Cubierta

JULIO CÉSAR CRIVELLI

INEXORABLE

Editorial Biblos

1. Isaac

Mi abuelo Ismael murió cuando yo tenía tres años. Lo vi una sola vez, cuando mis padres me llevaron a visitarlo. Tenía el pelo canoso y ojos azules profundos y cansados, y casi no hablaba. Eso es lo que recuerdo de él.

Pude verlo por mediación de mi padre. Mi madre no quería a mi abuelo y se oponía a que yo tuviera cualquier contacto con él. Mi padre pensaba que ella no tenía derecho a impedir la relación natural que existe entre abuelo y nieto. Le dijo que si ella impedía esa relación algún día yo se lo iba a reprochar. Así fue como lo conocí.

Creo que, ya entonces, yo tenía la certeza de que en mi familia había un secreto y que ese secreto se relacionaba con mi abuelo. La historia familiar decía que Ismael Núñez Irala, que así se llamaba, vino de Génova, como la mayoría de los inmigrantes, pero había nacido en Siria, en Damasco. Era hijo de un español de nombre y destino desconocidos y de una mujer árabe de Damasco. Su padre lo había abandonado cuando era muy pequeño, junto a su hermano Ramón, y habían quedado al cuidado de su madre. Ismael era pelirrojo, alto e imponente, con una mirada profunda y seria que infundía respeto y miedo. Había estudiado con ahínco la Biblia y las matemáticas.

Después de mucho andar por el sur de la provincia de Buenos Aires, Ismael se estableció en Tandil, donde fundó un almacén de ramos generales en una casa de altos muy grande, frente a la plaza principal. Su hermano Ramón era su ayudante y dependía en todo sentido de Ismael.

Ismael se casó con Rosalía Iribarren, hija de un vasco, educada como maestra normal. Tuvieron siete hijos, pero Rosalía, la mayor, murió adolescente, de difteria.

Prosperó muchísimo en los negocios y era uno de los hombres más ricos del pueblo. Compró una chacra en Villa Italia, cerca de Tandil, adonde la familia iba los fines de semana a encontrarse con los primos Martel, que vivían allí, ayudados por Ismael. También vivía allí una tía, Luisa Martel.

Una madrugada de 1930, Ismael partió de viaje y no volvió. Según el relato familiar, se había ido a Francia porque, si se quedaba, el gobierno lo iba a meter preso, igual que había pasado con muchos de sus amigos radicales. En Francia, habría permanecido doce años. La vida de la familia sin Ismael resultaba todavía más difícil. A mi madre y sus hermanos los perseguían por ser hijos de radicales.

Mi abuela Rosalía decidió mudarse a Buenos Aires y para subsistir fue vendiendo todo lo que tenían. Sólo conservó una casa de altos en Buenos Aires, cerca del Congreso, en la avenida Entre Ríos, adonde se estableció la familia.

Allí, por primera vez fueron pobres. Todos los mayores cortaron sus estudios y se dedicaron a trabajar. Los primos Martel se vinieron a vivir con mi abuela y también trabajaban.

Era una casa muy triste y pobre, sin otra esperanza que irse.

Mi abuela Rosalía se enfermó de cáncer y murió. La vida de los hermanos siguió siendo pobre. Ninguno estudió. Mi madre se casó y ayudaba a sus hermanos todo lo que podía.

El relato de la familia decía que Ismael volvió de Francia cuando estaba muy viejo y loco. Vivía en lo de mi tío Yamil, el mayor de los hermanos de mi madre, y por las noches no dormía. Caminaba gritando y llorando sin paz, todas las noches.

No sé si el relato familiar tenía partes increíbles o inconsistentes. Más bien creo que había traiciones involuntarias cuando me lo contaban. Yo sentía todo el tiempo que lo que me contaban era una simulación y que la verdad era distinta.

El secreto merodeaba, como una sombra inevitable.

El secreto es lo que falta. Es una creencia, la fe en la existencia de algo desconocido, en un instante perdido, que todo lo explica y sin el cual nada se entiende, ni se acepta. El secreto familiar es una ruptura en la cadena causal, una ruptura en la conciencia, una crisis insalvable de la identidad. Todo secreto genera una víctima.

El secreto es la reaparición del caos que desde el fondo de la historia intentamos conjurar, una abertura que asoma a lo que no tiene límites, a lo desmesurado, al lugar hondo en que no se oye la voz de Dios.

