Índice


Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Agradecimientos

Refranero mexicano

Glosario gastronómico

Contenido extra

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Primera edición: julio de 2017



Copyright © 2017 Romina Naranjo



© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-40-7

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía de cubierta: Polupoltinov/Shutterstock



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.







A todos los afectados por el huracán Patricia,
que asoló México en el mes de octubre de 2015.
Que tan hermosa tierra, donde centro la trama
de esta novela, se recobre pronto de la tragedia.



1



El que es buen gallo donde quiera canta



Cabía esperar que la sala de juntas del hotel estuviera llena. Incluso el paso por el arco de seguridad y la muestra de acreditaciones estaban totalmente justificados.

Empresarios vestidos de traje y secretarios agobiados recorrían el recibidor, buscando ser los primeros en entrar a la sala donde tendría lugar la conferencia. Los que llegaran antes tendrían un mejor sitio y serían más visibles al anfitrión, lo que sin lugar a dudas les daría ventajas a la hora de hacer público aquello que habían estado preparando.

Oliver Hamer, con la chaqueta desabrochada y el pelo castaño peinado con indolencia, no parecía nervioso. Consultó su reloj de pulsera como de pasada y se guardó las gafas de sol Ray-Ban en el bolsillo interior. Aquel era su mundo, pensó mientras sonreía a una atractiva joven morena que portaba el distintivo del hotel en la camisa: apariencias y pretensiones.

Se sentía como pez en el agua entre todos los cuarentones ajados y antiguos que presentarían lo mismo con lo que llevaban años trabajando. Sin modernizarse ni ofrecer elemento distintivo alguno. Iba a merendarse a aquellos gilipollas, se dijo, guiñando un ojo a la ruborizada muchacha, que tropezó con un pie de maceta al irse; después, quizá se premiara con una buena noche de conquista.

A su lado, Tomy Anders, que además de su abogado era su más íntimo amigo —y probablemente el único—, no parecía compartir la misma tranquilidad de la que Oliver hacía gala.

Conforme más empresarios del mundo publicitario llegaban, cargados con archivos, carpetas de diversos colores y demás elementos propios para una gran exhibición en sociedad de sus productos, más tenso se ponía, en contrapunto con la calma absoluta de Oliver, que se había acodado en una de las columnas del hall, sin prestar demasiada atención a los competidores.

—Quizá debería ir al coche a por el portátil —murmuró Tomy en su oído, palideciendo cuando vio pasar ante él a un hombre cuyo ayudante portaba una caja de cartón de la que sobresalía material de oficina etiquetado con las siglas de la empresa anfitriona—. Para crear la ilusión de no venir con las manos vacías.

—¿Y de qué iba a servir, Tomy? —Oliver se encogió de hombros, sin dejarse impresionar por las estrafalarias puestas en escena—. No tenemos nada preparado.

—Joder, Oliver…, ¡por lo menos podrías fingir que te importa!

—Estoy aquí, ¿no?

Alzando una ceja castaña, Hamer le dio un toque en el hombro a Tomy, y aunque este sabía que debía tomarlo como un «tranquilo, todo está controlado», le era imposible tragar el nudo de nervios que le atenazaba la garganta.

Y no era para menos. Se jugaban el porvenir de su empresa publicitaria a una mano en la que solo contarían para ganar con la versada técnica para lanzar faroles de Oliver. Hasta el momento, su capacidad para conseguir las cosas a base de encanto y mucha labia no había fallado, pero Tomy empezaba a temer que fuera cuestión de tiempo que su buena fortuna dejara de surtir efecto.

Sería desastroso que cayeran con todo el equipo en un momento como aquel, porque hacer el ridículo ante un grande de la publicidad sería lo mismo que despedirse de su negocio para siempre.

Aquella tarde cualquiera, el magnate automovilístico Henry Montero presentaba la que iba a ser su nueva flota de vehículos. Cada tres años, era puesto a la venta un nuevo buque insignia de hm Motors, compuesto por un vehículo principal, de la más alta gama, y otros secundarios. Tanto público como crítica se frotaban las manos por ver lo que aquel visionario del mundo empresarial tenía para mostrar.

Los publicistas, ávidos de fama, se daban cita en el lugar que Henry designaba y se enfrentaban entre sí para hacer llegar tanto a empresas como a consumidores de a pie sus ideas en cuanto a distribución y promoción de los coches. Se solía decir, en los círculos más cercanos, que Montero no necesitaba anuncio alguno para que sus coches se vendieran, pero que, de algún modo, disfrutaba poniendo en apuros a quienes se atrevían a hacerle una propuesta por la que apostar.

La realidad era que Henry no era más que un hombre entrado en carnes, que pasaba de los sesenta años, y que, tras mudarse de España, donde había nacido, residía dando vueltas por el mundo junto a su familia, buscando mejoras técnicas para hacer de sus vehículos los mejores. Había empezado humildemente, como chapuzas en un taller de pueblo, pero pronto su iniciativa llamó la atención de los inversionistas adecuados. El resto era un ascenso meteórico hacia la fortuna y la fama.

Para Oliver, que había vivido sus primeros años en un orfanato, deambulando después por varias casas de acogida, hacerse con el contrato de hm Motors sería la guinda de un pastel que llevaba ya mucho tiempo cociéndose a fuego lento.

Aquel era el pistoletazo de salida que su empresa de publicidad precisaba para dejar de ser considerada de segunda y llegar por fin a jugar en las ligas mayores. Mirando con ojo crítico a todos los hombres y mujeres que llenaban la sala, sin duda más expertos, preparados y con posibilidades reales de dar al quisquilloso empresario del motor justo lo que esperaba, supo cuál sería su estrategia: ir de farol.

No iba a perder aquella oportunidad, sin importar cuánto tuviera que mentir para conseguirla.

—A la mierda —oyó decir a Tomy, a su lado. Estaba tan nervioso que se dio la vuelta y apoyó la frente en la pared durante unos segundos, buscando dejar de ver el interminable desfile de elementos de presentación que tenía lugar ante sus ojos—, el de Publishing Corp trae hasta un proyector, ¡un puto proyector, Oliver! ¿Tienes por lo menos una jodida libreta? ¿Un boli con el que hacer garabatos?

