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El monstruo como máquina de guerra

Mabel Moraña

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El monstruo como máquina de guerra

Mabel Moraña

Iberoamericana - Vervuert - 2017

© Mabel Moraña

© Iberoamericana 2017

c/ Amor de Dios, 1

E-28014 Madrid

Elisabethenstr. 3-9

D-60594 Frankfurt am Main

info@ibero-americana.net

www.iberoamericana-vervuert.es

ISBN 978-3-95487-567-2 (Vervuert)

ISBN 978-3-95487-591-7 (e-book)

Diseño de cubierta: Carlos Zamora

Para L. I. M., que allá lejos y hace tiempo me llevó a Transilvania

Sumario

Agradecimientos

Presentación

I. INTRODUCCIÓN

Prefacio teratológico: pensar el monstruo

Notas ensayísticas para una poética del monstruo

II. EL MONSTRUO EN LA HISTORIA

Monstruosidad y colonialismo

La razón del monstruo

Monstruosidad «científica» y neogótico

Epistemofilia y el performance de la diferencia

El «miedo cósmico» (Polidori, Lovecraft)

Abyección, desdoblamiento y pastiche. Frankenstein, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Drácula

Monstruosidad y modernidad

Monstruosidad y nación

Godzilla y King Kong: monstruos de postguerra

III. LOS MONSTRUOS Y LA CRÍTICA DEL CAPITALISMO

El marxismo (y el postmarxismo) gótico

Vampiros

Cíborgs

Zombis

Marx avec Derrida: hacia una fantología del presente

IV. LOS MONSTRUOS Y LA FILOSOFÍA

Lo siniestro, lo abyecto y la fetichización de la diferencia (Freud, Kristeva, Baudrillard)

Normalidad y anomalía (Canguilhem, Foucault)

Evento, sublimidad y anamorfismo (Žižek, Badiou)

Monstruosidad, nomadismo y máquina de guerra (Deleuze, Guattari, Braidotti, Maffesoli)

El monstruo maquínico (espectralidad y posthumanismo)

El monstruo y el género (Haraway)

V. MONSTRUOSIDAD Y BIOPOLÍTICA

Lo común, el nuevo bárbaro y el monstruo de la multitud (Hardt y Negri)

El hombre-lobo y el poder político (Agamben y el psicoanálisis)

Comunidad, inmunidad y el miedo originario (Esposito)

Biocultura, biorresistencia, bioproxemia (Valenzuela)

VI. MONSTRUOSIDAD, REPRESENTACIÓN Y MERCADO

(Id)entidades monstruosas. De los freak-shows a Michael Jackson

Zombificación y conciencia social: el mundo zombi de George Romero

Espectacularización y consumo: el glam gothic como línea de fuga (David Bowie et al.)

VII. MONSTRUOS AL MARGEN

Hibridación radical y sujeto popular en América Latina

El simulacro maquínico

Vampiros periféricos

El monstruo en la pantalla

Zombis tropicales: el Amo, el Esclavo y el zombi

Los «usos» del zombi

Zombitude y colonialidad

Monstruosidad sistémica e imaginarios populares

Chupacabras y jarjachas

Pishtacos

Sacaojos

VIII. CODA

Obras citadas

Índice onomástico

Índice temático

Agradecimientos

Este libro debe mucho al talento de Silvia Rocha D. (ABD en la Washington University, en St. Louis), quien me asistió eficazmente en el acopio de materiales y realizó, con inteligencia y dedicación, las primeras y más arduas correcciones editoriales. A ella, toda mi gratitud. Durante las primeras etapas de composición de este estudio, Adriana López Labourdette compartió conmigo, generosamente, sus propios estudios sobre el tema, lo cual me orientó en algunas direcciones.

Agradezco especialmente la acogida que dio a mi manuscrito la casa editorial en la que ahora se publica este libro, particularmente Klaus D. Vervuert y Esperanza López Parada. Simón Bernal y Ana Isabel Sanz-Yagüe contribuyeron en gran medida a la producción editorial y ayudaron a que el arduo proceso se cumpliera en todos sus detalles. A todos, mi cálido y sincero reconocimiento.

Por último, mi agradecimiento a la Washington University in St. Louis, particularmente a la División de Artes y Ciencias, por su apoyo constante a mi trabajo.

St. Louis, Missouri, 9 de febrero de 2017

Presentación

Este libro empezó por el final: por el propósito de explorar el sentido de lo monstruoso en áreas periféricas, históricamente marcadas por la mirada exterior –luego interiorizada– que las construyó como lugar de exceso, anomalía y demonización. Tanto en América Latina como en África, aunque también, dentro de los espacios nacionales, las zonas ocupadas por sectores sociales subalternizados por grupos dominantes en razón de su etnicidad, cultura, clase social, preferencias sexuales, corporeidad, etc., fueron y siguen siendo monstrificadas como espacios residuales, cuyas epistemologías –cuya racionalidad– asumen formas irreconocibles desde perspectivas que se piensan a sí mismas como centros o núcleos epistémicos, éticos y hermenéuticos. Al mismo tiempo, el margen produce sus propios monstruos para nombrar al Otro, al dominador, al verdugo, al amo, al hacendado, al invasor, al torturador, otorgándole una forma simbólicamente abyecta que alegoriza las actitudes, las conductas y los valores a partir de los cuales ese Otro define sus agendas y sus procedimientos.

