me refiero a que... cuando llegaron los hombres que me perseguían, ¿quién les dijiste que era?

Los dedos de Hana, que estaban colocando tiras adhesivas de esparadrapo esterilizado sobre la herida, volvieron a temblar ligeramente.

Alim aguardó su respuesta en silencio. Hana le colocó la última tira y dio un paso atrás.

–Cuando vinieron, me puse el nicab para que creyeran que estaba casada. Además cuando una mujer lleva el nicab, los hombres no pueden verla, y es más difícil que se sientan tentados por ella. Ya sabes cómo es la vida en este territorio.

Alim asintió.