Título de la edición original

Kriegsgebiete

Zonas de Guerra

Traducción de Albert Vitó i Godina

Portada: Nele Schütz Design, Múnich

© Ediciones Especializadas Europeas, SL.

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ISBN: 978-84-941739-5-0

 

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Prólogo

Provincia de Kunduz (Afganistán)

Piedra a piedra, los tres vehículos de reconocimiento Mowag Eagle iban avanzando poco a poco en dirección al valle. Iban tan despacio que los conductores podrían haberle preguntado a cada una de las piedras que encontraban por la pista cuáles eran sus verdaderas intenciones. No se podían fiar ni del polvo de Afganistán. El país entero estaba sembrado de minas. Daniel sabía que el blindaje del Eagle bastaba ante las cargas explosivas menores, pero también que no sería suficiente si la detonación era más fuerte. En cualquier caso, la mejor manera de protegerse ante las explosiones era evitándolas.

Vistas desde la pista, aquellas montañas que parecían de chicle recordaban a los paisajes idílicos de las maquetas de trenes en miniatura. A Daniel le entraban ganas de meter figuritas de plástico de gente en aquel escenario tan solitario. Nada de ayuda humanitaria ni de misiones militares, simplemente minúsculos personajes de plástico.

Cuando ya se acercaban al pueblo, las pistas de piedras sueltas dejaron paso a caminos de gravilla compactada. Tras una curva muy cerrada, el valle se abrió de forma hospitalaria ante ellos. Un apacible mosaico de campos cultivados. Tranquilo y, por consiguiente, también sospechoso. En ese país, la calma nunca era algo de lo que uno pudiera fiarse. Sin embargo, el lugar tampoco era ideal para una emboscada. Daniel miraba con atención a través de los cristales blindados del Eagle IV. Los ojos le escocían por culpa del sudor.  

La temperatura interior superaba con claridad los cuarenta grados. La chaqueta antibalas apenas permitía que circulara el aire debido a las pesadas placas de titanio y a las fibras de kevlar que, supuestamente, eran capaces de aguantar incluso el fuego de las ametralladoras. Daniel no es que estuviera precisamente ansioso por comprobarlo, igual que la mayoría de sus compañeros. Claro que siempre había algún chiflado dispuesto a salvar el mundo él solo. O al menos dispuesto a cargarse a un buen puñado de talibanes. Tipos con ganas de luchar, locos por la guerra. Debía de tener algo que ver con la falta de sexo. Y un poco también con el hecho de haber pasado demasiadas horas jugando al Call Of Duty. Daniel intentaba mantenerse lo más alejado posible de esos tipos tan peligrosos. A la hora de la verdad, en caso de emergencia, solían olvidar todas las medidas tácticas que les habían inculcado durante la instrucción y era una verdadera mierda encontrarse justo al lado de un tipo así.  

Ninguno de sus compañeros tenía ansias de muerte. La muerte deja de ser algo romántico en el momento en el que te topas con ella por primera vez, sin director, ni cámaras, ni la iluminación adecuada. Las chaquetas antibalas servían para no pasar a mejor vida o, dicho de otro modo, para volver a nacer en caso de recibir un disparo. Por eso se asumía de buena gana eso de sudar un poco. Lo único que Daniel quería era terminar ese aburridísimo transporte de personas sin tener siquiera la ocasión de convertirse en un héroe, sin necesidad de poner a prueba el equipamiento en condiciones de combate. Y eso, pensó Daniel, que se trata de una misión de seguridad y construcción y no de una acción militar. Pensó en su papel de copiloto activo y pulsó con habilidad experta unas cuantas teclas del ordenador de abordo.

—Quedan aún cuatro kilómetros hasta nuestro destino —dijo Daniel.

—¿Qué hace exactamente el doctor en esas chozas de campesinos? —preguntó Pöhlmann desde el asiento de atrás.

—Beber té —respondió Timo mientras esquivaba un bache—. Aquí te pasas la vida bebiendo té una vez has entrado en contacto con la población autóctona. Y si no te gusta el té, al menos tienes que fingir que te gusta.

—No soporto el té —respondió Kunz.

Una rápida mirada por el retrovisor bastó para ver que, efectivamente, Kunz se había quedado pálido como el papel con sólo pensar en el té. No podía ser por el trayecto o por el vehículo. Durante las patrullas ya habían recorrido pistas tan bacheadas que los ocupantes del vehículo habían corrido el riesgo de partirse la cabeza contra el bastidor interno. Y a diferencia del Dingo, con el que ya había tenido que recorrer las malditas infraestructuras afganas, el Eagle era muy espacioso y llevaba una buena amortiguación. La suspensión del Dingo era tan blanda que te mareabas enseguida.

—Eh —preguntó Daniel—, ¿de verdad no soportas el té?

