Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Janette Kenny. Todos los derechos reservados.
ENTRE EL DESEO Y EL DEBER, N.º 2062 - marzo 2011
Título original: Innocent in the Italian’s Possession
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9820-1
Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

Logo colección

Entre el deseo y el deber

Janette Kenny

Logo editorial

Capítulo 1

Gemma Cardone corría por las calles de Viareggio hacia la naviera Marinetti, con el corazón acelerado y los nervios de punta. Las campanas de la iglesia dieron las seis, el eco distante pero claro en el silencio de la mañana toscana.

Desde que empezó a trabajar en Viareggio nueve meses antes siempre había disfrutado del agradable paseo hasta la oficina y los grandes ventanales del edificio le recordaban el puente de Cinque Terre, desde el que se veía un cielo interminable, el mar de Liguria y los acantilados.

En el antiguo pueblo de Manarolo, donde ella había nacido, los viejos edificios subían por los acantilados como agarrándose a la pared; los mismos acantilados en los que crecían unas magníficas uvas que usaban para hacer un vino que no se podía encontrar en otro sitio.

Era un sitio pequeño, remoto y más viejo que el propio tiempo. Las calles eran estrechas y había escalones por todas partes, pero cuando no estaba allí lo echaba de menos porque en Manarolo había una paz que no encontraba en ningún otro sitio.

Allí, en Viareggio, un pueblo costero cerca de Cinque Terre por mar, era todo lo contrario. Tenía bonitas playas, pero también era una zona industrial llena de astilleros y con más turistas de los que ella había visto nunca en Manarolo, aunque fuese el mes de agosto.

Gemma suspiró, preocupada. Todos los días iba a la oficina deseando ponerse a trabajar, pero no aquel día.

Una semana antes, la mujer de Cesare había perdido la vida en un trágico accidente de tráfico que lo había llevado a él al hospital. La naviera Marinetti estaba cerrada desde entonces, de luto por la signora Marinetti y por respeto a la familia.

Gemma estaba nerviosísima desde el funeral, preocupada por el infarto que mantenía a Cesare hospitalizado. Era lógico que los empleados se preguntasen cuándo volvería a la oficina. ¿Quién se encargaría de llevar la naviera hasta entonces?

La respuesta había llegado a las cinco de la mañana, cuando Cesare la llamó por teléfono desde el hospital.

–No tengo mucho tiempo para hablar –la voz de su jefe era apenas un suspiro.

–¿Cómo estás?

–Los médicos dicen que necesito un bypass –Cesare dejó escapar un largo suspiro de resignación–. La naviera abrirá hoy, pero yo no volveré al trabajo en varias semanas.

–Sí, claro –dijo ella, entristecida–. ¿A quién vas a poner en la dirección?

–Mi hijo se hará cargo de la empresa.

¿Su hijo? ¿Cesare había llamado al hijo que le había dado la espalda cinco años antes? ¿El que no lo llamaba nunca ni iba a visitarlo porque estaba demasiado ocupado haciendo de playboy?

–Lo he confesado todo, Gemma, y ahora vivo para lamentarlo. Debes ir a la oficina ahora mismo para retirar los documentos en los que se habla de mi hija y de ti. Llévatelos a casa y escóndelos bien. No puedo dejar que se sepa la verdad... Stefano especialmente no debe saber nada.

Cesare tenía razón. Si el secreto se hacía público, aparte del dolor para la familia Marinetti, se crearía un problema para la naviera. Y no quería ni pensar en lo que sería de la hija de Cesare.

–No te preocupes –le dijo–. Yo me encargaré de todo.

Grazie. Ten cuidado con Stefano y no le digas cuándo piensas ir a Milán.

Gemma recordaba esa advertencia mientras corría hacia la oficina. Los bares y los cafés aún estaban cerrados, pero no tardarían mucho en abrir. ¿Qué otras sorpresas le depararía aquel día?

Mientras subía al despacho de Cesare, los tacones de sus sandalias repiqueteaban en el suelo de madera al mismo ritmo que su corazón.

Sencillamente, no podía fracasar en aquel encargo. No podía fallarle a Cesare después de todo lo que habían pasado juntos.

