Cover

 

ROBERTO CANESSA, a los 19 años, junto con Nando Parrado, dejó atónito al mundo en diciembre de 1972, cuando aparecieron vivos en Chile tras escalar la cordillera de los Andes durante diez días, para guiar el rescate de sus catorce amigos atrapados en el fuselaje, dos meses después de que el avión en que volaban se estrellara contra las montañas. Se graduó como médico cardiólogo pediatra, fue galardonado tres veces con el Premio Nacional de Medicina en Uruguay y en 2015 fue designado Honorary Fellow of the American Society of Echocardiography. Actualmente es jefe de Ecocardiografía y Cardiología del Hospital Italiano y colabora con una red integrada por los más prestigiosos colegas en todo el mundo.

 

Del corazón de los Andes al corazón de los niños. Un libro que sorprende al mundo.

Un iluminador relato de esperanza y determinación, solidaridad e ingenio, que aporta una nueva perspectiva a una historia mundialmente conocida. Este libro que acaba de publicarse en Uruguay, está sorprendiendo al mundo. Lanzado en Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelandia en marzo de este año, está cosechando elogios en todos los medios de prensa. El prestigioso Publishers Weekly escribió que es un libro “que no lo puedes soltar desde el principio hasta el final”.

En la obra se trazan las conexiones entre la delgada línea entre la vida y la muerte que vivió Canessa en el accidente de los Andes, en 1972, y su trabajo diagnosticando cardiopatías congénitas muy complejas a niños recién nacidos y fetos, que lo llevó a convertirse en uno de los cardiólogos infantiles más conocidos del mundo.

TENÍA QUE SOBREVIVIR

CÓMO UN ACCIDENTE AÉREO EN LOS ANDES
INSPIRÓ MI VOCACIÓN PARA SALVAR VIDAS

Dr. Roberto Canessa y Pablo Vierci

Illustration

Primera edición: febrero de 2017

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Dr. Roberto Canessa, 2017

© Pablo Vierci, 2017

© de la presente edición, 2017, Editorial Alrevés, S.L.

© del plano, Rossana Barone (diseño gráfico) por gentileza de Jörg P. A. Thomsen (Director del Museo Andes 1972)

© Diseño de portada: Ernest Mateu

Printed in Spain

ISBN: 978-84-16328-75-8

Código IBIC: BTP / VS / MNH

DL B 26773-2016

Impresión:

QPprint

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

A los que sufren, e ignoran que todavía hay esperanza

Dr. Roberto Canessa

A Roberto, inspiración para mí y para ustedes

Pablo Vierci

ÍNDICE

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2 - 13 de octubre de 1972

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5 - Juan Carlos Canessa, padre de Roberto

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13 - Mayor (aviador) Ruben Terra

Capítulo 14 - Juan Carlos Canessa, padre de Roberto

Capítulo 15

Capítulo 16 - Día 1: 12 de diciembre

Capítulo 17 - Mayor (aviador) Ruben Terra

Capítulo 18 - Días 2 a 4: del 13 al 15 de diciembre

Capítulo 19 - Día 5: 16 de diciembre

Capítulo 20 - Mayor (aviador) Ruben Terra

Capítulo 21 - Día 6: 17 de diciembre

Capítulo 22 - Coronel (aviador) Eduardo Lepere, copiloto

Capítulo 23 - Día 7: 18 de diciembre

Capítulo 24 - Día 8: 19 de diciembre

Capítulo 25 - Día 9: 20 de diciembre

Capítulo 26 - Coronel Eduardo Lepere, copiloto

Capítulo 27 - Juan Carlos Canessa, padre de Roberto

Capítulo 28 - Día 10: 21 de diciembre

Capítulo 29 - Juan Carlos Canessa, padre de Roberto

Capítulo 30

Capítulo 31 - Laura Surraco de Canessa

SEGUNDA PARTE

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35 - Azucena, madre de María del Rosario

Capítulo 36

Capítulo 37 - Hilario Canessa, hijo de Roberto

Capítulo 38 - Isabelle, madre de Agustín

Capítulo 39 - Lala Canessa, hija de Roberto

Capítulo 40 - Mercedes, madre de Jojó

Capítulo 41

Capítulo 42 - Adriana, madre de Tomás

Capítulo 43

Capítulo 44 - Isabelle, madre de Agustín

Capítulo 45 - Tino Canessa, hijo de Roberto

Capítulo 46 - Marta, madre de Tiago

Capítulo 47

Capítulo 48 - Laura, madre de Santiago y Nicolás

Capítulo 49

Capítulo 50 - Los padres de María del Rosario

Capítulo 51 - Jojó Buere Beraza, enfermera

Capítulo 52

Capítulo 53

EPÍLOGO por Pablo Vierci

Primera parte

Capítulo 1

¿Cuál es la frontera entre la vida y la muerte?

Por la pantalla del ecógrafo examino el corazón de un niño que está por nacer. Me demoro analizándolo; sus minúsculas manos, sus pies, como si habláramos desde adentro y afuera del monitor. Siento la fascinación de una vida eventual, porque a ese corazón le falta una parte que habrá que reponer o compensar.

Por un momento observo la pantalla del ecógrafo y al siguiente estoy mirando a través de la ventana del fuselaje del avión, avizorando el horizonte escarpado, para saber si regresaban con vida los amigos que habían salido en las primeras caminatas exploratorias. Desde que escapamos de la cordillera de los Andes, el 22 de diciembre de 1972, después de estar más de dos meses perdidos, vivo formulándome una sucesión de preguntas que cambian con el tiempo. La primera de todas es: ¿qué hacemos cuando todas las probabilidades parecen estar en contra?

