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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sara Wood

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda concertada, n.º 1426 - septiembre 2017

Título original: Husband by Arrangement

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-102-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Maddy no podía esperar más. Tenía que mirar. Tiró de la mano de su amiga con desesperación.

–¡Déjame ver! –suplicó.

–Paciencia –rio Debbie–. Solo un poco más de brillo en los labios… ¡Ya! ¿Lista?

Maddy asintió, con la boca seca. Muchas cosas dependían del resultado. Giró la silla, se enfrentó al espejo y vio la imagen de una persona completamente distinta.

–¡Oh, cielos! –exclamó con asombro.

En vez de escandaloso, como había pretendido, el cabello color burdeos realzaba su tez pálida y daba a sus solemnes ojos grises un brillo ahumado y travieso. Abrió la boca con asombro y el espejo le devolvió el mohín de unos labios color amapola, con aspecto de ser besados cuarenta veces al día.

Sonrió con ironía. Hacía tiempo que el único que la besaba era su abuelo: en la mejilla, para darle las buenas noches. Su querido abuelo no creía en las demostraciones de afecto, pero la quería; por eso insistía en que se casara con el nieto del antiguo socio que había tenido en Portugal. Y de ahí el disfraz: era un intento desesperado por parecer totalmente inapropiada como futura esposa de Dexter Fitzgerald. Pocas horas después volaría a un país que había dejado casi veinte años antes.

–Es un poco… demasiado –dijo Maddy dubitativa, observando la imagen descarada del espejo.

–Claro. ¿Cómo si no vas a conseguir que te rechacen de plano? Dijiste que los Fitzgerald eran tradicionales. Confía en mí. Se quedarán horrorizados.

Maddy esbozó una sonrisa, empezando a animarse.

–¡Es muy posible! –concedió.

–Ahora tienes que aprender a andar de forma insinuante –ordenó Debbie–. Así.

Maddy, animada por su bulliciosa amiga, se levantó y la siguió, exagerando el bamboleo de sus caderas, hasta que tuvo la sensación de que iba a desencajarse.

–¡Es demasiado ridículo! –protestó, dejándose sobre la cama de su amiga con un ataque de risa–. Nunca podría andar así en público.

–Tienes que exagerar para tener éxito. Por eso hemos comprado la ropa más chillona de la tienda de beneficiencia –Debbie se puso seria–. No tienes opción. Tu abuelo lleva años presionándote; está empeñado en que te cases con ese Dexter. Esto frustrará sus planes.

–Quiere mi seguridad –defendió ella con lealtad–. Cree que, a mis treinta años, ya no tengo remedio. Y estoy en paro desde que ha cerrado la residencia infantil –suspiró–. Es comprensible. Es viejo, está enfermo y lo preocupa mi futuro cuando él muera.

–Yo, en tu lugar, le diría a mi abuelo que no se metiera en mi vida –rezongó Debbie. Sonrió y abrazó a su amiga–. El problema es que eres tan amable y cariñosa que no quieres hacerle daño. Por eso ahora, supuestamente sumisa, estás a punto de volar a Portugal para encontrarte con tu anhelante prometido y…

–¡Comportarme como una cazafortunas maleducada para desanimarlo! –rio Maddy, pestañeando con descaro.

–¡Fantástico! ¡Puedes hacerlo! –gritó Debbie–. ¡Mírate! –animó, llevando a Maddy de vuelta al espejo.

Maddy toqueteó el alarmante escote de su camiseta y pensó en la remilgada y adusta Sofía Fitzgerald, la abuela de Dex. Sofía no soportaría que una vampiresa interesada fuera la futura esposa de Dex; y, por lo que recordaba, él desearía una esposa dócil y bien vestida, no una mujer frívola y de andares insinuantes.

Iba a enfrentarse a la actuación de su vida. Cuando había intentado decirle a su abuelo que no le interesaban sus planes de matrimonio, casi le había dado una apoplejía. No había tenido más remedio que simular que aceptaba para evitarle otro infarto. Inspiró con fuerza.

–Entonces, ayúdame, Debs –pidió con decisión–. Dime qué debo hacer.

Juntas, practicaron cómo comportarse de forma sensual, descarada y segura. Dieron un paseo por la calle, provocando muchas miradas lujuriosas. Entre risas, Maddy descubrió que iba ganando confianza tras oír varios piropos.

¡Se había convertido en una de esas mujeres que los hombres querían conquistar! Le resultaba antinatural, pero estaba dispuesta a actuar como una seductora durante un tiempo. Todos comprenderían que no era en absoluto apropiada como esposa de un Fitzgerald. Las ideas casamenteras de su abuelo y de la aristocrática Sofía se quedarían en agua de borrajas.