—Me provoca una especie de alergia. Me mareo y me salen granos por todo el cuerpo.

—¿Te ocurre con todas las clases de té o solo con algunas? —preguntó Pöhlmann.

—Con todos.

Daniel se encogió de hombros.

—Tal vez tenga que ver con alguna experiencia traumática durante la infancia.

—Si no tomas té no tienes nada que hacer en este país —le confirmó Timo una vez más mientras negaba con la cabeza.

—Me dan ganas de vomitar con solo pensar en beber té.

—Entonces deja de pensar en ello antes de que sea demasiado tarde y dejes el Eagle hecho una mierda —comentó Timo con tono cortante antes de prestarle atención a un arriero que estaba en la cuneta.

—No es más que un arriero —dijo Daniel.

—Sí —respondió Timo mientras contemplaba por el retrovisor cómo una nube de polvo se tragaba al nativo y a su bestia de carga.

Daniel había conocido a Timo durante la instrucción que habían realizado juntos. Desde entonces llevaban ya cinco meses en Afganistán y para los dos era ya la segunda vez que los destinaban allí. En Timo se podía confiar, le costaba perder la calma cuando se encontraba bajo presión. Los jóvenes que iban en el asiento de atrás eran nuevos. Sven Kunz siempre se ponía camisetas del Bayern de Munich durante el tiempo libre. Según decía, contribuían al entendimiento entre los pueblos. Alexander Pöhlmann le había contado la semana anterior a Daniel cómo se contaba en el poker justo antes de una partida y, sin embargo, había acabado perdiendo veinte euros. En los asientos delanteros iban los más veteranos y en los de atrás, los novatos. Daniel era algo paternal y le explicó a los otros dos por qué el médico militar bebía té cuando se encontraba con un autóctono.

—El afgano también es médico. Quiere establecer una consulta en su aldea. Es un hombre valiente. De vez en cuando, nuestro médico le trae a su colega medicamentos caducados y material de vendaje vetusto. Es una tarea humanitaria.

—¿Y para eso son necesarios tres vehículos con doce soldados? —preguntó Pöhlmann.

Timo levantó la vista hacia el cielo hasta que sólo quedó visible el blanco de sus globos oculares.

—Esos putos talibanes tienen algo contra las misiones humanitarias —le explicó Timo con tono enervado—. De hecho, contra casi todo. Son de la Jihad.

Daniel se volvió hacia los novatos.

—¿Sabéis lo que es la Jihad?

—¿Es la pregunta del millón? —preguntó Kunz.

—He leído —dijo Pöhlmann— que a los mártires les esperan setenta y dos vírgenes en el paraíso. O sea, setenta y dos para cada uno.

Timo estalló en una carcajada.

—Ve con cuidado, no vayan a cambiarte las creencias. ¡Con esa maldita guerra psicológica tienen las de ganar!

Los dedos de Daniel pasaron rápidamente por el teclado del ordenador de abordo en una operación rutinaria y, sin embargo, no exenta de tensión. Espero sacarme de encima estos nervios cuando esté de vuelta en casa, pensó. No les seguía nadie. Eran el último vehículo del convoy compuesto por tres Eagles. La retaguardia era un objetivo de ataque potencial. De hecho, todos los vehículos eran objetivos potenciales, tan solo dependía de la táctica que utilizaran. Unos disparaban primero a la vanguardia para detener a los convoyes; otros, al último para sembrar el pánico entre los que iban delante y para que cayeran en una emboscada o en una zona minada; o utilizaban un misil para hacer estallar el vehículo del medio y provocar un caos absoluto. En una guerra de guerrillas vale todo siempre que seas el atacante.

A Daniel le dolía el cuello por el peso de la chaqueta antibalas. De hecho, le parecía bien notar cómo las protecciones se le pegaban al cuerpo con el sudor, pero luego estaba el peso de la munición y de las baterías. Nadie se hacía a la idea de la cantidad de corriente que llegaba a utilizar un soldado moderno: aparatos de navegación, de radio, de visión nocturna y de detección térmica. Uno tenía que llevar encima todo ese equipo digital. Incluso sin chaqueta antibalas, era fácil reconocer a los veteranos porque iban arrastrando los pies por los campamentos ligeramente inclinados hacia delante. Y porque no reclamaban duchas ni salas de musculación. Los perros viejos tampoco se ponían nerviosos cuando la conexión a internet desaparecía de repente por enésima vez, mientras que los nuevos se estresaban cuando se daban cuenta de que en Facebook seguían pasando cosas a pesar de su ausencia. Tarde o temprano, los más verdes terminaban aprendiendo también. En la guerra, uno se acostumbraba a esperar. Primero la guerra era una misión de paz, pero incluso en una misión de paz lo más importante es tener paciencia. Por aquel entonces había menos asaltos y ataques con misiles, pero más minas. Solo los soviéticos habían dejado diez millones de minas mientras habían estado defendiendo el comunismo en el macizo montañoso de Hindukush. Eran artefactos perniciosos que reflejaban el verdadero socialismo: estaban hechas polvo, pero eran mortíferas de todos modos. Cuando uno se da cuenta por primera vez de que puede morir en cualquier momento, esperar no es ni mucho menos la peor de las opciones.

