Mi vida también fue una mancha negra

en un lienzo blanco,

pero entonces alguien me llevó a un museo

y me llamó arte.

Quizá solo se trate de encontrar

a quien te sigue mirando

cuando tú cierras los ojos.

Elvira Sastre

A todos los que se permiten ser humanos y

se convierten en obras de arte.

ÍNDICE

Portada

Portada interior

Dedicatoria

Prólogo - Por Adrián Intrieri

Presentación

a. Un calzón revelador

b. Máscaras que se encarnan

c. Sin vergüenza

d. Sin fajas

e. Bendita felicidad

f. Un ángel

g. Un ángel

h. Bailar mi música

i. Ateo religioso

j. Bajo la lluvia

k. Apapachar

l. Monstruos

m. No sé

n. No entiendo

o. Ser niños

p. Un retiro

q. Grietas y notas

Epílogo

Gabriel Salcedo

Créditos

Comentarios

Prólogo

HUMANOS QUE SABEN SER HUMANOS

Por Adrián Intrieri*

Hace un tiempo un padre me compartió uno de sus dolores más profundos. Era un hombre de unos 50 años y tenía una única hija de 14, que padecía de una inmadurez congénita que la hacía ser dependiente de los demás. Con angustia, me contaba que una de sus preocupaciones más importantes era pensar qué iba a suceder con su hija cuando él y su esposa ya no estuvieran. Notaba cierta tristeza en sus ojos. Pude comprender lo tortuosa que era la situación.

Ellos podían ser excelentes protectores de la niña, pero esto no duraría para siempre. En algún momento ellos no estarían más y la niña quedaría en manos de otros. Esto les producía una fuerte angustia. Me confesó con dolor que sabía perfectamente que esto no tenía solución. Aunque habían contratado un seguro económico para ese momento, no estaban del todo confiados en el cuidado que su hija recibiría.

Esta es una situación muy difícil que viven la mayoría de los padres con hijos que tienen algún padecimiento como este. Cuando terminó de contarme sobre sus preocupaciones no sabía qué decirle.

En esos casos siempre prefiero no decir nada, pero este triste padre me aclaró:

–No me preocupa tanto su enfermedad, porque sé que saldrá adelante. Me preocupa que mientras estemos acompañándola yo pierda la paz por estas preocupaciones y ella lo note.

Me quedé más asombrado aún. Seguramente cualquiera hubiera pensado que la angustia de este papá tendría que ver con la salud su hija en un futuro, pero él estaba más preocupado por acompañarla en paz y no demostrarle su ansiedad, que por la enfermedad en sí.

Pensé por unos segundos: ¿cuál debería ser su constante y persistente oración? ¿Cuál debería ser su anhelo mas profundo? ¡Creeríamos, por supuesto, que sería la sanidad milagrosa de la enfermedad de su hija! Pero no era esto lo que me compartía este padre. No se preocupaba por la enfermedad sino por poder acompañar a su pequeña hija confiado y en paz.

Seguí pensando y me di cuenta de que aquí nos enfrentábamos con dos dimensiones opuestas radicalmente: la dimensión de lo irreparable y la dimensión de lo posible.

En lo irreparable nos encontramos con la angustia de lo que no es y no podrá ser. Y ahí se juega nuestra omnipotencia (creencia vívida de que todo lo podemos hacer y lograr). La pérdida de un ser querido, un amor no correspondido o una enfermedad terminal son situaciones irreparables, pero en esos momentos puede aparecer algún núcleo omnipotente en nuestro interior que nos empuje a sostener autoritariamente que de alguna manera debe suceder lo que deseamos. Que me ame, que se produzca un milagro, que todo sea como era antes, son algunas de las expresiones que gritamos frente a lo irreparable. Y yo creo que en lo irreparable puede suceder un milagro, pero no como resultado de nuestra fuerza omnipotente de querer que pase lo que nosotros deseamos que pase.

Una madre que ordena rigurosamente la habitación de su hijo que falleció hace 5 años lo hace como una manera de no enfrentar lo irreparable: la terrible realidad de que su hijo se fue y no volverá. Un hombre no volvió a creer en el amor después de una injusta traición a su corazón y ahora sostiene que no existe la felicidad: la negación, la evasión y la desmentida son mecanismos que se encienden para no enfrentar lo irreparable.