El ruido de una puerta cuando estaba llegando al final del pasillo hizo que Gemma se detuviera, pálida, aguzando el oído.

No veía a nadie, pero estaba segura de haber oído algo. Ninguno de los empleados había llegado todavía. De hecho, no había ninguna razón para que fuesen tan temprano.

Debía de ser el guardia de seguridad haciendo su ronda, pensó. Sí, tenía que ser eso.

Aun así, Gemma recorrió los metros que le faltaban con el corazón en un puño. No podía dejar que la viese nadie porque le harían preguntas que no podía responder y jamás había sido capaz de contar una mentira de manera convincente.

Entró en el despacho de Cesare y pulsó el interruptor de la luz con dedos temblorosos antes de dirigirse a la caja fuerte.

A pesar del fresco de la mañana, tenía la frente cubierta de sudor. La blusa, de color coral, se pegaba a sus pechos y la falda azul marino se le había torcido con la carrera, pero no podía arreglarse la ropa. No había tiempo.

Los Marinetti habían sufrido suficiente, pero temía lo que pudiera pasar cuando el hijo de Cesare se hiciera cargo de la empresa.

Por lo que había oído, Stefano Marinetti era implacable en los negocios y un mujeriego fuera de la oficina. Y, después de verlo en el funeral, intuía que los rumores eran ciertos.

Sí, era alabado por su capacidad para tomar decisiones rápidas y ganar millones, pero también era un conocido mujeriego que no se había molestado en visitar a sus padres en cinco años. En su opinión, no había sitio allí para él.

Recordar el último titular que había leído sobre Stefano hizo que frunciese el ceño. El hijo de Cesare ganaba millones, mientras la naviera Marinetti tenía que esforzarse para poder pagar a los empleados.

Los rivales de Cesare decían que estaba acabado y, aunque ella sabía la verdad, no podía divulgar dónde había ido su fortuna.

Nerviosa, empezó a girar la rueda de la caja fuerte, el único sonido en el despacho los latidos de su corazón y el tictac del reloj de la pared.

Pero al oír voces en el pasillo se detuvo durante un segundo. Eran dos hombres...

A toda velocidad, y con el corazón en la garganta, Gemma sacó de la caja la carpeta que buscaba y la guardó en el bolso. Luego cerró la caja fuerte y salió del despacho de Cesare para entrar en el suyo. Podía oír pasos tras ella, pasos masculinos, impacientes.

No podía ser el guardia de seguridad y dudaba que fuese un empleado. No, casi con toda seguridad, el hombre que estaba a punto de entrar en el despacho era el hijo de Cesare Marinetti.

Gemma se dejó caer sobre el sillón, escondiendo el bolso bajo el escritorio a toda prisa. Lo había conseguido, ahora lo único que tenía que hacer era fingir que estaba muy ocupada...

La puerta se abrió entonces y un hombre alto con un traje de Armani entró en el despacho. Se detuvo de golpe y la miró con gesto de impaciencia, más o menos el mismo gesto que tenía durante el funeral de su madre.

Stefano Marinetti era una versión más joven y más leonina de su padre, con el pelo de color castaño, ondulado. Como había hecho en el funeral, la miró de arriba abajo con esos ojos de color café hasta hacer que Gemma sintiera un cosquilleo. Los hombres la habían mirado abiertamente muchas veces, pero nunca como lo hacía Stefano Marinetti, con aquel brillo carnal en los ojos.

Era un comportamiento totalmente inapropiado incluso para un italiano. No sólo la desnudaba con la mirada, sino que parecía estar haciéndole el amor.

Haciendo un esfuerzo, Gemma llevó aire a sus pulmones. Un error, porque al hacerlo respiró el aroma de su colonia masculina, una mezcla erótica de especias que la hizo tragar saliva.

Odiaba la atracción que sentía por él, pero no podía evitarlo. Era una locura humillante, pero adictiva.

No podía ni imaginar cómo iba a trabajar con aquel hombre hasta que Cesare saliera del hospital. No podría hacerlo... pero tampoco podía hacer otra cosa.