—Los mártires son tontos del culo, pero al menos se alegran cuando muerden el polvo —dijo Timo. Aceleró el Eagle para subrayar su argumento. Todos los ocupantes del vehículo notaron en las vísceras cómo se activaba el turbo.

—Los mártires no deben tenerle miedo a nada.

Daniel tuvo la sensación de que tenía que responder algo. Por algo era sargento primero, quería estar a la altura de su rango, subirles la moral. Sin mentiras.

—El miedo sirve para aguzar los sentidos, es un mecanismo de protección que en situaciones de peligro nos permite actuar de forma adecuada —dijo Daniel—. Es la evolución. Sin el miedo que sentimos, la tal vez la cumbre de la creación serían las hienas.

—¿Qué tienes contra las hienas? —preguntó Timo.

—He leído —dijo Pöhlmann mientras se inclinaba hacia delante desde el asiento trasero— que entre las hienas, las hembras son las dominantes y los machos están subordinados.

—¿Y? —preguntó Kunz.

—Nada, eso. Que lo leí en alguna parte.

—¿Crees que las hienas no tienen miedo?

—No tengo ni idea. Son animales.

—Nosotros también seguimos siendo animales, a nuestra manera.

—Claro. Tú eres fan del Bayern.

En el asiento trasero empezó una leve pelea.

—¡Basta! —ordenó Daniel—. De lo contrario, mañana patrullaréis a cuarenta grados a la sombra con las bufandas de vuestros equipos puestas.

Una curva más y el pequeño convoy de vehículos llegó por fin al valle. El camino proseguía en línea recta hasta la pequeña aldea en la que dos horas antes habían dejado al doctor Dietrich, el médico de campaña. Según los estándares europeos, llamar aldea a unas cuantas cabañas de barro agrupadas junto a un arroyo podría parecer grandilocuente, pero en los mapas de la zona aquellas humildes moradas aparecían marcadas como asentamientos de tamaño medio. Daniel se concentró en el ordenador de abordo para evitar que su nivel de atención bajara en picado. Sabía que mantener una actitud vigilante era el mejor seguro de vida para un soldado, pero a él le costaba mantener ese estado. Necesitaba recordárselo de vez en cuando.

En el asiento trasero, los dos novatos seguían discutiendo acerca de quién ganaría la liga alemana de futbol. En Afganistán, Daniel había dejado de interesarse por el futbol. Los talibanes habían utilizado el estadio construido con los fondos de ayuda para el desarrollo para llevar a cabo unas cuantas barbaries. Habían usado la portería como patíbulo y disparaban desde el punto de penalti o practicaban amputaciones públicas en el círculo central.

—¿No podríamos poner música? —preguntó Kunz.

—No —respondió Timo.

—Los yanquis siempre escuchan música en los vehículos de asalto.

—Y también matan a tiros a los cámaras de televisión porque los toman por lanzamisiles. La música dificulta la concentración. Me da igual lo que digáis, no pondremos música.

Daniel cogió los prismáticos y examinó la zona. Nada sospechoso. A continuación se centró en la casa del médico afgano, la que estaba en la entrada a la población. Todo parecía tranquilo. Sin embargo, no se sintió satisfecho.

—¿Ves alguna camiseta de Nirvana por alguna parte?

—¿Te refieres al concepto budista o al grupo de música? —preguntó Timo.

—Al grupo. La portada del bebé en la piscina, estampada sobre una camiseta negra.

—No creo que la tengan muchos afganos.

—Hemos quedado con el doctor que colgaría una por aquí fuera si todo iba bien.

—O sea, que es una señal secreta. Creía que las camisetas de grupos de música eran parte de un procedimiento de la ISAF.

Timo se inclinó sobre el volante.

—No veo ninguna camiseta negra. En mi patria, una calle como ésta se consideraría intransitable; no puedo estar pendiente además de la ropa que lleva la gente.

—¿Has dicho patria?

—Sí. ¿Te molesta?

—No. Es que yo nunca utilizo esa palabra, eso es todo.

Daniel se volvió hacia el asiento trasero.

—¿Vosotros veis alguna camiseta negra de Nirvana? Me refiero al grupo.

Kunz y Pöhlmann alargaron el cuello.

Mientras las míseras cabañas de barro se iban acercando cada vez más, Daniel intentó contactar por radio con el médico del ejército alemán, el doctor Dietrich, pero no se oía más que ruido de estática.