Hamer solo sonrió, saludando con un gesto de la cabeza a Marshall, el veterano presidente de la Corp —o vejestorio, como Oliver prefería llamarlo—, que cargaba con el ruidoso aparato y las diapositivas. ¿De verdad creía que eso impresionaría a Montero? Llevar un proyector a una reunión publicitaria como esa era como aparecer con una centralita en una fiesta de teléfonos inteligentes.

—Respira hondo, amigo —le susurró a Tomy mientras se recolocaba los puños de la chaqueta—. Está todo bajo control.

—Si no me saliera una úlcera cada vez que dices eso…

Oliver se cruzó de brazos, dedicándole aquella mirada suya que subía faldas con extrema facilidad.

—¿Cuándo te he fallado?

Tomy se quedó pensativo, aunque tuvo que admitir que no había respuesta para aquella pregunta. Oliver siempre solía conseguir lo que quería: para muestra, el hecho de haber sido invitado a aquella reunión cuando su empresa publicitaria era todavía una recién nacida en el sector.

Había quienes tardaban años en recibir una acreditación para poder mostrar al señor Montero sus alternativas, puesto que nadie acudía a la sala de conferencias como mero oyente. Oliver, de algún modo, se había hecho con una tan pronto se supo la localización exacta del evento, y lo había celebrado ampliamente y con orgullo ante todo el que estuviera, o no, dispuesto a escucharlo fanfarronear.

El problema era que no había usado ni un solo minuto para organizar lo que iba a hacer o decir cuando estuviera ante Henry Montero.

—Me quedaría más tranquilo si me dijeras lo que tienes pensado —insistió Tomy, sin saber si temía más lo que pudiera escuchar o aquello que estaba imaginándose, como a su amigo quedándose en blanco o provocando que los echaran entre burlas.

—Entonces no sería tan divertido. —Oliver sonrió y se llevó el índice a la sien. Era verdad que no había reparado demasiado en preparar su puesta en escena ante Montero, ¿para qué? Improvisar era su talento. Se arriesgaría.

La guapa joven morena volvió a aparecer, esta vez indicando a los presentes que podían pasar a la sala ordenadamente y tomar asiento. Uno a uno, entre cuchicheos y revisiones de última hora a los fajos de documentos, los citados al evento ocuparon las sillas, apretando el paso por hacerse con las más cercanas a la central, donde se acomodaría Henry Montero.

Con el susurro constante de Tomy en la oreja, Oliver se entretuvo desenvolviendo un caramelo de menta que había cogido de una mesita, dejando pasar delante a todos aquellos dinosaurios que creían tener la partida en el bolsillo con sus dibujos y sus eslóganes de los años 80. Vio cruzar la puerta a hombres que lo consideraban poco menos que un advenedizo, criticando siempre su manera de hacer publicidad e interpretando su innovación como algo, en ocasiones, grotesco.

El que se hubiera hecho en poco tiempo con una cartera de clientes respetables solo podía molestarles más. Publicidad Hamer era transgresora, y las nuevas generaciones querían que sus productos se quedaran en la retina del comprador, para lo que era vital un anuncio que les tocara partes de la piel que habían permanecido vírgenes hasta ese momento. En eso, Oliver era un maestro.

—No van a hacer exposiciones simples, de eso puedes estar seguro —le dijo Tomy una vez se quedaron a solas en recepción—. Nadie ha venido a dar un tranquilo paseo por el parque. Están preparados.

—No me preocupa lo más mínimo.

—Empiezo a preguntarme si, en realidad, algo te quita el sueño.

Oliver sonrió, sacudiéndose del pantalón gris marengo una pelusa inexistente. Mirándole con objetividad, Tomy tuvo que admitir que Hamer tenía varios puntos a su favor. Para empezar, era atractivo y conocía tantas formas de decir las cosas que era capaz de embotar un cerebro espabilado tras unos pocos minutos de conversación, lo que le había salvado de más de un embrollo donde él mismo se había metido. Con su metro noventa y su cabello castaño peinado a la moda, lucía los trajes como un dandi, y su expresión facial y sonrisa fácil decían a las claras que era alguien a quien convenía tomar en serio.

Cuando uno provenía del lugar del que Oliver había salido, teniendo que luchar por cada privilegio y no dando jamás nada por sentado, aprendía varias cosas y perdía el miedo a sentirse humillado. A él, que se había visto desamparado de niño, poco le importaba jugarse su gran oportunidad de obtener un contrato millonario a la carta de la suerte. No era la primera vez que lo hacía.

Le sobraba confianza en sí mismo, y, desde luego, toda la bonanza que le había sido esquiva en su juventud parecía caerle ahora del cielo, allanándole un camino que debería haber sido más tortuoso.

—Solo espero que esa jodida flor que tienes en el culo no decida marchitarse ahora —susurró Tomy, que, como buen abogado, solo confiaba en aquello que podía documentar y llevar por escrito, por más que hubiera visto la magia de Oliver brillar en otras ocasiones.

—Ninguno de estos tipos es un rival destacado, Tomy. —Y lo dijo con tal calma que Anders casi lo creyó—. Estamos ante los eruditos que representaron la menstruación con un líquido azul. —Se encogió de hombros, como si el alegato lo hubiera dicho todo—. Las mujeres odian esas mierdas de anuncios, amigo mío. Y ellas compran coches.

—Entonces… tienes un plan.

Otra sonrisa fue lo único que recibió como respuesta. Resignado, Tomy miró al techo, preguntándose si aún podría recoger el ordenador del coche y montar algunas imágenes chapuceras y rápidas mientras el resto de ponentes hacía sus cuidadas y trabajadas exhibiciones.

Por fin, Oliver entró a la sala, luciendo su sonrisa más seductora y segura. Tomó asiento y saludó con gestos afables a todos sus competidores, hombres versados y con las manos simbólicamente encallecidas a causa de años de duro trabajo. Muchos renegaban de que alguien como Hamer estuviera presente en un acto donde uno precisaba de muchos más méritos para hacerse un hueco, pero con la acreditación en la mano, tan solo pudieron murmurar su desacuerdo.