Me vuelvo hacia la madre embarazada en la camilla. ¿Cuál es la mejor manera de decirle que a su hija, que aún lleva en el vientre, le falta la cavidad más importante del corazón? Hasta hace muy pocos años, los recién nacidos con este tipo de cardiopatías congénitas complejas llegaban al mundo castigados, sin haber hecho nada para merecerlo, y morían a poco de nacer. Su huella en la vida era una breve agonía que dejaba una marca indeleble en sus familias. Pero un día se dio un paso más en la medicina y se incursionó por territorios desconocidos, y Azucena, esta madre con gesto consternado, puede tener esperanzas. Les aguarda una sinuosa cordillera por delante, a ella, al padre, a la niña y a sus dos hermanos. Un largo periplo de destino tan incierto como el que nosotros vivimos en la montaña. Con mis amigos logramos salir del blanco congelado de la cordillera de los Andes y accedimos al valle reverdecido de Los Maitenes. Yo busco a Los Maitenes para cada niño porque sé que en algún lugar los espera, aunque me consta, también, que no todos llegan.

Este ha sido mi dilema como médico, en este segundo piso del Hospital Italiano de Montevideo, Uruguay. En el ecógrafo me veo a mí mismo, tambaleándome en la cima de la montaña con un pie adentro y otro afuera de la vida, mientras observo a esta niña que ya tiene nombre, María del Rosario, y que por ahora solo puede vivir dentro de su madre, conectada a la placenta. Pero ¿qué hacer después? ¿Proponer una serie prolongada de cirugías después de las cuales, eventualmente, puede vivir? ¿Vale la pena, a pesar de los riesgos y costos? Las semejanzas son tantas que en ocasiones me abruman.

Cuando dejamos el fuselaje del avión para trepar los picos y recorrer los abismos que nos llevaron hasta aquel valle en Chile, salimos a la intemperie donde no se podía vivir. Es casi imposible vivir al sereno, con treinta grados bajo cero, sin equipos, después de perder treinta kilos de peso. No se pueden atravesar los ochenta kilómetros de la cordillera de los Andes de Este a Oeste, porque nadie en ese estado de debilidad jamás lo había hecho antes. Solo se podía vivir en el útero del fuselaje, estirar la vida un tiempo más, hasta que llegara el momento en que también ese hábitat terminaría matándonos, cuando se acabara el alimento que nos mantenía con vida, los cadáveres de nuestros amigos. El niño se alimenta de la madre y nosotros nos alimentábamos de nuestros compañeros, lo más preciado que tuvimos en nuestras vidas. ¿Seguir o no seguir? ¿Salir o no salir? En la última expedición habíamos agregado una nueva herramienta, una bolsa de dormir hecha con material aislante de los tubos de calefacción del avión, cosida con hilos de cobre de los motores eléctricos. Una maltrecha colcha de retazos que parecía salida de un basurero.

En la vida fetal, esta niña, conectada, puede vivir, como nosotros podíamos sobrevivir conectados al fuselaje, perdiendo peso todos los días, agregando agujeritos al cinturón. Pero un día hubo que cortar el cordón umbilical para llegar a la vida, porque teníamos fecha de vencimiento. Yo fui el que más demoró la salida y por eso esta imagen es tan intensa y recurrente. ¿Cuándo cortamos el cordón? ¿Cuándo cambiamos de realidad y pasamos a vivir a la intemperie, en lo que sería mi parto iniciático a través de las montañas? Sabía que una salida precipitada, como los partos prematuros de estos niños con cardiopatías congénitas, era de altísimo riesgo de sobrevida.

La decisión de dejar el fuselaje me costó mucho. Eran demasiadas las perplejidades y era la última oportunidad. Nando Parrado respetaba mis dudas porque él también vacilaba, aunque no lo podía manifestar para no desanimar al resto de los sobrevivientes del accidente, porque eso sería acelerar la caída. Con cada uno que moría, todos moríamos un poco. Cuando Gustavo Zerbino nos anunció la muerte de Numa Turcatti, uno de los amigos más valientes y nobles de la montaña, se precipitó mi decisión de salir. Ya era hora de abandonar la placenta del fuselaje, de nacer con un corazón que no estaba preparado para el mundo exterior. Arturo Nogueira, otro de mis amigos que también murió, me dijo un día: «Qué suerte tenés, Roberto, que podés caminar por los demás», porque él tenía las piernas quebradas; de otro modo él estaría en mi lugar, hoy, aquí.

El 13 de octubre de 1972, cuando choqué en el avión contra la montaña, tenía diecinueve años y estudiaba segundo año de Facultad de Medicina, jugaba al rugby y Lauri Surraco era mi novia. Lo que hice en esos setenta días fue un intensísimo curso de medicina de catástrofe, de supervivencia, donde la chispa de mi vocación médica tuvo que convertirse en llamarada. Vivimos el más cruel laboratorio de comportamiento humano, donde los cobayos éramos nosotros mismos, y, más desconcertante todavía, teníamos conciencia de que lo éramos. Nunca escuché hablar de un laboratorio tan bizarro y tan siniestro. Aprendí armas nuevas: sanarse es la actitud de sobrevivir sin importar los golpes. Nada de lo que hice después se pudo comparar con semejante nacimiento.

En los hospitales donde trabajo, algunos colegas me reprochan, a mis espaldas o mirándome a los ojos, el ser avasallador, demasiado impetuoso, un bólido que no respeta las convenciones, algo equivalente a lo que me ocurrió con mis compañeros en la montaña. A los pacientes no les importan las normas que rigen a la corporación médica porque ellos entran y salen. Las mías son las formas de la montaña, duras, implacables, afianzadas en el yunque de la naturaleza agreste en su estado más primario, que solo buscan un único resultado posible: la incesante lucha por seguir respirando.

Capítulo 2

13 DE OCTUBRE DE 1972

Cuando cierro los ojos, a menudo viajo por el tiempo y el espacio y me estrello contra el valle de las Lágrimas el día que ocurrió el accidente. Hasta ese momento, vivíamos en un universo previsible y, de repente, se produjo una fractura. Quedamos sumergidos en un entorno sin tiempo cronológico, en otra era.

El 13 de octubre de 1972, eran las 15.29 horas cuando miré a través de las ventanas del avión. Me sorprendió ver los picos de los Andes que pasaban tan próximos a las alas del Fairchild 571, un avión a turbohélice con cuarenta y cinco pasajeros que, con los jugadores e hinchas del club de rugby Old Christians, formado por exalumnos del colegio Stella Maris-Christian Brothers, habíamos arrendado a la Fuerza Aérea Uruguaya, para viajar a Chile a jugar rugby.