Por el otro lado tenemos la dimensión de lo posible, que es la sencilla pero difícil actitud de decir: enfrentemos lo que nos pasa y hagámoslo de la mejor manera. En la dimensión de lo posible no hay atajos, no hay autoengaños: uno se enfrenta con la frustración de la noticia pero decide vivirlo con valentía y autoridad.

Una canción que me emociona cada vez que la escucho, dice: No es lo mismo que vivir, honrar la vida. Si optamos por caminar en la dimensión de lo posible ya no importan los finales sino el proceso. Este padre abrumado por la preocupación era un padre que estaba decidiendo transitar por este camino difícil pero correcto. Por eso, su preocupación no era la enfermedad sino poder acompañar a su hija en paz.

Permíteme profundizar un poco más acerca de lo que creo que es vivir en la dimensión de lo posible como resultado de una vida en paz.

Creo que todo radica ahí, en la necesidad de vivir en paz. Todo se resume en eso, en esa paz que necesitamos para poder estar descansados y confiados frente a la adversidad. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué será de nuestro futuro? ¿Cómo enfrentaremos la vida si alguna situación dolorosa nos alcanzara? ¿Qué sería de mí si algo terrible le pasara a un ser amado? ¿Cómo vivir en paz frente a una vida llena de situaciones difíciles? Creo que la solución radica en pensar en el término “paz”.

Nuestro pensamiento occidental y capitalista nos hace pensar en la paz como la ausencia de conflicto. Fuimos diseñados en nuestros preceptos para escaparnos del conflicto y del dolor porque pensamos que destruyen la paz. Ahí se encierra el miedo al dolor: tememos que desintegre la paz, como si la paz fuese un espacio, un espacio material y efímero. Si pudiéramos vivir cualquier experiencia dolorosa en paz, esta sería tolerable, pero como no hemos sido educados para esto, nos aterra pensar en una vida sin paz.

¡Que me pase cualquier cosa pero que no pierda la paz! Analicemos más detenidamente este enunciado: si la paz es la ausencia de conflicto como nos presentan nuestros paradigmas de la cultura en que vivimos, ¿quién está realmente seguro de que puede tener paz, si la vida incluye obligatoriamente enfrentar situaciones de dolor?

En una oportunidad una paciente me dijo:

–¡No quiero sufrir más! Todas las personas que amo se van muriendo...

Yo le respondí:

–Si usted desea no sufrir más por la muerte de sus seres queridos, existe una solución a eso.

–¿Cuál es? –me dijo rápidamente.

–Pues, ¡no ame más!

Amar involucra sufrir. El amor involucra la pérdida y, por ende, el dolor. En algún momento alguien que ama se dolerá. Un hijo llorará la partida de una madre o una madre llorará la pérdida de un hijo, justamente, porque se aman. El tema es: ¿cómo aprender a amar en paz? Si la paz es la ausencia de conflicto, es un muy mal negocio amar. No ames porque tarde o temprano tu capacidad de amar te hará perder la paz. Es una empresa que obligatoriamente va camino a la quiebra. Amar es perder la paz, siempre y cuando la paz sea un espacio efímero de ausencia de conflicto. Pero, ¿qué tal si la paz no fuese ese momento idealizado de vivir en la ausencia de conflicto sino que la paz verdadera sea poder transitar en paz el conflicto? Esto sería distinto. Es imposible no cruzarnos con el dolor, la pérdida y el conflicto, pero podemos pasarlos EN paz. Ahí la paz cobra otro sentido. El judío se saluda deseando a su colega: –¡Shalom! ¿Qué es el shalom? Significa «la paz sea contigo». Cuando dos judíos se encuentran se desean que cada uno tenga «shalom», o sea, que «estén en paz».

El pueblo judío ha vivido más tiempo en conflicto que en paz, según el concepto occidental, pero eso no debe quitarles el «shalom», es decir, la paz en el conflicto. Cuando Jesús dijo: «Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como el mundo la da yo la doy», se refería justamente a esto, a que la cultura nos presenta una paz como ausencia de conflicto pero la fe profunda y genuina nos hace descansar en una paz distinta.

Pero, ¿la paz es una experiencia mística o metafísica? ¡Claro que no! La paz de la que habla Jesús es una paz que se construye como consecuencia de la presencia de la fe. La fe trae consigo la paz. La fe construye la paz. Cuando tengo una fe genuina es que mi vida está en paz y puedo descansar aun en las peores de las tormentas.

