bian1395.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Sara Wood

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción a la italiana, n.º 1395 - mayo 2017

Título original: The Italian’s Demand

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9688-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Colgó el teléfono y, con expresión de perplejidad, se miró las temblorosas manos, sobrecogido por una intensa emoción mientras asimilaba lo que acababa de oír.

Las lágrimas le nublaron la vista y, con gesto impaciente, se las secó al tiempo que se ponía en pie bruscamente.

«¡Leo!», pensó con incredulidad mientras se encaminaba hacia la puerta. «¡Mi hijo!»

Empezó a llamar al servicio con voz quebrada y ronca. Los criados, alarmados, acudieron corriendo. Entonces, empezó a dar órdenes. Pidió un Mercedes en vez del Maserati, ordenó que le compraran billetes de avión, que hicieran reservas de hotel y que le hicieran el equipaje inmediatamente.

Vittore bajó las escaleras del palazzo, abrió la puerta del coche y se metió en él como si le llevaran los demonios. Pero, por fin, estaba dejando atrás sus demonios.

Con impaciencia, se quitó la chaqueta de cachemir y esperó a oír el maletero del coche cerrarse para poner en marcha el coche; a tiempo, recordó hacer un gesto con la mano de agradecimiento a sus criados.

Por fin estaba en camino. Primero, en el coche, a Nápoles; de allí, a Londres.

¡A buscar a su hijo!

Respiró profundamente para calmarse. Leo, su hijo, podía estar vivo. ¡Vivo!

Una inmensa felicidad se apoderó de él. ¿Qué iba a hacer para poder controlarse hasta llegar a Londres? ¿Cómo iba a evitar estallar, o gritar, o reír, o llorar…?

–Bambino mio –susurró para sí–. Mi hijo. Mi niño.

Se pasó una mano por el bien cortado cabello y un mechón le quedó caído sobre la frente, pero no le importó; lo único que le importaba era que la persona a la que más quería en el mundo estaba esperándole en Inglaterra.

Llevaba más de un año, noche tras noche, soñando con encontrar a Leo. Con el fin de llenar el vacío que había sentido, durante el día, se había volcado en el trabajo.

La tragedia le había transformado en un recluso, una fría máquina en vez de un hombre que adoraba la vida y valoraba la amistad y la familia.

La vida había dejado de tener sentido para él, había perdido todo significado.

¡Pero ahora…! Una intensa emoción le sobrecogió de nuevo y, en la garganta, se le hizo un doloroso nudo. Su hijo tenía ahora diecisiete meses y, quizá pronto, volvería a estar en sus brazos. Sería el milagro por el que había rezado en la intimidad de su habitación noche tras noche.

Después de la llamada telefónica, había abierto la puerta del dormitorio de su hijo, que llevaba cerrado catorce meses, desde que su esposa Linda, inglesa, se llevara a escondidas a Leo y desapareciera con él.

Pensó en su hijo allí otra vez, llenando su vida de alegría y felicidad. Y también pensó, con amargura, en el motivo por el que Leo iba a regresar. La empresa de préstamos que le había telefoneado le había comunicado que su esposa había fallecido hacía dos meses.

Y él, al parecer, tenía que hacerse cargo del préstamo que le habían hecho a su esposa para comprar su casa en Londres porque ella le había puesto en el contrato como aval.

Vittore se estremeció. Si ella no hubiera falsificado su firma, él habría perdido a su hijo para siempre. Ironías del destino.

–Pobre Linda –murmuró él con compasión.

No, no era un santo por perdonarla. La había odiado por haberle robado a su hijo; sin embargo, ahora no podía evitar que la tristeza lo embargara. Linda había muerto muy joven, a los treinta años de edad. Una tragedia.

Súbitamente, el miedo se apoderó de él. Quizá Leo no estuviera en la casa de Linda en Londres, podía haberle ocurrido cualquier cosa tras el fallecimiento de ella, a pesar de que había contado con dinero suficiente para vivir bien y tener servicio. Al marcharse, Linda se había llevado las joyas de su madre, que valían una fortuna, igual que las suyas propias, además de todo el dinero que había en la cuenta común.