De pronto, caímos en un pozo de aire interminable. Otro más profundo todavía. El avión intentó trepar y ganar altura. El piloto llevó los motores al máximo y estos rugieron impotentes porque no tenían la fuerza suficiente. Un minuto después vino aquel golpe funesto, el ala derecha golpeó contra la cumbre, cortó el avión al medio, con una explosión seca, violenta, con ruido de hierros que se destrozan entre sí. Y una caída vertiginosa.

Nos sacudimos como si estuviéramos en el ojo de un huracán. Comenzó una sucesión de saltos, golpes y explosiones estridentes que me aturdieron. Cuando el avión se deslizaba por la pendiente de la montaña, a lo que me parecía una velocidad supersónica, me di cuenta de que estaba protagonizando un accidente aéreo en la cordillera de los Andes, y de que me iba a morir, porque a un accidente de ese tipo solo le sigue la aniquilación de todo lo existente: los cuerpos y las máquinas, la carne y el acero, retorcido y roto. Me aferré tan fuerte de la base del asiento que arranqué trozos del cojín con la presión de mis manos, mientras los sacudones me revolvían las entrañas. Incliné la cabeza, aguardando la inminencia del impacto que me destrozaría. ¿Cómo será morirse?, ¿me faltará el aire?, ¿la visión?, ¿el pensamiento? ¿Cuánto dolor podré resistir? ¿Veré mis miembros separarse del cuerpo? ¿Hasta cuándo tenemos conciencia, en el instante previo a la muerte? ¿Cuándo perderé el sentido?

Ni bien el avión se detuvo con violencia, mi cuerpo, atado por el cinturón de seguridad, fue lanzado junto al asiento por la catapulta de la inercia a estrellarse contra el respaldo del asiento delantero, que también había volado hacia adelante, arrancado de sus guías, hasta apilarse próximo a la cabina de los pilotos… Pero sigo respirando. Pensé que la muerte era eso mismo, porque no podía convencerme de que no había ocurrido. Aunque jamás podría imaginar lo que vendría después: una muerte encapsulada, en pequeñas dosis, gota a gota.

El desvanecimiento duró milésimas de segundo. Desperté, sin ver del todo, y no comprendía lo que sucedía. Estaba mareado, muy dolorido, aunque no sabía qué era lo que me dolía. El espacio se empezó a poblar de gemidos y lamentos que no terminé de aprehender, con un intenso olor a combustible. Miré hacia atrás, a la abertura desgarrada de la cabina, y era irreal: el fuselaje se había partido a la altura de la ventanilla número ocho, le faltaba una parte del avión y la cola. Vi la montaña que nos rodeaba y sentí una ventisca inclemente que barría todo a su paso y nos castigaba como latigazos. Hacia los costados divisé zombis que se incorporaban, cabezas y manos de resucitados que se movían de entre los asientos retorcidos y arrancados de cuajo de sus bases. El Flaco Vázquez, en el asiento a mi lado, del otro lado del corredor, me miraba con nostalgia. Estaba pálido, confuso, en shock… Alguien a mis espaldas movió o quitó asientos y hierros que me inmovilizaban. Apenas me volví, distinguí a mi amigo Gustavo Zerbino. ¡Qué suerte que estás vivo!, pensé, mientras él me miraba como diciendo: ¡Qué suerte que estás vivo! Sin hablarnos, nos preguntamos: ¿Y ahora qué hacemos?, y simultáneamente: ¿Por dónde empezamos? Mientras Carlitos Páez, en shock, solo atinó a decirme una comprobación que no quería creer: «Canessa, ¿esto es un desastre?».

Percibí que el Flaco Vázquez tenía la pierna herida y había que detener la hemorragia. No tenía ni un segundo para vacilar. Esa impronta de la celeridad pautó la primera parte de mi pasaje por la montaña. No es que no pudiera dudar: no tenía tiempo para hacerlo.

Cuando comencé a moverme, tropecé con algo, o alguien: era Álvaro Mangino, que estaba tirado bajo un asiento, con una pierna atrapada entre los hierros. Gustavo levantó el asiento mientras yo arrastraba el cuerpo de Álvaro. Tenía la pierna derecha prensada debajo de los hierros retorcidos donde se descansan los pies. Cuando conseguí sacarla, descubrí que colgaba inanimada: tenía el hueso fracturado. Le pedí a Álvaro que se concentrara en otra cosa, y con un movimiento rápido y firme coloqué el hueso en su lugar. Álvaro soltó lágrimas de dolor pero no emitió ni un gemido. Le presioné la zona fracturada con trozos de una camisa que Gustavo me alcanzó, hasta que se nos ocurriera algo mejor para entablillarlo, después, en una segunda o tercera recorrida. Al siguiente que vimos fue al corpulento Enrique Platero, que nos mostró, como si no fuera su cuerpo y sin emitir una queja, un trozo de metal que tenía clavado en medio del estómago, no sabíamos a qué profundidad. Gustavo le pidió que no mirara y se lo arrancó, dejando un trozo de grasa peritoneal afuera, que empujó dentro del estómago, y lo vendamos con una camiseta de rugby. Enrique dijo: «Gracias».

En pocos minutos, la temperatura de veinticuatro grados en el avión en vuelo bajó a diez grados bajo cero en el fuselaje partido en la nieve. De los bolsos que no volaron de los portaequipajes en la caída empezamos a rescatar abrigos y camisas para rasgar e improvisar vendas para curar heridas.

Pero no éramos los únicos que trabajábamos. Allá estaba el capitán del equipo de rugby, Marcelo Pérez del Castillo, seguido de dos, luego tres, ayudando a los heridos, despejando el camino para poder moverse en la cabina desgarrada y cubierta de hierros punzantes y filosos que lastimaban los pies y las piernas de los que se incorporaban como sombras que venían de otro mundo. Allá estaban Daniel Fernández y Moncho Sabella, a los que se sumó Gustavo Zerbino, intentando hablar con el copiloto que agonizaba, para saber dónde estábamos, qué había que hacer.

