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Manuel Barea (Sevilla, 1989) es profesor en la Universidad Pablo de Olavide, traductor y autor de las novelas Vertedero y Desterro y de la novela por entregas para Smartphone Vieja entrepierna humeante. Sus relatos han aparecido en las revistas El Duende y Fiat Lux, así como en la antología Obscena. Trece relatos pornocriminales. Le gustan los White Stripes y los Simpson. En la casa vacía es su cuarta novela.

 

«Tu cuerpo no es nada frente a un muro de hormigón.» ¿En qué momento exacto se torció todo? ¿En qué punto tu cuerpo se convirtió en un estorbo, en un cruel recordatorio de un pasado al que no tienes más remedio que volver? Posiblemente estas sean algunas de las preguntas que se hace Eva, la protagonista de esta novela, a quien el peso de las miradas, las palabras y los deseos ajenos resulta cada vez más insoportable. Presa de un dolor físico constante y de una rutina que tampoco parece tener fin, se ha visto obligada durante los últimos diez años a malvivir encadenando trabajos como chapuzas a domicilio y camarera, realizando día tras día el mismo trayecto sin escalas, ese que va desde la apatía a la resistencia y viceversa.

En la casa vacía

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En la casa vacía

MANUEL BAREA

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Primera edición: febrero del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
info@alreveseditorial.com
www.alreveseditorial.com

© 2020, Manuel Barea
© de la presente edición, 2020, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-17847-44-9
Código IBIC: FA

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

NOTA DEL EDITOR

Querido lector,

Aunque cuesta creerlo, hace diez años que arrancamos nuestra modesta editorial.

Nuestra trayectoria, como la de cualquier proyecto dedicado a la literatura, ha experimentado diversas etapas y ha sufrido alguna que otra metamorfosis. Sin embargo, podemos decir que ya hace tiempo que decidimos apostar por los autores que escriben en castellano y en catalán porque profesamos, y seguimos convencidos de ello, que existe el talento suficiente en nuestros idiomas para encontrar grandes historias.

A modo de celebración, o mejor dicho, para conmemorar una fecha tan significativa, inauguramos en el 2020 una nueva imagen que además incluirá la numeración de nuestros libros.

En la casa vacía de Manuel Barea, junto a La favorita del Harén de Andreu Martín y Sangre de liebre de Juan Bolea, inauguran el nuevo diseño.

Gracias por vuestra confianza todos estos años.

EQUIPO ALREVÉS

PRIMERA PARTE

Algo frágil sostiene un peso insoportable.

La estructura metálica está tan oxidada que las rebabas de los listones de hierro se desmigan cuando los recorro con la mano.

Estoy acuclillada a un costado de la estructura. Llevo mi peto vaquero, el jersey de lana gorda y el chaquetón. También los guantes de trabajo.

Estoy en la azotea.

Inspecciono la claraboya.

He subido a pie los cinco pisos.

He cargado con la caja de herramientas porque, en algún momento de la semana, el ascensor ha dejado de funcionar.

Después tendré que arreglarlo.

Ahora debo centrarme en esto.

Ahora la claraboya es más importante porque estamos en enero y lleva diluviando desde el jueves y no parece que vaya a parar. El agua se filtra por la claraboya.

No he reparado una claraboya en mi vida.

Debe de pesar más de noventa kilos. No es muy grande. Pero sí pesada. Maciza. Antigua. Y se sostiene sobre algo frágil. Es peligroso. Ha habido accidentes. El suelo del pasillo se ha estado encharcando y ya se han caído dos propietarias.

Hay una fregona metida en un cubo, apoyada en el saliente del pasillo al final de la escalera, que nadie parece utilizar.

A la señora Rubio no le ha gustado nada que se hayan producido accidentes.

Tampoco al señor Rubio.

Ni pizca.

¡Eva!

El señor Rubio me llama por teléfono y vierte toda su frustración sobre mí. Se suceden varios gritos y órdenes. Yo simplemente digo:

Sí, vale, voy para allá.

Entonces llovía a mares. Ya solo cae agua pulverizada. Cuatro grados. El cielo es un terrón de cemento. Muy uniforme. Las 11:05. Llevo doce minutos acuclillada. A veces abandono la vista de la claraboya y hago oscilar la cabeza.

Destaco en la azotea, que es entera gris, por culpa de mis guantes de trabajo amarillos. Tengo el pelo húmedo hacia atrás y así es bonito. Llevo lentillas y botas de montañismo.

Los muslos se me están durmiendo.

Me pongo en pie.

Mi cuello agradece la reciente subida de temperatura corporal. Por eso casi siempre voy con bufanda. Gracias al calor, la rigidez disminuye un poco. Aunque el agarre trémulo permanezca. Incesante. Indescriptible.

En cualquier caso, el invierno nunca ayuda.

Abro la caja de herramientas después de unos pasos adelante y atrás por el largo de la azotea.

A veces las suelas de las botas patinan sobre la superficie de la azotea.