–Procura olvidar tu dulzura habitual. Ahora eres una listilla –advirtió Debbie, de camino al aeropuerto.

–Dex lo odiará –reflexionó Maddy–. Apenas lo vi desde que cumplió los ocho años y lo enviaron a un internado en Inglaterra. Yo solo tenía cuatro años, pero recuerdo que era muy distante, casi un recluso…

–Con gafas gruesas y delgado como un junco –añadió Debbie.

–Estoy segura de que es muy agradable –concedió Maddy, retorciendo un mechón de su pelo puntiagudo–. Pero nunca me casaría con alguien a quien no amase.

Su esposo tendría que ser un hombre muy comprensivo. Alguien a quien no le importase que no pudiera tener hijos. Ella se había hecho a la idea tiempo atrás: una infección había acabado con sus posibilidades de ser madre, pero en su interior persistían el dolor y el anhelo. Se preguntó si habría algún hombre dispuesto a casarse con ella, sabiendo que nunca le daría un hijo.

–La verdad es que eres muy dura, pero la gente que no te conoce tiene la impresión de que eres callada y sumisa –comentó Debbie con admiración–. No sé cómo has soportado ser la cocinera y criada de tu abuelo durante tantos años. Es un poco tirano, ¿no?

–Me necesitaba –dijo Maddy–. Y aprendí a callarme y ocuparme de todo cuando el negocio que iniciamos aquí fracasó y lo perdimos todo.

–Debió de ser horrible para ti.

–Fue peor para él –Maddy recordó lo difícil que fue para su abuelo ser pobre. Los Fitzgerald le habían dado una gran suma de dinero a cambio de sus acciones en el vivero de Portugal; pero las deudas lo habían consumido todo–. ¡Ojalá el abuelo no estuviera tan resentido con la familia Fitzgerald! –suspiró–. Cree que la mitad de la herencia de Dex debería ser mía. Por eso tiene tanto empeño en que nos casemos.

–¿Por qué cree eso? –preguntó Debbie extrañada.

–Culpa a la familia del accidente de coche en el que murieron mis padres y los de Dex –explicó ella con tristeza–. Todos compartíamos una gran casa de labranza, en Portugal. Por lo visto, la madre de Dex se lanzó en brazos de mi padre. Según el abuelo, si no lo hubiera hecho no habría habido accidente. Seríamos ricos, nuestros padres estarían vivos y seguiríamos en Portugal.

–Hay que olvidar el pasado –aseveró Debbie–. Tienes que pensar en tu futuro. No lo olvides: asume tu papel. Haz cosas que sean socialmente inaceptables.

–¿Sorber la sopa, por ejemplo? –sugirió Maddy.

–Perfecto. O baila el cancán en la mesa. O come con las manos. Cualquier cosa. ¡Pero vuelve soltera!

Maddy salió del coche con cuidado, intentando mantener el equilibrio sobre sus dorados tacones de aguja. Dos hombres corrieron a ayudarla con el equipaje y les sonrió esplendorosamente.

–Adelante –dijo su amiga guiñándole un ojo y abrazándola–. ¡Empieza la función! Diviértete.

–Lo haré –replicó Maddy, excitada. Primero acabaría con los planes de boda, después exigiría que los Fitzgerald le contaran su versión del trágico accidente. Su abuelo se había negado a explicarle por qué su padre se había fugado con la madre de Dex sin despedirse. Tenía que haber una buena razón y quería descubrirla.

Por primera vez, tenía la maravillosa sensación de estar tomando las riendas de su vida. Sus ojos chispearon. Hizo un gesto de despedida a su amiga, permitió que uno de los hombres se hiciera cargo de su equipaje y lo siguió, bamboleando las caderas embutidas en una falda de cuero.

Empezaba una gran aventura y pensaba disfrutarla.

Capítulo 2

 

Dexter estaba tan ocupado que llegó al aeropuerto sucio y sin afeitar. Con desgana, esperó mientras salían los pasajeros del vuelo de Londres, sin notar las miradas de admiración de las mujeres. Su mente estaba en otro sitio: en las ruinas chamuscadas de la Quinta que había sido el hogar de los Fitzgerald. No deseaba estar allí, ni siquiera quería estar en ese país.

Vio a una mujer regordeta, mal vestida y con aire tímido y alzó su cartel con resignación. La mujer miró, animada, el nombre escrito con rotulador: Maddy Cook. Con aire de desilusión, siguió su camino.