Sabiendo lo poco que le gustaba cuidar de su hijo, suponía que habría empleado a una niñera. Con un poco de suerte, Leo aún estaría en la casa y bien cuidado. A menos, por supuesto, que algún amante de Linda, o algún familiar, se lo hubiera llevado. O… ¿y si lo hubieran metido en un orfelinato?

La frustración le hizo golpear el volante del coche.

Pero esta vez, nada iba a impedirle recuperar a su hijo. Ni su riqueza ni su poder podían compararse al amor que sentía por Leo.

 

 

Verity se agachó y besó la frente del pequeño, que por fin se había quedado dormido. El amor y la compasión le hicieron olvidar al momento el agotamiento que sentía.

Sonrió. Era un niño maravilloso. ¡Y qué día le había dado! Nunca había estado tan cansada… ni tan feliz.

–¡Qué travieso eres, Leo! –exclamó en un susurro.

Con las yemas de los dedos acarició la suave boca del pequeño.

–Buenas noches, cariño –murmuró con adoración.

Cuando salió del dormitorio, se detuvo un momento para recuperar las fuerzas. Se había quedado sin energía. No habría podido moverse aunque su vida hubiera dependido de ello.

Pero no la sorprendía. El pequeño se pasaba el día entero pegado a ella, no la dejaba ni un segundo. Sin embargo, ella lo comprendía perfectamente ya que su madre había muerto hacía dos meses. Pobre Leo. Pobre Linda.

El expresivo rostro de Verity mostró pesar. Pensó con tristeza en sus padres adoptivos, John y Sue Fox, que años atrás les sacaron a ella y a Linda del orfelinato. Suspiró. Ni aunque las hubieran elegido a propósito habrían logrado adoptar a dos niñas tan distintas.

Su vida, a la sombra de la belleza de Linda, había sido dura. No tenía nada de extraño que no hubiera visto a su hermana adoptiva durante diez años, su único contacto con ella habían sido una cartas esporádicas y las tarjetas de Navidad.

A pesar de ello, la muerte de Linda había sido una tragedia y el pobre Leo estaba sufriendo las consecuencias.

Igual que su propio trabajo, su vida social y su salud mental ya que Linda le había dejado una nota pidiéndole que se hiciera cargo del niño. Sin embargo, no le pesaba en absoluto tener a Leo consigo. Y sonrió.

Leo tendría todo su cariño. Y, como una zombi, bajó las escaleras hasta la terraza con piscina. Allí, subiéndose la falda del vestido blanco de verano, se echó en una tumbona.

¿Cómo podía un niño tan pequeño agotar de esa manera a una persona adulta?

Al cabo de un rato, cuando los músculos dejaran de dolerle, iba a darse un baño. Por el momento, se contentó con observar la puesta de sol y recuperar las fuerzas, cosa que iba a necesitar al día siguiente.

A pesar de los numerosos amigos que tenía, su vida había estado vacía y carente de sentido. Ahora, aquel niño se la había llenado. Suspiró satisfecha.

Ya que el horrible padre de Leo estaba muerto y no había ningún otro familiar que pudiera reclamar la tutela del niño, ella iba a adoptarlo. La idea le hizo temblar de placer.

–Mi hijo –dijo en voz alta.

¿Había palabras más maravillosas que esas? ¿Había algo mejor que la dulce sonrisa de un niño que la adoraba?

Quizá pudiera igualarse la sonrisa de un hombre bueno y tierno con el corazón lleno de amor, concedió ella. Sin embargo, ya tenía veintinueve años y no había encontrado a un hombre así. A pesar de sus amigas, que no cejaban en el empeño de empujar a hombres en su dirección.

Verity volvió la cabeza y miró a la pantalla conectada al vídeo que había en la habitación de Leo. Al verlo, volvió a sonreír.

–Hasta las seis de la mañana, cariño –murmuró con cariño.