La monstrificación es, así, una calle de dos vías, una dialéctica sin síntesis, una forma de representar asimétricamente los intercambios simbólicos que integran y conforman lo social. El pensamiento dicotómico que guía esos procesos de construcción del/de lo Otro esconde, bajo un aparente maniqueísmo, desarrollos complejos atravesados por la ambigüedad y la paradoja, donde se disuelven las fronteras del Yo y del Nosotros y los extremos se contaminan. Esto no significa que el monstruo habite en el espacio movedizo del relativismo, sino más bien que su merodeo marca constantemente el territorio fértil de la polivalencia. Tampoco significa que la producción del monstruo sea equivalente a los procesos de construcción identitaria, aunque intrínsecamente los supone y los pone en evidencia. De acuerdo a esto, este libro transita de centros a periferias móviles, de la monstruosidad canónica a vástagos que proliferan en campos, cordilleras y ámbitos urbanos tenebrosos y ocultos. Estas páginas persiguen entidades anómalas que habitan la teoría contribuyendo a la definición de conceptos, proyectos y posicionamientos que, a través de la figura contrahecha del monstruo, manifiestan su carga emocional y sus connotaciones ideológicas a nivel de la subjetividad individual y colectiva.

Siendo las nociones de centro y periferia conceptos relativos, instrumentales, en gran medida ideológicos e idiosincráticos y –hay que decirlo– mayormente (y por buenas razones) pasados de moda, su utilización ha requerido el reconocimiento de que, al menos, designan localizaciones y grados de poder/saber a partir de los cuales tomaron forma, en las distintas modernidades occidentales, modelos específicos de organización del conocimiento y de la experiencia social. Tales diseños político-hermenéuticos (que incluyeron la definición de lo normal versus lo anómalo, lo moderno versus lo primitivo, lo armónico versus lo monstruoso) impusieron, con un alcance pretendidamente universal, lo que Foucault llamara «regímenes de verdad» en todos los campos de la cultura. De esta manera, lo que comenzó siendo en la construcción de este libro una exploración de los sentidos y representaciones de lo monstruoso en sociedades postcoloniales requirió un estudio de los momentos paradigmáticos que le dieron origen, de las texturas y textualidades, de los lenguajes e imágenes visuales en los que se expresó la alteridad del monstruo en distintos registros culturales, desde los más canónicos a los más laterales.

El libro fue creciendo en la medida en que se concentró en la idea principal de que el tema del monstruo es, ante todo, biopolítico: relativo a la polis y a los procesos de socialización, vinculado a las relaciones de poder sobre el cuerpo y a la representación del lugar de lo humano con respecto a la Naturaleza, la historia, la temporalidad, la trascendencia y la cotidianeidad. Dispositivo de inmunización social, simulacro que espectaculariza su artificialidad, shifter que activa dinámicas sociales, ensamblaje que amenaza, como una máquina de guerra, los engranajes del poder, el monstruo simboliza la resistencia heroica del Esclavo y los excesos siniestros del Amo, de ahí que sea imprescindible contextualizar hasta la universalidad que el monstruo evoca en cada una de sus apariciones y cada uno de sus atributos. A pesar de su extremada empiria, aunque carezca frecuentemente de racionalidad y de lenguaje, el monstruo es siempre, a su manera, filosófico, y a través de su «estética negativa» nos invita a un ejercicio similar.

La construcción y la deconstrucción del monstruo implican, además, una reflexión sobre el universo material y simbólico de la mercancía, entendida esta como constelación de saberes, intereses, emociones y deseos, tópico esencial para entender los procesos ideológicos (de producción de falsa conciencia) y las formas de (auto)reconocimiento que van desarrollándose a nivel colectivo, popular, social, comunitario, formas todas de conceptualizar lo social como totalidad heterogénea, conflictiva e inestable.

Estudiar al monstruo supuso capturar sus vínculos con la soberanía, el Estado, la ciudadanía, la nación, la modernidad, las emociones, la filosofía, el mercado, el género, el sujeto popular, la espectacularización de lo cotidiano y la muerte. Implicó, como fui descubriendo al avanzar en el estudio que precedió a estas páginas, la necesidad de comprender la relación entre capitalismo y terror, y las funciones que Marx y el postmarxismo asignan a los símbolos del «miedo cósmico» (al «temor y temblor» de la modernidad) como parte de la crítica del capitalismo y en relación con las nociones básicas de explotación, mercancía, enajenación y plusvalía.

El monstruo está estudiado aquí como límite y nexo, como el dispositivo o artefacto cultural que impulsa una reflexión sobre la vida más allá de jerarquizaciones y deslindes entre lo humano y lo animal, lo material, lo natural, lo cultural y lo biológico. Situado en la encrucijada de caminos que conectan estos dominios, el monstruo avanza en todas estas direcciones, asumiendo la contradictoriedad y la paradoja, dando forma a lo imposible en un tránsito multidireccional, fluido y ambiguo, animado por la inconmensurabilidad de lo viviente. El monstruo es, así, incontenible, rebasa categorías y modelos, apunta a lo grotesco y a lo sublime, anuncia e interpela.

Este estudio se concentra en un material crítico-teórico en diálogo con texturas discursivas de distinto carácter: creencias populares, mitos, obras literarias, visualidad fílmica y performance, con ocasionales referencias a la música y a la pintura, aunque solo en su carácter de tramas sígnicas vinculadas al tópico teratológico. El libro se desarrolla de un modo experimental y tentativo, adentrándose por las avenidas que fue marcando la investigación y por los dominios disciplinarios que el monstruo ha penetrado, siglo tras siglo, en su merodeo irreverente y tenaz. Gran parte de esta exploración multidireccional ha consistido en el rastreo de modelos representacionales e interpretativos que han abordado el tema de la monstruosidad, descubriendo en él impensados aportes al pensamiento de/sobre la modernidad. Tema eminentemente comunicacional, la polifacética naturaleza del monstruo se coloca en el límite mismo de la representación: cuando esta se enfrenta a la sublimidad, la abyección y el atavismo, a la experiencia del dolor y de la muerte, a las limitaciones de la cognición y al arrastre de la emocionalidad, buscando un lenguaje que exprese lo que excede a la razón. En lo monstruoso estallan y se recomponen los significados: el monstruo es evento y pachacuti, fin y comienzo.