Poco después dejaron de salir pasajeros. Por lo visto, Maddy había decidido no ir al Algarve. Sintió tal alivio que se hubiera puesto a cantar si no fuera porque estaba agotado y sin ganas de celebraciones.

Justo cuando se iba, le llamó la atención un grupo de ruidosos hombres que salían riendo de la aduana. Eran jugadores de un equipo de rugby, con entrenador, admiradores y, además, una atractiva mascota.

La cabeza color burdeos de la mascota subía y bajaba, casi invisible entre la melé de brazos musculosos y manos gigantescas. Pero Dex había visto su deslumbrante sonrisa y sus preciosas piernas. Por primera vez en toda la semana, esbozó una débil sonrisa.

–¡Eh, nena, aquí está tu comité de bienvenida! –gritó uno de los gigantes, señalándolo.

Dex se dio la vuelta, esperando ver a su espalda a un grupo de gigantes vestidos con camisetas a rayas. Pero no había nadie. Volvió la cabeza y vio que el grupo se abría, dejando a la mascota a la vista, en toda su gloria. A pesar de su prisa, se detuvo, asombrado por la visión.

Era como una mariposa exótica, brillante e iridiscente. No era su tipo de mujer, sin duda. Pero su exuberancia y su bello rostro fueron como una caricia que le levantó un poco el ánimo. Parpadeó al ver que la mariposa se acercaba; sus ojos color humo miraban con interés el cartel que aún llevaba en la mano.

Se le secó la boca. No podía ser. Tenía la figura y la personalidad equivocadas…

–¡Hola! –exclamó ella–. Soy Maddy. ¿Eres mi conductor?

La miró boquiabierto. ¡Era imposible que fuera Maddy! Sin embargo, ahí estaban esos enormes ojos grises, chispeantes en vez de aprensivos y a punto de llorar, como él los recordaba. La boca también le resultaba vagamente familiar, pero los delicados pómulos y la nariz no se parecían en nada a los rasgos redondeados e infantiles que recordaba.

–¿Eres mi conductor? –insistió ella con una sonrisa extremadamente dulce, hablando despacio y gesticulando con las manos.

–Hum –farfulló él, preguntándose cómo era posible que una niña bajita, regordeta y nerviosa se hubiera convertido en esa mujer segura y explosiva.

–Oh, vaya –ella ladeó la cabeza con incertidumbre–. No tienes ni idea de lo que digo, ¿verdad? Hace mucho que no hablo portugués. ¿Hablas inglés? –preguntó ella pronunciando claramente.

Él se consideraba inmune a la sorpresa. Había viajado por todo el mundo, había pasado por todo: asombro, dolor y miedo. Un brazo y varias costillas rotas y una mordedura de serpiente. Dos romances apasionados y un maravilloso pero breve matrimonio; su esposa había muerto de fiebre dengue antes de dar a luz a su hijo. Apretó los labios, rechazando el doloroso recuerdo.

Pensó en la regordeta y pequeña Maddy y la transformación le pareció increíble. Se pasó una mano por el mentón sin afeitar, anonadado.

–Inglés. Ejem… sí –consiguió decir. Ella asintió con alivio y volvió hacia los jugadores de rugby, sin percatarse de la confusión de Dexter. Él, boquiabierto, hizo un esfuerzo por apretar la mandíbula.

Obviamente, no lo había reconocido. Había cambiado mucho desde la adolescencia y pensó que eso podía ser una ventaja. Se planteó la posibilidad de mantener su identidad en secreto.

Había esperado encontrarse con la mujer más aburrida y deprimente del mundo; al fin y al cabo, Maddy había sido educada por un abuelo tiránico, con el que aún vivía. Para soportar eso, debía ser una mujer sumisa y obediente. Había supuesto que había accedido al plan de matrimonio por miedo a su abuelo; es decir, estaba convencido de que era una mujer felpudo. Sin embargo, la Maddy que tenía ante sí era la típica mujer capaz de utilizar como felpudo a los demás. No tenía sentido.

Analizó su figura y su estilo. Era espectacular y descocada. Confuso, inhaló una bocanada de aire. Sin duda, no era una nieta tímida que seguía las órdenes del viejo Cook. Esa mujer sabía exactamente lo que hacía.

Estrechó los ojos. Eso implicaba que quería casarse con el heredero de los Fitzgerald. ¡Era una mercenaria! Decidió aclarar las cosas cuanto antes. Había accedido a recogerla en el aeropuerto porque su abuela no lo dejaba en paz; por lo visto tenía remordimientos de conciencia, ahora que el viejo Cook estaba enfermo y Maddy podía acabar en la miseria cuando él muriera.