«Este está vivo… este está muerto», me iba diciendo Gustavo, que volvió a mi lado, mientras le buscaba el pulso en el cuello a un tercero. Curamos a uno, consolamos a otro…

¡Qué cansancio! ¿Por qué cuesta tanto trabajo respirar? Volví a observar la parte posterior, el inmenso boquete abierto que dejaba ver un universo de nieve totalmente indiferente a las escenas de terror que vivíamos adentro del tubo de chapas y hierros del avión, y por primera vez tuve tiempo de preguntarme: ¿Dónde diablos estamos? ¿Habremos caído tan alto en la montaña? ¿Cómo puede desplomarse un avión en la cumbre de la cordillera, cargado de combustible, sin explotar? Y más alucinante todavía fue observar a mi querido amigo Bobby François, sentado afuera, sobre una maleta en la nieve, azotado por la lluvia congelada, meneando la cabeza y repitiendo: «La quedamos».

Sin darme cuenta, oscureció, y un instante después era noche cerrada. Nos iluminamos con un encendedor, pensando siempre que el combustible que impregnaba todo podía estallar en cualquier momento. Había tres encendedores más, titilando, para un lado y para el otro, en la cavidad opaca de la cabina partida, sacudida por las constantes ráfagas de la ventisca.

Como la tensión de oxígeno ambiente era muy baja, llegó un momento en que me quedé completamente sin fuerza. Con las manos ensangrentadas de todos los lastimados y moribundos, me dirigí a un lugar donde ya había advertido que podría descansar sin pisar a los heridos, mutilados y cadáveres. Como el avión había girado sobre sí mismo, la red que delimitaba el compartimiento de equipajes junto a la cabina de los pilotos, sostenida por dos barrotes de aluminio, formaba como una hamaca paraguaya, donde podría tirarme y descansar. Cuando llegué a la hamaca, encontré que otro había pensado lo mismo. Tiritando de frío, solo atinamos a abrazarnos, golpeteándonos el cuerpo. Con quien me abrazaba era un desconocido para mí: Coche Inciarte. Cerré los ojos y traté de utilizar todos los sentidos. Sentía que no podía haber en la Tierra un ser más desgraciado. Pero cuando movía los músculos y percibía que todo el engranaje de mi organismo respondía a las señales que le enviaba mi cerebro, experimentaba lo contrario: no había en la Tierra un ser más afortunado, y por eso, debía ser el más agradecido.

Capítulo 3

A mi madre, que era muy bonita, le sobraba valor. Pero cuando se ponía nerviosa tartamudeaba, aunque esa aparente deficiencia no solo no la amilanaba, sino que cuando creía que tenía razón la tornaba más determinada, más audaz, más inmune a la opinión ajena, a la crítica y a la vergüenza. Como siempre la conocí así, casi nunca me llamó la atención su tartamudez.

Mi familia paterna, por su parte, de origen genovés (todos en mi casa somos ciudadanos italianos), progresaba en base a los estudios de Medicina y al esfuerzo, lo que se condensó en mi bisabuelo, un médico prominente de la Academia de Medicina, y en mi padre, profesor prestigioso de Cardiología en la Facultad de Medicina.

Si bien papá era elegante y atildado, mamá no se preocupaba en vestir a sus hijos varones como gente medianamente acomodada. La sobriedad de mi padre era, en cierto modo, la contracara de mamá. Por eso, durante tantos años, se llevaron tan bien, porque se complementaban y formaron un hogar poco común, donde no había dos días iguales, y tuvieron cuatro hijos de temperamentos diferentes.

Mi familia materna era numerosa y pautada por los afectos. Como mi abuelo murió muy joven y las hermanas de mi madre todavía no tenían hijos, me convertí en el primer niño de una gran familia de «tías viejas», como yo veía a mis tías treintañeras. Tanto fue así que mamá le pidió a mi padre que a su hijo primogénito le pusieran el nombre del abuelo desaparecido prematuramente. Por eso me llamo como mi abuelo materno, Roberto Jorge.

La familia seguía la tradición de José Pedro Varela, que en 1876 instauró en Uruguay el primer sistema de escuela laica, gratuita y obligatoria de América Latina, y por eso en la casa se respiraba un espíritu ilustrado y humanista, donde el maestro y el profesor eran las figuras preponderantes de la sociedad. A tal punto fue así que en aquel tiempo mi madre acogió a un niño de la calle y lo tuvo durante años bajo su tutela, solo para asegurarse de que terminara la escuela y el liceo.

Como durante muchos años fui el único niño de tan vasta familia, me consentían sobremanera, me daban demasiadas libertades, lo que me tornó inquieto, travieso y sumamente estimulado. Las «tías viejas» depositaban en mí anhelos muy diversos, muchas veces vinculados con las letras y la música, al punto que durante la infancia escribía poesías para que mis tías las leyeran en voz alta, o me hacían recitarlas, alternadas con poemas ilustres, de Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado o Jorge Manrique. Uno de mis tíos me llamaba «la piel de Judas», por lo travieso, y otra de mis tías me regaló un caballo, Alfin, a efectos de que desplegara con él la energía que ellas tanto admiraban. Así fue como el hijo de un médico y profesor prestigioso comenzó a montar a caballo en un barrio coqueto, con la ropa descosida.

Lo cierto es que ese niño que debía descollar en la escuela, como todos auguraban, porque la escuela era la máxima virtud familiar, no lo hizo, y eso se transformó en el primer quiebre de mi vida, sumado a que hasta que cumplí catorce años era menudo y demasiado chico para mi edad. Todos pronosticaban que sobresaldría en la escuela por la luz que traía conmigo, pero mi espíritu libre se estrelló contra la escuela irlandesa de los Christian Brothers de los años cincuenta y sesenta. Y si yo era testarudo, mimado y confiado por la incondicionalidad de mi madre y de las «tías viejas», los Brothers eran aún más testarudos y rudos. Con esa pared choqué una y otra vez, porque no terminaba de entender que había un límite que no ponía yo, sino alguien más.

