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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Colleen Collins

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fantasía de amor, n.º1506- abril 2017

Título original: In Bed with the Pirate

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9360-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Kate Corrigan echó la cabeza hacia atrás y bailó al ritmo de una canción estilo Motown. Dio unos pasos, captó su reflejo en el espejo, y se quedó mirándose mientras pronunciaba con los labios la letra de la canción. El gato gordo y amarillo la observó recostado sobre la cómoda.

—Beau, ¿te importaría, por una vez, hacer el esfuerzo de demostrar interés por una cantante desconocida pero de indudable talento que pone toda su alma en la música? Bueno, tienes razón, son las doce. Es hora de apagar. No queremos molestar a nuestros huéspedes.

Kate se dirigió al equipo de música sin dejar de bailar. El breve silencio que se hizo entonces quedó interrumpido por los fieros ladridos de unos perros. Se acercó a la ventana, y el gato la siguió.

—¡Qué extraño! —comentó en voz alta—. No sabía que el vecino tuviera dos perros.

Los ladridos cesaron tan bruscamente como habían comenzado. Kate bostezó y se dejó caer sobre la mecedora.

Dirigir un hostal era cansado, pero si a eso se añadía la visita inesperada de una madre, la mejor repostera del mundo, entonces el día resultaba largo y pesado. Kate contempló el cielo negro de San Francisco por la ventana. A pesar de ser verano la niebla ocultaba las montañas. «El más frío invierno de mi vida fue un mes de agosto en San Francisco», rezaba una frase de Mark Twain.

—No como tu ciudad, por la que te puse el nombre, Beau. Seguro que en Beaufort ahora están sudando —dijo Kate recordando sus largos veranos de infancia y juventud.

Kate observó la luna llena, redonda y dorada.

—La abuela Granny habría dicho que ésta es una de esas noches del «Captain Blood». Siempre decía eso en noches como ésta, cuando el aire parece cargado de aventura y pasión. Sólo hay que cerrar los ojos y soñar.

¿Cuántas veces lo había hecho de niña? Cerraba los ojos y escapaba, fantaseando con espadachines y aventuras.

Seguía haciéndolo con treinta y tres años. Kate cerró los ojos e imaginó a Errol Flynn, espada en mano, alentando a sus piratas en la batalla mientras la brisa marina le volaba los cabellos. Algunas veces se imaginaba a sí misma de pie, a su lado. Ella era el objeto de su deseo, de su pasión. Y ésa era su fantasía más audaz. El pirata no sólo capturaba barcos y tesoros, sino también su corazón.

Ding-dong.

Kate abrió los ojos. Aquella noche había dos parejas en el hostal, pero Kate los había oído retirarse a su dormitorio.

—Debe ser Melanie, quería comprobar si las borlas de la cortina del salón están bien colocadas. ¿Quién, aparte de mi madre, podría sentir la imperiosa necesidad de comprobar a medianoche que las borlas cuelgan regularmente de la barra de la cortina? Además, le di el código secreto para que pudiera entrar y salir a su antojo.

Jamás se habría atrevido a decírselo a la cara. Después de todo, su madre había llegado inesperadamente de Beaufort aquella misma tarde, y era su primera visita en dos años.

—¿Qué tal están colgadas? —preguntó Kate abriendo la puerta impetuosamente.

Kate se quedó boquiabierta. Se trataba de un hombre desnudo. En realidad no estaba totalmente desnudo, llevaba unas gafas negras y un par de calzoncillos de Calvin Klein rojos.

—¿Rojo?

—Soy Toby, tu vecino. Toby Mancini.

—Bien —respiró hondo Kate, haciendo un esfuerzo por alzar la vista hasta sus enormes ojos—. Toby. Mancini. No te había reconocido…

Desnudo. ¿Aquél era Toby Mancini, el aburrido y pesado vecino de al lado?, ¿el mismo al que había mandado a Verna, su cocinera, a quejarse por poner a Beethoven demasiado alto?, ¿el mismo que había contestado que más valía quedarse sordo con Beethoven, que enfermo de los nervios con la música Motown?

—¿Puedo entrar? —preguntó él.

Aquella combinación de voz aterciopelada y profunda y musculoso cuerpo semidesnudo sí que iba a ponerla enferma de los nervios. Kate hubiera querido contestar que sí, pero sólo consiguió quedarse boquiabierta. Seis años antes, al mudarse él a la casa de al lado, Kate se había pegado a la ventana para observarlo cargar muebles y cajas. Había imaginado que él era un pirata cargando tesoros. Incluso mucho después había seguido imaginando que él era un pirata… hasta que, accidentalmente, Kate le voló el coche.