—No responde —dijo Daniel.

—A veces la emisora interferente del Eagle bloquea nuestra propia emisora de radio —respondió Timo—. Deberíamos desconectar una de las dos.

Daniel se dio la vuelta.

—¿Y bien?

—Yo no veo ninguna camiseta de Nirvana. Ni siquiera una del Bayern, y eso que las hay por todo el mundo —respondió Kunz.

—Mierda, esto no me gusta nada.

El primer vehículo del convoy ya estaba cerca de la casa.

—Ve más despacio —ordenó Daniel.

Timo levantó el pie del acelerador de inmediato.

Daniel sostenía el aparato de radio muy cerca de los labios e intentó hablar con la máxima claridad.

—Aquí águila tres. No salgáis de los coches bajo ningún concepto.

Los dos vehículos que iban delante se detuvieron frente al patio de la casa.

—Para.

Timo frenó y el coche se detuvo a unos cien metros de distancia.

—Aquí Águila dos.

La voz del subteniente Göller sonó metálica a través de la emisora de radio, pero también tan clara que parecía como si estuvieran hablando cara a cara.

—¿Qué ocurre?

—No hemos podido contactar por radio con el doctor.

—Es posible que la haya desconectado, odia ese tipo de aparatos.

Daniel vio los dos Eagles detenidos frente a la casa y tuvo un mal presentimiento, aunque no podía utilizar la intuición como argumento con Göller.

—He quedado con el doctor que colgaría por ahí fuera una camiseta de Nirvana si todo iba bien.

—¿Se refiere al grupo?

—Sí, el grupo. Una camiseta negra con un bebé dentro de una piscina intentando atrapar un billete.

El aparato de radio empezó a crepitar. Unos segundos más tarde, se oyó de nuevo la voz de Göller.

—Aquí no hay ninguna prenda de ropa. Además, a los talibanes no les gusta la música. Nadie que estuviera en su sano juicio saldría a llamar la atención con una camiseta de Nirvana puesta.

—Deberíamos pedir refuerzos.

—¿Por qué?

—Esto no me gusta nada.

De nuevo, pasaron unos cuantos segundos que se hicieron muy largos.

—De acuerdo, esperaremos un poco. Quédense en posición.

Daniel miró fijamente a los Eagles que seguían aparcados frente a la casa.

—Es posible que simplemente se haya olvidado de la camiseta —dijo Timo mientras se inclinaba sobre el volante—. Sería muy propio de él.

Daniel era un experto en el arte de esperar. Aquella era la primera vez que se encontraba en una situación en la que la espera se le hizo engorrosa.

—¿No deberíamos salir? —preguntó Kunz.

—¿Y luego qué hacemos? —preguntó Timo.

—Explorar los alrededores.

—Una gran idea. Avísame si te topas con algún talibán.

—Es que no podemos limitarnos a quedarnos aquí dentro sin hacer nada.

—Cuando lleves el tiempo suficiente en Afganistán, no te parecerá tan mal.

—Pues yo no pienso salir. O sólo si es imprescindible —dijo Pöhlmann mientras miraba a su alrededor con nerviosismo—. Aunque suene como si fuera un cobardica.

—Está bien —lo tranquilizó Daniel.

—Un Eagle IV ofrece nueve metros cuadrados de protección —dijo Timo para secundarlo—. La protección perfecta contra armas de fuego de mano y minas. Siempre que las minas no sean muy gordas. Yo sólo saldré si no queda más remedio.

Se quedaron mirando fijamente la casa y el coche con el símbolo de la ISAF que estaba al lado.

—Una cerveza no estaría nada mal —dijo Timo.

—Una cerveza estaría muy bien —respondió Daniel.

—¿Cuánto hace que estamos aquí?

—Dos minutos.

—Se me está haciendo muy largo.

Daniel miró a su alrededor. El paisaje seguía tranquilo, pero empezó a recelar de tanta calma. Volvió a oírse una voz en el aparato de radio.

—Salimos.

—¿Por qué? —preguntó Daniel. Enseguida se arrepintió de haberlo preguntado.

—Porque somos soldados, sargento —respondió el subteniente Göller—. Hemos venido a recoger al doctor Dietrich. Y si necesita nuestra ayuda, le ayudaremos. De momento quédense donde están hasta nueva orden.

La voz de Göller sonó como si de vuelta en el campamento el subteniente tuviera la intención de romperle el culo al sargento chiflado para quitarle las paranoias.

—Creo que ya no querrá ser amigo tuyo —comentó Timo.

—Es posible.

En el vehículo de asalto intermedio se abrieron las dos puertas del lado del copiloto y salieron tres soldados armados. Con cautela, cubriéndose los unos a los otros, mirando a su alrededor, en todas direcciones. Un momento después los engullía una enorme bola de fuego, la parte delantera de la casa se derrumbaba y aparecía un enorme hongo de humo y polvo.