Dex estaba demasiado ocupado para prestar atención a una mujer. Tenía el convencimiento de que su abuela olvidaría su deseo de casarlo cuando viera lo inapropiada que era para él la insípida y tímida Maddy; y cuando le dejara claro que no tenía ningún interés en su supuesta futura esposa.

Divertido, comprendió que Maddy era inapropiada ¡por todo lo contrario! Esa seductora mujercita, que volvería loco a cualquier hombre, horrorizaría a su abuela. Se relajó; seguiría libre y eso era un gran alivio.

Asombrado, observó cómo los hombres se inclinaban para besar a Maddy, ocultando su esbelto y sensual cuerpo tras sus enormes músculos. Uno tras otro, besaron su mejilla y hubo promesas de encuentros: ella iría al partido, ellos la invitarían a cenar. Después desaparecieron dejando tras de sí un rastro de testosterona y olor corporal. Maddy corrió hacia él, con ojos que resplandecían como diamantes. Dex estuvo a punto de sonreír, contagiado por su entusiasmo.

–Espero que no te importe –se disculpó ella–. Tenía que despedirme. Han sido muy agradables durante el vuelo. Lo siento si has tenido que esperar mucho –dijo sonrojada, esbozando una sonrisa amistosa. Tenía el pelo revuelto y exudaba tal aura de sensualidad que parecía recién salida de una orgía.

Dexter intentó mantener el ceño fruncido pero le resultó difícil. Se sentía como si una llamita de luz hubiera iluminado la oscuridad de su alma. Pero no podía permitirse distracciones, tenía cosas más importantes en la cabeza.

–Ya me iba –masculló, con la voz ronca por el humo y el polvo entre el que había trabajado todo el día. Recordó lo que había ocupado su mente y su cuerpo durante la última semana: la destrucción de la casa familiar. Apretó los labios y su rostro se oscureció. Estaba impaciente por volver y seguir trabajando.

–Oh, vaya. ¡Pareces enfadado! Pero no ha sido mi culpa. ¡Me han registrado! –gimió ella con los ojos grises muy abiertos y perplejos–. Todo mi equipaje, y casi ¡a mí! He oído historias sobre lo que hacen y me asusté de verdad. Dame tu opinión: ¿tengo aspecto de drogadicta? –preguntó indignada.

Mareado por su parloteo, la miró de arriba abajo. Llevaba un corpiño dorado que parecía estar en lucha con unos pechos que pugnaban por escapar y, por desgracia, parecían a punto de ganar la batalla. Dexter comprendió con horror que su cuerpo empezaba a hervir y su sangre se desbocaba. Hizo una mueca. Hacía mucho tiempo que no se interesaba por una mujer y deseó que sus hormonas no hubieran elegido ese momento para ponerse en acción.

Lo cierto era que las curvas de su figura lo dejaban sin aliento. Eso por no hablar de la prieta falda de cuero y las esbeltas piernas que parecían no acabarse nunca. Notó un cosquilleo en la entrepierna que lo irritó aún más. Contestó a la pregunta encogiendo los hombros con cinismo, suponiendo que los oficiales de aduanas la habían registrado para alegrarse la vista un rato.

–Quizá pensaron que habías tomado anfetaminas. O algún estimulante –sugirió.

–Los únicos estimulantes que he tomado en las últimas veinticuatro horas son café y vida –dijo ella; soltó una risita y abrió los brazos–. ¡Con eso me sobra!

–¿Nos vamos? –farfulló él, preguntándose por qué estaba tan contenta.

–Vale –Maddy lo miró pestañeando, haciendo lo posible por coquetear–. ¿Serías tan cielo como para empujar el carrito? Se desvía hacia la izquierda cuando quiero ir a la derecha, y choco con la gente. A algunos les gusta y a otros no, y prefiero no molestar –le dirigió una sonrisa resplandeciente–. Tú pareces lo bastante fuerte para controlarlo –casi ronroneó.

Él apretó los labios. Ese era la típico táctica femenina que odiaba: adular al macho, manipularlo y vaciar su cuenta bancaria. Había conocido a muchas mujeres de esas. A pesar de todo, ella iba ganando; se le había acelerado el pulso al ver su mirada de admiración.

Despechado, agarró el carrito. Encima de las maletas vio un libro titulado Cómo cazar a un hombre; debajo del escalofriante título se leía: y conseguir que se case contigo. Sintió un espasmo de horror y el interés que había sentido por Maddy se desvaneció.