En sus ocho apartados, El monstruo como máquina de guerra intenta cubrir un espectro amplio de desarrollo del tema de la monstruosidad desde el punto de vista histórico, filosófico, biopolítico y estético-ideológico. La amplitud del propósito y la ambición intelectual que lo guía apuntan, sin duda, a mucho más de lo que este estudio pudo seguramente lograr, dada la extensión del territorio transitado y lo escabroso del terreno. El libro apela, en este sentido, a la indulgencia y a la curiosidad del lector, quien, inspirado por lo que este análisis alcance a sugerir, podrá desarrollar los caminos abiertos y corregir el rumbo cuando lo considere necesario.

Luego de una introducción que sienta ciertas bases de aproximación crítico-teórica, las cuales podrían contribuir a una poética del monstruo, el libro emprende un recorrido histórico-cultural necesariamente selectivo que cubre desde el período colonial a nuestros días, deteniéndose en momentos y textos representativos tanto de la reflexión sobre lo monstruoso como de su materialización literaria y fílmica en América Latina. En momentos claves, principalmente en «El monstruo y la historia», el estudio se detiene en las obras y tradiciones europeas que fueron matrices del género, así como en la caracterización y contextos socioculturales que dieron lugar a elaboraciones fundamentales y fundacionales sobre el surgimiento del neogótico, el horror, lo sublime, etc. De este modo, aunque América Latina constituye el foco implícito de esta investigación, este estudio deriva hacia otros ámbitos culturales sin cuya producción la comprensión de la trayectoria transnacionalizada y transhistórica del monstruo quedaría incompleta.

«Los monstruos y la crítica del capitalismo» se concentra en los tropos de la monstruosidad utilizados por Marx y el postmarxismo para la crítica del capitalismo. Se intenta ofrecer una visión del modo en que se ha leído e interpretado este «marxismo gótico», sobre todo en torno a las figuras del vampirismo, así como de los cíborgs, zombis y espectros que integran la crítica de la economía política en ese ámbito específico del pensamiento moderno. Aunque el concepto deleuziano de máquina de guerra es posterior a Marx, los usos de la monstruosidad que aparecen con frecuencia en El Capital, el Manifiesto comunista y otros escritos revelan líneas de pensamiento compatibles con las ideas de Deleuze y Guattari acerca de las dinámicas del poder y de la resistencia, así como del modo en que la subjetividad es afectada por las rearticulaciones de la hegemonía y la soberanía en distintos momentos históricos.

Expandiéndose hacia otras áreas del pensamiento occidental, el capítulo dedicado a «Los monstruos y la filosofía» explora algunos conceptos y desarrollos específicos en torno a las ideas de lo siniestro, lo abyecto, la diferencia, el binomio normalidad/anomalía, las nociones de evento, sublimidad, anamorfismo y posthumanismo, las relaciones entre monstruosidad y máquina, monstruosidad y género, etc. Habiendo ocupado de modo persistente la reflexión moderna, el tema de lo monstruoso y el campo semántico que se le asocia solo pueden ser abordados de manera somera, como introducción a estrategias conceptuales innovadoras y productivas para la exploración del papel del horror y de la monstruosidad en escenarios marcados por las luchas de poder tanto en el plano político como en la esfera del conocimiento.

A continuación, prolongando esa línea de reflexión, «Monstruosidad y biopolítica» se detiene en algunas modulaciones del pensamiento biopolítico donde lo monstruoso se consolida como un núcleo fértil en direcciones críticas dirigidas a la conceptualización de las ideas de hegemonía y (bio)resistencia y a la metaforización de lo popular, lo común, lo social. Siendo el cuerpo una de las principales piezas del ensamblaje estético-ideológico de la monstruosidad, tanto desde la vertiente psicoanalítica como desde la arqueología cultural, las distintas orientaciones biopolíticas ofrecen un amplio espectro de estrategias hermenéuticas y un lenguaje afinado para la discusión del monstruo y de sus formas particulares de interacción social y activación política.

«Monstruosidad, representación y mercado» se ocupa de la espectacularización de la monstruosidad, es decir, de la carnavalización del discurso de la anomalía y del terror de cara a las dinámicas de oferta y demanda que hacen de esa mercancía simbólica un producto fetichizado y comercializable. En sus variadas formas, lo monstruoso compite con múltiples registros estéticos para la captación del gran público que asiste al despliegue del mensaje contracultural y de las emociones que desata. De los freak shows a David Bowie, pasando por la figura y la obra de Michael Jackson y por los planteamientos cinemáticos de George Romero, que reformulan la representación del zombi y sus significados político-ideológicos, el tema del consumo se articula a las formas masivas de interpelación que genera lo monstruoso. Como tour de force representacional e interpretativo de la experiencia colectiva y de las formas de conciencia social que esta genera, los atributos de la monstruosidad se han filtrado en todos los discursos, teatralizando la diferencia y haciendo del simulacro y de la artificialidad formas glamorosas de iluminación, casi de epifanía, donde contenidos reprimidos, extravagantes, grotescos y delirantes empujan los límites de tolerancia del sistema y desafían sus principios de orden, sugiriendo un más allá de la racionalidad dominante.