Entonces recordó la promesa que le había hecho a Cesare... y a Rachel. Y el recuerdo de la niña en el hospital le dio fuerzas para mirar a Stefano a los ojos.

Su presencia dominaba la habitación por completo, de modo que no habría podido apartar la mirada aunque quisiera. Las revistas tenían razón, sus rasgos clásicos podrían rivalizar con los de las estatuas romanas. Tenía una expresión intensa, sensual.

E impaciente.

Mirándolo podía imaginar a un gladiador romano venciendo a sus rivales. O a un dios rodeado de vestales.

Era un empresario famoso que exudaba carisma y atractivo y lo utilizaba cuando quería. Como estaba haciendo en aquel momento.

Stefano era un predador peligroso que estaba allí por una razón: para usurpar el puesto de Cesare. Y no debería olvidarlo.

Buongiorno, signor Marinetti. No he tenido oportunidad de darle el pésame por la triste muerte de su madre.

Él asintió con la cabeza, mirando alrededor.

–¿Dónde está Donna?

–Donna se retiró el año pasado.

–¿Y cuándo la contrataron a usted?

–Hace un año.

–Ah, ya veo –murmuró él, mirándola de una forma que la hizo sentir vulnerable e inadecuada, lo cual no era una sorpresa ya que ella nunca podría ser el tipo de un arrogante millonario como él–. ¿Y su nombre es?

–Gemma Cardone, soy la secretaria personal de Cesare.

–¿Y suele venir a trabajar tan temprano?

–No –contestó ella, porque de haber dicho otra cosa Stefano sabría que estaba mintiendo.

Además de arrogante y autoritario, era un hombre muy observador. Durante el funeral de su madre lo había visto mirando a todo el mundo, como tomando nota.

Entonces no había mostrado ninguna emoción... no, eso no era cierto, parecía enfadado, como el Etna a punto de estallar.

Nunca se había sentido tan atraída por un hombre a primera vista, pero había pensado que era una tontería hasta que él entró en el despacho.

Stefano Marinetti era peligroso y Gemma tuvo que hacer uso de toda su fortaleza para seguir sonriendo.

–Sabía que habría correo atrasado y muchas llamadas que devolver. Mucha gente ha escrito o llamado para dar el pésame y preguntar por la salud de Cesare...

–Me alegro de que haya tomado la iniciativa en este momento tan delicado.

–En realidad, Cesare me ha pedido que lo hiciera.

–¿Cesare la ha llamado por teléfono?

–Sí, anoche.

–Los médicos le han dicho que debe descansar.

–Fue una llamada muy breve –le aclaró Gemma–. Sólo hablamos durante unos minutos.

–¿Mi padre le ha dicho que le informe de mis actividades?

–No –contestó ella, sorprendida–. ¿Debería hacerlo?

Stefano Marinetti esbozó una sonrisa.

–¿Mi padre la llama señorita Cardone o Gemma?

–Cesare prefiere un ambiente de trabajo informal, de modo que nos tuteamos.

Algo que él sabría si no le hubiera dado la espalda a su padre cinco años atrás.

Sus facciones parecían hechas de granito, de modo que no podía saber qué estaba pensando. Pero daba igual, ella estaba allí para ayudar a Cesare, no a su hijo.

Cesare Marinetti había necesitado ayuda durante los últimos nueves meses, pero aquel hombre no había aparecido por allí. ¿Sabría Stefano de los problemas económicos de su padre? Debía de haber oído los rumores al menos y él, con sus millones, debería haberse ofrecido a ayudarlo.

Pero no, había esperado hasta que Cesare estuvo en el hospital para hacer su aparición.

Se quedaría allí por su jefe, pensó Gemma. Pero sospechaba que iba a ser difícil contener su temperamento delante de aquel arrogante.

–Muy bien, Gemma –dijo él, pronunciando su nombre como una caricia–. Como mi padre y yo estamos de acuerdo en esto, lo mejor será que nos tuteemos. Dile al supervisor del astillero y a los jefes de departamento que los espero a todos en mi despacho a las dos en punto.