En ese mismo instante, el estallido y la onda expansiva llegaron al Eagle y sus ocupantes notaron la sacudida hasta en los huesos.

—¡Mierda! —gritó Daniel—. Acelera.

—Vaya idea de mierda —jadeó Timo mientras pisaba el pedal del acelerador a fondo y el turbo del Eagle los catapultaba hacia un escenario bélico.

Daniel intentó frenéticamente establecer contacto por radio con el campamento.

—No vamos a meternos ahí dentro —dijo Timo antes de detener el vehículo de nuevo a unos veinte metros de la casa.

Entretanto, Daniel había conseguido conectar con el campamento. El radiotelegrafista sonó aburrido cuando se presentó. Tal vez acababa de hacerse la manicura o estaba jugando a algo. Cuando uno está en peligro de muerte, el resto de personas, las que se sienten seguras, parecen letárgicas. Quizás sea porque la vida pasa a una velocidad distinta. La arena golpeó el parabrisas como una granizada y de la nube de polvo salieron ondeando jirones de uniforme de combate, retazos muy pequeños. Calcinados. Demasiada información de golpe para un cerebro que no está preparado. Ésa es la esencia del terror, el hecho de que pueda cogerte desprevenido incluso cuando cuentas con ello.

A través de la neblina que había levantado la explosión, Daniel pudo ver los miembros destrozados y sangre por todas partes. Los ojos del subteniente Göller lo miraban fijamente. La cabeza había quedado en el suelo, sin cuerpo. Gilipollas, pensó Daniel mientras volvía a tragarse la bilis que le había subido por la garganta.

Toma una decisión equivocada y se las pira como si nada. En ese momento, puesto que era sargento, Daniel pasaba a ser el oficial de mayor grado y, por consiguiente, estaba al mando. La responsabilidad no era algo que facilitara precisamente la toma de decisiones.

—¡Tenemos bajas! ¡Necesitamos refuerzos urgentemente! —gritó Daniel frente al micrófono, tan fuerte que al soñoliento radiotelegrafista debieron de saltarle los auriculares.

—No tenemos contacto por radio con Águila uno. ¿Ves algo?

Timo negó con la cabeza.

No te apartes ahora, pensó Daniel.

En la parte de atrás se abrió una puerta y Kunz salió del Eagle y corrió hacia la casa con el fusil de asalto en una mano y la pistola en la otra.

Antes de que Daniel pudiera dar una orden, se abrió la otra puerta trasera y, justo a su lado, apareció Pöhlmann con el arma preparada.

Idiotas, pensó Daniel sin llegar a decirlo.

Los dos novatos pasaron corriendo agazapados junto al vehículo.

Estalló una segunda carga explosiva y la onda expansiva empujó a Daniel contra su asiento. Notó el estómago y los pulmones como si hubiera recibido un fuerte puñetazo. Enseguida empezaron a pitarle los oídos.

Kunz salió catapultado hacia el parabrisas y se deslizó sobre el capó del Eagle para caer junto a la puerta del copiloto. Daniel sacó el fusil de asalto G36 de su funda y abrió la puerta. Debajo de él estaba el cuerpo de Kunz. Le había desaparecido por completo la cara. A pesar de ello, seguía borboteando y resollando. Daniel dio un amplio paso para evitar aquel cuerpo que se agitaba en convulsiones. Se ha acabado llevar camisetas del Bayern, pensó Daniel, aunque de inmediato se arrepintió de ello. Los pensamientos viajaban sin control por sus sinapsis. En la guerra es mejor no pensar, pero justo cuando es necesaria la máxima concentración, el cerebro hace lo que le da la gana. Pöhlmann estaba tendido junto a los restos de la casa con la pierna derecha completamente desgarrada. Gritaba como un animal. Tal vez como una hiena. Y tenía los ojos muy abiertos, como si fueran a salírsele de las órbitas. Daniel se quitó el cinturón de los pantalones para comprimirle la pierna, pero dudó si debía hacerlo. El tejido estaba completamente desgarrado. No sabía por dónde hacerle el torniquete. En ese momento empezaron a ametrallarle. Los proyectiles impactaron a derecha e izquierda en los restos de la casa. Daniel rodeó con el cinturón la pierna hecha puré de Pöhlmann con la máxima fuerza de la que fue capaz. A continuación, alzó el fusil automático y vació medio cargador en un barrido que abarcó las colinas circundantes. Al menos seguía controlando lo suficiente como para no vaciar todo el cargador. Daniel no sabía dónde estaba el enemigo, pero no tenía ninguna duda de su presencia.

Timo apareció corriendo a través de la nube de polvo. Disparaba frenéticamente para cubrir a Daniel y a Pöhlmann, que seguía gritando.