El capítulo titulado «Monstruos al margen» estudia la hibridación radical que supone lo monstruoso de cara a los procesos de formación del sujeto popular y a los recursos expresivos a partir de los cuales la subjetividad colectiva expresa sus miedos, ansiedades y deseos en áreas periféricas, particularmente en América Latina. El tema de la corporeidad (el cuerpo individual, sexualizado, sometido a violencia, a indigencia, a marginación, el cuerpo colectivo colonizado y subalternizado de la Colonia a la modernidad, esclavizado, migrante, desterritorializado, en resistencia, subvertido, fragmentado, des-organizado) es una constante en el tratamiento del monstruo en cualquiera de sus manifestaciones. Con más razón, en el caso de sociedades postcoloniales, la corporeidad constituye un imperativo tanto por la red de significaciones en las que se inscribe, vinculadas al trabajo, la explotación y el sacrificio, como en lo que tiene que ver con su valor y alcances metafóricos: el cuerpo excedido o disminuido del Estado, la corporalidad proliferante de la multitud, el cuerpo social enfermo o mutilado, el cuerpo jurídico, el cuerpo del delito, el cuerpo político. A partir de esta fijación organicista, este capítulo explora la relación entre la monstruosidad real del autoritarismo y de la explotación, por un lado, y los imaginarios populares que ilustran los posicionamientos precarios que cada sector social ocupa ante la violencia sistémica, por otro. Surgen relatos e imágenes que alegorizan la relación entre el cuerpo comunitario y el cuerpo monstruoso, así como las mediaciones simbólicas que emergen de las narrativas populares para alegorizar el conflicto social. Chupacabras, jarjachas, pishtacos y sacaojos componen un parnaso tenebroso que expresa los sentimientos que la violencia real desata a nivel colectivo. Los relatos de sus apariciones y sus crímenes no logran superar los testimonios sobre la historia real de torturas, genocidios y arrasamientos territoriales a los que han estado sujetos históricamente poblaciones indígenas, campesinos, comunidades afrodescendientes, sectores desposeídos y enemigos políticos.

Finalmente, la «Coda» reúne algunas elaboraciones generales sobre diversos aspectos de los temas tratados, intentando articular direcciones crítico-teóricas que pueden servir para recapitular debates y posicionamientos sobre lo monstruoso y su significado en el mundo de hoy.

A lo largo del libro, conceptos como colonialidad, (neo)barroco, modernidad, nación, postmodernidad, posthumanismo, biopolítica, afecto, heterogeneidad, hibridez, transculturación, etc., vuelven a aparecer, aunque no son discutidos en sí mismos, sino asumidos en sus significados más generales. Cualquiera de estos temas merecería o ha merecido ya en otros trabajos un tratamiento especial. Por tanto, la referencia a estos tópicos remite a estudios particulares que podrán complementar lo que este libro incluye.

La noción de «máquina de guerra» guía, mayormente de manera implícita, el análisis de este libro. «La máquina de guerra es la invención nómada que ni siquiera tiene la guerra como objeto primero, sino como objeto segundo, suplementario o sintético, en el sentido de que está obligada a destruir la forma-Estado y la forma-ciudad con las que se enfrenta» (Deleuze y Guattari, Mil mesetas 418). Por oposición al Estado, la máquina de guerra apunta más allá del discurso del poder y el terror: más bien busca escapar de la violencia del aparato de Estado, de su orden de representación, aunque a veces ejerce ella misma la violencia como parte de su función de resistencia y reformulación del poder.

Junto a los anclajes filosóficos con los que este libro intenta iluminar la figura del monstruo desde distintas perspectivas estético-ideológicas, se integran aquí abundantemente aportes bibliográficos provenientes de múltiples campos disciplinarios y de puntos de vista, teóricos y políticos, muy variados. Siendo la crítica sobre los temas que aborda este estudio copiosa y desafiante por la riqueza de sus sugerencias y análisis, quise hacer justicia a este corpus de ideas, incorporándolas de manera explícita a mis propias reflexiones. Estas siempre giran en torno al modo en que se sitúa la cultura de América Latina en el espacio intelectual global, y acerca de las formas en que su especificidad histórico-cultural redimensiona temas centrales, desafía paradigmas y propone modelos de pensamiento y representación diferenciados e innovadores.

Este libro tiene tres anclajes biográficos que quizá jugaron algún papel en la motivación para escribirlo. El primero, un viaje extraño por las montañas de Transilvania, que incluyó una estadía breve e inquietante en un castillo gótico. El segundo, mi residencia durante una década en la casa que había pertenecido, en la ciudad de Pittsburgh, a George Romero, en cuya sala se desperdigaban murales, máscaras y restos de la parafernalia cinemática del mundo zombi que su obra redefiniera en una saga fílmica por todos conocida. El tercer elemento anecdótico tiene que ver con la visita inopinada de un murciélago que entró una madrugada en mi casa de St. Louis, durante los días en que estaba escribiendo sobre Drácula. Tengo testigos.

I.

Introducción

PREFACIO TERATOLÓGICO: PENSAR EL MONSTRUO

Por diversas razones, pensar el monstruo tiene un efecto liberador, abre compuertas, conecta con zonas específicas de lo social y con áreas amplias y pobladas del pensamiento crítico. Quizá porque inconscientemente situamos en ese laberinto histórico, temático, ideológico y estético una serie de contenidos inubicables en otros archivos de la racionalidad y de la memoria, pensar el monstruo es un ejercicio a la vez desafiante y polémico, atravesado por más interrogantes y ambigüedades de las que el tema parece sugerir en una primera mirada.

