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HEIKE FREIRE

¡Estate quieto y atiende!

Ambientes más saludables para prevenir
el déficit de atención y la hiperactividad

Herder

 

 

Diseño de portada: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2017, Heike Freire

© 2017, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4033-5

1.ª edición digital: 2017

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Presentación

I. TDAH: el diagnóstico de moda

Un cajón de sastre

¿Un trastorno de época?

II. Una epidemia moderna

Origen y características del trastorno

¿Te De qué?

¿Síntoma, signo o enfermedad?

El lenguaje del corazón

El negocio de promover falsas enfermedades

Los riesgos de la medicación y las etiquetas

El superhéroe interactivo

La magia del fármaco. Algunos testimonios

¿Etiquetas tranquilizadoras?

III. La infancia hoy

Una minoría aislada y desconocida

¿Qué es un niño?

Soledad infantil

La importancia de los amigos

Encerrados y sedentarios

Ambientes que enferman

Territorios mágicos

Bajo la mirada adulta

Demasiado quietos

Adictos a la tecnología

Efectos de la tecnología sobre el desarrollo cerebral

¿TDHA o adicción a las pantallas?

¿Un nuevo ser humano?

Ocio virtual y degradación del bienestar infantil

Presionados y estresados

«De mayor seré mendigo»

Padres «mánager»

Un reñido «campeonato» internacional

La alegría de aprender

IV. Entorno y trastorno

La importancia del tacto y el contacto

Moverse para crecer

Una forma natural de equilibrar las energías

Aprender bailando

Hiperprotegidos

¿Normales o anormales?

Las exigencias excesivas

Predelincuencia infantil

¿Todos enfermos?

Las drogas del estilo de vida

Vivir las emociones

Tristeza, duelos y depresión

Niños hipersensibles, padres y maestros desatentos

Relaciones empáticas

De la atención a la concentración

Atención y creación

Los indígenas y meditadores

La perla de la ostra

Agotados y ansiosos

Atención y emoción

Tareas aburridas vs. aprendizajes plenos

V. Nuevos enfoques

Vitamina N

Espacios verdes como alternativa a la medicación

Convivir con la tecnología

La necesidad de regular el acceso a la tecnología

Estrategias de gestión múltiples

Tiempos sin pantalla

Una labor colectiva

Fomentar el juego libre

Los beneficios del juego

¿Jugar o entretenerse?

Prevención y terapia

Repensar la escuela

Bienestar y aprendizaje

Atender a la singularidad de cada niña y cada niño

Respetar los ritmos

La educación lenta: una propuesta

Pequeños cambios que también ayudan

VI. Por una auténtica prevención

Antes de sentenciarlos

Registro de observaciones inicial

Un plan de acción

Apoyar a las familias

Recursos

Libros y publicaciones

Webs y blogs

Cine y vídeo


Para mi madre y mi abuela

Cada cultura proporciona el remedio contra la exteriorización
de los síntomas neuróticos que resultan del defecto
que ella misma produce.

Erich Fromm

Presentación

Las personas no somos muy distintas de los árboles: nacemos y crecemos a partir de una minúscula semilla, siguiendo el curso de nuestra naturaleza. Brotamos hojas y flores y, cuando estamos maduras, producimos frutos. Como en el caso de las plantas, nuestra salud y desarrollo dependen en gran medida de las condiciones del entorno: la luz, los nutrientes de la tierra, el grado de humedad, la temperatura, la calidad del aire, las especies e individuos que nos rodean… Ningún ser vivo se encuentra aislado en este planeta: estamos en íntima y constante interacción con un entorno que nos transforma y al que, con nuestra presencia y actividades, transformamos a un tiempo.

Entendida en un sentido amplio, la noción de «entorno» abarca absolutamente todo lo que nos constituye. No es un simple escenario inerte, sino algo vivo y cambiante que incluye el medio ambiente natural (aire, sonido, vegetación..) y el construido (edificios, aulas, calles…), los vínculos afectivos, los estilos de vida, los hábitos (alimenticios, de transporte…), las creencias y valores culturales, e incluso la relación con el propio cuerpo.1

Sabemos por los estudios de biología genética que los seres humanos somos en extremo sensibles al entorno; más independientes de la herencia genética que, por ejemplo, nuestros parientes chimpancés. Esta sensibilidad es quizá nuestra mayor riqueza y al mismo tiempo nuestra principal debilidad.