—¡No desperdicies la munición! —le ordenó Daniel—. Tendremos que aguantar hasta que llegue el helicóptero de combate.

—No tenemos helicópteros de combate.

—Los yanquis tienen unos cuantos.

El enemigo empezó a disparar de nuevo.

Timo y Daniel respondieron disparando hombro con hombro.

Luego se pusieron de cuclillas y cambiaron los cargadores. A su derecha, seguían los disparos. Fogonazos. Supervivientes del Águila uno. Era tranquilizador que hubiera sobrevivido alguien más.

Timo volvió corriendo al coche para lanzar otra llamada de socorro. Desde el lado del copiloto pescó el micrófono del aparato de radio.

Pöhlmann estaba temblando. Demasiada sangre, todavía perdía demasiada sangre.

En la pierna desgarrada de Pöhlmann, Daniel buscó a tientas la aorta para comprimírsela. Al principio no la encontraba, pero se obligó a mirar. Presionó el vaso haciendo pinza con el pulgar y el índice.

Esto es lo que se siente en una misión de seguridad y ayuda al desarrollo, pensó Daniel.

Timo se había puesto a cubierto tras el blindaje del Eagle. En la puerta del copiloto brillaba el logotipo verde de la ISAF con la inscripción «Ayuda y cooperación» en caracteres pastunes.

—¡No moriré en Afganistán! —bramó Timo.

—Yo tampoco —susurró Daniel. Presionó la aorta de Pöhlmann entre los dedos con todas sus fuerzas, pero la sangre seguía fluyendo por encima de su mano mientras las balas seguían impactando a derecha e izquierda. La rocalla le golpeó en los hombros y en la barbilla. Pöhlmann tenía los ojos abiertos de par en par y Daniel intentó devolverle la mirada hasta que ya no pudo soportarlo más.


Hof, distrito administrativo de la Alta Franconia

(Alemania), un año más tarde

Martes

Daniel estaba sentado relajadamente en el sofá de piel con la gabardina puesta. En cualquier caso, estaba tan relajado como podía, le costaba mucho distenderse y no siempre lo conseguía. Tenía los brazos extendidos sobre el respaldo y la cálida lluvia de primavera caía sobre sus párpados cerrados. Después de Afganistán, Daniel había aprendido a apreciar la lluvia y el resto de esos fenómenos meteorológicos poco frecuentes en las zonas de clima templado. Que el caprichoso tiempo de abril se hubiera prolongado ese año hasta bien entrado el mes de mayo le parecía bien. Daniel pasó la punta de los dedos por la superficie de piel del sofá. Le gustaba la humedad, era orgánica, parecía como si evitara que el polvo pudiera filtrarse entre él y el sofá. El polvo quedaba muy lejos.

Se oyó el chirrido de la puerta del jardín, hacía mucho tiempo que nadie engrasaba las bisagras. Daniel reconoció al visitante por el ritmo de sus pasos. Podría haberse quedado con los ojos cerrados, pero decidió abrirlos. para asegurarse. No era capaz de aceptar la falta de seguridad. Vio acercarse a Maik por el sendero trillado a través de las ortigas que se alzaban hasta la altura de las rodillas. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y la cabeza cubierta por la capucha. El agua le goteaba desde los mechones que le quedaban desprotegidos. A él no parecía gustarle tanto la lluvia como a Daniel. Los dos hombres asintieron levemente para saludarse y, sin mediar palabra, Maik se sentó junto a su amigo en el sofá de piel. Durante un rato permanecieron sentados en silencio, contemplando la enorme pantalla de plasma apagada que tenían delante, sobre el césped.

—Créeme —dijo Maik al fin—, no sería mejor si el televisor funcionara. Siempre salen superestrellas, top models y otros imbéciles por el estilo. Zombis que dejan que unos cuantos cabrones les digan cómo tienen que buscarse la vida.  

—Creo que los zombis no deberían dictarnos cómo debemos vivir. Al fin y al cabo son muertos. No muertos, vaya.

Maik reflexionó un momento.

—O tal vez sí te divertiría.

—¿Qué? ¿Ser un no muerto?

Ya lo soy, pensó Daniel.

—La tele —respondió Maik—. Al fin y al cabo, los espectadores también pueden devolver a ese cásting de mónstruos al infierno del olvido, mandando un SMS.

—¿Y qué podría parecerme tan divertido?

—El olvido.  

Maik siguió con los ojos fijos en la pantalla plana mientras los de Daniel vagaban por el jardín. Era una costumbre aprendida: permanecer siempre atento. El jardín estaba descuidado. Parecía como si la Bella Durmiente llevara ya unos cuantos años durmiendo en una casa unifamiliar con tejado de zinc y placas solares. Al principio, algún vecino se había quejado de la maleza acumulada porque empezaba a invadirle ya la finca. Sin embargo, desde que todo el mundo se había enterado de que Daniel había defendido a Alemania en el Hindukush, no habían vuelto a protestar. Tal vez por respeto, aunque también podía ser por miedo. Al fin y al cabo, Daniel era un tipo aguerrido y corpulento. Tal vez los vecinos estaban de acuerdo con que eran necesario algún que otro sacrificio con tal de que la democracia estuviera asegurada, como convivir con las malas hierbas, por ejemplo.