Ingresar al colegio fue, para mí, como entrar a un internado militar, una cárcel, donde muchas veces terminaba a los golpes con los Brothers, que nunca se intimidaron con mi rebeldía. Los Brothers, para quienes la actitud siempre fue más importante que los logros académicos, sentían por su parte que estaban domando a un potro salvaje, mientras que a mí me resultaba imposible entender cómo funcionaba el sistema.

Los Brothers le dijeron a mi madre que claramente yo era un niño diferente de los otros alumnos, pero que ellos no estaban dispuestos a negociar sus pautas pedagógicas, donde la disciplina férrea pero justa, así como el rugby, eran dos de sus puntales. Le dijeron que solo me toleraban sin expulsarme como a tantos otros, porque entre todos los estropicios que hasta entonces había hecho jamás descubrieron una mentira, lo que me pondría, por mínima que fuera, de patitas en la calle en el mismo instante que ocurriera. Pero por más que buscaron ese desliz, consultando con todos los profesores que me educaban, nunca lo encontraron.

Lo cierto es que al fin, tras golpearme tantas veces contra la pared, empecé a descifrar los códigos de esa nueva sociedad, y los Brothers comenzaron a entenderme a mí. En tercer y cuarto año de liceo, cuando tenía catorce y quince años, los propios Brothers me dieron dos de las principales responsabilidades de la clase: jefe de la Casa Iona, uno de los grupos en que se dividía para competir en saberes y en deportes, y el rol de Prefect, líder de la clase. No dejaba de ser una paradoja que, cuando tuvieron que elegir a un referente, me designaran a mí, al peor del grupo, al más indisciplinado, el que más trabajo les daba. Cuando les fui a preguntar por qué habían tomado semejante decisión, el Brother Brendan Wall, mi actual amigo, me respondió: «¿Quién va a comprender mejor a los bribones que un bribón retirado?».

A los dieciséis años me empezó a ir bien en la etapa siguiente al liceo, el preparatorio para ingresar a la facultad (que nunca dudé que sería Medicina). Al mismo tiempo, cada día jugaba mejor al rugby y desarrollaba los músculos con tanta avidez y vigor, como si quisieran resarcirse de mi época de alfeñique, que lo que en un tiempo fue ausencia, luego se me convirtió en apodo, Músculo. Incluso cambié de posición y dejé de jugar de medio scrum, porque tendía a hacer demasiadas jugadas individuales, y terminé jugando en la posición que mejor se adaptaba a mi carácter, el wing tres cuartos, el último de la línea, el último en tener la pelota, porque después de mí no quedaba nadie y podía hacer con ella lo que se me antojara. En 1971 alcancé un logro que me llenó de orgullo: pasé a jugar en la selección uruguaya de rugby.

Uno de los hechos singulares de mi familia es que en mi infancia solían dejarnos a nosotros, los niños, pasar los fines de semana en la chacra de doña Elena Bielli, que trabajaba en nuestra casa como niñera. Era una humilde granja en Las Piedras, en las afueras de Montevideo. Mis hermanos extrañaban a mis padres, pero yo de inmediato me adaptaba al nuevo hogar que tendría por dos días, un hogar en el que se realizaban tareas, para nosotros, rústicas y misteriosas que, luego descubrí, me interesaban sobremanera: araban la tierra con un buey, cultivaban hortalizas, tenían una viña con la que hacían vino, criaban cerdos que cada tanto carneaban y elaboraban todo tipo de embutidos. Yo, muy niño, participaba de la faena como un peón cualquiera, porque la relación con Elena se invertía en su granja: en casa de mi familia ella era la empleada, pero en su casa, el peón era yo, cosa que me fascinaba. Llegaba pulcro y limpio y poco después estaba carneando cerdos y elaborando embutidos, sucio de carne y sangre, como un cirujano en un Hospital de Sangre de combate. Cuando nos dejaban en la granja de doña Elena, y se marchaban en el auto, mamá se volvía en el asiento para observarnos mientras papá nos miraba por el espejo retrovisor, con sus lentes de sol.

En cierto sentido soy la convergencia de esa escuela de profesionales universitarios de la familia de mi padre, de los principios humanistas y los vínculos afectivos estrechamente entrelazados de la familia materna, así como del mundo humilde y campesino de la familia de doña Elena Bielli.

Si jamás obedecí las convenciones sociales, mi madre, mucho antes que yo, tampoco lo hacía. Ella no obedecía las pautas formales y, sin decirlo, me enseñó a hacerlo.

Un día de mi niñez, varios años antes de la travesía de 1969 de Armstrong, Collins y Aldrin, estaba conversando conmigo en mi dormitorio y me dijo: «¿Vos sabés, Roberto, que si un día decidís ir a la luna, podés contar conmigo para que te prepare el equipaje?». Por eso cuando veía a Armstrong por televisión, pisando la superficie de la luna, observaba a mi madre, que estaba a mi lado, tan absorta como yo. ¿Lo había dicho en serio?

Antes de casarse, en una oportunidad, mi madre fue a golpearle la puerta de la casa al profesor de Clínica Médica, porque había reprobado a mi padre, creía ella, injustamente. Eso debe de haber provocado en mi padre tanta admiración como zozobra. Y si en la primera época la diferencia de sus caracteres los complementaba, luego ese mismo comportamiento excéntrico debe de haber sido la gota que fue horadando, día a día, el vínculo, y terminó distanciándolos hasta que un día mi padre se fue y todos sufrimos cuando el hogar terminó fracturándose.

Mamá no solo no tenía miedo a nada, sino que tampoco tenía filtro. Entre la idea y la acción no había intermediarios. Y fue con esa determinación y esa certeza que me quiso y me apoyó siempre, su hijo primogénito. Fue con esa energía y esa determinación que nadó contra la corriente y me llevaba con ella para que aprendiera a bracear en aguas turbulentas. «No temas, Roberto, el miedo es una fantasía, pasale por arriba y verás que se desvanece.» Fue con esa energía y esa determinación que la tuve, todos los días, conmigo en los Andes. Fue con esa energía y esa determinación que todos los días de mi vida, cuando regresé de la montaña, me llamaba, o quería ir donde yo estaba, para vigilarme de cerca, para asegurarse de que no me perdería de nuevo.