Pronto, debido a la difícil situación económica en la que se encontraban, no podrían disponer de lujos como las conexiones de vídeo, la piscina o las palmeras que la rodeaban. Y si no lograba resucitar su negocio de jardinería y paisajismo y ganar un poco de dinero, acabarían comiendo margaritas.

–¿Cómo voy a trabajar si Leo no se despega de mí en todo el día? –murmuró con voz débil.

La preocupación se le agarró al estómago. Se levantó y miró a la piscina, pero no tenía fuerzas ni para flotar ni para nadar.

El teléfono del interfono sonó.

¿Quién podía ser a esas horas?

–¿Sí? ¿Quién es? –contestó ella no de muy buen humor.

–Soy Vittore Mantezzini –declaró una voz con ligero acento extranjero.

–¡Vittore! –exclamó ella con horror–. ¡Pero si estás muerto!

Del susto y debido a que las baldosas que rodeaban la piscina estaban mojadas, se escurrió, perdió el equilibrio y cayó al agua.

Las aguas se cerraron sobre ella y se vio inmersa en un mundo silencioso donde sus débiles intentos por volver a salir a la superficie no lograron aliviar su pánico. Sacó la cabeza brevemente, pidió auxilio a gritos y volvió a sumergirse.

El control remoto del interfono también cayó al agua y le golpeó en la cabeza.

«¡Leo!», pensó presa del pánico. «¡No puedo ahogarme, Leo me necesita!»

Con renovada energía, pedaleó con los pies y salió a flote; inmediatamente, se agarró al borde de la piscina.

Oyó los gritos de un hombre en la distancia. Al parecer, el marido de Linda.

–¡Cielos, el marido de Linda!

Por supuesto, podía tratarse de un impostor. Pero… si era realmente él, debía estar enterado del fallecimiento de Linda. Y eso significaba…

¡Estaba allí para llevarse a Leo!

No podía permitir que se llevara a su niño, a la persona a la que más quería en el mundo. Un niño que la necesitaba desesperadamente.

Tomó aire y salió del agua. A Leo le daban miedo los desconocidos. Era un niño asustadizo e inseguro que había sufrido terriblemente y que solo ahora estaba empezando a aprender a jugar.

No estaba preparado para que un desconocido se lo llevara. ¿Qué podía hacer ella? ¿De parte de quién estaba la ley?

Verity sintió náuseas. Vittore podía ser un sinvergüenza, pero era el padre de Leo y la ley estaría de su parte.

–¡Dios mío! –exclamó casi aterrorizada.

Podía ser que ella no tuviera ningún derecho sobre el niño.

Capítulo 2

 

Medio sollozando y atemorizada, Verity rezó por que se tratara de un impostor.

El sonido del interfono la hizo dar un salto.

–Ya voy –gritó ella, echando a andar hacia la puerta de la verja.

Con el vestido mojado pegándosele al cuerpo, avanzó a tropezones por el jardín delantero, sosteniéndose en unas piernas que no querían llevarla allí.

Si era Vittore, tenía que encontrar la forma de proteger a su sobrino, costara lo que costara, a pesar del padre del niño, dijera lo que dijera la ley.

Se escaparía con Leo, desaparecería, se iría a una isla perdida con el fin de no poner en peligro la salud mental del pequeño.

Era su deber proteger al niño, no estaba dispuesta a dejarlo en manos de un mujeriego que no solo había ignorado la existencia de su hijo, sino que había hecho cosas mucho peores.

Apretó los dientes. La infidelidad de Vittore era la causa de la muerte de Linda y del fin de su matrimonio. Las consecuencias las había sufrido Leo, un niño inestable emocionalmente, un niño que no podía irse con un hombre desconocido.

Por fin, cuando acabó de rodear la casa, lo vio. Alto e impecablemente vestido, paseándose como un poseso, ordenando a gritos que le abrieran la puerta.

 

 

Vittore retiró el dedo del timbre. De repente, a través de la puerta de la verja, vio acercarse a una mujer alta y voluptuosa de cabello rizado negro azabache.

Aquella despampanante belleza parecía estar de un humor de perros. Llevaba un vestido blanco, completamente mojado, que se le pegaba al cuerpo. Un tirante del vestido le caía por el moreno hombro; el escote le bajaba hasta el principio de unos gloriosos senos.