En El monstruo como máquina de guerra me ha interesado más la reflexión teórica que la catalogación teratológica o que el rastreo per se de las páginas literarias o las imágenes visuales, fílmicas o pictóricas en las que los monstruos aparecen a plena luz o a plena sombra, entre líneas, escondidos tras metáforas, hipérboles y alegorías, poniendo a prueba el lenguaje y los recursos figurativos de las distintas épocas, medios y culturas.1 Sin embargo, me he detenido en esos materiales cuando nutrían las hipótesis de mi trabajo, recordando que en el corpus literario, fílmico o, en general, artístico lo monstruoso aparece representado en segunda potencia. En efecto, en los registros de la literatura y las artes visuales lo monstruoso –preexistente como concepto cultural, como recurso onírico, como elemento disperso en los imaginarios colectivos– es vuelto a capturar por la elaboración simbólica y sometido a codificaciones específicas del medio en que se inscribe. Lo monstruoso es reelaborado teniendo en cuenta un pacto de lectura o de recepción visual que no es, obviamente, el que este operador cultural moviliza en mitos y leyendas, donde los seres sobrenaturales forman parte de la realidad fáctica, naturalizada por la creencia. Tampoco es, en puridad, «ficticio» el registro de elaboración de lo monstruoso en los campos de la cultura popular o la filosofía. En el primero, el monstruo existe como dato de una realidad dada, concreta o inmaterial, que inspira sentimientos, motiva reacciones e impacta la vida cotidiana. En la filosofía, lo que cuenta es, por un lado, el valor epistémico de lo monstruoso como categoría crítico-teórica alternativa a la racionalidad dominante. Por otro lado, se destaca la dimensión paradigmática a partir de la cual lo monstruoso se constituye como modelo cognitivo, funcionando, en esta capacidad, como un tropo que conecta los campos de la ética, la política y la religión. En la literatura y las artes, el monstruo ha sido revestido de atuendos apropiados a cada situación, ha sido construido como un simulacro estético a partir del constructo conceptual que lo precede, y en el entre-lugar que une y separa idea y representación se han colado otros niveles de significación y manipulación ideológica en los que el monstruo sirve a diversos amos, siendo uno más en la nutrida y heterogénea galería de personajes.

Mi interés en el monstruo se ha situado en el nivel conceptual más primario, en la idea del monstruo como dispositivo epistémico: en su singularidad como artefacto cultural, en su virtualidad ideológica y en su ubicuidad política. Me han seducido los usos a los que ha sido sometido, como si la corporalidad extenuante del monstruo extendiera sobre la realidad del pensamiento múltiples sombras que a la vez oscurecen e iluminan los espacios del conocimiento. He visto al monstruo, benjaminianamente, como constelación de sentidos, es decir, como parte de un campo de significaciones que lo comprende sin determinarlo, sin diluir su particularismo, que no lo condiciona ni lo desvirtúa, que no lo determina ni lo desdibuja dentro de la totalidad discursiva, sino que, más bien, potencia y enardece, por contacto entre campos afines, su naturaleza fragmentaria y polémica.

De acuerdo con esta línea de interpretación, el monstruo es rescatado aquí como artefacto semiótico, es decir, como el momento y el lugar en el que el transcurrir de la vida y la historia se detienen, de manera provisional, fijados en una imagen icónica en la que cristaliza una multiplicidad de sentidos que se proyectan sobre lo real. Lo monstruoso –su imagen y sus sombras– se constituye como el espacio semántico en el que, según Walter Benjamin,

lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación. En otras palabras: la imagen es la dialéctica en reposo. Pues mientras que la relación del presente con el presente es puramente temporal, continua, la de lo que ha sido con el ahora es dialéctica: no es un discurrir, sino una imagen en discontinuidad. Sólo las imágenes dialécticas son auténticas imágenes (esto es, arcaicas), y el lugar donde se las encuentra es el lenguaje. (Libro de los pasajes, 464, énfasis mío)

De esta manera, el carácter del monstruo se destaca como dispositivo cultural orientado hacia una interrupción productiva de los discursos dominantes y de las categorías que los rigen. Siempre benjaminianamente, el monstruo revela en la realidad lo que los ideologemas de la racionalidad occidental han obnubilado, creando un campo de significaciones que desnaturaliza el mundo conocido sometiéndolo a otras lógicas, poniendo a prueba su umbral de tolerancia, desfamiliarizándolo. Parafraseando lo que indicaba Benjamin en sus Tesis sobre la historia (1940), lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos se transforma por efecto del monstruo en «una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar» (3). Como el ángel de la historia, con el cual comparte su condición sobrenatural, el monstruo moderno está en lucha contra «el huracán del progreso» y contra las concepciones de la historia como avance lineal y necesario, que no interroga su propio curso ni los escombros que produce el transcurso incesante del tiempo. El monstruo arruina el statu quo, «el cortejo triunfal» de la modernidad, al develar algo que debió haber permanecido oculto, como sugiere Freud con su noción de lo uncanny (noción que junto al significado de extrañeza connota, asimismo, los sentidos de amenazante, ominoso, incongruente).

Es necesario recordar, sin embargo, que el tráfico de significados que rodea lo monstruoso está sujeto, como es el caso con cualquier producto cultural, a la historia que lo contiene y de la que surge, a la vez como síntoma y diagnóstico de su tiempo. Historizar al monstruo no se opone, entonces, a la teorización de sus atributos y funciones específicas, sino todo lo contrario: es precisamente en el transcurso de las luchas sociales y de los desarrollos político-económicos cuando su naturaleza se llena de sentido y sus sombras adquieren formas particulares.

El monstruo es, ante todo, relato y, como tal, lenguaje, desarrollo discursivo, imagen, narrativa. Es también, y sobre todo, soma, corporeidad, zoé y al mismo tiempo bíos, inmanencia, materia prima vulnerable e inacabada, opera aperta, (id)entidad imposible y presente, afirmación en negativo, sustancia en busca de su forma.