La incondicionalidad de mamá era tan fuerte que me quitó temores. Me quitó el miedo al fracaso. Me tornó frontal, porque ella era mucho más frontal y valiente que yo. «No tengas rencor, no vale la pena», me decía, mientras llamaba por teléfono a la nueva mujer de mi padre, que también era médica, para pedirle medicamentos para sus cuatro hijos.

No avasallaba para lastimar ni para aniquilar, sino para expresar a viva voz su verdad, por más curiosa que fuera, y aunque la tuviera que sostener en los fragmentos de su hablar sincopado. Algunos pueden pensar que el tartamudeo es duda, que quien tartamudea hesita sobre lo que va a decir. Con mamá aprendí que es al revés: ella estaba tan convencida de lo que sostenía, que su cuerpo, sus cuerdas vocales, su garganta querían atemperar semejante ímpetu, tremenda convicción, pero no lo lograba, y de su boca brotaba ese manantial interrumpido que me dejaba tan atónito como admirado. Si la montaña me enseñó y me quitó muchas cosas, fue mi madre la que me enseñó a entender y a enfrentar a la montaña.

Capítulo 4

Sin referencias del tiempo, la primera noche resultó eterna. Desperté en forma abrupta de un sueño entrecortado. Miré alrededor: el fuselaje estaba helado, como un congelador. Lo más próximo a la abertura estaba cubierto con hielo, pero el área que se acercaba a la cabina de los pilotos tenía menos nieve. La luz del día encapotado demoró en aparecer. Cuando entraron los primeros resplandores al avión partido y doblado en el glaciar, no quería creer lo que estaba viendo. Recién entonces Coche Inciarte pudo ver mi rostro: permaneció observándome, aturdido, como si hubiera visto un fantasma. La noche helada, poblada de quejidos y alaridos, nos hacía parecer más viejos.

Lo que quedó del fuselaje estaba ladeado, de un lado con ocho ventanas que miraban al cielo, y del otro solo cinco aplastadas contra la nieve. El avión se partió antes de la cola en forma diagonal, con un corte torcido. Del techo colgaban tubos y cables rotos. Salí y observé, anonadado, ese anfiteatro gigantesco que se abría hacia el Este (Argentina), y del otro lado la pared inabordable en forma de «U» que nos encerraba desde el Oeste. No tuve tiempo ni de compadecerme de mí mismo.

De inmediato inicié la ronda médica, acompañado por Gustavo Zerbino. Varios habían muerto durante la noche, otros estaban estables, como Enrique Platero, y algunos empeoraron, como Susana, la hermana de Nando. Este, que lo pensamos muerto, seguía en coma, pero respirando.

Lo primero que hicimos fue retirar los cadáveres del fuselaje. A diferencia de la noche anterior, cuando la nieve alrededor estaba blanda y pastosa (donde se hundió y desapareció nuestro compañero Carlos Valeta, que salió volando antes de que el fuselaje se detuviera y luego al intentar llegar hasta nosotros cayó en un hueco en la nieve), ahora estaba más firme por el frío. Había rocas negras que afloraban aquí y allá entre la nieve, junto a una metralla de trozos de metal y plástico diseminados alrededor.

Algunos cadáveres estaban rígidos, y precisamos tres personas para arrastrarlos hacia fuera, atados con tiras que cortamos de los cinturones de seguridad. La estrategia fue «estabilizar» a los malheridos, para que pudieran resistir hasta el rescate. Ese 14 de octubre todos nos atrincheramos en la ilusión de que habíamos sobrevivido de milagro. Como creíamos que estábamos mucho más abajo de lo que en realidad estábamos, supusimos que el rescate era inminente. Esto evitó el pánico, tras la histeria de la noche de gritería estridente y desesperada, y, como fondo, ayes de dolor. Antes de morir, el copiloto Dante Lagurara (el único tripulante que había sobrevivido de los que iban en la cabina) había dicho que en Chile sabían que habíamos pasado Curicó, en el lado chileno de la precordillera, lo que resultaba clave para iniciar el rescate. Además, el altímetro del avión marcaba 2.134 metros, un número que después supimos que era de mentira, porque la aguja se enloqueció en el momento del impacto.

Coordinados por Marcelo Pérez del Castillo, un grupo juntaba los alimentos y elementos utilizables que había a bordo. Encontraron una cantidad mínima de comida. Surgieron peculiaridades que marcaron la impronta de la nueva sociedad. Salvo las vituallas, que juntamos para que se administraran con justicia, cada uno tomaba lo que encontraba, sin que a ninguno se le ocurriera reclamar la propiedad de un saco, un pulóver o un pantalón suplementario.

Actuamos con serenidad: si teníamos miedo, nos moríamos de susto. Nos movíamos lentamente, afectados por la altura. Contuvimos los clamores y lamentos antes de que nos ganara el pánico. «Lo peor ya pasó», decíamos, y a los malheridos les dábamos, además de esperanzas, confianza: eran nuestra prioridad, no los defraudaríamos y jamás los íbamos a abandonar.

Marcelo Pérez del Castillo y su grupo organizaron la confección de una gigantesca cruz, hecha con las maletas que no volaron con el impacto, para orientar a los rescatistas. Además marcamos un SOS con nuestras pisadas en la nieve.

Para nuestra sorpresa, frustrando nuestras expectativas, nadie vino por nosotros. Al caer la tarde volvimos al fuselaje para otra noche escalofriante, aunque menos siniestra, porque habíamos construido una pared con maletas y asientos para sellar el agujero donde se partió el avión.

A media mañana del día siguiente sentimos claramente el paso de un avión a reacción volando en las alturas. Inmediatamente pasó otro avión a hélice, más alto que el primero. Cada uno que gritaba confirmaba con más vehemencia y seguridad que el avión había movido las alas, que había dado claramente un mensaje, un alerta para que nos preparemos, para decirnos que ya llegaba el bendito rescate. Para cerrar el círculo de nuestra convicción, una hora después divisamos, muy distante, un pequeño bimotor haciendo el reconocimiento definitivo, indicando las coordenadas a la base, el lugar preciso donde estaban los restos del avión y descubriendo puntos que se movían, nosotros, los sobrevivientes, entre bultos estáticos, las víctimas y los trozos deshechos del aparato.