El secreto, en ese sentido, es vértigo, es el deseo de saltar hacia él y la certeza de la caída (la Caída).

La víctima, por definición, no sabe que hay un secreto, sólo percibe un vacío que le causa dolor, porque obsta al entendimiento. Por eso toda comprensión, todo desvelo, nace de allí, de esa abertura secreta, de ese abismo desconocido.

Pero el secreto también es traición. Es un pozo insondable en la continuidad del tiempo. Quiebra el flujo de la conciencia un vacío negro, tan inabordable como presente. El secreto aproxima la locura.

Es difícil amar a quien guarda el secreto familiar.

Pero no hay secreto absoluto. Quizá porque el secreto es lo que falta uno busca la verdad sin tregua, con la conciencia y sin ella, con la razón y la sinrazón, con el quicio y con la locura.

En algún momento, la iluminación vino. El conocimiento no se produjo por la narración de ninguno de los que lo sabían. Un día, simplemente, amaneció la verdad, como algo de toda evidencia, como la luz del sol.

Supe que mi abuelo fue un asesino.

El descubrimiento del secreto obró como una liberación para mi madre y su hermano Abel que, a partir de entonces, contaron muchos recuerdos que tenían ocultos por vergüenza. Muchos les habían sido referidos por Cohen, el escribano amigo y confidente de Ismael.

La verdad oculta merodeaba en mis sueños y en mis temores. Siempre supe que había algo oculto y terrible y siempre temí que se propagara en mí, como una enfermedad invencible y fatal. El secreto, la verdad oculta, es un dios desconocido, peor aún, un dios incierto, que de existir puede dirigir nuestras vidas hacia la ruina y la desesperación.

Saber el secreto, sacar los velos de simulación y engaño que ocultan la verdad, es mucho más que un conocimiento causal. Es un descubrimiento, una pasión que invade, una verdad que nos posee con los dientes, como una fiera que no suelta su presa, hasta que haya sido conjurada.

Ese conjuro es la finalidad de esta narración.

La primera parte de este libro reproduce el texto de un diario de mi abuelo. He corregido su redacción apurada y abreviada que consignaba hechos, sentimientos y pensamientos de manera desarticulada, pero el contenido fue respetado escrupulosamente. El diario se inicia como una carta a su hijo Saúl, pero después deja esta modalidad y son simplemente textos fechados. El último texto retoma la intención de una carta a Saúl.

También hay textos que parecen sueños o ensoñaciones y relatos con un contenido oriental, que delatan el origen de mi abuelo. Muchos de ellos estaban agregados al diario, otros fueron anotados por Cohen, el único amigo de Ismael.

La segunda parte refiere la vida de mi abuelo en la Argentina, su patria adoptiva.

Al final, el libro retoma el texto del diario de mi abuelo.

He agregado al final notas para aclarar el sentido de algunas referencias de Ismael, muchas veces confusas, con una ambigüedad provocativa.

El relato que sigue integra los textos del diario y los testimonios de mi madre, de mi tío Abel y del amigo de Ismael, Cohen, tal como éste se los transmitió a Abel, y los sueños y relatos de mi abuelo.

Por supuesto, en la secuencia quedan agujeros negros; son herencias inevitables de lo incompleto.

Pasamos la vida develando secretos, capa tras capa, ilusión tras desilusión. A poco que creemos descifrado un enigma, la explicación se derrumba. Pero seguimos creyendo, ilusionándonos, esperando… y con la fuerza de la fe, intentamos otra explicación, seguramente fallida.

Vivimos enamorados, hasta la nueva Caída.

La insensatez es el don de Dios que hace que volvamos a creer. Y que podamos vivir.

2. El diario de Ismael (1)

Recién ahora me atrevo a contar la historia, habiendo regresado.

A veces no sé si soy yo quien se perdió o si se perdieron los seres que forman mi mundo.

En realidad, es igual.

Yo, Ismael, soy creyente.

En mi tierra se puede creer en Alá y en su Profeta, en el Dios sin nombre de la Torá y en Jesús, el Dios crucificado de los griegos. Yo he creído en los tres (3 es el número sagrado), sabiendo que sólo hay Uno y que las diferencias son meros lenguajes.