Debido a la bipedestación, nacemos más frágiles y dependientes que otras especies y nuestro desarrollo cerebral no alcanza su madurez completa hasta, aproximadamente, los 17 años. Esta capacidad para retener las características infantiles más allá de la madurez sexual (que biólogos y antropólogos denominan «neotenia») nos ha permitido desarrollar un encéfalo de mayor tamaño que otras especies. Gracias a nuestra condición de organismos abiertos, inacabados, nuestro cerebro posee esa famosa plasticidad neuronal, que es la base de nuestras casi «ilimitadas» capacidades de aprendizaje.

Modificar los cuerpos

En los últimos cuarenta años, las ciencias de la salud y, en concreto, de la salud psíquica han conocido el auge de la «corriente organicista», que sitúa las causas de la enfermedad, el sufrimiento emocional y los problemas de comportamiento en el organismo individual del afectado. Una visión en absoluto neutra desde el punto de vista político, social y económico.2 Según esta creencia, se invierten grandes sumas para investigar y probar cómo las características del cerebro y la herencia genética producen trastornos cuyo impacto entre la población es cada vez mayor, y a edades más tempranas.3 Aunque las posibilidades de transformación de los contextos son (o deberían ser) amplias, sencillas y eficaces, nuestra sociedad parece encontrar más «rentable» modificar a las personas interviniendo de forma directa sobre sus organismos mediante procedimientos químicos o quirúrgicos. Otras propuestas más complejas y globales, como las de los enfoques sistémicos, que sitúan la psique no solo en el interior del cerebro, sino en el complejo sistema cerebro+cuerpo+entorno,4 o las de la Ecopsicología,5 que subraya el vínculo emocional innato del ser humano con el mundo natural y entiende los problemas mentales como resultado de esa desconexión, parecen haber sido olvidadas.

Pero es un hecho que siguen siendo válidas y hoy emergen de nuevo con toda la fuerza del sentido común, apoyadas por los resultados de numerosas investigaciones.

Hace unos meses tuve la oportunidad de visitar Japón, un país donde la medicina forestal está reconocida de manera oficial e integrada en el sistema de salud pública. Así, un paciente con, por ejemplo, dolor de cabeza o fibromialgia puede recibir de su médico de cabecera una receta de «baño de bosque», que consiste en una estancia de uno a varios días en la floresta realizando actividades de conciencia sensorial, relajación, etc. Si estos tratamientos vienen avalados por estudios científicos, ¿es posible imaginar que, en un futuro no muy lejano, nuestros pediatras y psicólogos prescriban a una criatura con problemas de atención que, en lugar de pastillas o más horas de clase, camine cada día para ir al cole, o que disfrute de tres a cuatro horas diarias de juego al aire libre, o que reduzca a la mitad el tiempo que pasa frente a las pantallas? ¿Podrán las escuelas responder y adaptarse, como muchas están haciendo ya, a las necesidades de movimiento espontáneo, de experiencias sensoriales concretas y del contacto con la naturaleza de los niños y niñas de hoy? ¿Podemos imaginar un sistema educativo que sitúe en el centro de su labor el bienestar de los estudiantes, una vivencia básica, esencial para que pueda darse cualquier forma de aprendizaje?

Sobre este libro

Dicen los pueblos esquimales que «el ser humano se compone de cuerpo, alma y nombre», para señalar la importancia de un sonido que nos acompaña durante toda la vida. Creo que algo parecido sucede con los libros. La primera edición del material que el lector tiene en sus manos fue publicada por la editorial RBA, en el año 2013, bajo el título ¿Hiperactividad y déficit de atención? Tras realizar una profunda revisión del texto e incorporar las últimas investigaciones en la materia, es para mí una satisfacción presentar esta segunda edición en Herder Editorial recuperando su título original, el «nombre» con el que había sido concebido: ¡Estate quieto y atiende!

En cuanto a la estructura, en el primer y segundo capítulo se hace un breve repaso a la historia de la hiperactividad, su impacto en los países occidentales, el intenso debate entre especialistas para determinar si se trata de un síntoma, un síndrome o una enfermedad, y si sus causas son genéticas o ambientales. Contiene una síntesis de los hallazgos relativos a la posible peligrosidad del metilfenidato, el fármaco utilizado por lo general para tratar el TDAH, así como una discusión sobre los riesgos del diagnóstico, que suele emplearse más para clasificar y etiquetar a las personas que para curarlas. También aborda el problema del negocio de los laboratorios farmacéuticos como motor de una posible promoción de falsas enfermedades (disease mongering), y la costumbre, cada vez más extendida (y socialmente aceptada), de tomar medicinas no para sanar dolencias, sino para adaptarse a los nuevos «estilos de vida» y sentirse mejor (lifestyle drugs).