Saltamos, gritamos y lloramos de alegría porque nos habían visto, nos habíamos salvado. Incluso nuestra principal preocupación en ese efímero momento de euforia fue cómo le transmitiríamos a las familias de los muertos lo que les había ocurrido. Ignorábamos que muy poco después los muertos seríamos nosotros mismos.

Pero a pesar de todos los pronósticos, de la convicción sobre las señales que nos enviaban los aviones, el rescate no llegó ese día, ni nos hicieron más señales concretas, ni nos arrojaron abrigo, o alimentos. Y comenzaron las preguntas que no tenían respuesta: ¿por qué?, ¿dónde estamos?, ¿cuándo vienen?, ¿qué hicimos mal? Volvimos a mentirnos para ganar tiempo, para ir aterrizando de a poco y no enloquecer de repente: el rescate no era tan simple, debían hacerlo en helicópteros, o tal vez a pie y con mulas que en cualquier momento veríamos bajar de los picos menos escarpados del Este.

Al caer la tarde fuimos entrando al avión. La noche volvió a ser temible.

Al tercer día escuchamos zumbido de aviones, pero para nuestra sorpresa ya no pasaban sobre el fuselaje, porque habían abandonado la búsqueda por el lugar donde estábamos. También adivinamos el paso de aviones de línea del mundo que seguía andando y al cual, paulatinamente, dejábamos de pertenecer. Rezaba porque apareciera una mano mágica que me subiera a esos aparatos para pedirles que nos ayudaran. Lo mismo siento, hoy en día, cada vez que cruzo en avión la cordillera y le pido a Dios que bendiga al arriero que está ahí abajo, durmiendo en cuevas, cuidando a su rebaño.

No entendíamos qué sucedía, pero seguíamos convencidos de que el rescate terrestre estaba en camino. Pero ¿qué buscan esos aviones cada vez más lejos? ¿El resto del Fairchild, acaso? ¿El lugar del choque? ¿La cola del aparato que voló, no sabemos dónde? Estábamos en el limbo.

Poco a poco, con el pasar de los días, el pedazo de cabina dejó de ser parte de un avión que tenía un destino determinado para transformarse en un refugio miserable en medio de la montaña inclemente. Ni el avión, ni nosotros, pertenecíamos a ese lugar. Éramos veintisiete intrusos —luego seríamos diecinueve y después dieciséis— que proveníamos de otra dimensión. Y jamás sospechamos, en esos primeros días, que ese refugio se convertiría en una caverna.

Capítulo 5

Juan Carlos Canessa, padre de Roberto

A las 19.00 horas del 13 de octubre de 1972, yo venía conduciendo mi automóvil por la rambla de Montevideo, bordeando el Río de la Plata, y en la radio escuché que, aparentemente, porque lo presentaban como si fuera un rumor, un avión uruguayo acababa de perderse en la cordillera de los Andes. Minutos después especificaron que volaba a Santiago de Chile y nunca llegó a destino. Me empezaron a temblar las manos. Pero como Roberto y sus amigos habían viajado el día anterior, el 12, detuve el coche y suspiré, con una mezcla de susto y alivio: ¡cómo se salvaron, cómo nos salvamos! ¡Por muy poquito Roberto no cayó en la cordillera!

Pero cuando llegué a casa, en Carrasco, el alboroto en la vereda me llenó de desazón. Había una multitud expectante que murmuraba. Me recordaba a un velorio. Detuve el coche y, cuando bajé y me dirigí a la multitud, lo fui entendiendo: era el avión de Roberto. ¿Cómo puede haber ocurrido, si salió ayer? Hice cuentas, intenté cambiar el día, volver el tiempo atrás. «Se demoró una noche en Mendoza por mal tiempo», escuché. Lo que sentí cuando oí esa frase fue un planchazo en el pecho, eso que siempre escuché que sucede en los infartos de miocardio. Era muy joven para sufrir un infarto, pero sentí el golpazo, lo que en los libros de la historia de la medicina decían que les ocurría a los que se morían del corazón: una pena o una alegría demasiado intensa para poder soportarla.

Al día siguiente, el 14 de octubre, volé a Chile con Luis Surraco, el padre de Lauri, la novia de mi hijo, porque queríamos participar en la búsqueda, pero no nos permitieron volar en los aviones: la búsqueda la hacía el Servicio Aéreo de Rescate (SAR) Chileno y no había lugar para padres. Regresé a Montevideo y cinco días después, el 19, cuando advertimos que el SAR no lograba encontrarlos, volví a Santiago. Me aposté frente a la casa del presidente de la República de entonces, Salvador Allende, porque la presidencia tenía el mejor helicóptero para la misión, pero no lo obtuve.

Regresé a Montevideo de manos vacías. Sin mi hijo vivo, ni muerto.

Pasó el tiempo, del que no tengo memoria, porque ignoro qué fue real o imaginario, en una constante pesadilla, hasta que el SAR abandonó la búsqueda, el 23 de octubre.

Capítulo 6

En medio de las tempestades de octubre en los Andes, que a veces nos dejaban las veinticuatro horas atrapados en el fuselaje, el grupo de la muerte crecía, cobrando una víctima cada pocos días, y el de los sobrevivientes retrocedía, a la defensiva, porque en verdad se iba tornando cada vez más claro que morirte era más fácil que continuar pujando por la vida en el hospital de campaña del fuselaje.

