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Índice

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Breve glosario del idioma mico

Materiales adicionales para jóvenes lectores

El autor

El libro

Los personajes

Otros monos de ficción famosos

Créditos

Érase una vez una pequeña familia de monos que vivía en el famosísimo bosque Delquintopino: mamá mona, papá mono y sus cinco hijos, que eran todos unos micos. La familia vivía en las ramas de un árbol gigantesco en mitad del bosque, y pagaban por su casa quince ciruelas al año a un viejo gorila, algo prepotente, que afirmaba ser el casero.

De los cinco monitos, cuatro tenían el pelo oscuro, del color del chocolate, mientras que el más pequeño —quién sabe por qué capricho de la naturaleza— estaba cubierto de una elegante pelusa rosada, similar a los pétalos de una rosa en el mes de mayo. Por ese motivo, todo el mundo, en casa y en el bosque, lo llamaba Pipí, que en el lenguaje mico significa exactamente eso: «del color de una rosa».

Pipí no se parecía nada a sus hermanos ni tampoco a los demás monitos del vecindario, algo que no solo se debía a su color rosa. Tenía un rostro despierto e inteligente, unos ojos brillantes y traviesos que no paraban quietos un instante, una boquita propensa a la sonrisa, y el cuerpo esbelto y fibroso, flexible como un junco. A decir verdad, era un monito bien guapetón.

Al verle brincar por doquier y oír el alboroto que montaba, cualquiera podría haberle tomado por un niño de ocho o nueve años: perseguía mariposas y salía a buscar nidos, igual que un niño; el muy glotón se zampaba cualquier cosa que encontraba, sobre todo si era fruta verde, igual que un niño; y se limpiaba la boca con el dorso de la mano después de darse un festín, antes de chuparse los dedos uno a uno minuciosamente, igual que un niño (si bien un niño grosero).

Pero la gran pasión de Pipí era copiar a los humanos e imitar todo lo que estos hacían. Un caluroso día de verano, mientras deambulaba por el bosque cazando grillos, cigarras y otros insectos, vio a un viejo sentado al pie de un árbol que se estaba fumando una pipa. Pipí se quedó alucinado.

«¡Vaya!», se dijo. «¡Ojalá fuera mío ese palo que echa humo! Mis hermanos se morirían de envidia si me vieran echar nubecillas por la boca».

Esa tarde caía un sol de justicia y el calor era insoportable. Un rato después, el viejo bostezó, dejó la pipa encendida en la hierba y se quedó dormido. Sigilosamente, Pipí bajó por el tronco del árbol. Contuvo el aliento y estiró el brazo, poco a poco, hasta que agarró la pipa. Salió disparado al mismo tiempo que el hombre se despertaba y le ordenaba a gritos que se detuviese.

Cuando regresó a su casa en la copa del árbol, llamó a sus cuatro hermanos y les mostró que sabía echar humo por la boca. En las ramas se lio un follón de campeonato. Dodó, el hermano mayor, quería probar la pipa y se la quitó a Pipí, mientras los demás hermanos saltaban, reían y chillaban entusiasmados. Babá, uno de los más pequeños, se cayó del árbol y tuvo que volver a trepar cojeando, sin dejar de berrear, más desilusionado que dolorido.

Alarmados por el alboroto, los padres de Pipí se apresuraron a ver qué sucedía. Se encontraron a Gugú y Memé peleándose por la pipa, y a Dodó tosiendo y escupiendo: le salía humo gris por la boca y la nariz.

El padre de Pipí movió la cabeza, disgustado.

—¿De quién ha sido la idea?

Cuatro dedos marrones señalaron al mono rosa.

—De Pipí —se chivó Babá, lloriqueando todavía—. Le ha robado ese palo que echa humo a un hombre en el bosque.

Su padre volvió a mover la cabeza.

—Robar está mal, Pipí —le regañó con voz amable—. Y fumar es malo. Debes recordar que todas tus acciones tienen consecuencias: si robas hoy, puede que mañana acabes mal. Tal vez hoy te parezca divertido fumar, pero en el futuro será perjudicial para ti. No debes copiar lo que hacen los humanos: cuando seas mayor lo entenderás, hijo. Pero si no tienes cuidado ahora, quizá entonces sea demasiado tarde.

—Perdona, papá —dijo Pipí, reprimiendo una sonrisa traviesa.

Al ser el favorito, sabía que su padre le perdonaría todas sus diabluras, y como mucho le caería una regañina.

—No volveré a hacerlo —añadió, aunque sus ojos decían justo lo contrario.

—Muy bien —asintió el padre de Pipí, y le quitó la pipa a Memé, que la soltó con un gimoteo triste—. Ahora os contaré una historia.