Dios otorga a los hombres dos dones: la poesía y las matemáticas. Nosotros nos esforzamos para encontrar distinciones entre ellas, pero son solamente tenues reflejos de la Verdad.

Pocos son los que reciben alguno de los dones. Yo recibí las matemáticas. Sin maestros, supe desde siempre la geometría, que reposa oculta en la naturaleza, esa ilusión que nos sostiene vivos, y adiviné las leyes de los astros y la intimidad del vuelo de las aves.

En mi último ser hay una esfera transparente, sin objetos, puras relaciones que flotan en mis horas. Este íntimo mundo es el alma. Allí nada se mueve, todo es quietud, permanencia, reposo. Todo lo demás se mueve vertiginosamente: cambia la apariencia, cambia la cantidad, cambia.

A cada parpadeo, “lo demás” ya no es como era. “Lo demás” incluye mi cuerpo y también mi conciencia, que es mi historia. La Historia.

Persistimos en creer en el ser de las cosas. Pero sabemos que esta creencia, este ser de las cosas, es solamente una ilusión, un lenguaje, un consuelo frente a la locura. La esfera transparente, el alma, es lo único que permanece inmóvil.

Siempre me he preguntado cuál de los dos soy yo: ¿soy el que cambia o soy el que permanece?

Se puede creer en el alma y se puede creer en la naturaleza.

En el alma reina la quietud, en la naturaleza campea el vértigo.

Aceptado el postulado, todo lo que de allí se deriva es “verdadero”.

La Verdad no nos ha sido dada. Sólo el significado y la representación.

Todo depende de la fe.

La causa y el efecto no existen, salvo en nuestra conciencia. Y la ciencia es una nueva ilusión, una fantasía que apacigua.

En realidad, es arbitraria la existencia misma de la naturaleza; fue creada por nuestra conciencia y no tenemos forma de constatar que exista.

Igual que Dios.

Dios es la creación de mi conciencia, que necesita un origen y un destino, una causa y un efecto.

Es Dios quien ha sido creado a nuestra imagen y semejanza. Éste es el secreto de la Creación: una ficción del hombre, un consuelo del alma, para encontrar sentido a la vida y proseguir, inútilmente, la búsqueda de la Verdad. 

El verdadero Dios es puro misterio y no puede ser pensado por mi conciencia, porque ella no puede trascender sus límites.

La Verdad, si existe, no nos ha sido dada como posibilidad.

Yo, Ismael, soy creyente.

Creo en el misterio, sin ningún saber que lo sustente y como sustento de todo el saber.

El misterio es temor.

Sólo la esperanza calma el temor.

Y creo en la esperanza, último atisbo de la existencia y de la razón.

Como dije al principio, he regresado. Me cuesta decir el lugar del que volví…

He vuelto de la prisión, en la que estuve doce años.

Sé que mi tiempo termina.

La locura se avecina y merodea en mis horas.

Muerta mi alma, solamente puedo salvar mi conciencia.

Carta a Saúl del 6 de enero de 1934

Nací en Damasco, en el barrio cristiano de Bab Tuma, en 1883. Mi madre era siria y mi padre, español. Tuve un hermano menor, Ramón.

Mi nombre es Ismael. Siempre seré oído por Dios, pero jamás podré provocar su risa, ni su felicidad.

Nuestro padre nos dio su apellido, Núñez Irala. En realidad, no sé si era su apellido o un apellido español cualquiera. Aprendimos castellano. Nuestro padre nos dejó a los pocos meses de nacer Ramón. Yo tenía seis años, pero supe, desde entonces, que no permanecería en Siria.

Mi infancia estuvo marcada por tres signos, que jamás me abandonarían: ser rojo, de pelo y de espíritu, amar los números y temer la locura, tan cercana.

El nombre de mi madre era Fatwa, que significa “sentencia”, algo imperativo que nace de la Ley. Este nombre ha sido profético como un sino. Apareció en mi vida una y otra vez, en términos de condena, de destino inevitable, casi de venganza, algo que también está contenido en las sentencias.

Cuando mi padre partió (¿o desde siempre?), Fatwa se entregó a una vida signada por la prostitución, los engaños y el sometimiento. Seducía a comerciantes ambulantes que, lejos de sus pueblos y de sus familias, venían a vender mercancías a Damasco, y conseguía, con su poder sexual, someterlos y quitarles todo el dinero posible.