Sin fe no hay paz. Si amas, debes alcanzar la paz para amar sin dolor, en la dimensión de lo posible. Si amas y tienes fe podrás construir tu shalom, tendrás paz en el conflicto, y eso marcará la diferencia. No podemos pasar el conflicto sin fe porque la fe nos hace encontrarle un sentido a la vida y aun al sufrimiento y nos hace transitar en el shalom, en el camino de lo posible. Solo así encontrarás descanso. Se vale ser humano plantea vivir la vida en el camino de lo posible. Es una invitación al shalom, a tener paz en medio del desafío que implica ser humano.

*Adrián Intrieri es psicólogo, conferencista y autor.

@adrian_intrieri

Presentación

UN DIARIO

Este libro es un diario secreto. Fue escrito en el período más difícil de mi vida. Fue un período de extrema angustia, durante el cual me preguntaba si podría seguir soportando mi vida. Todo se estaba viniendo abajo: mi autoestima, mi energía para vivir y trabajar, mi sensación de ser amado, mi esperanza de sanación, mi fe en Dios… todo.

Henri Nouwen, La voz interior del amor, pág. 13

Las palabras de Henri Nouwen son un espejo de este libro. Aquí estoy yo, escritor de la vida espiritual, conocido por dar esperanza y aliento a la gente, ahora aplastado en el suelo con un pie sobre mi cuello, que parece no aflojar en su esfuerzo por llevarme a la oscuridad.

Escribí este libro en medio de la lucha con mi vacío, en un tiempo donde todo había perdido sentido y parecía que me enfrentaba a un abismo sin fondo. Lo más raro es que esto sucedió en un momento donde todo parecía estar bien. Había logrado cosas que supuestamente me harían feliz: una familia, carreras universitarias, libros publicados en varios países, un lugar. Cuando tenía que sentir “comodidad de vivir”, comencé a sentir una horrible sensación de desconcierto. Mi éxito no me daba felicidad. Trataba de mantener todo en orden, ser bueno, respetado y con influencia. Todo parecía ideal. Me tenían envidia. Y yo me sentía sin techo. Pero no pude sostenerlo. Porque los seres humanos tenemos expectativas que son alcanzables pero difíciles de sostener en los hombros de nuestra fragilidad. Por eso somos humanos, y en ese tiempo experimenté mi humanidad como nunca lo había hecho.

Justo en ese momento tropecé con un pozo que me llevó al fondo. Comencé a sentirme raro, no amado, triste y con una angustia que me devoraba. Todo cambió. Era mi miseria que quería salir a flote. Me había olvidado de algo esencial: ser humano. Me había y me habían convertido en un semidios. Coronado de virtudes e intachable. Admirado y con puertas que se abrían de par en par. Todos querían algo de lo que tenía. Era una deidad: libre de errores, libre de cuestionamientos, libre de humanidad. Por eso comencé a sentirme extraño. Me di cuenta de que no podía soportar en mi cuerpo y en mi alma el peso de la deidad. Tenía que descansar de esa carga. Necesitaba una carga liviana, una carga que pudiera llevar como ser humano.

No podía dormir, me despertaba y trataba de leer, tampoco lo lograba. No tenía consuelo. No tenía interés por la vida, ni por mí, ni por lo demás. Todo comenzó a ser insoportable. Traté de desaparecer. Pensé varias veces cómo desaparecer, desistí en todas. En mi interior había un fuerte grito que provenía de un lugar cuya existencia yo no conocía, un sitio lleno de demonios, afirma Nouwen en su diario íntimo. Así se disipaba mi sentido vital. Sabía que nadie podría satisfacer mi angustia. Debía buscar a alguien que no estuviera lejos de mí, a alguien a quien hacía tiempo había abandonado: a mí mismo. Y fue Dios quien me indicó el camino. Yo corrí hacía Él, porque soy creyente. Pero no me recibió, sino que me indicó que el trabajo era pura y exclusivamente mío, y que en la medida en que me enfrentara a mí mismo, podría luego volver a Él. Fue lo peor que escuché de Dios en toda mi vida.

