Cecilia Magaña



La cabeza decapitada



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Libro ganador del

Premio Gilberto Owen 2010
en la categoría de cuento.



© Cecilia Magaña



D.R. © 2016 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V.

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www.arlequin.mx

 



Se editó para publicación digital en julio de 2017

 



ISBN
978-607-9046-83-5

 



Hecho en México


Para Javier Rizzo,

María Antonieta Chávez

y José Luis Magaña.




Y como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas del saber, la primera que se llegó fue una de las amigas de don Antonio, y lo que le preguntó fue:

—Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy hermosa?

Y fuele respondido:

—Sé muy honesta.

No pregunto más dijo la preguntanta.

Llegó luego la compañera y dijo:

—Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien o no.

Y respondiéronle:

—Mira las obras que te hace y echarlo has de ver…

Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio y preguntole:

—¿Quién soy yo?

Y fuele respondido:

—Tú lo sabes.

 

MIGUEL DE CERVANTES



CABEZA 1. Porción del cuerpo del hombre o de los animales, situada en la parte superior o anterior, en la que están localizados algunos órganos de los sentidos, el encéfalo y, generalmente, la boca. Se entiende unas veces incluyendo el cuello y otras sin incluirlo. 2. Esa parte, excluida la cara: «Se ha dado un golpe en la cabeza». 3. Escultura, pintura o fotografía de la cabeza y el cuello o poco más. 4. Cosa o persona más importante entre otras.

Diccionario de María Moliner

Benito hacía milagros





Habían pasado
Marcelino pan y vino unos días antes. Esa sí la vi completa, pero la biografía de Benito no. Creo que me quedé en la parte cuando entra al seminario. Supongo que de ahí vino la confusión; en la cabeza de un niño las cosas tienen sentido de una manera distinta. Para nosotros se trataba de la imagen de un santo: san Benito.

«Deben de haberle cortado la cabeza, por eso lo pintaron sólo del cuello para arriba», dije, pensando en una estampita que tenía mi abuela, en la que aparecía san Pablo después de que lo decapitaran: los ojos borrados y un círculo amarillo alrededor de las canas. Aidée me miraba con la boca abierta, sacando el aire por el espacio entre la lengua y los dientes, inclinados hacia fuera como si también ellos quisieran escapársele de las encías. Me gustaba Aidée, aunque caminara torcida hacia delante, y lo poco que dijera pareciera venir de un lugar por debajo de su garganta cargada de flemas. A pesar de que mi hermano insistiera en que era mi novia: «no te hagas, te encanta esa niña y sus ojos de vaca».

Benito nos miraba fijamente desde su fondo naranja, con el pelo muy peinado. Lo habíamos descubierto gracias a Aidée. Cuando subimos a la azotea de mi edificio, el Guadalupe Victoria, señaló el cuadrado blanco rodeado de mugre en el cuarto piso y dijo: «¿gogeh edá?». A mí me urgía esconder el trapeador que le habíamos robado a Evelia en alguna de las jaulas y creí que hablaba de ella. «No te preocupes, no nos vio, pero apúrale», contesté, nervioso. No fuera a ser que la conserje terminara de barrer el patio y se diera cuenta de lo que le faltaba mientras nosotros seguíamos arriba. «E senhor», insistió Aidée. Abrí la puerta de metal y corrí a encerrar el mechudo, agitando su melena. «Conque no creías en el robachicos, niña», le dije corriendo el cerrojo que nadie usaba. Pero mi cómplice seguía en el pasillo preguntando casi a gritos: «¿gogeh edá e senhor?».

Así que nos perdimos del espectáculo de Evelia y terminamos frente al retrato en su torre de departamentos. «¿Y e duyo?», preguntó. No supe qué contestarle. Me acordé de lo que dijo mi abuela sobre san Antonio: cómo ella y sus hermanas le quitaban al niño Jesús para pedirle deseos y no se lo regresaban hasta que cumpliera. A lo mejor alguien había robado el cuadro de mi edificio. En todo caso, si nadie lo había regresado significaba que era malo para hacer favores. Decidimos revisar las otras tres torres, pero sólo encontramos marcas de polvo sobre la pared: el santo de Aidée era único.

«¡Joaquín!», escuché mi nombre estirándose por los barandales de cemento; era Evelia. Nos pegamos a la puerta del departamento ocho, haciéndonos flaquitos para que el marco nos tapara. «¡Ya los vi que se subieron! Te voy a acusar con tu mamá ahora que llegue…». Venía por las escaleras. Escuchamos el chicote de sus sandalias cada vez más cerca. «Vas a ver si no me dices dónde lo pusieron». Apreté la mano de Aidée y cerré lo ojos, imaginando al santo: «san Benito, que se vaya». Ella repitió junto a mí, a su manera, y nos escuché diciendo: «que se vaya». Como si de verdad fuéramos uno solo, nuestra voz rogó: «que se caiga». El sonido de la ese parecía el de una serpiente que subía a cada paso de Evelia. «Que se caiga, que se caiga, que se caiga». Y seguimos con la letanía, quietos, hasta que oímos el derrapón de su chancla y después los golpes, los quejidos suaves rodando hacia abajo. Aidée me soltó. Sentí la mano adolorida. Nos quedamos ahí, en silencio. Evelia se quejaba. La señora Muñoz salió de su departamento y llamó a gritos a su marido. Dijeron algo así como que el pie se le había volteado. Seguimos acurrucados en la puerta del número ocho hasta que la llevaron al hospital. El pasillo fue oscureciendo y al llegar la hora de que las luces se prendieran, el foco sobre nosotros zumbó sin encenderse.