Con un suspiro resignado, Tomy ocupó su lugar, encomendándose a aquella irreverente capacidad que su amigo tenía para poner toda situación de su lado.



Durante cerca de dos horas, Oliver escuchó con atención las ideas que el resto de publicistas tenía para mostrar a Henry Montero, que presidía la sala y miraba sin perder detalle las imágenes, vídeos, sonidos y dibujos que le iban mostrando.

Con unas gruesas gafas de pasta ocupándole media cara y una camisa tejana metida por dentro del pantalón de vestir, el dueño de hm Motors no hacía preguntas ni interrumpía a quienes estaban exponiendo por qué debían ser ellos quienes lanzaran el nuevo vehículo todoterreno de alta gama al mercado. Se limitaba a escuchar en silencio.

Llevando al cuello una gruesa cadena de la que colgaba la imagen de un cristo crucificado y con un simple anillo de oro en el dedo anular, Montero era conocido por ser exhaustivo a la hora de poner contras a todo lo que se le proponía. Le gustaba hacer las cosas a su manera y llevar al límite a todos los que osaban intentar trabajar para él. Tenía la edad y el dinero apropiados para que se le permitiera ser excéntrico hasta el aburrimiento, y no defraudaba.

Todos los presentes recibirían en sus oficinas una carta firmada por su puño y letra donde le detallaría claramente y sin florituras por qué no habían sido elegidos. Y sus misivas eran ya famosas entre los empresarios del sector, por lo directas y lapidarias. Quienes habían tenido la dudosa suerte de firmar contratos con él decían que las cláusulas de estos eran intransigentes y variopintas. Sin embargo, aquel que había trabajado con Montero ansiaba repetir.

Oliver estaba más que dispuesto a sumarse a esa lista tan exclusiva. Lo que tuviera que hacer para conseguirlo le importaba poco.

Se consideraba a sí mismo un camaleón capaz de adaptarse a cualquier situación que le reportara algún beneficio. Meterse en el bolsillo a Henry Montero supondría, quizá, sobrepasar los escasos escrúpulos que todavía le quedaban, lo que parecía más una aventura que algo negativo. Todo hombre tiene un límite para arrastrarse, pensó Hamer, que había salido de un fango muy profundo. No le importaría ensuciarse si podía luego limpiar la porquería con las hojas de un sustancioso contrato.

Después de multitud de campos floridos, familias perfectas y canciones de viaje en los que el impresionante automóvil estilo 4x4, tanto en formato monovolumen como de sport, brillaba bajo un sol sonriente y hacía felices a padres e hijos de ensueño, le llegó por fin el momento.

—Oliver Hamer —anunció Montero, revisando sus notas.

Luciendo su mejor sonrisa, Oliver recorrió la estancia a paso calmo, para que todos los demás pudieran verle bien. Después, se situó junto a la gran pizarra digital, donde todavía se veía la última escena bucólica del anuncio presentado con anterioridad. Un único movimiento de cabeza le bastó para saludar a Montero, que le miraba con curiosidad.

—Un publicista relativamente nuevo, me parece —le dijo con voz ronca, rascándose el mentón.

—Alguien tenía que renovar esto.

Hubo carraspeos en la sala, pero Oliver no se dejó intimidar. Tomy, que estaba inmóvil en su asiento, se preguntaba qué iba a pasar. ¿Qué demonios iban a decir que igualara al menos los despliegues de creatividad, clásica pero efectiva, que acababa de ver? La mirada de Montero era serena, sin pizca de humor. Recorrió a Oliver con un gesto, seguramente preguntándose si llevaría en el bolsillo algún pequeño dispositivo con algo que enseñarle.

—Le advierto, señor Hamer, que es muy difícil que logre impresionarme.

Dejando la chaqueta sobre el respaldo de una de las sillas, Oliver se llevó las manos a la espalda, dando un par de pasos a la derecha para quedar justo bajo el foco del proyector de Corp, que había decidido sabiamente dejarlo instalado. Sonrió a Henry, sin inmutarse por su advertencia.

—Con todo respeto, señor Montero, usted no me conoce. —Oliver notaba que se crecía, allí parado, siendo el centro de toda la atención, estaba en su elemento. Aunque fuera otro quien dictaba las normas, él jugaba en casa.

Por el leve brillo de sus ojos, quedó claro que el magnate de hm Motors disfrutó el intercambio de palabras.

—Conque un gallo, ¿eh? Me gusta. Proceda entonces, señor Hamer. —Y para azuzarlo más, se cruzó de brazos, como si el aburrimiento lo hubiera atacado ya—. Inténtelo.

Oliver se dio unos segundos para pensar. Tenía bastante claro lo que deseaba contar, y, la verdad, todo cuanto había visto se lo había puesto aún más fácil. Su mente se retrotrajo, haciendo a la inversa todo el recorrido de aquellos coches majestuosos por las playas, montañas y senderos cargados de sol y cielos azules. Aunque con variaciones, sus competidores habían expuesto en pocas palabras la misma mierda que durante años había colapsado los canales de televisión, anunciando coches que trepaban paredes y giraban sobre sí mismos de forma irreal. No habían ofrecido nada nuevo, nada que mereciera la pena considerar.

De pronto, como le pasaba siempre, todo se materializó en su mente, y lo tuvo tan claro que empezó a hablar como si hubiera preparado el discurso durante meses, en lugar de estar a punto de inventarse cada palabra.

—Usemos cualquiera de las imágenes que hemos visto esta tarde, pero añadamos algunos cambios. —Se tocó el mentón con la mano derecha, como si viera en el aire el 4x4 y a la familia dentro de él—. Para empezar, los hijos, en el asiento trasero, no van cantando ni mirando las matrículas con sonrisas blancas y perfectas. La adolescente, insufrible y cargada de complejos, no se separa del teléfono móvil, al que por supuesto ha puesto auriculares para no tener que oír al resto de su familia. —Sonrió a nadie en particular, perdido en las imágenes que su cerebro le llevaba a los labios—. Va pegada a uno de los laterales. Su hermano al contrario, jamás la rozaría ni con la zapatilla que lleva puesta. Está ensimismado con la pantalla de su Nintendo, cabeza gacha y atención puesta solo en el juego.