–¿Hoy?

–Hoy, sí. ¿Algún problema?

–No, en absoluto.

Stefano salió del despacho y Gemma dejó escapar un suspiro de alivio. ¿Pero cuánto duraría?

Era un hombre guapísimo, viril. Y un arrogante que se había hecho cargo de la empresa colocándola a ella en una posición muy precaria.

Eso era en lo que debía concentrarse, en el hecho de que Cesare le había confiado su secreto a ella, no a su hijo.

Oh, Cesare... haría cualquier cosa por él. Ya lo había hecho, en realidad. Y haría lo que fuera.

La inesperada atracción por Stefano la había cegado temporalmente, pero la próxima vez que lo viese estaría más preparada.

Scusi, Gemma... –Stefano asomó la cabeza en el despacho y ella hizo un esfuerzo por sonreír.

–Dime.

–¿Te importa ayudarme a hacer café? Nunca me sale bien.

¿Y pensaba que a ella sí? Gemma tuvo que morderse la lengua.

–Ahora mismo.

Grazie.

Hacerle café... increíble, pensó, irritada. Aunque a Cesare se lo hacía todos los días.

–¿Cómo lo tomas?

–Solo, sin azúcar.

Eso no le sorprendió, pero no había esperado que la mirase de ese modo mientras se estiraba la falda. Era como si estuviera quitándosela con los ojos...

–Haces que parezca tan fácil –dijo Stefano cuando el rico aroma del café llenaba el despacho.

Gemma levantó la mirada y, de inmediato, tuvo que tragar saliva. ¿Estaba coqueteando con ella?

Sí, por supuesto que sí. Todos los hombres italianos coqueteaban y Stefano tenía fama de mujeriego.

–¿Necesitas algo más? –le preguntó, intentando mostrarse amable pero fría.

–No, por el momento no –respondió él, aunque el brillo de sus ojos contradecía esa respuesta.

Gemma salió del despacho con los hombros erguidos. ¿Cómo se atrevía a ser tan despreocupado un áticamente masculino un segundo después?

Seguramente encontraría alguna razón para interrumpirla cada cinco minutos. Estaba segura de ello.

De vuelta en su despacho, Gemma descolgó el teléfono para llamar a los jefes de departamento. Todos le preguntaron cuándo volvería Cesare y algunos expresaron su preocupación sobre lo que pasaría si se retiraba o moría.

Esto último hizo que se le encogiera el corazón. No había pasado mucho tiempo desde que perdió a su padre en un accidente de barco y no quería ni pensar en perder a Cesare. Pero estaba preocupada por él, una preocupación que no la dejaba dormir.

Meses antes, Cesare le había confiado que su hijo y él llevaban años sin hablarse. Y no había tenido que decirle cuánto lo disgustaba eso.

Cesare quería mucho a su hijo menor, pero las ideas de Stefano sobre la dirección que debía tomar la naviera Marinetti no coincidían con las de Cesare y su hijo mayor, de modo que se había marchado de la compañía para abrir una por su cuenta.

Qué curioso que hubiera vuelto para hacerse cargo de la empresa en aquel momento, cuando Cesare no podía defenderse. Gemma esperaba que no quisiera aprovecharse de la enfermedad de su padre para hacer las cosas a su manera. ¿No empezaría a hacer cambios drásticos...?

El intercomunicador sonó en ese momento, un sonido discordante que turbó la calma que tan desesperadamente intentaba encontrar.

–Sí, signor Marinetti.

–Stefano –le recordó él–. Necesito que vengas un momento.

–Enseguida.

Gemma se levantó del sillón y, de nuevo, intentó estirar su falda antes de entrar en la guarida del león cuaderno y bolígrafo en mano.

Stefano se había quitado la chaqueta y la había tirado sobre el sofá. Incluso se había remangado la camisa y aflojado la corbata, dejando los gemelos sobre el escritorio como si estuviera dispuesto a trabajar de verdad. Pero seguía pareciendo más un playboy que un ejecutivo.

Una mata de vello oscuro asomaba por el cuello de la camisa, el mismo vello oscuro de sus fuertes y fibrosos antebrazos, con un reloj Gucci en la muñeca.