No quería, no soportaba, no era lógico. Me daba miedo hablar conmigo. Como cuando uno le debe dinero a alguien, o un favor que ha prometido cumplir. Procrastinación[1]. Me debía un café con Gabriel Salcedo. O varios. Me suspendí por mucho tiempo. Le decía sí a otros, a Dios, al trabajo, pero no a mí mismo. Y exploté. Mi yo interior se enojó. Pensé que estaba dormido o muerto. Me habían enseñado eso. Morir. Vivir para otros, para Dios y para las buenas obras. Debía morir. Pero no sucedió. Si muero, se muere todo. Así que tuve que encontrarme con un yo bastante enojado, angustiado, herido y cansado de evitarlo.

Por momentos desesperé. Mi sanación tarda ba, pero entendí que no era un proceso lineal, sino que tenía progresos y regresiones. Gané grandes cosas en mi vida y las he disfrutado, pero ahora era tiempo de perderlas para poder ganar mi vida. Fue un encuentro doloroso con una realidad que quería evitar, porque quizás era menos dolorosa esa realidad simulada. No simulada por mentir o por no ser transparente, todo lo contrario: por ser demasiado transparente, por exponerme tanto y cuidarme tan poco. Vivir con la sensación de que lo que hacía no era necesario, me creía un semidios que por mi intervención podía generar felicidad en otros. Me equivoqué. Y este libro es testigo de mis errores, y de los errores que solemos cometer por tratar de ser demasiado buenos.

Es un libro para todos aquellos que se han dado cuenta de que, aunque hagamos lo imposible para ocultarlo, somos seres humanos. Y esto significa que somos novatos en esto de vivir la vida, que cada uno hace lo que puede, que todos vamos errantes y solo acertamos en algunas cosas. Somos un ensayo y error constante. No hay modelos, no hay perfiles perfectos, hay seres humanos tratando de vivir de la mejor manera. No somos bestias ni dioses: somos frágiles, contradictorios, tercos, pero también fuertes por momentos, coherentes y prudentes. Somos luz y sombra, somos negro y blanco, buenos y malos, somos seres humanos. Por más que luchemos con nuestras miserias y tratemos de taparlas como al sol con una mano, no podremos hacerlo: tendremos que enfrentarnos a lo más temido.

Lo que me sucedió fue que tuve que enfrentarme con lo que evitaba: mi sombra. Durante toda mi vida había tratado de vivir una vida disciplinada que podría ayudarme a dominar la sombra del mismo modo que había hecho con mi dieta y mis estados de ánimo. Pensaba que la vida interna profunda y espiritualmente comprometida podría protegerme del sufrimiento, que las creencias y las prácticas cristianas podrían, en fin, aplacar el poder de la sombra. Confrontar con la sombra de uno mismo puede ser espantoso, complejo y muy doloroso; algunas veces, desalentador. Uno puede quedarse sin aliento. Todo lo que hasta ahora había hecho y había orientado mi vida se volvió mi enemigo. No podía sostener nada de lo que había investigado. Mi sombra me denunciaba.

Todo parecía descontrolarse, hasta que el ovillo de mi historia comenzó a desenredarse. Comencé a entender ciertas decisiones, pude darle sentido a las repeticiones en mi vida y comprendí que las relaciones que había cultivado no eran del todo sanas. Comencé a visualizar una historia dentro de un escenario con personajes secundarios y con un protagonista: mi culpa. Esta culpa me había hecho correr hacia escenarios que me permitieran sanar, pero eso no sucedió sino cuando pude enfrentarme a ella, a la sombra de Gabriel, cara a cara.

Este libro es testigo del proceso psicológico y espiritual que dio lugar a este encuentro. En realidad fueron una serie de encuentros y desencuentros. Por momentos, traté de darme distancia de mí mismo para no ahogarme en mi desesperación. Viajé, fui a terapia “intensiva” con mi analista y escribí mucho. Parte de eso está plasmado aquí. No fue un proceso fácil y tampoco lo es ahora. Pocos comprendieron lo que viví y vivo y decidieron salirse de mi esce na, pero quienes estuvieron cerca saben que mi vida corrió peligro, y fue durante este proceso cuando aparecieron salvavidas, amigos del alma que me rescataron justo cuando el tren pasaba. Amigos que me permitieron ser humano, porque se vale.

[1] La procrastinación (del latín procrastinare: pro, adelante y crastinus, referente al futuro), postergación o posposición es la acción o hábito de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes o agradables.