Oliver deambuló alrededor de los presentes, no miró ni una sola vez a Henry Montero, pero sabía, por aquel instinto que poseía y que tan arraigado estaba, que él no le quitaba ojo de encima.

—El padre, con los nudillos blancos de la fuerza con la que sujeta el volante, está enfadado y riñendo con la madre de cuando en cuando, porque ella no para de entrometerse en el camino a seguir, la hora de llegada y todas esas cosas típicas que hacen que la conducción en pareja sea un completo desastre.

Estratégicamente situado junto a la imagen del brillante campo con el reluciente coche bajo el sol, Oliver pulsó con un dedo el interruptor del proyector y esta desapareció, dejando la pizarra en blanco, desierta de toda representación poética.

—La familia de verdad discute, se pelea, o no se habla en absoluto. Hay gritos y recriminaciones en el coche, y quizá, algún gesto que suponga una pérdida de atención en la carretera por parte del conductor, que se distrae sin querer. Es humano. Tiene una vida complicada y problemas. —Se encogió de hombros, como liberando de toda culpa al hipotético padre fuera de sus casillas—. Entonces, la pantalla queda fundida en negro, escuchamos algún grito, un fuerte frenazo que deja marcas en la calzada y el sonido que producen dos carrocerías cuando se están destrozando la una a la otra, ¿saben a qué me refiero? Es brutal. Luego veremos que el coche se ha salido del carril y el lateral luce un buen abollón.

Tal como esperaba, aquello captó la atención de todos los presentes. Incluso Montero, que jamás intervenía ni daba muestra alguna de conformidad o disgusto sobre lo que veía u oía, tragó saliva, echándose hacia adelante en la silla, como si, de acomodarse contra el respaldo, pudiera perderse algún detalle.

Los murmullos no se hicieron esperar. Sin duda, el planteamiento de Oliver rompía categóricamente con todo lo que se había visto hasta entonces en cuanto a la publicidad automovilística, donde se lucían el coche y todas sus potencialidades. Él, por su parte, lo mostraba destrozado, grotesco y hecho un amasijo de hierros sin ninguna belleza estética.

Considerando suficientemente larga la pausa dramática, sonrió y emitió un suspiro que denotaba alivio y extendió la mano hacia la pizarra blanca, como si ilustrara algo que no estaba ahí en realidad.

—El plano final vuelve a ser de la familia. Están siendo atendidos por los sanitarios, hay algunos rasguños y caras de susto propias de haber estado a punto de sufrir un accidente. Pero están ilesos. Los cuatro —alzó las cejas, y por primera vez miró de frente a Henry Montero—, no importa que sean ejemplares o se lleven a matar, señor, porque un padre no comprará su coche si se le promete que cantará canciones de viajes cada vez que lo conduzca. Lo hará si poniéndolo ante una situación de emergencia o de peligro ese coche responde. Si usted asegura que este vehículo, su precio y todas las características técnicas que posee lo hacen seguro y fiable. Eso es lo que debemos vender. Y eso es lo que yo voy a publicitar.

Los cuchicheos se convirtieron en conversaciones a viva voz: al parecer, todos tenían algo que decir sobre lo que habían oído, excepto Oliver, que permanecía mudo y expectante, saboreando las ampollas que había levantado. Tenía la mirada fija en Montero, cuyos ojos azules se habían quedado estáticos, quietos en su persona.

Cuando se incorporó del asiento, el silencio pareció bramar en el centro de la sala, pulverizando hasta la más mínima respiración. Por primera vez, desde que lanzara su primera flota de vehículos, Henry Montero decidió que, dadas las circunstancias, prescindiría de las cartas informativas e iría, tal como era su gusto, directamente al grano.

—Señor Hamer —dictaminó con la voz clara, esbozando una sonrisa socarrona que dejó clara su satisfacción—. Lo reté a tratar de impresionarme y lo ha hecho. Si supera mis pruebas, el contrato es suyo.



2



Chocolate que no tiñe claro está



Cuando la segunda ronda se convirtió en una colección de vasos vacíos, y conforme las ansias festivas de Oliver no hacían más que aumentar, Tomy dejó de esforzarse por controlar su curiosidad. Echando un rápido vistazo a su reloj de pulsera, descubrió que pasaban de las diez de la noche, lo que era mucho decir teniendo en cuenta que la reunión con Henry Montero y los directivos de hm Motors había acabado antes de las seis.

Quedaba por delante una ardua tarea administrativa que culminaría, si ambas partes llegaban a un acuerdo, en la firma del contrato que otorgaría a Publicidad Hamer el derecho y honor de hacer llegar a los consumidores el nuevo vehículo de Montero en todas sus gamas.

Por supuesto, antes de llegar a ese momento, los abogados de hm Motors se enfrascarían en complicar cláusulas que habían hecho recular a hombres mucho más versados en el mundo de los negocios de lo que ellos estaban. Incluso para Tomy, que había visto toda clase de contratos cuando iba por libre, antes de entrar a formar parte de la empresa de Oliver, empezaba a tener sus dudas de que pudieran estar a la altura de los duros requisitos de Montero.

Obviamente, y dado el guiño que acababa de hacer a una chica pelirroja sentada al final de la barra del bar del hotel, Oliver no compartía en absoluto sus cavilaciones. Más bien al contrario, parecía dispuesto a celebrar el triunfo hasta que este llegara por sí solo. O hasta que cayera desmayado a causa del alcohol, lo que pasara antes.

Aunque acostumbrado a su actitud pasiva, Tomy era su abogado, por lo tanto, no cejaba en tratar de hacerle actuar con sensatez.

—Dímelo de una vez —exigió Tomy, tocándole el brazo para alejar su atención de la atractiva mujer a la que ya había invitado a un sofisticado Cosmopolitan—, ¿lo tenías preparado desde un principio?