Por ejemplo, cuando me agacho.

Me agacho y encorvo el cuello y siento una contracción.

Empuño la sierra para metal. Empiezo a serrar una de las aristas de los listones más herrumbrosos.

Levanto ligeramente los ojos.

Como si ahí enfrente pudiera haber alguien que me dijera cómo hacer esto.

Pero solo tengo una mancha gris.

Me digo que es apropiado.

El edificio, visto desde aquí, tiene aspecto de búnker: como si la azotea fuera la tierra descolorida, ya que el único acceso es una escotilla situada en el suelo.

Para subir hay que utilizar unas escaleras metálicas que parecen sacadas de un submarino y que están en un extremo de la quinta planta.

El señor Rubio se encuentra en ese punto exacto, a los pies de la escalera, y de vez en cuando me grita preguntas por el hueco de la escotilla. El señor Rubio no quiere salir. No quiere mojarse. Durante los brevísimos instantes de silencio repara en el enjambre de motas cristalinas pegándose a la lámina de la escotilla y a los últimos escalones hacia la azotea.

¡Eva!

El señor Rubio vuelve a gritar —¡¿Qué estás haciendo ahora?!— después de escuchar el chirrido de la sierra.

No contesto de inmediato. No me gusta mantener conversaciones con el señor Rubio, en especial si estas tratan sobre mis métodos para el mantenimiento del edificio.

Lo que contesto al cabo de unos segundos es:

Voy a intentar quitar lo podrido.

Mi respuesta no surge al mismo volumen que el que emplea el señor Rubio, o al menos no al volumen que el señor Rubio espera.

El señor Rubio grita de nuevo:

¡¿Qué?!

Resoplo.

Repito mi frase alzando la voz. Muy atenta a lo que hago. Continúo serrando. La lluvia aprieta de nuevo. A la azotea, de repente, la inunda un brillo escandinavo.

Dejo la sierra a un lado con la máxima suavidad, sin emitir sonido alguno, después de comprobar que mi esfuerzo no está sirviendo para nada.

Nunca he visto una claraboya tan de cerca, y menos una así de maltrecha.

Si vuelvo a subir los ojos, si estiro más el cuello, tan solo veré el grueso trazo vacío del cielo que se extiende sobre la azotea, como si —de nuevo— esta fuera el suelo, la tierra pálida, y el pretil que destella al otro lado, el horizonte.

Pero es simplemente un edificio que construyeron hace mucho en las afueras y punto.

De hecho, el único edificio habitable tan a las afueras.

Antes parecía que lo lógico era levantar miles de ellos, pero ya no.

Antes era un edificio con piscina, yo me encargaba de ella, pero ya no.

La piscina sigue ahí abajo, desde luego, pero ahora está llena de agua estancada y de agua de lluvia y de verdín.

Lo sé. No necesito asomarme para comprobarlo.

Como tampoco necesito volver a subir los ojos.

No voy a examinar el aspecto del cielo o el horizonte del pretil.

Chorradas.

El dolor ya está propagándose hacia la coronilla y los pómulos y la sien.

Cuando esto ocurre, mi respiración tiende a acelerarse, mi pulso aumenta, empiezan las sudoraciones, el hormigueo bajo la piel, la presión en el pecho.

Un estrujón.

Solo pienso en ello.

En los huesos que empujan la carne encendida y tierna desde el interior de mi cara.

El calor de la cabeza dilatando cuanto esta contiene.

Quiere salir porque necesita aire.

¿Qué podrá ser?

Inclino el cuello a la izquierda, hasta que percibo esa mínima y fugaz descompresión, después de elegir la calafateadora de silicona. La coloco en la junta de un listón y el cristal gordo que se tambalea y comienzo a inyectar. Aplico muchísima más silicona de la necesaria. Por todas partes. Pero la estética importa ahora infinitamente menos que nada, como el motivo de que esté cayendo agua del cielo.

Estoy comiendo encima del sofá.

Con las piernas en cruz y la mirada al frente.

Con la mirada perdida en la tele.

Estoy pensando en el despertador de mañana a las 6:00 y en la temperatura de la calle y en la niebla de la calle una hora más tarde y en el autobús y en el único edificio habitable tan a las afueras y en aquello que me espera dentro y en el búnker de la azotea.

Noto en la nuca y en el hombro una rigidez y luego un arrastre que parece tener vida propia y agitarse y reptar y trepar por la espalda. De vez en cuando también pienso que tiene colmillos, y esos colmillos, algún tipo de veneno.

Suena la alarma —tiru-tatiru-ta-ti-tu, tiru-tatiru-ta-ti-tu— y ahí está.

El dolor.

Un avispero.

Se extiende hasta la sien.

En el móvil: 6:00.

No.

Otra vez no.

Hinco la nuca en la almohada, donde se hunde como en agua. Me cubro la cara.

Mi aliento apesta.

Dientes podridos.

Aguijones que saben a metal.

Saboreo el interior de mi cuello.

Por favor. Hoy no.