Había en su conducta motivos insondables. Sin duda, experimentaba un gran placer sexual, casi con cualquiera, lo cual era tan evidente como obsceno. Esa era su atracción, su imán, su fuerza.

Pero lo que más la complacía era someter. El despojo era secundario. Islam es el sometimiento a Dios. Seguramente Fatwa, en su deseo sexual exaltado, dominante hasta la esclavitud, experimentaba la vanidad de Eva, la soberbia de someter al hombre y creerse igual al Señor. (¿Habrá sido mi padre uno más de esa fila de corderos sometidos que sólo huyendo recuperaban su libertad?)

Mi madre jamás nos ahorró a nosotros, sus hijos, el espectáculo de las risas, los gemidos o la locura exaltada del sexo. Nosotros, en otro cuarto y en otra noche, oíamos lo que ya avizorábamos como obsceno y brutal.

Aun antes de conocer nada sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres, mi hermano y yo sabíamos que ella disfrutaba de someter y despojar a otros con algo pecaminoso, con algo que no se nombra.

Ese era su punto de apoyo en el mundo. Con su indiscriminado apetito movía montañas. Mi madre era una fuerza irresistible y perversa, como el mal.

Todo lo que tiene principio tiene fin.

Una tarde, mi madre llamó a Ramón, el menor, y lo hizo entrar en su cuarto. Lo abrazó, lo apretó entre sus piernas y le ordenó que la lamiera. Ramón pudo soltarse y correr. Cuando salió del cuarto temblaba y gemía como una bestia que va a morir. No podía detener su llanto. Su temblor retumbaba en mi cabeza.

Entonces vi cómo mi alma se iba de mi cuerpo. Suspendida en el aire, el alma me miraba a mí, su cuerpo, que había perdido el ser. Nadie puede creerme, pero yo vi cómo se separaba mi alma de mí, cómo me quedaba solo, puro animal.

Después entendí que Dios me había abandonado y me daba libertad para actuar.

Cumplí con el destino, la fuerza que está escrita en la memoria eterna del Señor y que, como todo lo escrito, es inevitable. E inescrutable.

Desde el Hecho, Ramón y yo compartimos el secreto. Nada más. Sabíamos que el secreto estaba allí, reposando entre nosotros dos, inerte, resguardado, al amparo de cualquier examen humano y a la espera del examen final.

Tampoco hablábamos del Hecho. Nunca supe los sentimientos que Ramón tenía hacia Fatwa, nuestra madre brutal. Ni los que tenía hacia mí.

Nunca supe si mi acción se debió a la piedad o al asco. Ni si actué como un ángel guardián o como un ángel exterminador. (¿Es el ángel guardián distinto del ángel exterminador?)

Siempre atribuí mi acción a la voluntad de Dios.

Más tarde, comprendiendo que la lujuria era la única expresión del amor de Fatwa, sospeché con horror que el motivo inconfesable de mi acción era el deseo de ser amado por ella, el deseo de haber estado en el lugar de Ramón, aun franqueando las puertas del Infierno. Y que mi acción no era necesariamente la voluntad de Dios.

Desde el Hecho, Ramón se sometió mansamente a mis instrucciones. Jamás lo consideré. Era simplemente un instrumento.

Huérfanos y abandonados, quedamos librados a la caridad de nuestros familiares, que nos trataban como si fuésemos partícipes de los pecados de mi madre. Es posible que supieran mi actuación en su atroz final.

Yo no sabía entonces que mucho más tarde, en otra tierra, mis hijos correrían la misma suerte.

Y que yo, Ismael, sería otra vez el causante.

Era Fatwa, ese terrible nombre, dueño de mí desde el origen, llamando otra vez a la venganza del destino.

La diosa o Perseo (sueño)

En la noche, la tempestad estalla y azota el mar contra las rocas. Brillan sus ojos con odio. Está ahí. A mi lado. Está desnuda, en mi cama. Tiembla su cuerpo negro y brilloso. Le grito que se vaya. Sigue masturbándose mientras me mira.

Siento que me posee. No tengo fuerzas para moverme. Estoy pegado a la cama, inmóvil, con la respiración agitada. La odio. Sigo gritando que se vaya. Se ríe y sigue masturbándose.

Siento que me desprecia y siento que me ama. Que la odio y que me domina. Que la deseo.

Yace la diosa. Sus cabellos terribles se estremecen mientras se toca y goza, dominándome con su mirada.