Echándose el flequillo castaño hacia atrás, no porque necesitara recolocarlo, sino porque sabía que era un gesto considerado atrayente en el sector femenino con el que comerciaba, Oliver sonrió a Tomy, levantando el mentón con fingido gesto exasperado. Hamer no era un hombre que disfrutara viviendo en el pasado, aunque este hubiera tenido lugar tan solo unas horas atrás. Conseguido el entusiasmo de Montero, ¿por qué darle más vueltas?

—Si te respondiera a eso, perderíamos la magia del misterio, ¿no te parece?

—Si me confirmas que te has presentado ante Henry Montero en bragas, tirando de lo primero que esa retorcida mente tuya ha hilado, perderé varios años de vida.

Hamer se rio, alzando los restos de su copa en un brindis mudo. Se la acabó de un trago, paladeando el amargo sabor del ron con sumo placer. Había vestigios de dinero y fama en el fondo de aquel vaso, entremezclados con el hielo y las rodajas cítricas de limón. El cóctel perfecto.

—Ha salido bien —y para ratificarlo, Oliver alzó entre los dedos la tarjeta de visita especial que Montero daba a sus socios potenciales. No se cansaba de mirarla—, tenemos el contrato, y esa campaña publicitaria nos subirá tan alto, amigo mío, que pronto necesitarás oxígeno asistido.

—Yo no cantaría victoria tan pronto —la barra de caoba le devolvió a Tomy su propio reflejo. El ceño fruncido iba a provocarle una terrible jaqueca que el alcohol solo empeoraría—, las cláusulas son casi imposibles de cumplir.

—Escucha, Tomy, no hemos llegado hasta aquí para achantarnos por unas cuantas frases escritas con mala leche, ¿de acuerdo? Si Montero quiere mierda de unicornio a cambio de darme ese anuncio, se la conseguiré.

Si tratara con cualquier otra persona, Tomy habría puesto en duda semejante fanfarronería. Pero conocía a Oliver Hamer lo suficiente para saber varias cosas. La primera, que la mujer del final de la barra subiría a una habitación con él, y la segunda, que si existía un hombre en el mundo capaz de engatusar a Montero, ese probablemente era Oliver.

—No me cabe duda de que lo darás todo —susurró cansinamente, observando con incredulidad cómo Oliver usaba un posavasos para anotar algo que luego el camarero acercó hasta la mujer pelirroja, que lo leyó con avidez.

—Hasta la última gota, compañero —un apretón en el hombro le indicó a Tomy que la charla había terminado—, disfruta un poco. Esta noche marca el comienzo de nuestro futuro.

—Salud por eso. —Solo esperaba no arrepentirse de aquella muestra de confianza.

Tomy alzó la copa vacía y decidió, mientras veía a Oliver abrocharse el botón central de la chaqueta para ofrecer a su conquista de la noche su imagen más impoluta, que cogería una habitación y dormiría hasta el día siguiente, donde a buen seguro sus preocupaciones lo estarían esperando. Quizá tuvieran suerte, quiso pensar en un alarde de positivismo. Después de todo, Oliver tenía razón: lo difícil había sido ganarse el favor de Montero, y eso ya lo tenían.

Estaban a punto de embarcarse en la peor locura de cuantas habían hecho juntos —sabía Dios que no eran pocas—, pero si aquel negocio salía bien, nunca más tendrían que preocuparse por tener clientes, y sus cuentas rebosarían ceros.

Con el feliz pensamiento inundando su mente atribulada por el alcohol, Tomy deambuló hacia el mostrador de información, esperando que les quedaran habitaciones donde pasar la noche. Pensó en su cama por un segundo, y en la mujer que la compartía con él desde hacía varios años. Ninguna fiebre de conquista pasajera era comparable con eso, se repitió, como hacía siempre que las tentaciones volaban a su alrededor.

Entre tanto, y con su mejor sonrisa depredadora iluminándole el rostro, Oliver se acercó a la desconocida que bebía elegantemente el líquido rosado de su copa, fingiendo una distracción que estaba lejos de sentir. Teniendo en cuenta que se trataba de una noche especial, Oliver decidió que no usaría sus juegos de siempre; a fin de cuentas, a nadie dañaría un poco de emoción.

Acodándose a una distancia prudencial, carraspeó, ganándose con ello la mirada interesada de la mujer. No parecía que fuera a ponérselo fácil, aunque había aceptado el posavasos con la invitación a otra copa sin pensárselo.

—¿Sabes? Hay dos cosas en esta vida que me excitan más que nada. Una, las mujeres hermosas que beben solas; y otra, firmar contratos millonarios. —Haciendo danzar la tarjeta de Montero entre los dedos, Oliver la dejó caer con gracilidad en su bolsillo—. Estoy a punto de lograr lo segundo.

—No me digas… —Echando la copa a un lado, la mujer jugueteó con los mechones de su pelo, enredándoselos en los dedos—. Entonces debes de estar eufórico.

—Depende de ti. —Oliver se inclinó hacia adelante, robándole el antebrazo con una caricia tan sutil como efectiva. La piel se estremeció y aquellos ojos de apariencia fría se derritieron. Era suya, aunque ella aún no lo supiera—. Si te apuntas a formar parte de esta noche épica, preciosa, las cosas pueden ponerse muy calientes.

—¿Cómo de calientes? —La vio pasarse la lengua por los labios, llamándolo como si fuera ella quien dictara los pasos en el baile. Oliver la dejó creerlo, al menos por un instante.

—Sube conmigo y descúbrelo. No me gusta mostrar todas mis cartas en público.

La mujer sonrió, debatiéndose durante unos instantes, aunque parecía claro que estaba más que dispuesta a dejarse llevar por los designios de la noche.

—¿No quieres alardear un poco de ese… contrato millonario? Quizá me apetezca conocerte un poco antes.

—Cuando empiece contigo, no te interesará saber ni cómo me llamo.

—¿Tan seguro estás? —Él había lucido la cantidad exacta de sarcasmo, aderezado con una sonrisa irresistible. Valoró que la presa siguiera el juego, aunque estaba perdida de antemano.