En aquel momento, Toby se había puesto tan furioso, que todas las fantasías de Kate se habían venido abajo. A partir de entonces, ella había comenzado a formarse una idea aburrida de él, y eso le había permitido por fin despegarse de la ventana y no prestarle atención. En aquel momento, sin embargo, tenía que admitir que Toby Mancini no era el pesado y aburrido vecino que ella creía.

—¿Puedo entrar? —repitió él—. He cerrado la puerta accidentalmente y… me he quedado fuera.

—¿Así vestido?

—Sí, así vestido —confirmó Toby respirando hondo y tratando de reprimir el mal humor.

Kate no pudo evitar observar cómo sus pectorales subían y bajaban. Tenía el pecho cubierto de vello. Aquellos rizos revueltos negros eran como aguas turbulentas para la imaginación de Kate.

—Siento molestar, pero si sigo aquí fuera, alguien acabará por llamar a la policía.

Kate abrió con tanto ímpetu, que la puerta golpeó la pared.

—Lo siento —se disculpó Kate.

Toby entró, y Kate captó una brizna de su fragancia verde y fresca. Era extraño que un ejecutivo oliera así, aunque ¿quién se hubiera figurado que usaba calzoncillos rojos?

—¿Quieres utilizar el telé…?

Kate se interrumpió. Por un instante había olvidado dónde estaba. La lámpara Tiffany sobre la mesita del vestíbulo proyectaba sobre el cuerpo desnudo de Toby un caleidoscopio de colores. Jamás se habría figurado que un ejecutivo pudiera tener el cuerpo de un héroe. El rojo se derramaba sobre la curva del hombro, el azul sobre los músculos de los brazos, y el estómago lucía toques dorados que se entremezclaban con el vello rizado, haciendo brillar todo el torso. Incluso por un instante el negro de la montura de las gafas pareció el parche de un pirata. Era la viva imagen de su héroe fantástico: el espadachín masculino y místico de sus sueños.

—Hay una espada detrás del mostrador —repuso Kate aclarándose la garganta.

—¿Una espada?

—Un teléfono —se corrigió Kate—. Quería decir un teléfono.

Pero Toby no se movió.

—¿Acorn no está en casa? —preguntó Kate al fin.

—Se llama Free, Libertad.

—Eso es, Free. Lo había olvidado.

La novia de Toby se cambiaba de nombre como de camisa, había tenido infinidad de apodos. En cierto momento se hizo llamar Acorn, después algo así como Deer o Dove. Eran apodos sin significado alguno, pero seguían metódicamente el abecedario: Acorn, Butterfly, Calla Lilly… Ya iba por la F.

—Puedes llamar por teléfono a Free —repitió Kate—. Quiero decir que puedes llamar a tu novia Free… con entera libertad, no voy a cobrarte.

—No, gracias —respondió él bruscamente.

El pobre chico iba descalzo. Kate se preguntó cuánto tiempo habría estado fuera, dudando sobre si pedirle o no refugio a la terrorista de su vecina. Aunque no había sido culpa suya si un chico había encendido la mecha de una traca el día del Cuatro de Julio.

—Escucha, voy a explicártelo —dijo por fin Toby gesticulando, olvidando que debía cubrirse con las manos—. Las cosas están así, no puedo volver a casa porque… —Toby dejó de gesticular y se pasó una mano por el fabuloso cabello revuelto— porque hay un par de perros doberman en mi casa. Por eso necesito un sitio donde quedarme esta noche, quizá un poco más.

Kate creyó captar un gesto de dolor en la expresión de su rostro. ¿O sería rabia?

—¿Doberman?, ¿estás de guasa?

—Ojalá.

—Tengo una habitación libre.

—Pero no tengo dinero —respondió él.

Sí, era de extrañar que le cupiera la cartera en aquellos calzoncillos tan ajustados.

—Te pagaré cuando… cuando consiga mis cosas —añadió él.

¿Conseguir sus cosas?, ¿y qué hacían allí los doberman? Era dudoso que Toby hubiera cerrado la puerta accidentalmente. ¿Y por qué Acorn-Butterfly-Calla Lilly-Daisy-Everglade-Free lo había dejado fuera en calzoncillos?

—No importa, te daré la habitación Kismet —dijo Kate abriendo un cajón del mostrador y sacando un llavero repleto de llaves—. Sígueme.