Siento terror cuando se me acerca con la lengua anhelante y los ojos brillosos. Es fuerte y asquerosa como una serpiente.

Ahora es una serpiente.

Sé que la deseo desesperadamente. Trato de golpearla, junto todas mis fuerzas y me oigo bramar. Estoy arrodillado, me falta el aire, respiro como los que estuvieron por morir. Miro mi mano como si no fuese mía. Sostiene un espejo partido y sangra.

A mi lado no hay nadie.

Números y misterio

Mi madre, Fatwa, no había descuidado nuestra educación, que se inició en nuestra infancia y continuó después de su muerte. Siendo nuestro padre latino, nos envió a la iglesia melquita de San Pablo, así llamada porque el santo se convirtió camino a Damasco, donde estuvo tres días sin ver, sin comer y sin beber.

El padre Miguel era rubio y de tez blanca, sirio como nosotros. Desde el inicio, sentí por él una admiración sin límites. Mi mayor felicidad era concurrir todos los días a la iglesia, verlo, descubrir de a poco el mundo, éste y el otro, el que no tiene ni hora ni frontera.

Al principio, el padre Miguel nos enseñó las letras de nuestro alfabeto árabe. Desde que las vi, me sentí hechizado por sus formas misteriosas, con circunferencias sin terminar y pequeñas inflexiones, tan sutiles. Letras voluptuosas que, llenas de vida, abarcaban todo lo visible y todo lo humano, expresando poéticamente la fuerza del mundo, cuya representación está prohibida en el islam.

El padre Miguel creía en la doble naturaleza de Jesús, divina y humana, como manda el catolicismo. Allí, participé por primera vez de la misa, que se celebraba en árabe, con algunas oraciones en ese idioma maravilloso, el griego.

Comencé, así, la lectura de la Biblia y de los Evangelios, que me acompañarían el resto de mis días.

Leía los textos como si fueran un cuento y sentía a Yahvé como a un personaje, como alguien que interviene en el mundo, sin que se lo pueda entender. Pero como yo no podía concebir otra naturaleza que la del hombre, pecaminosamente le atribuía a Yahvé una naturaleza humana, en mi conciencia y en mi pensamiento.

Así comencé en la niñez mi largo camino de idolatría, con un ídolo que no era sino un concepto, el concepto de Dios, algo que presuntuosamente desafía al Misterio.

Porque concebir es hacer nacer. Y está prohibido que el hombre haga nacer a Dios.

El padre Miguel comenzó a enseñarnos los números, primero con los dedos, después con los símbolos.

Mi avidez por los números era insaciable. Veía en ellos un mundo que estaba atrás del mundo, una ley oculta, como todas las leyes que imperan de verdad. El padre Miguel, que sólo conocía las cuatro operaciones fundamentales, decidió que mi llamado a las matemáticas debía ser correspondido y me introdujo a su amigo, el maestro Omar al Uqlidisi en la madraza Al Zahiryah.

En Siria, había mutua comprensión entre las religiones que dependían del Libro. Los judíos vivían en su mayoría en Alepo; los cristianos, en Damasco y Beirut, y los musulmanes no tenían un lugar especial. Nuestro único enemigo eran los turcos, que cientos de años después de la invasión seguían siendo un ejército de ocupación.

La madraza era muy diferente de la iglesia. Era un lugar santo, pero dedicado a la enseñanza islámica superior. Los huérfanos como yo tenían especial acogida. Aunque yo no era musulmán, la mediación del padre Miguel fue suficiente para que me aceptaran en los estudios laicos. Sólo quedaba vedado mi acceso a la interpretación del Corán, al estudio de la Ley y a las tradiciones del Profeta.

El maestro Omar era árabe. Era un hombre grave, siempre vestido de negro, con ojos profundos y barba canosa. Caminaba despacio por el patio, mientras nos explicaba con paciencia e insistencia y hacía traer una pizarra para escribir y dibujar figuras. Salvo los días de lluvia, las lecciones eran en el patio de la madraza. El maestro Omar era un creyente convencido de honrar a Dios con el aprendizaje y la enseñanza de las matemáticas. Su nombre, Omar al Uqlidisi, era un homenaje a Euclides.