El tercer capítulo echa una mirada a la situación actual de la infancia en los países desarrollados: la condición minoritaria y de creciente aislamiento de los pequeños, las transformaciones urbanas que les han «robado la calle» (es decir, su espacio de socialización tradicional), el sedentarismo y la vida en espacios cerrados, la contaminación ambiental, el exceso de tecnología, la falta de juego y de contacto con la naturaleza, la sobrecarga de deberes y exámenes, la presión por los resultados escolares y las formas en que todos estos factores pueden estar influyendo en el increíble aumento del trastorno.

El cuarto trata de reflexionar sobre algunas cuestiones clave relacionadas con el TDAH: el problema de la «normalidad», entendida como rechazo a las diferencias individuales, grupales, sociales…, como empeño en dirigir y controlar una realidad biológica que desborda y escapa a todas las previsiones; la importancia del movimiento y las sensaciones para el equilibrio energético y el desarrollo de las capacidades de atención y aprendizaje; la incidencia de los procesos individuales de maduración emocional en el desarrollo físico e intelectual, así como las dificultades que existen en nuestra cultura para expresar las emociones y establecer relaciones empáticas; por último, analiza los conceptos de «atención» y «concentración» desde el punto de vista del desarrollo cerebral, los aspectos psicosociales y también de los métodos pedagógicos.

El quinto capítulo presenta varios enfoques innovadores para prevenir y abordar el trastorno, como el cuidado del entorno y el contacto con el medio ambiente natural, la gestión racional de la tecnología, el fomento del juego espontáneo, en especial al aire libre, y la renovación de las formas de enseñar y aprender.

Para terminar, el sexto capítulo —a modo de epílogo— presenta una síntesis de las diferentes propuestas de observación y análisis y ofrece algunas pistas y consejos para los padres y educadores que se enfrentan al problema en la actualidad.

Una invitación a la reflexión

Madres, padres, educadores y profesionales de la salud6 deseamos ofrecer a los niños y niñas todo lo que necesitan para crecer de manera saludable, no solo a nivel material. Queremos facilitar su desarrollo como seres humanos plenos, felices, autónomos y responsables, con auténticos valores personales, sociales y afectivos. Tratamos de respetar y apoyar su derecho a ser ellos mismos, a construir sus propias vidas, con toda su singularidad, sus diferencias, orgullosos de aquello que los hace únicos. Intentamos ayudarlos a crecer con seguridad y autoestima, confiando en la vida, en sus capacidades y en todo lo que pueden aportar al mundo. Sabemos que somos una parte fundamental de su entorno y que, cuando nos sentimos sobrepasados o ansiosos, ellos también lo acusan. Pero, muchas veces, a pesar de nuestras buenas intenciones, nos vemos condicionados por nuestras propias limitaciones y por las coordenadas sociales y culturales en las que vivimos.

«¡Estate quieto y atiende!» es el imperativo que en muchas situaciones, de forma directa o indirecta, con palabras o en silencio, los adultos solemos formular a los niños y niñas. A juzgar por la evolución histórica de los métodos de crianza (que puede apreciarse en museos, monografías y películas), el movimiento infantil, en especial el de los más pequeños, ha sido y es un problema para los padres en casi todas las épocas y culturas:7 estar pendientes de su seguridad y conseguir nuestra tranquilidad nos impide asumir de modo correcto el resto de nuestros quehaceres y obligaciones. Hoy en día el grado de aceleración del mundo no nos deja tiempo suficiente para estar a su lado y atenderlos de manera adecuada, ni para ofrecerles el espacio personal de reflexión y respuesta que precisan. Empujados por el ritmo trepidante de nuestras vidas, necesitamos que nos escuchen y obedezcan con rapidez. Entretanto, el fenómeno escolar (y extraescolar) prolonga durante más horas, días e incluso años las exigencias de sedentarismo y de atención a los adultos.

El espectacular aumento en el número de casos de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) entre la población infantil de los países occidentales (algunos estudios hablan de un 300 % en los últimos veinticinco años) preocupa, cada día más, a padres, profesionales de la salud y educadores.