—Es asombroso lo bien que este sofá soporta nuestro clima —dijo Maik.

—No sé qué tienes en contra de nuestro clima.

—Nada. Es lo que hay.

—Esto es piel. Y la piel necesita humedad.

—Tal vez dependa de la cantidad. ¿La piel puede enmohecer?

—Ni idea. Ya veremos.

—Bueno, al relleno de espuma tarde o temprano le saldrá moho.

Maik intentó encenderse un cigarrillo, pero el mechero se rindió ante la lluvia. En lugar de una llama, lo único que salió de él fue un nervioso clac-clac-clac. Suspirando, Maik volvió a guardarse el encendedor en el bolsillo y se recostó de nuevo en el sofá con el cigarrillo apagado en la comisura de los labios. Poco a poco, el papel se fue empapando y el cigarrillo quedó melancólicamente doblado hacia abajo.  

—En cualquier caso, la pantalla plana sí que está cascada —dijo Maik.

—Da igual, dicen que todo lo que echan es basura.

—Eso es cierto.

—Al menos resulta decorativa.  

—Sí, los de Panasonic las diseñan bien.  

Daniel y Maik siguieron mirando fijamente la pantalla. Cuando uno se sienta en un sofá, tarde o temprano acaba mirando la pantalla que tiene delante, aunque esté estropeada.

Maik se quitó el cigarrillo empapado de la boca, lo alisó e intentó meterlo de nuevo en el paquete. Tras varios intentos infructuosos, acabó tirando lo que quedaba del cigarrillo al jardín del vecino.

—La lámpara de pie también está estropeada —dijo Maik.

—También es pura decoración. Aquí fuera resulta incluso más decorativa que en el salón.

— ¿Odias a la lámpara?

—¿Por qué tendría que odiar a una lámpara de pie?

—Si mal no recuerdo, te la compró Melanie. En Ikea.

—No tengo nada contra los suecos, ni siquiera contra los de Ikea. Y el otro nombre no es necesario que lo mencionemos de nuevo.  

—Pero el nombre existe.

—Sí, el nombre existe.  

—¿En serio crees que te resultará más fácil olvidarla si no mencionamos más su nombre?

—No. No lo creo.

Los dos hombres se quedaron un rato más bajo la lluvia. Maik simplemente dejó que el agua fuera cayéndole encima. A Daniel le gustaba, la lluvia caía igual tanto si él estaba allí como si no.

—¿Qué tienes previsto hacer hoy? —preguntó Maik.

—La programación de los martes.

Cada día tenía una programación estipulada y eso era importante para Daniel. Los lunes salía a dar un paseo en bicicleta hasta una cantera abandonada. Desde arriba, los restos oxidados de las máquinas se veían tan pequeños que parecían concebidos para que los utilizaran hormigas. A veces intentaba escalar las peñas más despejadas. Los martes acudía a la consulta del psicólogo. Tenía un trastorno postraumático. Hablaban, aunque Daniel no confiaba demasiado en aquellas conversaciones, temía que pudieran traicionarle. Luego salía a correr hasta los criaderos de peces que quedaban al norte. Los miércoles, su pequeño triatlón privado. Primero en bici hasta la zona recreativa y luego una vuelta al lago. Nadaba independientemente del tiempo que hiciera, siempre que el lago no estuviera helado. Unos cuantos paseantes se lo habían quedado mirando una vez como si fuera tonto mientras intentaba romper una capa de hielo de veinte centímetros de espesor con su cuchillo de combate de la OTAN. A las cuatro de la tarde tenía la cita que los servicios sociales habían recomendado que mantuviera con su hija Lea. Los jueves, carrera a campo traviesa por el bosque que quedaba al sur. Siempre seguía el recorrido más difícil, que incluía un rocódromo, saltos y otras oportunidades de romperse algún hueso. En un par de ocasiones se había llevado algún mal golpe, pero hasta entonces había conseguido evitar las fracturas. Los viernes, piscina cubierta y sauna. Mientras sudaba, Daniel siempre imaginaba que se desprendía del veneno que llevaba dentro. El sábado iba al mercado semanal en bicicleta.  