Advertí allí que el mundo estaba dominado por números que, además, atravesaban la conciencia y la gobernaban, que su poder era inmenso. Los números del espacio representaban cantidades de cosas, eran números cuantitativos, que servían para contar. Otros números, también propios del espacio, representaban la extensión. Me emocionó descubrir que estos números tenían correspondencia con las figuras geométricas.

El maestro Omar me mostró que la geometría era el alma de las cosas en el mundo, que todos los objetos, dejando a un lado los accidentes, estaban expresados en las formas geométricas. Eran cuerpos si se los concebía en el espacio, y figuras si se los concebía en un plano.

Y estaban los números del tiempo, que ordenaban el fluir de nuestra existencia en el mundo. Medían las horas, los días, los meses y los años; iban cayendo uno a uno, indiferentes, aislados, más allá del acontecer.

Estos números ordenaban los astros, que regularmente representan el tiempo en el universo, y ordenaban nuestra conciencia, madre e hija del tiempo, que en ella corre, desde el primer albor hasta la muerte. Eran números fatales, porque nuestros días están contados, no serán ni uno más ni uno menos que aquellos que están escritos en la memoria eterna del Señor.

Los números ordinales, que establecían el orden según lo que antecede y lo que sigue, eran también números del tiempo, pero de otra clase. Eran números jerárquicos, servían para determinar alguna armonía entre las cosas del mundo o los pensamientos de la conciencia (que no sabemos aún si son la misma e idéntica cosa).

Pero había otros números, distintos de los anteriores, números misteriosos, imposibles de abordar, que habitaban fuera del espacio y del tiempo y que por ello eran inconcebibles, porque estaban más allá de la razón, como la fracción inconmensurable que produce el cociente entre la circunferencia y el diámetro.

El maestro Omar temía a estos números irracionales, que no se sometían a las leyes de nuestra conciencia, violentando el espacio y el tiempo. Estos números demostraban que todo esfuerzo por el entendimiento es inútil y vano. Eran una mirada a la tormenta del abismo, una negación del límite, una abertura hacia lo desmesurado.

Y eran precisamente estas fracciones infinitas, irracionales, que sólo Dios puede abarcar, las que regían las cosas del universo, las formas de la naturaleza y las supuestas creaciones del hombre, marcadas desde siempre por estos números eternos y absurdos, que fijaban proporciones invencibles.

Todas las formas y las proporciones, desde las de las inconmensurables galaxias que iluminan la noche hasta las de las alas de una mariposa, o las formas y las proporciones de los insignificantes templos, donde llamamos desesperadamente a Dios, todo está ordenado por estos números, tan incomprensibles como el destino.

Los números irracionales nos comunican que todo conocimiento se apoya en el Misterio. Que todo saber es provisional, pequeño, y que yace siempre entre postulados indemostrables, que debemos aceptar por la fuerza de la fe y por la necesidad de seguir existiendo. Y que sólo Dios puede saber si en esas terribles fracciones infinitas existe algún período remoto, inasible para nosotros, que aplaque nuestra conciencia angustiada y haga cesar el inestable equilibrio de nuestras vidas.

El final del aprendizaje estaba consagrado a los números algebraicos –si se puede usar esta expresión–, una especie de no números que están fuera de este mundo. El álgebra es una creación humana, un encanto mágico, basado en el supuesto de despreciar la extensión, la cantidad y el tiempo, y entonces poder resolver los enigmas como pura forma. Los números algebraicos son una burla, una contradicción en los términos, que sólo puede representarse con letras que, en el caso, nada significaban.

Sólo podíamos predicar sobre las relaciones más o menos complejas que podían establecer entre sí, pero su contenido nos estaba negado, como nos está negado el conocimiento de todo lo que está fuera del pensamiento.

Aprendí de mi maestro que estos signos sin tiempo ni extensión, mero símbolo, pura relación sin materia, pura forma, eran el arcano de mayor proximidad a la verdad que nos había permitido el Señor.

Más tarde, en mi nueva patria, aprendería otros números, una entelequia que desafía al infinito. Estos números se abstienen de predicar la realidad de las magnitudes, sean ellas de tiempo o de extensión. Porque las magnitudes absolutas no existen en un espacio que se admite infinito, allí sólo existen las relaciones. La relación entre relaciones es una función, irreductible, desligada del mundo visible.

Los números, seguramente, son recuerdos truncos de un mundo olvidado, de un mundo que fue y al que ya no perteneceremos más. Detrás de las relaciones visibles se esconden otras relaciones que, ocultas y silenciosas, permiten avizorar el destino.