Abrí la puerta despacio, casi sin hacer ruido. Tuve miedo de encontrarme a mamá sentada en la sala: el teléfono en la mano, llamando al portero del condominio. Pero sólo estaba Josué, iluminado por las luces amarillas en la tele. «¿Dónde andabas?», dijo sin soltar la palanca. «Habló mamá, que va a llegar tarde. Que tiene junta en el Sanborns enfrente de la oficina… Le dije que ya estabas aquí». Giró la silla para verme. «Y tú no le vas a contar que estuve jugando». Levantó las cejas, esperando que le respondiera. «Okey». Sonrió y regresó a cazar fantasmas que corrían de regreso a su base con los ojos muy abiertos. «Hay gansitos y leche para cenar… ¿Y tu novia?». No le contesté, no tenía ganas de discutir. Tampoco tenía hambre. «Evelia se cayó», murmuré, pero los fantasmas ya se habían recuperado y comenzaban a perseguir a Pac-man.

En la cama estuve dando vueltas sin dejar de pensar en el santo. Había sido efectivo, sin duda, pero el milagro que había hecho estaba mal. Cada vez que cerraba los ojos lo veía, con su fondo naranja, como de fuego, y su cara de enojo. Soñé al trapeador muerto de sed en la azotea y al pie de Evelia, torcido hacia arriba, llamándolo. Me despertó el ruido de la puerta cuando mamá salió a trabajar. Me cubrí con la sábana. Tal vez había sido sólo una casualidad y Benito Juárez no tuvo nada que ver con la caída de Evelia; esas cosas pasan. Mi abuela se resbaló alguna vez en el piso húmedo a pesar de que traía zapatos de plástico. La única manera de saber si el cuadro en el edificio de Aidée había sido responsable del accidente era hacer una prueba.



Aidée tocó el timbre a las diez de la mañana. Supe que era ella porque dejaba el dedo pegado al botón. Josué, reinstalándose frente a la tele, me gritó: «¡ya llegó la loca!». No me había atrevido a contarle lo de Benito. La voz ronca de Aidée atravesó la puerta preguntando, como todos los días durante ese verano, si yo seguía de vacaciones. «No sé cómo le entiendes a esa niña, güey… ¿Será que tú también estás pendejo?». Cerré la puerta de golpe para no escucharlo gritar sílabas sueltas como tarado, imitando a mi amiga. En el patio tuve que explicarle varias veces a Aidée lo del experimento. Pensé que se me quedaba viendo y soltaba la carcajada porque no tenía idea: qué iba a saber de milagros, si no asistía a la escuela ni al catecismo. «Necesitamos hacerlo otra vez, pedir otra cosa. Algo que podamos comprobar rápido, pero distinto a lo de Evelia… no debe darnos remordimiento de conciencia. ¿Sabes de lo que estoy hablando?». Y ella se reía otra vez y jalaba mi brazo. El problema era que no se me ocurría nada que cumpliera los requisitos. ¿Aventar al gato de la señora Muñoz desde arriba y pedir que cayera parado? No. ¿Revivir alguna de las plantas que tenía mamá en su ventana? A lo mejor, aunque la resurrección era mucho pedir. Aidée tiraba fuerte de mí, doblando las piernas como si estuviera a punto de hacerse pipí. Quise sacudirla y hablar como lo haría Josué: «¿qué no me estás escuchando, idiota?», pero no pude. Ella siguió risa y risa con esa lengua gorda, chorreante de saliva, que hizo una mancha redonda en el cuello de su blusa. «Espérate, ya casi se me ocurre»… «Yah», repitió, abriendo la boca tan grande que pude verle hasta las muelas. Parecía tan tonta.



Decidí no cerrar los ojos, sino fijar la vista en la mirada oscura de Benito Juárez. No tenía tiempo para explicarle. Sólo le pedí que repitiera conmigo: «hazlo, hazlo, hazlo», que rogara como cuando lo de Evelia. Empezamos en voz baja, siguiendo el ritmo de nuestras palabras con las manos: «hazlo, hazlo», subiendo de volumen hasta decirlo fuerte, fuerte como un martillo: «¡hazlo!». La señora Muñoz abrió la puerta de su departamento y se asomó chitando: «¿Qué hacen ahí, Joaquín? No anden jugando por las escaleras, ¿qué no se enteraron de lo que le pasó a Eve?… Ándale, bájense de ahí…». Y entonces Aidée habló a mi lado, pronunciando cada palabra: «Usted no sea metiche, o también la tiramos».

La señora Muñoz se quedó parada sobre su tapete de bienvenida, sin decir nada, mientras Aidée y yo pasamos junto a ella: yo con la impresión de que los escalones del edificio tenían un color distinto; Aidée saltándolos de a dos en dos. No me soltó de la mano hasta que llegamos a la planta baja y su cuerpo se torció de nuevo hacia delante.

A veces todavía sueño con la cabeza de Benito sobre sus hombros.