Kate subió las escaleras. ¿Cuántas veces había imaginado que un pirata subía esas mismas escaleras con ella en brazos? En cambio jamás había soñado que un pirata la siguiera.

—¿Kismet? —preguntó él.

—He puesto a las habitaciones los nombres de mis películas favoritas —explicó Kate.

Es decir, a todas excepto a Pollyanna. Pollyanna era la oferta de paz que le había ofrecido a Melanie.

—Kismet me recuerda a lujuria, a exotismo, a refinamiento —continuó Kate—. Así que hace ya un mes que es Free, ¿no?

—¡Y que lo digas! —musitó Toby sarcástico.

No volvería a pronunciar la palabra «free», se juró Kate cayendo entonces en el doble sentido. Daba lugar a demasiados malentendidos. Casi todo el vecindario pensaba que Free era demasiado free cuando Toby estaba de viaje, cosa que ocurría muy a menudo. Pero nadie conocía bien a Toby ni consideraba su obligación ir a contarle que su novia llevaba una vida excesivamente libre cuando él no estaba en casa.

—Lo siento —se disculpó Kate con un murmullo.

Fuera lo que fuera lo que hubiera ocurrido, le daba pena verlo así, desnudo y sin casa. Al llegar al descansillo de las escaleras, observando su cuerpo a la luz de la luna, Kate reflexionó sobre la última vez que había visto a un hombre en ropa interior. ¿Cuánto tiempo hacía?, ¿dos años, tres?

Tenía que salir más, ir a los museos a ver desnudos. Una puerta crujió. La figura de una mujer de mediana edad se recortó contra la luz brillante que salía de su habitación.

—¡Cielos! ¡Un hombre desnudo!

Toby volvió a taparse con las manos.

—Melanie, éste es Toby. Toby, mi madre, Melanie —los presentó Kate suspirando.

—Encantado de conocerla, señora.

—¿Te paseas siempre por casa, por tu negocio, con hombres desnudos, Katherine? —preguntó Melanie con su vestido de casa estampado y su expresión de desconcierto, señalándola con el dedo.

—No siempre me paseo, a veces también salto.

Melanie aspiró boquiabierta y exclamó:

—¡Kath-e-rine Corri-i-gan, eres incorregible!

—Señora, no es lo que parece —comenzó Toby a explicarse, quedándose callado cuando la mujer bajó la vista a su ropa interior.

Melanie alzó la vista de inmediato y repuso:

—No nací ayer, joven.

Acto seguido entró en su dormitorio y cerró. El pasillo volvió a quedar sumido en sombras.

—¿Por qué has tenido que decirle que saltas? Bastante tenía ya con el susto que se ha llevado.

—Lo siento —se disculpó Kate—. Llevo toda la vida dándole esas respuestas, no puedo evitarlo. Es mi única defensa contra sus borlas perfectas y sus maravillosas galletas siempre alabadas y premiadas.

Su única defensa contra el sentimiento de incompetencia e incapacidad que la embargaba cuando se comparaba con Melanie.

Kate buscó la llave de la habitación Kismet en el llavero. Las conocía por el tacto. La de Pollyanna, que ocupaba su madre, raspaba por el borde. La de Kismet tenía un pedazo de hierro retorcido sobresaliendo por la parte de arriba. Le iba muy bien, porque Kismet significaba destino. ¿Y no era retorcido el destino?

—Sígueme —volvió a ordenar Kate.

Recorrieron un corto pasillo en el que había una puerta con un pequeño sable en el picaporte. Al final había otra puerta con un velo dorado atado por fuera.

—Ésta es Kismet —susurró Kate para no molestar a los huéspedes de la habitación Pirata, la del sable.

Se trataba de una pareja en su luna de miel. Las parejas que habían estado en Beau’s Bed and Breakfast de luna de miel siempre repetían. Sobre todo si había sido Kate quien los había emparejado. Kate era una famosa casamentera. Kate abrió la puerta de la habitación Kismet y encendió la luz.

—Esto es de guasa, ¿no? —murmuró Toby observando la alfombra roja, las cortinas rojas, la silla roja…—. ¿El rojo tiene alguna relación esotérica con el destino?

Kate se emocionó ante tanta perspicacia. Por lo general siempre tenía que explicar que Kismet significaba destino en árabe y que era una palabra que evocaba la danza de los siete velos y todo eso. Toby Mancini, sin embargo, no necesitaba ninguna explicación. Un vistazo a la habitación había bastado para ponerse en sintonía con su imaginación: había relacionado destino con pasión.

—¿No encontraste ninguna cosa más roja? —añadió Toby.