—Eres la elegida, cariño. ¿Vas a romperme el corazón?

La risita tonta y la caída de ojos dio a Oliver el triunfo. Por supuesto, aquella belleza perdió todas sus inhibiciones tan pronto subieron al ascensor. Besaba con la lascivia de quien no desea desaprovechar un solo minuto, y aunque se presentó, dándole a Oliver un nombre compuesto al que él no puso la menor atención, estaba claro que sus intenciones de ser cauta y entablar conversación habían quedado atrás.

Se hospedaba en una de las habitaciones sencillas, pero aquello tenía poca importancia, dado que tan solo iban a compartirla durante el tiempo que durara el sexo. Bajo el vestido de gasa azul cobalto que llevaba, un minúsculo conjunto de lencería negra, plagado de bordados y transparencias, dio la bienvenida a Oliver. La piel, acaramelada por alguna loción de sabor exótico, tenía un tono moreno de apariencia natural que encendió sus sentidos.

Tan pronto cayeron en la cama, lanzando al suelo el caro traje que Oliver había comprado especialmente para su reunión con Montero, ella se le aferró con piernas y brazos, arañando, exigiendo, besando y mordiendo con tanta pasión que sin duda lo dejaría plagado de marcas. Oliver sonrió: no le importaba, disfrutaba de un buen intercambio salvaje cuando se daba la ocasión.

Dado que el ambiente estaba lo suficientemente caldeado como para prescindir de preliminares, Oliver echó mano de su cartera para coger un preservativo. Era tiempo de concretar aquel negocio, pensó mientras rasgaba el envoltorio con una sola mano mientras la otra, perdida entre los muslos de la mujer, comenzaba a retirar el pequeño tanga negro que cubría aquel primer plato que Oliver no pensaba tardar en devorar.

Con una sonrisa lasciva, hundió los dedos dentro de ella, viéndola arquearse como una gata sedienta de caricias diestras.

—Qué belleza —dijo con un hilo de voz, en tanto que se ponía el preservativo con una sola mano, haciendo gala de una técnica impecable—, pelirroja natural.

—No necesitas eso —susurró la mujer, entre jadeos, alzando ya las caderas—. Tomo la píldora, te lo juro.

Esta vez, el gesto de Oliver fue más cínico que sexy, pero no respondió nada. Se cernió sobre ella y devoró su cuello y pechos con los dientes y la lengua, haciéndola olvidar rápidamente aquella muda petición que de ninguna manera pensaba cumplir. Jamás, bajo ninguna circunstancia, practicaba sexo sin una protección que él pudiera controlar, y, desde luego, no lo haría nunca con una mujer cualquiera a la que había conocido en un bar.

—Relájate, cariño —le dijo cuando se abrió paso en su interior con la hinchada punta de su miembro—, y disfruta.

Un gemido gutural fue la respuesta que obtuvo, y ya no hubo más conversación.

Era hábil en la cama. Lo sabía. No porque fuera un engreído pagado de sí mismo, sino porque muchos años de sexo con mujeres de todo tipo avalaban esa certeza. Podía hacer que el acto durara o terminara a voluntad y, salvo casos extremos o compañeras con las que apenas había tenido química, siempre lograba hacer que ellas llegaran al orgasmo. Era el premio que merecían por dejarle llevar la batuta y hacer lo que quisiera, porque tanto como adoraba llevar el control en los negocios, Oliver nunca estaba dispuesto a cederlo durante el sexo.

Le dio a su conquista casual sin nombre el clímax por el que ella gritaba y se retorcía entre un mar de cabellos húmedos de sudor. Permitió que lo engullera con sus largas y fuertes piernas mientras se corría, y después tan solo necesitó tres embestidas para vaciar su pasión satisfactoriamente. Tan pronto recuperó el aliento, y percibiendo que los brazos fogosos de la mujer empezaban a tornarse suaves, se apartó de ella dedicándole una sonrisa que decía a las claras que había sido un verdadero placer.

Pero que no volvería a repetirse.

Tuvo que escuchar frases vanas y preguntas absurdas mientras se vestía, mas no respondió ninguna. Consintió un último beso e incluso le dedicó una caricia velada, pero después, todavía con la chaqueta bajo el brazo y la camisa a medio abrochar, abandonó la habitación.

Era mejor así, se dijo mientras esperaba al ascensor, todavía con los efluvios del orgasmo dejándose sentir en sus terminaciones nerviosas. Durante diversas épocas de su vida había tenido amantes con las que había compartido periodos relativamente largos de tiempo, e incluso otras conquistas, menos importantes, a las que había dedicado casi noches enteras.

Lady Pelirroja no era una de ellas, desde luego. Había sido solo el trozo de pastel de chocolate que uno toma tras una larga jornada en la que ha conseguido todo cuanto se había propuesto. Un placer para un rato, del que había que desembarazarse antes de que se volviera empalagoso. Ella había cumplido su función y se había llevado un grato recuerdo que podía elegir atesorar o no. Tanto le daba.

Tras una comprobación de última hora en sus bolsillos, y acariciando entre los dedos la tarjeta de Montero con mucha más suavidad de la que había usado con su acompañante de aquella noche, Oliver entró al ascensor y bajó a recepción, dispuesto a preguntar por la habitación de Tomy y sacarlo de la cama sin demora.

El trabajo no esperaba hasta que saliera el sol.



Café.

Aquel era el único pensamiento consciente que Frannie podía conectar entre los restos del sueño que aún perduraban en su subconsciente. Con los ojos pegados y bostezando ante la desastrosa imagen que le devolvía el espejo del baño, se dio cuenta de que aquellos fantásticos focos que la rodeaban la hacían parecer una estrella de cine trasnochada. Y, encima, acentuaban todas sus legañas y ojeras.

Abrió el grifo, y antes de poder pararse a pensar, se echó abundante agua fría en la cara, rogando que eso bastara para espabilarla y lograr que se arrastrara al armario en lugar de volver a la cama, que era lo que realmente deseaba.