Las elevadas tasas de sobrediagnóstico, que han oscilado entre un 90 % y un 40 %, así como la complejidad del estudio de sus causas —que incluye aspectos neurológicos, pero también ginecológicos, pediátricos, psicológicos, ambientales, culturales, educativos, sociales, económicos y asistenciales—, lo convierten en un excelente indicador de la necesidad de un abordaje múltiple y en profundidad de los complejos procesos del desarrollo humano.

Con este trabajo quiero invitar a la reflexión. Contribuir a que, en lugar de taparse con fármacos y «entrenamiento cognitivo», los sufrimientos de las criaturas y de sus familias sirvan para generar un debate social sobre el estilo de vida que llevamos y el modelo de persona que queremos promover. Un debate y una acción positiva.

Me gustaría que nos preguntáramos con honestidad si la infancia de hoy está en condiciones de responder razonablemente a las crecientes exigencias de las que es objeto. Y que, en lugar de buscar una solución rápida para conseguirlo, analicemos las causas de estos comportamientos e investiguemos nuevas formas de apoyarlos en la satisfacción de sus legítimas y auténticas necesidades.

Desde un enfoque preventivo, centrado en la promoción de la salud y el bienestar infantil, y adoptando una perspectiva pluridisciplinar, me pregunto hasta qué punto el trastorno puede considerarse una enfermedad infantil, o ser, simplemente, el reflejo de las dificultades de los niños y niñas de hoy para adaptarse a las insanas condiciones de vida que les impone la sociedad actual. Por ello, además de un amplio análisis de los diversos factores que subyacen al TDAH, este libro presenta una serie de pistas, orientaciones y ejemplos concretos, con nuevas formas de entenderlo, encauzarlo y tratarlo.

Afortunadamente, cada vez son más los profesionales de la salud y la educación, así como los padres y madres, que tienen en cuenta los factores ambientales a la hora de intervenir y ayudar a los niños y niñas con dificultades. Desde la contaminación atmosférica hasta la falta de movimiento y contacto con la naturaleza, pasando por la dieta (básicamente, aumentar el consumo de omega 3 y eliminar azúcares y aditivos)8, nuestra sociedad está tomando conciencia de la complejidad de los problemas y de la necesidad de abordarlos desde perspectivas plurales y distintas.

Confío en que este libro continúe sirviendo de inspiración a todas las personas que deseen avanzar en la creación de entornos más saludables para la infancia.

I. TDAH: el «diagnóstico» de moda

El TDAH se ha convertido en el «diagnóstico» de moda. Tan pronto como un niño o una niña se muestran inquietos o ansiosos, alguien reacciona calificándolos de «hiperactivos». Si se distraen en clase, no atienden a la maestra y sacan malas notas, es probable que algún adulto se pregunte si tendrán un problema.

Según algunas estimaciones,1 en nuestro país el TDAH afecta a entre un 5 % y un 8 % de los escolares, y casi un 50 % de ellos tiene asociadas otras «patologías». Los movidos (hiperactivos e impulsivos) suelen ser los varones, y las desatentas, las niñas;2 los primeros triplican en porcentaje a las segundas.

Se trata de una auténtica «epidemia» que impide a chicos y chicas adaptarse y «rendir» en la escuela, pero sobre todo disfrutar de su infancia y llevar una vida «normal». Al sufrimiento asociado a la sensación de «no dar la talla», de «fracasar» o de «ser diferente», se añade la frustración y el estigma que supone ser etiquetado con una «enfermedad», cuyo tratamiento genera dependencia física (con los consiguientes efectos secundarios) y requiere apoyo psicológico y pedagógico para hacer frente a las exigencias escolares y familiares. Pero las consecuencias de no ser diagnosticado a tiempo pueden ser aún peores, e incluyen, según los psiquiatras, fracaso escolar, problemas en las relaciones sociales, en el trabajo e incluso con la justicia (el 30 % de los menores de 18 años con problemas legales son hiperactivos). Todo ello en un ambiente de confusión y desconocimiento, aderezado por la polémica entre expertos sobre la realidad de esta patología: algunos afirman que es neurológica, genética y hereditaria; otros, como el neuropediatra estadounidense Fred Baughman, acusan directamente a la industria farmacéutica de crear «ilusiones de biología y enfermedad».3 Parece que el propio Eisenberg, uno de los artífices del concepto y de su inclusión en el Manual Diagnóstico de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, ha declarado meses antes de morir que «se trata de una enfermedad ficticia». En nuestro país, psiquiatras, neurólogos, pediatras y psicólogos de la talla de Jorge Tizón4 o Marino Pérez Álvarez5 se han pronunciado en contra de la supuesta entidad clínica del diagnóstico, cuyos síntomas tienen que ver más con problemas de conducta que con una auténtica enfermedad orgánica o mental. La doctora Eglée Iciarte —psiquiatra, terapeuta familiar y profesora de la Universidad de Alcalá de Henares— asegura que el TDAH se ha convertido en una especie de paraguas para cubrir una amplia variedad de malestares y dificultades de aprendizaje y de conducta que aquejan a los niños y niñas de hoy.