Junto a la obligada referencia a monstruos clásicos, me he detenido al final de este libro en materializaciones latinoamericanas de lo monstruoso porque la especificidad de esos escenarios periféricos de producción cultural incorpora particularismos y recortes sustanciales al proyecto de monstrificación universal que se desarrolla a lo largo y ancho del mundo occidental desde la Antigüedad hasta nuestros días. Estas paradas en el camino han buscado ilustrar el desarrollo teórico –ensayístico– que informa este estudio. Me he mantenido en general en un terreno abstracto, de a ratos desolado, de a ratos enmarañado como el hábitat en el que el monstruo inscribe su presencia intermitente y aterradora. Me ha atraído sobre todo la mirada oblicua del monstruo sobre temas surgidos en distintas épocas, pero consagrados en la modernidad: identidad, nación, territorio, individualidad, poder, deseo, interioridad, imaginación, historia, frontera, represión, resistencia, cambio social. Los procedimientos mañosos del monstruo, sus formas de asolar comunidades e instituciones, de perturbar el statu quo y el buen gusto burgués, su capacidad para desencadenar crisis que expresan o desvían la tensión de conflictos mayores y ayudan a crear ilusiones de heroísmo y redención en los seres comunes y corrientes, su don particular de anunciar catástrofes, su existencia enigmática, oracular, que se deja interrogar, impasible, desde las perspectivas más variadas, son suficientes para cautivar la atención de cualquier crítico situado en el cruce de caminos entre filosofía, pensamiento político, estética y lenguaje. He seguido, en este sentido, la ruta que el mismo desarrollo del tema iba marcando, guiada por la trayectoria eminentemente transcultural de mi objeto de estudio. Ha sido crucial, en esta exploración, la existencia de un impresionante acervo crítico que ha desentrañado, desde múltiples plataformas teóricas, las obras principales. La crítica literaria, la teoría cultural, la filosofía y el pensamiento político han puesto, en efecto, sobre el tapete, una serie de temas y problemas que constituyen un imprescindible basamento para el estudio del papel y características de lo monstruoso desde una perspectiva actual, transdisciplinaria e interesada en las derivaciones biopolíticas que se vinculan con la producción simbólica, sobre todo en los márgenes del capitalismo central.

La personalidad dúctil y excesiva del monstruo me ha parecido un expediente, al mismo tiempo sofisticado e ingenuo, que se presenta a nuestros ojos revestido de una obviedad que desorienta y encubre. Como entidad compleja cobijada en la simplicidad, el monstruo no esconde cierta autocomplacencia y algo de ironía ante la racionalidad represiva y arrogante del mundo occidental. En efecto, su existencia desata reacciones e interpretaciones dispares en distintas audiencias, apelando a la proclividad del individuo hacia lo lúdico, lo onírico, lo melodramático y lo siniestro, recorriendo un espectro que va desde la «alta» cultura a la cultura de masas, desde el consumo de las elites hasta el de las clases populares, desde la mitología clásica y la cosmovisión medieval hasta el camp y el pastiche, desde la reflexión filosófica al entretenimiento, jugando con el deseo de saber-poder que guía el pensamiento y lo conduce, con frecuencia, por derroteros intrincados e inciertos.

He apelado al recurso ensayístico por el cual la crítica (y me incluyo) se sumerge en posibilidades interpretativas, ejercicios a menudo tentativos de pensamiento y lenguaje, despliegues dosificados de la subjetividad, diálogos bibliográficos y elucubraciones que comprometen y mezclan disciplinas dispares, para decir de otro modo todo lo que se sabe, o se intuye, o se apropia, en el ejercicio de la lectura. Sin embargo, más allá de la recepción solitaria del monstruo y de los ejercicios de imaginación y de lenguaje que inspira su existencia, lo monstruoso apela a prácticas hermenéuticas colectivas y transhistóricas, e inspira siempre el trabajo de síntesis, de collage y de resignificación bibliográfica, de articulación interdisciplinaria, intermediática e intercultural.

Respecto al monstruo todo proceso de interpretación conduce hacia lo mismo. El monstruo es siempre una (id)entidad nueva, pero a la vez constante: la incansable renovación del mensaje del Otro que se desliza por dominios simbólicos cercanos a nosotros para ser descubierto, encubierto, recubierto una vez más, que golpea a la puerta del gabinete, mientras la racionalidad lo observa por la mirilla y pasa, desde adentro del sistema, otra vuelta de llave.

Además del aspecto estético de lo monstruoso, que algunos autores elevan a niveles superiores de interpretación cultural, me ha interesado sobre todo la especulación crítico-filosófica que hace del monstruo, dispositivo ubicuo si los hay, un objeto apropiable, en el que cada pensador ve lo que necesita para apoyar aquello en lo que cree. En el mundo dominado por el fetichismo de la mercancía, el monstruo es uno de los bienes de consumo más dúctiles y fascinantes del mercado simbólico, porque se comunica a través de la lengua y de la imagen, de la religión, de la política, de la ciencia y la tecnología, apela a múltiples públicos, admite numerosos niveles de lectura, dice poco sobre sí mismo y no pasa de moda. Ha sido exaltado, venerado, desacralizado, vituperado, comercializado, temido, abaratado, mecanizado, reproducido con y sin aura en los espacios culturales y en los dominios ideológicos más dispares. Ha inscrito en ellos su lenguaje de gestos, sus peculiares hábitos alimenticios, sus impensables avatares, interpelando a públicos diversos, que colocan en él ansiedades, conflictos y expectativas.

Como en el ser humano, el deseo del monstruo es infinito. Se mantiene latente y a veces se realiza, de modo casi siempre incompleto, reapareciendo reciclado en formatos diversos. No obstante, es siempre portavoz del eco más o menos lejano de tradiciones, leyendas y creencias que lo mantienen vivo. El monstruo es a la vez cosa y sujeto, mente sin alma, cuerpo sin órganos, corporalidad hipertrofiada, rebosante, derramada, desquiciada, fuera-de-sí, fuera-de-madre. Es presencia y ausencia, ambigüedad, hipérbole, hiato, metonimia, sinécdoque, catacresis.

El capitalismo, el psicoanálisis y los estudios de género han sido sus más fértiles campos de cultivo. El monstruo conecta, en efecto, con los procesos de producción, reproducción y acumulación de capital (entendido el término en sus sentidos material y simbólico), con la explotación, con la desigualdad, con la represión, con el trauma, con Eros y Tánatos. Es arquetípico y, en este sentido, atemporal; aunque, paradójicamente, está marcado a fuego por las improntas de la historia, la política y la filosofía. Centros y periferias lo consumen con voracidad, aunque los apetitos son distintos desde el punto de vista ideológico y geo-cultural, lo cual afecta la significación y funcionalidad de lo monstruoso en cada contexto.