Mientras se secaba, comprobó que algunos mechones rubios se le habían pegado a la frente, confiriéndole una imagen aún más penosa. Resignada, cogió las gafas de pasta negra del estante que tenía enfrente y se las encasquetó sobre la nariz, enfrentándose por fin a su cansado reflejo con toda nitidez.

—Hola, tú —se dijo a sí misma, con ceño—, no me mires así, también es de madrugada para mí.

Caminó por el pasillo rumbo a la cocina, abrazándose a su tibio pijama de terciopelo, del que pronto tendría que despedirse. Tomó una taza alta del armario con puerta cristalera y pulsó con ansia el botón de la cafetera eléctrica. Pronto, el aroma de la cálida sustancia impregnó las cuatro paredes de la cocina, haciéndola suspirar de anticipación y provocándole la esperanza de lograr despertarse después de una taza. O dos.

—Ese es el sonido que todo hombre querría oír escapar de los labios de una mujer.

Sonriendo a su pesar, Frannie giró sobre sí misma y se topó de frente con su amiga y compañera de piso, Teresa, quien, a diferencia de ella, despertaba rozagante, luciendo un coqueto pijama de dos piezas de satén rosado que resaltaba de manera casi vulgar sobre su estilizado cuerpo. Solo había algo que la hacía más atractiva aún que el ébano de su piel, y eran sus ojos, grandes y brillantes. O quizá su pelo, lustroso y siempre perfecto.

De no llevarse tan bien con ella, Frannie la odiaría solo por principios.

—Todavía no puedo creer que tengas que irte a trabajar —la oyó decir, mientras sacaba de la nevera un platito con cupcakes cuidadosamente envueltos en film transparente—, apenas son las cinco, por Dios bendito.

—Tú empiezas a esta hora. —Frannie bostezó, echando abundante azúcar a la taza y removiendo el contenido con la vista perdida.

—Yo tengo una pastelería, Fran, tú trabajas en una oficina.

Era cierto. Pese a la pinta de modelo brasileña que se gastaba Teresa, lo cierto era que se dedicaba a la repostería. Tenía una pequeña tienda en el centro comercial, y si todo iba bien, pronto se liaría la manta a la cabeza y abriría una segunda. Estaba tan orgullosa de su profesión que se pasaba horas horneando, probando glaseados, coberturas y mezclas de toda clase, lo que conllevaba comer magdalenas y bollos casi a todas horas. En su casa nunca faltaban el cacao, la mantequilla de cacahuete, las frutas de entretiempo, el azúcar y los condimentos más dulces y maravillosos que el hombre había creado, ordenados por fecha de caducidad.

Lo cual era malo para la figura de Frannie, que a veces tenía que hacer pequeños sacrificios para no perder su forma curvilínea. Teresa, sin embargo…, bueno, podría basar su alimentación en chocolate y pizza, y ni siquiera se notaría.

—De verdad que creo que podrías denunciarlo por esto —insistió mientras mezclaba algo en un bol pequeño, atenta al estado de frío de los cupcakes que había sacado de la nevera—. Ese tío es un jodido cabrito.

—Viene de una reunión muy importante con el dueño de hm Motors, si nos ha citado en la oficina a esta hora, será importante.

«Por favor, por favor, que sea para algo importante», rezó en su interior, dando sorbos pequeños al café, que estaba demasiado caliente y muy dulce.

—Como si acaba de acostarse con la reina. —Con mimo, Teresa colocó un cupcake en un platito de flores, espolvoreó canela mezclada con azúcar moreno por encima y lo metió en el microondas—. Tu contrato estipula que tienes un horario.

—En realidad… creo que había una cláusula sobre… imprevistos. Decía algo de acudir cuando llamara en caso de emergencia.

—¡Venga ya, Fran!

—No pasa nada, estoy bien — admitió intrigada, porque su jefe era de esas personas que convertían algo ordinario en espectacular solo por el modo en que lo contaba—. Me espabilaré, me vestiré y seguro que hoy será un día memorable.

Teresa lo dudaba mucho, y aunque no dijo palabra, enarcó sus perfectas cejas oscuras para demostrarlo. No sabía mucho del tal Oliver Hamer, el jefe de su amiga, salvo lo que ella misma le contaba, envuelta en adoración y entusiasmo adolescente. Era un hombre joven y atractivo que entraba en la cúpula de los futuros millonarios con pie firme, todo un dandi, el empresario del momento. Por lo menos, en lo profesional. En lo que respectaba a su vida personal… Teresa tenía diversas opiniones muy cortas y concisas, porque todas ellas empezaban por «gilipollas» y terminaban con «imbécil de manual». El tal Oliver era un mujeriego narcisista, y lo peor de todo era que lo exhibía con orgullo.

Frannie estaba encantada de ser su secretaria-barra-chica para todo. Aunque se había graduado con las mejores notas en su carrera de marketing y dirección de empresas, no había dudado en estudiar un secretariado, un semestre de mecanografía y cuanto curso de informática se le había puesto por delante. Era una excelente encargada de todo cuanto al tal Hamer se le ocurriera, y no solo en lo que concernía al trabajo. Frannie prácticamente llevaba la vida de Oliver por él.

—Creo que te explota. Ya lo sabes. —A Teresa se le hacía muy cuesta arriba verla perder el culo por Hamer, aunque su amiga insistiera en que sus ansias solo tenían como objetivo dar lo mejor de ella misma en el trabajo. Frannie era demasiado lista y estaba exageradamente preparada para dedicarse a llevar cafés y reservar suites en hoteles—. Estás desperdiciada en ese despacho, aunque te hayan dejado elegir el modelo de ordenador y el color de las paredes.

Frannie decidió prescindir de un par de papilas gustativas y se acabó el café en un solo sorbo. Era demasiado temprano para desenfundar las armas, ¿cómo podía Teresa estar en pie de guerra a esas horas? Y con un pijama tan escueto como para llevar tanta munición. Desde luego, ser repostera y estar acostumbrada a poner las aceras cada amanecer le había dado superpoderes. Frannie no podría soñar con igualarla.