Un cajón de sastre

Las historias de muchos niños, niñas y jóvenes comparten un destino común: el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, un síndrome supuestamente crónico e incurable que los hace entrar en una espiral de dificultades escolares, aislamiento y fracaso y podría, incluso, dejarlos al margen de la sociedad.

Pero detrás de las siglas que estampan una etiqueta unificadora se esconden realidades muy distintas, vivencias de individuos, familias y escuelas, con sus conflictos y dolores, y las formas en que consiguen resolverlos. He aquí algunos casos:

¿Realmente el TDAH es un trastorno infantil?, ¿o se trata más bien de un síntoma, una especie de indicador de la situación que vive «la infancia»? Aunque trataré de hacer una pequeña síntesis del estado actual de los debates en torno a tan importante pregunta, la intención de este libro es abrir la reflexión hacia una mirada ambiental y preventiva del fenómeno: comprender las razones de su fuerte incidencia en la sociedad; analizar qué tipo de factores —sociales, culturales, económicos, familiares, educativos, urbanos, etc.—6 están concurriendo en la expansión del trastorno; explorar hipótesis alternativas a la versión «oficial» y estudiar la posibilidad de introducir una auténtica prevención primaria basada en la promoción, el fomento y la protección de la salud y el bienestar infantil, en lugar de en la detección y el diagnóstico precoz (hablaríamos entonces de «prevención secundaria»).

Desde mi punto de vista, la campaña de identificación temprana, retransmitida de forma machacona por los medios de comunicación hace unos años y llevada a cabo por profesionales convencidos de que el trastorno «se hereda tanto como la altura» (sin que a fecha de hoy existan pruebas concluyentes) ha enmascarado la notoria ausencia de una política adecuada de prevención primaria que permita eliminar o mitigar los factores causales de los trastornos antes de que estos aparezcan. El efecto «mediático» podría ser responsable tanto del aumento exponencial en el número de casos como de las escalofriantes tasas de falsos diagnósticos que muchos niños y niñas han sufrido o están sufriendo.

Según algunas estimaciones, en los últimos treinta años el porcentaje de menores diagnosticados con TDAH a nivel mundial ha aumentado cerca de un 300 %. Las autoridades sanitarias estadounidenses (donde el trastorno parece que afecta a entre un 5 % y un 11 % de los niños y jóvenes de entre 4 y 17 años)7 han alertado repetidas veces sobre el exceso de nuevos diagnósticos, un 53 % más en los últimos diez años. En España, la ya citada doctora Iciarte, una de las primeras profesionales que dio la voz de alarma, manifestó entonces públicamente su inquietud por la escalofriante cifra de diagnósticos erróneos realizados por pediatras y médicos de familia (un 90 % según sus estimaciones) y el uso desmesurado de fármacos. Últimamente alcanza cotas del 40 %, según esa misma fuente.

Como señala un informe del País Vasco, la fiebre llegó a desbordar los servicios de salud: «La preocupación social y la sospecha diagnóstica por el TDA/H se ha extendido desproporcionadamente más allá de su incidencia real, lo que ha generado un problema asistencial por el colapso de consultas en diferentes servicios de atención infanto-juvenil».8

Antes de colocar una etiqueta para nombrar algo que nos inquieta, madres y padres, maestros, educadores, profesionales de la salud y responsables administrativos necesitamos informarnos y reflexionar sobre la situación actual de la infancia; ser capaces de reconocer las necesidades vitales que nuestro desconectado estilo de vida no les permite satisfacer; saber qué cosas podemos pedirles (y qué cosas no) y ponernos a trabajar juntos para encontrar maneras de ayudarlos a crecer de manera saludable.

¿Un trastorno de época?