Llamó por señas a su esposa para que se sentara junto a él. Impacientes, los cinco micos saltaron a la rama de enfrente y se colocaron por orden, del más alto al más bajo, con Pipí en el extremo de la rama.

—Es una historia sobre un humano, un hombre que vivió para lamentar algo que hizo cuando era joven.

—¿Quién es? ¿Quién es? —gritaron los micos, que siempre escuchaban embelesados las historias de su padre.

—Se llamaba Carrasposo —dijo—. Bueno, no siempre se llamó así. De joven era un chico muy guapo, tan guapo como vosotros, mis monitos, pero entonces...

—Entonces, ¿qué? Entonces, ¿qué? Cuéntanoslo, papá.

—Entonces, como os he dicho, hizo algo malo. Rompió una promesa que había hecho y fue castigado por ello.

—¿Qué sucedió, papá? —quiso saber Babá.

—Estaba enamorado de una hermosa chica llamada Bella. Iban a casarse y él le había prometido que le llevaría unas flores de color turquesa para su vestido de novia. Las estaba recogiendo en el bosque cuando vio a un viejo, sentado al pie de un árbol, fumándose una glup-glup. Sí, igualita que esta. —Papá mono agitó la pipa y clavó la vista en Pipí, que miró para otro lado—. Era la primera vez que Carrasposo veía una glup-glup y quiso probarla, por eso se la robó al hombre y salió corriendo. Lo que no sabía es que el hombre era en realidad un mago... Y que aquella glup-glup era mágica.

—¡Hala! —exclamó Gugú.

—Tan pronto como comenzó a fumar por el camino, se dio cuenta de que algo iba mal. El humo lo envolvió como si fuera una densa niebla y no sabía por dónde iba. Perdido, comenzó a vagar por el bosque, sin poder encontrar la salida. Lo único que veía era su propia sombra, que crecía y menguaba a medida que los días (los días, sí) pasaban. Al menos eso era lo que creía él, porque pasaron años. Después de una eternidad, después de dar muchas vueltas y revueltas, volvió a encontrarse con el anciano. «Aquí tienes el palo que echa humo», le dijo sollozando. «Ahora rompe el hechizo y deja que me vaya, ¡te lo suplico!». El anciano lo miró a los ojos. Vio que estaba arrepentido y que había aprendido la lección. Por eso rompió el hechizo y lo dejó en libertad.

—¿Y entonces? —preguntó Memé.

—Carrasposo echó a correr a la velocidad del rayo, estaba deseando llegar a casa para ver a Bella. Pero, tan pronto como salió del bosque, se dio cuenta de que algo había cambiado. Donde antes solía haber un maizal, ahora había una casita con jardín; donde antes había una barca para cruzar el río, ahora había un gran puente de piedra. La gente con la que se cruzaba llevaba unos ropajes extraños y sombreros nunca vistos, y cuando pidió indicaciones, no le entendieron y le respondieron en un idioma que no conocía. Por fin, llegó al lugar donde antes estaba la casa de Bella. Dejó escapar un grito ahogado: solo había ruinas. Le entró un escalofrío y comenzó a tirarse del pelo: habían pasado siglos desde que él se marchó en busca de las flores turquesas para su vestido de novia, y las hadas se habían llevado a Bella hacía mucho tiempo.

—Entonces, ¿no se casaron? —preguntó Gugú con un nudo en la garganta.

El padre de Pipí negó con la cabeza.

—Qué historia tan triste —suspiró Memé—. Y todo por robar un estúpido trozo de madera.

—Y por romper una promesa —añadió Dodó.

—¿Qué le pasó a Carrasposo? —preguntó Pipí con un hilillo de voz.

Su padre clavó la vista en él.

—Lleva una existencia miserable fuera del bosque. Anda siempre furioso y se ha convertido en un bandido. Él y su banda de ladrones, los Grajos Granujas, que así los llaman, siembran el terror allá por donde pasan.

—¿Roban a la gente? —preguntó Babá.

—Así es, querido —confirmó la madre con su voz aguda—. Roban, dan palizas, secuestran e incluso asesinan a los forasteros.

—Por eso no debéis salir nunca del bosque —concluyó el padre de Pipí—. Es muy peligroso. ¿Entendido, chicos?

Los cinco micos asintieron.

—Bien, ahora le devolverás esto a su dueño, Pipí.

—Claro, papá —dijo el mono rosa, muy serio, aunque esbozó una sonrisa cuando su padre apartó la vista—. Así lo haré... Ahora mismo voy.

Cogió la pipa y, dando unos brincos ágiles, desapareció de la vista de su familia. Pero decidió buscar un buen escondite donde fumar un día más sin ser molestado.