Todo en él hablaba de dinero y sofisticación. Era el típico millonario extravagante, todo lo contrario a Cesare.

Hasta nueve meses antes, la naviera Marinetti había conseguido beneficios construyendo barcos y ferrys, pero algunos decían que estaba anticuada.

Últimamente, Gemma había oído rumores según los cuales estaban al borde de la bancarrota y eso dolía porque era verdad.

Ella sabía que Cesare se había visto obligado a recortar beneficios y, si pudiera, le devolvería el dinero que había insistido en que aceptara.

Pero el dinero había desaparecido y su única fuente de ingresos era ahora su salario. Y sin Cesare llevando el negocio, ¿cuánto tiempo aguantarían?

La semana anterior le había confesado que había tenido que vender parte de sus acciones a Canto di Mare para poder pagar a los empleados. Apenas tenía control sobre su propia empresa, era lógico que le hubiera fallado el corazón.

Sin decir una palabra, Gemma se sentó frente al escritorio, dispuesta a tomar notas. Aunque estaba contando los días hasta el regreso de Cesare.

–Voy a tener que dividir mi tiempo entre Marinetti y mi propia empresa –dijo Stefano, echándose hacia atrás en el sillón.

De modo que sólo estaría allí a tiempo parcial... estupendo, pensó Gemma. Seguramente ya estaba aburrido del negocio de su padre.

Cesare Marinetti era de la vieja escuela y sus horarios de trabajo eran más bien relajados. Todo allí se hacía con lenta precisión, como se había hecho durante generaciones.

Incluso muchos de los empleados eran hijos de antiguos empleados, ¿pero qué sabía Stefano de todo eso? Él le había dado la espalda a su familia porque no le interesaban las tradiciones ni la forma de llevar el negocio de su padre.

–Como mi secretaria está de vacaciones –siguió él–, tú me ayudarás también en mi oficina.

¿Qué? Lo diría de broma. Gemma no tenía intención de estar a sus órdenes, especialmente teniendo que hacer tantas cosas por Cesare en Milán. Eso era lo más importante.

–Lo siento, pero es imposible. Yo trabajo aquí.

Capítulo 2

La boca que Gemma había admirado antes, a su pesar, esbozó una sonrisa que le encogió el estómago. Sabía incluso antes de que él dijese una palabra que acababa de desafiar al león.

–Tu trabajo está donde yo decida –anunció Stefano–. Mi padre tendrá que guardar cama antes y después de la operación, de modo que no puede hacerse cargo de nada. Ni siquiera de los asuntos personales.

Esta última frase hizo que Gemma sintiese un escalofrío. Estaba diciéndole que no se acercase a Cesare. De hecho, era sorprendente que Cesare hubiera podido ponerse en contacto con ella.

Al menos había conseguido sacar los archivos de la caja fuerte a tiempo, pensó. Tenía que guardarlos hasta que saliera del hospital y los guardaría con su vida.

–¿Está prohibido ir a visitarlo? –le preguntó, angustiada al pensar en la niña que esperaba a Cesare en Milán.

No podían abandonarla. Si Cesare no podía cuidar de ella, Gemma tendría que hacerlo. Pero para eso tendría que alejarse de Stefano y, considerando que pensaba llevársela de una oficina a otra, ir a Milán podría ser difícil.

–Puedes visitar a mi padre –respondió Stefano, acariciando su fuerte mandíbula con el pulgar, como si se lo estuviera pensando– después de la operación.

El brillo de sus ojos le decía que sospechaba algo. ¿Podría saber algo sobre su relación especial con Cesare? ¿Habría descubierto el secreto de su padre?

No, imposible, habían sido muy discretos. Cesare se había gastado una fortuna para que nadie supiera nada en el hospital.

Stefano estaba haciéndose el duro con la esperanza de que cometiese un error. Pues muy bien, había llegado el momento de recordarle que ella trabajaba para la naviera Marinetti y no para él, de modo que su empresa sería algo secundario.

Gemma se levantó, sujetando su cuaderno como un escudo.