Su trabajo en Publicidad Hamer era un impasse para las dos, algo en lo que nunca se pondrían de acuerdo, por más que montaran un cuadrilátero en el salón y se golpearan con sillas de atrezo.

—Me paga un sueldo excelente, gracias. —De hecho, quienes hubieran redactado el convenio laboral se echarían las manos a la cabeza.

—¿Pero de verdad es eso lo que quieres hacer el resto de tu vida? ¿Tener el teléfono encendido veinticuatro horas al día, siete días a la semana, por si a Oliver Hamer se le descose la bragueta?

Con un suspiro, Frannie dejó la taza en el lavaplatos y se giró. Miró a Teresa con esa expresión que ponía cada vez que llegaban a aquel punto muerto. Sabía que su amiga la quería, que se preocupaba por ella y solo buscaba su bienestar y felicidad; lo que Teresa no podía comprender era que Frannie quería justo lo mismo, y lo que para ella eran horarios matadores y peticiones ajenas a lo estrictamente laboral, para Frannie suponían una inversión.

Claro que no quería atender al teléfono durante el resto de su vida, ni comprar regalos para amigos que celebraban fiestas de compromiso firmando la tarjeta a nombre de su jefe. Odiaba rechazar llamadas indeseadas de amantes que habían sido desechadas, pero todo aquello era parte del proceso que suponía convertirse en alguien de confianza para un empresario en auge como Oliver Hamer.

Frannie tenía sueños, ilusiones, y ese contrato millonario que descansaría pronto en las palmas de las manos de Oliver podía ser la llave que los dejara salir por fin.

Entonces, estaría preparada para batir las alas. Al menos, en teoría.

—Necesito este trabajo —le dijo a Teresa, resumiendo unos pensamientos que solo sonaban coherentes en su cabeza porque se los repetía como un mantra un día tras otro—. Si el contrato con hm Motors sale bien, quiero ser yo quien esté allí en el momento de la firma.

cupcake

—Creo que juegas con fuego, Fran —le dijo sin mirarla, procurando mantener un tono neutro, aunque ambas sabían que era muy capaz de despotricar cuando tocaban aquel asunto—. Me preocupa que te quemes.

—Pues deja de preocuparte. —Frannie le dedicó una sonrisa y pellizcó un trozo de cupcake. Aquellas delicias no eran para ser sometidas a análisis, sino para tenerlas un segundo en la boca y toda una vida en las caderas—. Lo tengo todo bajo control.

Teresa ignoró sus palabras, viéndola salir de la cocina a toda prisa.



Antes de vestirse, Frannie revisó el contenido de su bolso, comprobando que tenía carga suficiente en su teléfono móvil y abundantes cuadernos y bolígrafos para lo que pudiera surgir. Colocó la pestaña separadora de su agenda personal en el día que comenzaba, y anotó la hora estimada a la que llegaría a la oficina en la del trabajo, donde apuntaba todas y cada una de las cosas que necesitaría Oliver a lo largo de la jornada. A veces le gustaba pensar que ella movía los hilos de su día a día, y que si faltara, el pobre señor Hamer no sabría exactamente cómo le gustaba que se hicieran las cosas.

—Tengo que prepararme y salir corriendo si quiero llegar con tiempo suficiente de tenerle el café listo y la mesa despejada. —Hizo un sprint por el pasillo, recogiendo los zapatos que se había quitado la noche anterior y que seguramente volvería a ponerse.

Desde la cocina, oyó vociferar a Teresa.

—¿Tampoco sabe apretar el botón de la cafetera? ¿En qué idioma la tenéis?

—No creo que ni siquiera sepa dónde está. —Frannie se quitó la camiseta del pijama delante de la televisión, viendo su reflejo en sujetador a través de la superficie negra del plasma—. Dejó la compra a mi criterio, como todo los demás.

—Ten cuidado, Fran, en serio —Teresa sacó el segundo cupcake del microondas y lo partió por la mitad, estudiando el estado en que se encontraba el caramelo líquido que tenía en su interior—, tal vez creas que eres irremplazable, pero…

—Lo soy —la cortó ella, bajándose los pantalones y entrando por fin a su dormitorio—, y si Oliver Hamer todavía lo duda, cuando firme el contrato lo demostraré.

Negando con resignación, Teresa la visualizó ante el armario, escogiendo un conjunto perfecto para salir rumbo a la oficina hecha un pincel.

Frannie parecía la señora de la casa en aquel trabajo suyo tan peculiar. Hacía y deshacía, y sus ideas siempre eran tenidas en cuenta. De haberlo sugerido ella, el tal Hamer habría cambiado de peinado sin dudarlo, pues tal era el grado de compenetración que parecía existir entre ambos que, de haber sido mujeres los dos, sus reglas estarían sincronizadas. Sin embargo, no era oro todo lo que relucía, y tanto como tenía beneficios, Frannie también sufría el peso de ser tan necesaria, y a menudo sacrificaba su tiempo libre, reuniones con amigos o momentos de diversión por cumplir con las exigencias de su jefe.

Había zonas oscuras en la importancia que su jefe le hacía sentir. ¿Era realmente tan necesaria, o el publicista se aprovechaba de su buen hacer y, simplemente, delegaba todo cuanto le costaba esfuerzo para que ella lo cargara? A Teresa le preocupaba que se estuvieran aprovechando de Frannie, y que, llegado el momento de volar, sus alas estuvieran atrofiadas por el tremendo poder que Hamer tenía sobre ellas.

Si le ordenaba que no se fuera, su amiga podía dejar de lado sus sueños.

—Eso es algo que nunca me pasará con mis magdalenas —dijo para sí misma cuando oyó la puerta cerrarse y se quedó sola en el silencioso piso, probando la cobertura de chocolate y moca, bajando los párpados con placer—. Sabores y texturas: algo en lo que se puede confiar.

Todavía sin abrir los ojos, Teresa estiró la mano y cogió el mando del reproductor de música. Al pulsar el play, la sensual voz irlandesa de Hozier inundó la cocina, convirtiéndola en su hábitat natural.