Es señal, signo y símbolo. Cada monstruo tiene su estructura, sus hábitos, su forma corporal, sus preferencias, pero una sustancia común recorre y unifica a toda la estirpe, emparentando a sus integrantes, creando una especie aparte, conceptualmente endogámica y unificada por la disparidad. De ahí que su peripecia se resuelva siempre en la ondulante línea que va de la particularidad a la universalidad, de lo puntual, carnal y concreto a lo diacrónico, abstracto y rizomático.

Me ha interesado fundamentalmente el régimen óptico en el que se inscribe lo monstruoso. Como ser eminentemente performativo, el monstruo vive de la mirada del otro y al mismo tiempo construye a su Otro al observarlo. La mirada del monstruo es un elemento icónico fundamental porque remite a la interioridad del deseo, a la potencialidad del sentimiento, sugiriendo intencionalidad, teleología. Así se observa en las representaciones fílmicas, por ejemplo, en la mirada atenazante de Drácula, interpretado por Bela Lugosi, en la oscilación entre furia y ternura que aparece en los ojos de King Kong, o en las cuencas vacías de los zombis. Su mirada puede paralizar al otro, seducirlo, atraerlo, aterrarlo, pero en cualquier caso crea un campo de fuerza que protege y proyecta, que demuestra a la vez poder y vulnerabilidad. El monstruo hace de cada espectador o lector un voyeur y ante él/ella despliega su impudicia.

No obstante, si el estudio de monstruos se concentrara solamente en aspectos estéticos, históricos o temáticos, se captaría solo, en mi opinión, una parte de su significado. Heurísticamente, la cuestión del monstruo requiere un análisis interpretativo que, dentro de los contextos mencionados, atienda a su ambigüedad constitutiva, la cual es esencial para la comprensión del campo de connotaciones que abre y moviliza la figura del monstruo. La idea de lo monstruoso y las imágenes específicas que la ilustran han sido producidas y/o apropiadas en las distintas épocas tanto por los imaginarios populares como por los discursos del poder, que se han servido de ellas para demonizar, otrificar y excluir sujetos, sectores sociales y proyectos alternativos a los dominantes, para satanizar la alteridad cultural e ideológica, para deshumanizar lo que no se conoce o no se comprende, para canalizar la sospecha, la duda y la melancolía. Asimismo, la figura del monstruo se relaciona con los sistemas de control (del conocimiento, de la representación, de la sociedad). El monstruo encarna la represión y la catarsis, la subversión y el margen, la identidad agobiada por la otredad interior y exterior que la acosan. Por esta razón, el estudio de lo monstruoso conecta con el campo de la psicología y las comunicaciones, con el «giro lingüístico» que analiza la textura discursiva y las estrategias representacionales, y con el «giro emocional» que se ocupa del campo de los afectos y de los procesos de construcción de subjetividades.

El monstruo es, por tanto, positivo o negativo, hegemónico o subalterno, aristocrático o popular, sagrado o profano, ya que lo que define su significado es el tipo de articulación que produce entre poder y representación, es decir, la constelación de sentidos político-ideológicos que catalizan sus apariciones. El monstruo puede ser entendido, de este modo, como una encarnación del ser social que determina formas de conciencia y representación directa –aunque no mecánicamente– relacionadas con las condiciones de producción y de recepción cultural en distintos contextos. En este sentido se ha hablado de las «tecnologías de la monstruosidad» (Halberstam) siguiendo el concepto de Foucault de que poder, resistencia, conocimiento y discurso constituyen redes y estrategias de socialización y saber que afectan la producción de identidades y sus interrelaciones históricas. La producción de la monstruosidad crea así constelaciones simbólicas de género, raza, sexualidad, clase, etc., que remiten a su vez a formas específicas de socialización, a discursos, identidades y conductas, es decir, a imaginarios y estrategias representacionales a través de las cuales se expresan formas particulares de conciencia social.

Finalmente, la figura del monstruo está íntimamente ligada al consumo, tanto el que el monstruo necesita para definirse, sobrevivir y proliferar como el que él mismo impone a quienes reciben su impacto como víctimas o como receptores de su habitus inusual de auto-sustentación y de propagación maléfica. El monstruo es un bien –un mal– de consumo simbólico y a la vez un artefacto que consume al otro. El monstruo se consuma consumiendo, reproduciendo –como en el caso de zombis y vampiros– lo mismo en el/lo otro, en una dinámica onanista que reduce lo vital a un círculo vicioso auto-referencial y redundante.

Varios contextos teóricos mayores me han resultado útiles para pensar al monstruo. El primero, el de la filosofía y la biopolítica, ofrece la posibilidad de analizar la condición de lo monstruoso desde dominios conectados de reflexión sobre los temas del control social de los cuerpos y las comunidades. El segundo, el de los afectos, provee un repositorio de conceptos que permiten no solo una aproximación al impacto que el monstruo ejerce a nivel comunitario, sino a los deseos y pulsiones que lo animan. En el sentido deleuziano, el monstruo es visto, desde esta perspectiva, como máquina deseante, como núcleo generador de intensidades y como dispositivo para el «procesamiento rizomático del deseo». El tercer campo teórico que ha incorporado preguntas y enfoques esenciales para el tema del monstruo ha sido el de las elaboraciones sobre la otredad, las cuales tienen en los estudios de género algunas de sus expresiones más logradas. Dentro de este espacio de análisis que privilegia las representaciones de alteridad, el monstruo ha sido estudiado desde ángulos que lo rescatan como alter ego, que lo asocian con el Nombre-del-Padre, con el superego, con el tema de la creación (divina y materna), con la represión, la sexualidad, el trauma y la censura. La presencia del monstruo crea, en cualquier contexto, intensidades, es decir, descargas emocionales con efectos catárticos, sublimatorios e iluminadores.