El grupo se iba transformando en un solo organismo, incluso los que casi no podían moverse, por la falta de oxígeno y el mareo, o los más lastimados y malheridos. El equipo se iba consolidando con las mejores ideas, creando los elementos imprescindibles para sobrevivir, como lo hizo el hombre en el inicio de los tiempos. Cada uno aportaba lo que podía pero con una actitud singular y diferente: todos estaban dispuestos a dar su máximo y nadie exigía créditos por el trabajo, sino que se integraba a la masa anónima del equipo, multiplicando más que sumando. El hecho de que, como en el rugby de la época, no podíamos sustituir a los integrantes en el partido —si un jugador se lastimaba, el equipo quedaba con uno menos en la cancha—, nos obligó a rescatar lo mejor de cada uno. Y lo otro, todo lo que traíamos de la sociedad del llano, el egoísmo, la deshonestidad, la vanidad, la mezquindad… el frío terminó diluyéndolo.

Nando Parrado tenía un edema cerebral severo que habría terminado matándolo de no haber sido por una sucesión de accidentes fortuitos que le permitieron recibir el mejor tratamiento imaginable: pasó una noche con la herida contra el hielo. El hielo, el medicamento más abundante que disponíamos, pasó a ser el mejor remedio para curar edemas y aliviar dolores; de hecho, veinte años después, la medicina pasó a usarlo sistemáticamente.

Fito Strauch había percibido en esos primeros días que, aunque estábamos rodeados de nieve, lo más doloroso era la sed, porque derretir los grumos en la boca nos lastimaba las encías, y las lenguas y las gargantas se hinchaban. El sistema que creó para fundir agua era tan simple como ingenioso: colocaba una delgada capa de nieve sobre una chapa de aluminio de la parte de atrás de los asientos del avión, doblada en forma de embudo, la ponía al sol y de allí caían las gotas en una botella.

Desarmamos los asientos y colocamos los cojines en el piso, para aislarnos del metal helado del fuselaje. Yo quité las fundas y los tapizados de los asientos, que eran de tela sintética gruesa, color turquesa, los cosimos con los cables del circuito eléctrico del avión e hicimos mantas. Con los trozos más pequeños creamos gorros y mitones.

El agua de colonia que encontramos en las valijas de los portaequipajes se transformó en desinfectante; las hojas de afeitar, en bisturíes; las camisetas de rugby, en vendas.

Fito percibió cómo el resplandor del sol en la nieve afectaba a la vista, lo que podía enceguecernos. Buscó los elementos que pudieran salvarnos, haciendo lentes: el cristal era el plástico protector solar que tenían los pilotos en el parabrisas de adelante. También eligió los cojines más adecuados, los unió con cables y cinturones de seguridad para atarlos a los pies e hizo raquetas de nieve, para poder andar en la nieve después del mediodía sin enterrarse hasta la cintura.

Asimismo se creó el sistema para rotar y dormir con justicia en los mejores y peores lugares del fuselaje y más adelante el saco de dormir para los expedicionarios: lo que nos salvó, en definitiva, fue el calor.

Un día, en una maleta, encontramos un objeto que resultó clave: una pequeña radio portátil, que no andaba. Roy Harley la desarmó y la secó, y al décimo día logró que funcionara.

El equipo, poco a poco, con una edad promedio de veinte años, se convirtió en familia, con los vínculos incondicionales de las madres, padres, hijos, abuelos y tíos.

Todavía puedo verlos: Gustavo Nicolich y Fito Strauch reconstruyendo con las valijas la cruz, que todos los días se cubría de nieve, para que nos vieran desde el cielo; Álvaro Mangino y Arturo Nogueira accionando la máquina de hacer agua; yo atendiendo las lastimaduras del Vasco Echavarren; Daniel Fernández masajeando los pies a Bobby François, para que no se le congelaran; Coche Inciarte contando anécdotas animosas a dos de los más jóvenes, que estaban tristes; Roy Harley organizando el interior del fuselaje, para que se pudiera «habitar»; Carlitos Páez sorprendido con una virgencita fosforescente que encontró junto a un rosario y Gustavo Zerbino iba guardando en una valija los documentos, medallas, crucifijos y relojes de los que se morían.

Fuimos formando un sistema, que era un cuerpo con los diferentes órganos, cada uno de los cuales cumplía una función. La interacción entre los órganos buscaba sobrevivir, desafiando a la naturaleza, cuya función era desestructurarnos y desorganizarnos para que esa irrupción de material orgánico, tan fuera de lugar, se transformara en lo que debía ser: hielo. Atrincherados en el fuselaje, a veces atacábamos y otras nos replegábamos. Era el delicado balance entre lo orgánico y lo inorgánico, la fórmula de la vida.

El poder que al principio le otorgamos al capitán, Marcelo, después que este murió en el alud, decantó en los tres primos Strauch: Fito Strauch, Daniel Fernández Strauch y Eduardo Strauch. Trajo a la superficie en muchos sobrevivientes el comportamiento ancestral del respeto a los más viejos de la tribu, aunque en este caso, como el tiempo y el espacio estaban comprimidos, ellos tenían apenas entre tres y cuatro años más que el resto. Los primos no eran los que tomaban las medidas y decisiones, sino que eran los que las avalaban. Impulsaban, pero también seguían los impulsos de los otros.

Si bien tenían autoridad moral y en ellos se había delegado la justicia, esta a veces se aplicaba en forma injusta, con acusaciones entre nosotros que no tenían sentido, porque ese grupo siempre al borde de la explosión requería válvulas de escape para mantener el equilibrio. Chivos expiatorios suficientemente fuertes que pudieran ser bombardeables para aflojar la tensión del grupo pero no podían ser hundibles porque si el chivo emisario se hundía, todos nos hundíamos con él. Así fue que inventamos el equilibrio, la homeostasis de un grupo desesperado: la dosis justa de cohesión y catarsis.

En esa sociedad errática y precaria, mi rol eran todos los roles: pedí a los primos ser la «valencia suelta», sin bozal ni freno, porque creí que de ese modo sería más funcional al conjunto y me sentiría más cómodo conmigo mismo, como lo había hecho a lo largo de mi vida, y ese andar fuera de la disciplina de la catástrofe me valió el adjetivo de «insoportable». Debía montar mi caballo, como hacía en la infancia, y atravesar todos los cercos, forzar los límites al máximo, lo que desde afuera podía parecer osado, o temerario, o irreverente. Los primos, tan serenos y talentosos, advirtieron que esa actitud favorecería al conjunto.