—Sí, a ti con esos calzoncillos —murmuró Kate.

—Y eso, ¿es una cama? —siguió preguntando él incrédulo.

La enorme cama redonda, cubierta con una colcha de satén de rayas rojas y doradas, estaba en el centro de la habitación.

—Sí, es la cama.

El anhelo de romanticismo y pasión de Kate, oculto siempre en el fondo de su alma como un tesoro, se revelaba en ciertos toques decorativos como aquél.

—¿Y dónde está…?

—¿La almohada? —preguntó Kate esa vez.

—No, quiero decir…

—Ah, sí —lo interrumpió Kate volviendo a la vida práctica y real—. El servicio está en la torre cónica, en ese rincón, detrás del panel divisorio.

—¿Dentro de esa cosa de madera de la que cuelgan velos rojos?

—Sí.

Kate señaló el rincón contrario de la habitación en el que había una enorme bañera con patas tras una cortina recogida con un cordón dorado. Detrás de la bañera había un lavabo encastrado en un mueble de mármol y un espejo dorado.

—Allí tienes jabón y toallas, en el mueble del lavabo. El desayuno se sirve de siete a nueve de la mañana —continuó Kate volviéndose hacia él—. Normalmente pregunto a mis huéspedes si quieren bajar al comedor o desayunar en la habitación, pero dadas las circunstancias… te lo traeré. ¿A qué hora lo quieres?

—A las siete.

Toby observó la alfombra roja. Al alzar la cabeza, Kate observó de nuevo en él una expresión que ya antes había visto. Aunque Toby era más expresivo que la mayor parte de los hombres, Kate no supo descifrar si las arrugas de su frente y la firmeza de su mandíbula indicaban dolor o ira.

—Jamás había tenido que darle a nadie las gracias por ayudarme en… una situación como ésta —dijo él haciendo una pausa en medio de la frase como si vacilara sobre cuánto revelar.

Kate sintió deseos de abrazarlo y asegurarle que todo iría bien pero, ¿abrazar a un hombre medio desnudo en la habitación Kismet?, ¿a un hombre medio desnudo y terriblemente sexy, a un espadachín, a un pirata sacado de uno de sus sueños sobre el Captain Blood?

—¿Hambre? —se precipitó Kate a preguntar—. ¿Ahora?, ¿algo?, ¿sándwich?

Dios, volvía a ser la Kate de siempre, la chica de los monosílabos. No confiaba en su voz, así que asintió vigorosamente como si con eso la frase quedara perfectamente terminada. Toby se quedó mirándola un rato. Entonces Kate se dio cuenta de que seguía asintiendo y paró.

—Te haré un sándwich. Si quieres.

Si no le gustaban los sándwiches, peor para él porque Kate, al contrario que Melanie, sólo tenía una especialidad culinaria: sándwich de pavo con queso y mostaza, preparado con pan de centeno. A veces, cuando estaba inspirada, le añadía jalapeños.

—Claro.

—¿Pan de centeno?

Toby asintió.

—¿Jalapeños?

Toby sonrió.

—Enseguida vuelvo —añadió Kate saliendo de la habitación.

Toby se quedó mirando la puerta. ¿Cómo era esa cosa que hacía Kate, meneando la cabeza? Quizá, si vistiera colores más discretos… Pantalones amarillos atados con un cordón, blusa roja, y zapatillas moradas. Añádase a eso unos enormes ojos azules, y el resultado no era una persona, sino una rueda de colores. El único detalle que atenuaba el conjunto era el cabello negro. No era de extrañar que le hubiera volado el coche. Cualquier mujer que vistiera esos fogosos colores tenía que carecer del más mínimo autocontrol.

Toby miró a su alrededor. No había visto tanto rojo desde que su hermano pequeño Marco se hizo un corte en la cabeza con el abrelatas, derramando la sangre por la alfombra blanca del salón en casa de su madre. Para empezar, ni uno solo de los miembros de su familia había conseguido explicarse por qué Marco había tratado de abrirse la cabeza con un abrelatas. O por qué después había corrido en círculos por el salón, sobre la alfombra blanca, en lugar de correr en círculos por el suelo de linóleo de la cocina.

Aparte del rojo, Toby sobre todo recordaba su sentimiento de responsabilidad hacia él como hermano mayor. Había sido él quien había corrido a urgencias con el pequeño Marco. Por fortuna habían bastado unos cuantos puntos. Después la señora Mancini había abrumado a Marco con su preocupación y, para finalizar, lo había atosigado con su cariño.