Asombrado, respiró profundamente. Aquella mujer parecía una Venus salida del agua.

Durante unos momentos, su cuerpo le controló… hasta que el cerebro le recordó el propósito de la visita.

–Ábrame –ordenó él bruscamente, imponiendo su autoridad inmediatamente porque, por lo que veía, ella estaba a punto de gritarle sin motivo alguno. Él había ido por Leo y no había nada más que hablar–. Soy Vittore Mantezzini y exijo que me abra ahora mismo.

–Así que es Vittore Mantezzini, ¿eh? ¡Pues será mejor que lo demuestre!

Vittore apretó los labios y frunció el ceño, no estaba acostumbrado a que se le desobedeciera o se le retara. Se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta de cachemir y le entregó a la mujer el documento de identidad sin mediar palabra.

Gruñendo, ella miró la foto y luego lo miró a él.

El rostro de aquella mujer mostró horror. Después, pesadumbre.

–¡Pero si usted está muerto! –protestó ella mirándolo con perplejidad.

«Tóqueme si quiere y verá lo vivo que estoy», Vittore estuvo a punto de decir, pero se controló a tiempo mientras una oleada de calor le recorrió el cuerpo.

No estaba acostumbrado a aquello, a sentirse vivo otra vez, a respirar a pleno pulmón, a responder físicamente a la presencia de una bella mujer…

–¿Es eso lo que le dijo Linda, que estaba muerto? –preguntó Vittore, enfadado consigo mismo porque un bonito rostro consiguiera distraerlo. ¿Bonito? No, hermoso. Único, se corrigió a sí mismo.

Evidentemente disgustada de que él no estuviera bajo tierra, la mujer asintió.

–El verano pasado –respondió ella en un ronco susurro–, cuando Linda volvió a Inglaterra con Leo.

–Linda mintió –dijo él con sequedad–. Como puede ver, estoy vivo.

Ella lo miró con dureza, como si quisiera asegurarse de que no se trataba de un espejismo. Vittore le sostuvo la mirada y, al cabo de unos momentos, la vio estremecerse; al parecer, la había convencido. La vio bajar los hombros.

–De haber sabido que no estaba muerto, me habría puesto en contacto con usted cuando… –la voz le tembló–. ¡Oh, Dios mío! Quizá no sepa que Linda…

–Está muerta. Sí, lo sé. Y ahora, quiero ver a mi hijo. Inmediatamente.

–¡Lo siento!

Vittore se quedó atónito. Algo ocurría.

–¿Qué ha dicho? –preguntó él en tono amenazante.

–Que es imposible.

La extraordinaria mirada violeta de aquella mujer le retó; luego, ella echó la cabeza hacia atrás y unas gotas de agua cayeron de sus cabellos. Intrigado, Vittore vio unas diminutas flores blancas atrapadas en los rizos negros de ella. Margaritas. Muy bohemia.

Ella bajó las manos por las caderas, atrayendo la atención de Vittore. Incomparables, pensó él con sorpresa de que sus ojos y su cerebro estuvieran llenos de curvas. En otras circunstancias, habría sido el cuerpo de sus sueños. Sin embargo, en aquel momento, tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

–¿Se puede saber por qué? –gruñó él con ojos furiosos.

Ella lo miró con hostilidad, como si fuera la encarnación del demonio.

–¡Porque no puede! ¡Porque no voy a permitírselo!

Vittore se quedó inmóvil, temió que la mujer fuera a decirle que su hijo había desaparecido.

–¿Por qué no?

–Porque está durmiendo –declaró ella, desafiante y dispuesta a luchar.

Pero aquellas palabras le parecieron maravillosas a Vittore. Era la mejor noticia que podían haberle dado. Cerró los ojos y el corazón empezó a latirle con fuerza.

¡Leo estaba allí!

Durante unos momentos, la emoción le impidió hablar; sin embargo, sabía que tenía que convencer a aquella malhumorada mujer de que le abriera.