Pero también, a propósito del tema identidad/otredad, el monstruo ha sido analizado en su condición de extranjero: merodeador, captor, invasor, alien, entidad foránea que sirve de pretexto para miedos paranoicos y xenófobos, chivo expiatorio de conflictos internos de la comunidad o metáfora de amenazas exógenas. Ha sido asociado, en este contexto, a la devastación de territorios, a la colonización, a la diversidad cultural, a la diferencia racial o de género, a las sexualidades alternativas, al imperialismo, a las transformaciones tecnológicas, a los descubrimientos de la ciencia, a lo cósmico, a lo ilegítimo y a lo desconocido.

Fredric Jameson ha insistido en la naturaleza posicional que guía la construcción de los discursos de identidad/alteridad, estrechamente ligados a los de bien y mal, y aplicables a los dominios del género, la raza, la ideología, la sexualidad, etc. Tales discursos se refieren a formas de pertenencia a lo social y a relaciones específicas entre subjetividad y poder, hegemonía y marginalidad, normalidad y anomalía. Jameson señala que, en el mundo reducido e interconectado de nuestro tiempo, la noción de otredad se manifiesta con mayor claridad como una forma estratégica de definición del espacio subjetivo, es decir, como una defensa discursiva e ideológica del dominio del Yo:

Evil, thus, as Nietzsche taught us, continues to characterize whatever is radically different from me, whatever by virtue of precisely that difference seems to constitute a real and urgent threat to my own existence. So from the earliest times, the stranger from another tribe, the «barbarian» who speaks an incomprehensible language and follows «outlandish» customs, but also the woman, whose biological difference stimulates fantasies of castration and devoration, or in our own time, the avenger of accumulated resentments from some oppressed class or race, or else that alien being, Jew or Communist, behind whose apparently human features a malignant and preternatural intelligence is thought to lurk: these are some of the archetypal figures of the Other, about whom the essential point to be made is not so much that he is feared because he is evil; rather he is evil because he is Other, alien, different, strange, unclean, and unfamiliar. (The Political Unconscious 114-115)

El tema del monstruo se inscribe dentro de los parámetros de estas construcciones sobre identidad/otredad, pertenencia/ajenidad, bien/mal, hegemonía/marginalidad, pero también trasciende tales distribuciones de sentido y valor ideológico. Podría decirse, incluso, que la significación de lo monstruoso solo puede ser comprendida a cabalidad a partir de esa trascendencia que lo vincula a la ambigüedad, la incertidumbre, la polisemia, la duda, la mutación y la resignificación. Lo monstruoso designa el dominio del poder y lo metaforiza, aunque también es redimensionado como expresión de resistencia, subversión, transformación, anuncio de catástrofes o de inversiones productivas, revolucionarias, del orden social. El monstruo es exterior, extranjero, ajeno al Yo, si bien también lo habita y lo define desde adentro, amenaza la conciencia y sus certezas; al tiempo que existe primariamente en el inconsciente político, de modo que no puede ser confinado de modo definitivo y claro a la exterioridad. Es esa complejidad, justamente, la que sugiere su anomalía, su carácter transgresivo e insumiso.

De ahí que resulte apropiado pensar al monstruo desde la perspectiva nomádica, como significado itinerante, desterritorializado, en constante devenir. Este carácter ajeno, esta exterioridad y esta no-pertenencia mutante y peregrina constituyen un requisito imprescindible para que el monstruo pueda ejercer su efecto, a la vez aterrador y fascinante, sobre comunidades e individuos que lo perciben siempre como evento, es decir, como un enquistamiento transitorio pero catastrófico que hace del individuo un prisionero, una víctima, un sobreviviente o un héroe. Así intervenidas, las coordenadas espacio-temporales (el territorio, la historia, la weltanschauung de una comunidad) enfrentan a través de lo monstruoso un turning point ineludible: una instancia de inflexión que, a nivel de las acciones, del pensamiento o de la imaginación, conduce a revisiones radicales de las creencias y prácticas sociales. La interioridad es también morada del monstruo, y con frecuencia no abandona su condición virtual, su latencia, aunque eventualmente existe en acto, como movilización de lo reprimido y como manifestación de lo insospechado.

Por todo esto, el monstruo puede ser entendido no solamente a través de categorías negativas (la exterioridad, la subversión, el disturbio, la amenaza, la represión, el caos), sino como una afirmación de alternatividad, como una búsqueda, como un resurgimiento. Constituye una zona resistente de alteridad irreductible, de impenetrabilidad e intraducibilidad, una forma de opacidad que se enfrenta al orden del lenguaje, tensándolo y colocándolo frente al abismo de lo incomunicable. Es pura figuración: un signo mo(n)strativo, emblemático, un mensaje cifrado que se abre a las hipótesis y absorbe la aporía; un ser fuera de lugar, desquiciado, dislocado, «out of joint».

NOTAS ENSAYÍSTICAS PARA UNA POÉTICA DEL MONSTRUO

Tan antigua como la imaginación humana, tan real como los miedos que la originan y que ella misma alimenta y exacerba, la imagen polifacética del monstruo acompaña los procesos de (auto)reconocimiento social en todas las culturas y se inserta como una cuña en el corazón de la racionalidad occidental. Con fuertes raíces en la mitología clásica y vinculándose tanto a las tradiciones culturales originadas en el Viejo Mundo como a los imaginarios transoceánicos que se identificaron desde el Descubrimiento como primitivos, salvajes y bárbaros, la figura del monstruo es un repositorio de contenidos que resisten los modelos interpretativos tradicionales y desafían los paradigmas del humanismo.

En tanto metáfora de la hibridez y de la diferencia, la figura del monstruo ha sido utilizada como ilustración de lo anómalo, es decir, como la forma contranormativa a partir de la cual se revela un exceso, una forma patológica, desmesurada, irregular y desviada de existencia y conducta. Si la norma(lidad)collage