–Por aquí –gruñó, deseando librarse cuanto antes de esa amenaza contra su libertad.

–Bien. Llévame con tu jefe –sonrió ella–. ¡Estoy deseando conocerlo!

Él contuvo un rugido. Maddy lo siguió con descaro. Dexter se dio cuenta de que paralizaba el aeropuerto a su paso. Todos la miraban y murmuraban: los hombres con lujuria, las mujeres con admiración y envidia. Ella, indiferente, seguía andando como si fuera Marilyn Monroe en Con faldas y a lo loco.

Subrepticiamente, Dexter se pasó un dedo por el cuello de la camisa, pensando que la temperatura había subido unos cuantos grados desde su llegada.

–¿Sabes?, te pareces un poco a Dexter –aventuró Maddy. Él se puso tenso y ella, como si pensara que lo había ofendido la comparación, continuó rápidamente–. Solo un poco, en los ojos. Dudo que él esté tan…, ejem, fuerte como tú. ¿Trabajas para los Fitzgerald? –jadeó, clavando los ojos en las manchas de ceniza que cruzaban su pecho. Dexter supuso que estaba sin aliento porque él iba demasiado rápido.

–Hum –murmuró, considerando la posibilidad de simular que era otra persona. Hizo un esfuerzo para aflojar la marcha.

–No me has dicho tu nombre –lo animó ella.

–No.

Ella esperó, pero él no dio más explicaciones. Quería mantener la conversación al mínimo. Era la única manera de preservar su dignidad y de no empezar a jadear como un perro en celo.

Miró a Maddy de reojo y le pareció algo menos vivaz que antes, aunque estaba seguro de que él no tenía nada que ver. Una mujer tan segura de sí misma no se molestaría porque un conductor con una camiseta manchada de ceniza y vaqueros rotos fuera grosero con ella.

El pesimismo lo invadió de nuevo. Estaba sucio porque trabajaba día y noche; comía y, a veces, incluso dormía en las ruinas humeantes de la quinta. Cada vez que cerraba los ojos veía madera carbonizada y tierra chamuscada. Su mente solo pensaba en las mil y una cosas que debía hacer. Cuando dormía, soñaba con incendios que consumían bosques; al despertar, las imágenes de desolación se hacían realidad.

Lo abrumaban las consecuencias del desastre y el impacto que ejercían en su vida. Había tenido que regresar a Portugal, millares de plantas valiosas habían desaparecido, y sabía que era la única persona capacitada para volver a poner en marcha el negocio del vivero.

El incendio había devorado miles de acres de eucaliptos, arrasando la quinta residencial del siglo XVIII a su paso. Su abuela, consternada, le había pedido que volviera de Brasil para reconstruir la granja y los viveros de las cenizas. Había accedido, por supuesto. Aunque hubieran tenido enfrentamientos, su abuela era una anciana y lo necesitaba.

Pero se sentía atrapado. Echaba de menos sus viajes. Le gustaba buscar plantas nuevas, obtener permisos para propagarlas y recoger semillas, organizar la producción y la distribución. Era una vida libre e independiente; la vida que había elegido cuando su adorada madre lo abandonó para irse con el padre de Maddy, Jim Cook, y su hogar se volvió frío y desagradable.

Destrozado de dolor tras el horrible accidente que había acabado con la vida de sus padres y de los de Maddy, volvió la espalda a todo lo que había amado. Nunca echó de menos a su padre, un hombre machista y autoritario, que no había ocultado que lo decepcionaba su hijo miope y reservado. Sin embargo, su madre lo había querido por su buen corazón y su pasión por las plantas. Hasta que Jim Cook la enamoró.

De no ser por el incendio, no habría regresado; su abuela no estaría acuciándolo para que tuviera un heredero; y no tendría que esquivar a la avariciosa hija del hombre que había seducido a su madre…

El pensamiento era demasiado doloroso. Sintió una oleada de ira, apretó la mandíbula y sus ojos brillaron con odio. La última persona del mundo con la que se casaría era la hija de Jim Cook.

Incluso antes de ir a recogerla, había decidido hacer que se sintiera incómoda y que lo pasara mal. Y sabía cómo hacerlo. Cuando acabara con ella, Maddy estaría deseando volver al aeropuerto y volar de vuelta a casa.

No iba a casarse con un miembro de la familia Cook. Y menos aún con una cazafortunas. De hecho, no pensaba volver a casarse nunca.