Allí acudían vendedores de toda la región, vendían comida sana. Si le quedaba espacio libre en la mochila, luego pasaba por la biblioteca municipal. Por la noche intentaba ir al bar, pero no siempre le apetecía. Un lugar en el que se concentraba demasiada gente era el objetivo perfecto para un atentado. Cuando conseguía sentarse en una barra, le costaba seguir a sus interlocutores, porque siempre dedicaba el otro oído al resto de clientes. Los fragmentos de conversación se agolpaban en su mente y en algún momento había un nodo que los unía. El domingo iba corriendo hasta las ruinas del castillo de Kornberg. En total, diecisiete quilómetros hacia el este en línea recta. O mejor dicho, hacia el sureste. Daniel se había propuesto cubrir los cuatro puntos cardinales cada semana. El trayecto de ida y vuelta a las ruinas del castillo eran casi la distancia de un maratón. No podía correr en línea recta porque siempre encontraba un obstáculo u otro. Era un recorrido exigente con tantas pendientes que no tenía tiempo de recuperarse durante los descensos. Sobre todo porque conocía el recorrido. Mientras bajaba, no podía dejar de pensar en la siguiente subida. El domingo por la noche, después de ducharse, tocaba ir al cine, aunque sólo veía películas sin violencia. Al principio Daniel tuvo que acostumbrarse a las comedias románticas. Siempre salían trajes de novia, siempre una actriz protagonista que no era sexy. Una vez se hubo acostumbrado, no le parecían tan mal, aunque el cine era un terreno minado. Cada vez que oía el crujido de una bolsa de palomitas, Daniel se sobresaltaba. Demasiadas palomitas a su alrededor, demasiada gente. No podía controlarlo todo. Ni siquiera en las grandes salas con un montón de espacio para las piernas. Los lugares en los que se reunía mucha gente eran los objetivos preferidos para los atentados. Ir al cine formaba parte de la terapia que estaba siguiendo. Un paciente aquejado de ansiedad como yo, pensaba Daniel, debe enfrentarse con los estímulos que se la provocan. El doctor Hamann siempre empezaba preguntándole por la sesión de cine.

Además, cada noche mantenía una larga conversación por teléfono con Timo. Desde el tiempo que habían pasado juntos en Afganistán no habían perdido el contacto. Eran importantes el uno para el otro. Habían vivido demasiadas cosas juntos que difícilmente podían explicárselas a otras personas. A los que no hubieran estado allí con ellos.

Maik se puso de pie.  

—Creo que es importante que tengas unos horarios fijos.

Daniel miró a Maik con escepticismo.

—Suena como si fuera un enfermo al que haya que vigilar en todo momento. Para los dementes los horarios fijos son muy importantes.  

—Los horarios son importantes para todo —respondió Maik, como si fuera un defensor acérrimo del orden vital.

—Ha hablado el maestro de la vida ordenada. ¿Qué haces tú los martes?

—Ya sabes que yo prefiero hacer las cosas de un modo más espontáneo. La espontaneidad es mi orden. Más tarde tengo que llevar unos paquetes a la oficina de correos.

Maik tenía cuarenta y tantos años y se dedicaba a vender discos de vinilo a través de varias plataformas de subasta de internet. Por eso se pasaba el día rondando por las tiendas de artículos de segunda mano, por los rastros y por las viviendas que sabía que estaban vaciando, para ver si conseguía alguna joya a precio de ganga o, en el mejor de los casos, gratis. Lo que más le gustaba era comprar colecciones completas de discos, siempre encontraba algo bueno en ellas. La mayoría de las veces es gente que necesita espacio en su vida. En esos casos, lo primero que se quitan de encima es la colección de discos. Los vinilos pesan bastante y Maik los libraba de ese peso con mucho gusto. Luego se los vendía a fetichistas dispuestos a invertir una cantidad de tres cifras por un original del LP Heroes de David Bowie. Anteriormente, Maik también se había dedicado a los CDs, pero desde que cualquier descerebrado puede descargarse de internet toda la música que quiera con solo un par de clics, el mercado se había ido a pique. Gracias a su planificación semanal, Daniel sabía que aquello había sucedido un viernes, puesto que Maik se le había presentado en casa con una botella de ron caro y Coca-Cola proclamando con solemnidad:

—¡La era de los soportes digitales ha terminado!

A continuación había pasado a emborracharse a base de cubalibres para celebrar que había puesto punto final a su actividad en el mercado de CDs.

—Hoy he sacado ochenta euros de una portada de vinilo del Führe Mich de Rammstein —dijo Maik con orgullo.

—¿Que sale en la imagen?

—Un tío, creo. Un samurái. Aparece dándole unas zurras en el trasero a una mujer regordeta con el culo al aire... —Maik titubeó un poco antes de continuar. —...y una bolsa en la cabeza. Lo siento.

—¿Qué es lo que sientes?

—Lo de la bolsa.

Daniel alzó la mirada hacia el techo.

—Soy alemán y estuve en Afganistán, ¿de acuerdo? No un yanqui en una cárcel de torturas iraquí.