Vivimos en una sociedad hiperactiva con serias dificultades para atender y cuidar la vida; una civilización que valora sobre todo la acción y la producción a ritmos frenéticos, aunque sus consecuencias sean devastadoras para la tierra y los seres que la habitan; un mundo donde prima la opulencia y el consumo desenfrenado de objetos, imágenes, sonidos, informaciones, amigos y relaciones, aunque no nos aporten la felicidad, el amor y la libertad que añoramos; un mundo basado en el progreso y la expansión permanente que no cuida los ritmos de la vida: inhalar y exhalar, sístole y diástole, relajación y contracción, verano e invierno…, u obsesionado con la eficacia y el rendimiento e incapaz de vivir los procesos; que busca «soluciones rápidas» y mecánicas, en lugar de interesarse por las causas de los problemas, y elabora remedios expeditivos cuyos resultados son, con suerte, el cese momentáneo de los síntomas y, de forma más general, su transformación y/o cronificación.

«Para educar a un hijo hace falta la tribu entera», afirma el famoso proverbio africano, pero con las crecientes exigencias productivas, las familias son cada vez más pequeñas, están aisladas e hiperresponsabilizadas y apenas disponen de tiempo para estar juntas, o se ven forzadas a estarlo por la crisis económica (porque no se vende, no hay trabajo…), con la consiguiente desazón. Padres y madres suplimos nuestra poca presencia ofreciendo a nuestros hijos dinero y bienes materiales. Se diría que todo puede comprarse, incluida la felicidad de un niño, y que, frente a sus dificultades y sufrimientos que apenas podemos escuchar, nos declaramos perplejos: «Pero, ¡si lo tiene todo!», exclamaba desesperado un padre tratando de comprender la tentativa de suicidio de su hija adolescente.

La posesión de objetos es el modelo imperante también para unas relaciones personales deshumanizadas y superficiales, en las que no se tienen en cuenta las necesidades auténticas, los sentimientos, los procesos de maduración y de duelo. Solo importa que el individuo «funcione», que sea predecible como un mecanismo perfecto, que cumpla con lo que se espera de él o de ella, aunque sea a costa de su salud y su bienestar.9 Tenemos serias dificultades para aceptar y gestionar lo imprevisto, para acoger e integrar lo diferente, el «error», para dejar de señalarlo como «deficiente».

Sometidos a cambios cada vez más rápidos en el entorno familiar, escolar y social (separaciones, muertes, mudanzas, exámenes, etc.), los niños de hoy no disponen de tiempo ni de espacios para elaborar sus vivencias, dejar atrás etapas, imaginar alternativas, crear…, en definitiva, para vivir su infancia y crecer a su propio ritmo.

Se ven reducidos a una minoría «desconocida», solitaria y, muchas veces, al margen del mundo adulto, que no ha conseguido conquistar del todo sus, en teoría reconocidos, derechos a ser escuchados, a expresarse y participar10 en los asuntos que les afectan. Transitar de manera definitiva de unas relaciones basadas en la autoridad a otras nuevas centradas en la intimidad, el respeto, la aceptación, el reconocimiento, la estima y la negociación no es tarea fácil. Así, en cuanto surgen dificultades, la tendencia es volver a las viejas recetas…

Por otro lado, la infancia ya no tiene acceso a sus espacios de socialización tradicionales (la calle, el barrio, etc.), ni disfruta como antes de las oportunidades de juego, relación y afecto que proporciona el contacto con el grupo de iguales y con el entorno natural. El miedo, la sobreprotección y los posibles peligros los mantienen encerrados en casa y en la escuela, con la consiguiente pérdida de libertad y autonomía. Sus cuerpos, por naturaleza necesitados de movimiento, tan importante para el ser humano como comer o dormir, tienen dificultades para adaptarse al sedentarismo forzado. Una situación por completo nueva en los 2,5 millones de años de existencia del género Homo. El exceso de pantallas sobreestimula sus sentidos y desequilibra sus cerebros, sin que dispongan de tiempo libre para «descargar» esa excitación mediante el juego y el contacto con la naturaleza.

Por último, la mayoría de las escuelas atienden casi exclusivamente a los aspectos cognitivos de sus alumnos, sin atender a su estado físico, energético, emocional y afectivo. Las crecientes exigencias académicas, en instituciones que pretenden que los niños y niñas se adapten a ellas, constituyen otra de las principales fuentes de estrés en la infancia.

Estos son algunos de los factores sociales y culturales cuya incidencia en la generalización de los síntomas del TDAH entre la población infantojuvenil configura una situación comparable, como veremos, a lo que fue la epidemia de histeria femenina en el siglo XIX: un trastorno de época, producido a nivel social.