–Da igual que esté dormido o despierto –respondió Vittore con voz quebrada, rebosante de felicidad–. Quiero verlo. ¡Es mi hijo! No puede impedírmelo, así que será mejor que abra la puerta de la verja inmediatamente.

Ella se mordió los labios con pequeños y blancos dientes. Su rostro mostraba profundo dolor, su cuerpo entero temblaba.

–No. Tengo que ir a secarme –murmuró ella con mirada trágica–. Estoy completamente empapada y…

–Ya lo he notado –no estaba ciego, sus respuestas sexuales eran buena prueba de ello–. ¿Le ocurre algo? Antes de que viniera, he oído un grito…

–Era yo. Me he asustado cuando me ha dicho su nombre porque creía que estaba muerto. Y del susto me he caído al agua –explicó ella–. Nadar vestida cuando también se está agotada no es muy fácil.

Se hizo un tenso silencio mientras él le miraba el vestido, que parecía haberse convertido en una segunda piel. Cada curva parecía tentadoramente al alcance.

Vittore se llevó una mano a la frente. La cabeza le daba vueltas de cansancio, de nerviosismo y de… deseo sexual.

Con brusquedad, hizo lo que pudo por recuperar el control.

–¿Está diciéndome que es culpa mía que esté mojada? –preguntó él en tono burlón.

Ella le lanzó una mirada violeta penetrante, de sus negras pestañas caían gotas de agua. Vittore no pudo evitar que un intenso calor le recorriera las venas. ¡Maldición! Esa mujer le estaba afectando de manera incontrolable.

–¡Por supuesto que lo es! –le espetó ella–. Así que tendrá que esperar aquí hasta que me seque y me cambie…

–¡Dios mío! ¡Esto es ridículo! ¡Déjeme entrar ahora mismo!

–¡No! Se va a quedar esperando aquí.

–¡Que se cree usted eso! –exclamó Vittore–. No es posible que pretenda tenerme aquí, paseándome de arriba abajo como un león enjaulado mientras usted…

–¡Es necesario! –gritó ella, agitada–. No puedo correr el riesgo de que busque a Leo y se escape con él mientras yo me cambio.

Vittore parpadeó con horror al oír semejante idea.

–¿Escaparme con él? ¿Por qué iba a escaparme con lo que es mío? –preguntó Vittore escandalizado.

–¿Suyo? ¡Dios mío, ayúdame! –murmuró ella–. ¿Por dónde empiezo? Lo único que estoy haciendo es proteger a Leo…

–¿De su propio padre? –preguntó Vittore con incredulidad.

–¡Sí! –ella se llevó una mano a la frente–. Escuche, tiene que esperar aquí. Le prometo que le dejaré entrar cuando me cambie. No puedo arriesgarme a… Hay algo que tengo que explicarle…

–¿Qué? ¿Por qué? –preguntó él furioso–. ¿Y qué derecho tiene usted a negarme que vea a mi hijo? ¿Quién demonios es usted?

–Soy Verity –respondió ella con voz débil–. Verity Fox. El matrimonio Fox me adoptó, igual que a Linda. Soy la persona que custodia a Leo. Espere aquí, no tardaré.

Tras esas palabras, ella se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad de la noche.

–¡Vuelva! –gritó él enfadado–. ¡Verity, vuelva ahora mismo!

Pero habló a oídos sordos. Se ahogó en su frustración. Habría sido mucho más fácil enfrentarse a una niñera que a esa despampanante mujer con un cuerpo de ensueño y una obstinación única.

Sintiéndose como si hubiera sobrevivido a un huracán, se llevó la mano a la frente.

Paciencia, se dijo a sí mismo. Cinco minutos, diez, una hora… ¿Qué importancia tenían esos minutos a largo plazo? Leo estaba en aquella casa. Pronto lo tendría en sus brazos y jamás permitiría que se lo quitaran. Pronto. Muy pronto.

Pero la lógica y el sentido común no podían competir con meses de angustia. Llevaba demasiado tiempo sin su hijo y lo quería con él.

–¡Por el amor de Dios! –exclamó frustrado.