Todos los sistemas de números son oraciones que elevamos a la perfección y a la belleza de la forma, a la paradoja, al sentido y a la exactitud. Sin embargo, todas estas estructuras, que flotan en la conciencia sin posibilidad de reproche, dependen de la fe en postulados indemostrables no numéricos: el cero, el infinito, absurdos en los cuales debemos creer, aunque no los podamos concebir, bajo pena de que se derrumbe todo el edificio de las matemáticas.

Todo el conocimiento arranca de no nociones, de negaciones del ser, de memorias remotas del caos, que de todo es el Principio.

Siempre supuse que al principio no había sino números. Dios creó los números, puras ideas sin contenido alguno, o Dios es un número infinito, irrepresentable e inconcebible para nosotros, una fracción eterna, sin fin ni principio, con un período secreto, que solo Él puede conocer.

La muerte de mi madre no interrumpió mi educación. Ni el padre Miguel ni el maestro Omar se sintieron con autoridad para ingresar en el cielo oscuro y tormentoso de mi conciencia maldita.

Con su misericordia y su respetuoso silencio, me decían que sólo Dios condena.

Hasta el cielo: ¿Babel? (sueño)

El cansancio invade la tarde como un quieto telón de plomo. Rigurosas cadenas invisibles aprisionan el alma. Mientras se hunde el sol, la sombra redonda de una torre violenta la paz del horizonte. La noche del desierto se cierne como una culpa. Todo se ha detenido.

Un perro muerde mi mano, mientras lo ahogo entre mis rodillas. Estalla el sufrimiento con el bramido de la muerte. Nos miramos con desesperación: es imposible soltar, es imposible morir. Sólo sufrimiento y dolor.

Amanece mi corazón al galope.

(¿Son los sueños la visión turbada de la eternidad? Siendo infinito el tiempo y solamente cuantioso el universo, ¿se repetirá inexorable lo que ya sucedió? ¿Serán los sueños la advertencia secreta de Dios? ¿O será el perro el mensajero del ángel maldito?)

Veo a mis compañeros. Cada uno inicia su trabajo. Elevar los ladrillos ya es más difícil. Es nuestro último día de labor. Hemos comenzado el séptimo nivel de la torre. Llega al séptimo cielo.

Desde estas alturas podremos entender a Dios.

*

Más tarde, impulsado por mis tíos, Ramón comenzó su educación con el padre Miguel. Su instrucción fue intentada con el mismo esmero que la mía, pero él no tenía inclinación por las letras ni por los números. Los símbolos no lo inquietaban, sólo lo tangible lo atraía. Desde la edad más temprana se fue manifestando su fuerza física excepcional, que se convirtió en su bien más preciado.

Trataba de desarrollarla de todos los modos posibles, levantando maderas y hierros o grandes rocas. Pasaba horas en ese propósito, extremando su don, y ya desde pequeño comenzó a hacerse conocido en Damasco. Muy poco tardaron los turcos en enterarse del joven cristiano de fuerza excepcional. Los turcos tienen un arte, una lucha salvaje de hombres untados en aceite, vestidos con un pantalón de cuero, que sólo termina cuando uno de los luchadores pierde el conocimiento o pierde la vida.

La enseñanza la realizan viejos luchadores, que ofician de sabios en cuestiones del espíritu y de la lucha y educan a los discípulos en reglas y creencias espirituales, en unas escuelas que se llaman igual que los lugares santos, porque en ellos se inició esta disciplina, cuando todavía era una actividad digna.

Todo esto es falso, porque las luchas se hacen por dinero y a nadie le interesa el desarrollo espiritual de los contendientes, sino su fuerza y su aptitud de combate.

En Damasco había varias de estas escuelas y Ramón se inició en la de la Gran Mezquita. Al principio se destacó por su fuerza descomunal, después por su habilidad y finalmente por su despiadada ferocidad.

Ramón, que era de estatura normal, parecía más grande y alto por el ancho de su cuerpo y de sus miembros. Con una apariencia tosca y brutal, era de una agilidad sorprendente, sólo emparejada por su fuerza. Desde muy joven, ya era uno de los mejores luchadores de Damasco. Esta educación turca hizo de él una persona diferente, que solamente disfrutaba de la fuerza y la violencia. Un mongol.