Ahora no.

Desactivo el soniquete y dejo el móvil en la cama y me levanto con pausa. Enciendo la luz de la mesita de noche. Aprieto los párpados.

Está amaneciendo.

Abro el cajón.

Una cápsula bicolor.

La vomito enseguida. En esos casos vuelvo a tragarme otra.

Rebusco en el armario. Me visto. Las botas. Huelo una sudadera. Contorno visual borroso. Respiración pesada. Las paredes son blancas y se contraen. Van y vienen. Las paredes están desnudas. Me tiendo en el colchón.

Las piernas colgando. Un pie en el suelo. Así da la sensación de que el vértigo remite y de que por fin existe algo tangible fuera de la cama.

El resplandor de la calle está fundiendo el cristal de la habitación.

Voy al cuarto de baño.

Una manopla bajo el agua del grifo, después sobre mi frente.

De vuelta a la cama.

Apago la luz de la mesita de noche y me deslizo bajo el edredón. La piel vibra, inflamada.

Sollozo.

No es un lloriqueo o un lamento, solo la simple expulsión de agua por los ojos.

Que de vez en cuando estos se enrojezcan y se produzca un leve moqueo o que sorba por la nariz es lo único que denota cierta aflicción.

Por lo demás, solo es agua salada brotando del ojo.

Me quedo muy quieta, en posición fetal, mientras sollozo y moqueo y sorbo.

Tomo el aire con ímpetu, intento hacerlo solo por la nariz, la voz del señor Rubio no deja de rebotar en mi cabeza, de acá para allá, a velocidad constante e implacable.

Siento la necesidad de alcanzar el teléfono a mi espalda, entre algún pliegue de sábana a mi espalda, pero no puedo moverme.

No soy capaz de cambiar de postura ni de sacar las manos de entre los muslos.

Me pican los ojos.

Toso.

Me estremezco.

Crepito.

Soy esa bolsa de supermercado que guardas en casa llena de tornillos, puntillas y alcayatas.

La mayoría, después de un tercer o cuarto uso.

Cubiertas de caliche y óxido.

El colchón cede, la almohada se deforma lentamente.

Se hunden.

Hay una ligera sensación de ardor y cosquilleo en el entrecejo y el puente nasal. Después no queda mucho más.

Cuando despierto me encuentro en la misma posición solo que mirando al otro lado.

Atrapo el móvil, que está cerca de la rodilla. Lo coloco frente a los ojos, el brillo hiere, pero no tanto como cabe esperar.

Las 17:08.

En algún momento, la manopla ha resbalado de la frente y ha caído sobre la almohada. Ese lado de la almohada está mojado.

Voy a prepararme una tostada con mantequilla y me la como de pie en la cocina acompañada de yogur líquido de fresa y un plátano.

Me sueno los mocos repetidamente.

Abro uno de los cajones del mueble de la tele. Un ibuprofeno. Es probable que haya una tableta en cada cajón de la casa. Bebo agua.

En la nuca, una especie de empuje sutil. Casi el mismo de siempre.

Solo conozco variaciones de una única sensación.

Me froto el cuello y los hombros con crema antiinflamatoria. El tubo está en las últimas.

Telefoneo al señor Rubio. Me excuso por no haber aparecido hoy por el trabajo y por no haber avisado durante la mañana.

Le cuento el motivo.

Soy yo.

Con otras palabras.

Al mismo tiempo me arrepiento de contárselo todo con una voz quebradiza que sin embargo considero recomendable.

Frases cortas.

El señor Rubio profiere sonidos igualmente cortos mientras hablo y al final me interrumpe aunque es evidente que ya estoy terminando.

El señor Rubio me dice que no me preocupe.

Me dice que no me moleste en aparecer nunca más por su edificio.

Regreso a la cama.

Sé que lo más conveniente es mantener la calma, la mente en blanco.

De lo contrario, volverá el dolor.

Pero es imposible.

Desconozco la manera de deshacerme por completo de él.

La sábana por encima de las cejas. El párpado superior izquierdo vibra sin cesar. Permanezco inmóvil pero al instante decido salir del edredón y llamar de nuevo al señor Rubio. Los tonos se suceden y finalmente salta el buzón de voz.

No dejo mensaje.

Lo intento otras dos veces.

Cuelgo y voy al salón y me siento en el sofá y suelto el móvil en la mesa.

Estoy en penumbra. Tengo frío. Fuera ya es de noche.

Respiro de forma errática mientras me llevo la mano a la frente y luego a los ojos.

Presiono con la palma como si pretendiera contener el envión.

Aprieto la mandíbula.

Bufo, toso.

Me abrigo.

Por la noche ceno cruasanes y zumo de marca blanca y me duermo pasadas las cuatro y media.

Termino y guardo mis herramientas y cierro la caja de herramientas y me incorporo.

Levanto un poco la barbilla.

Sí. Advierto la sensación familiar.

La goma picada entre los hombros.

Me echo el pelo hacia atrás, me quito los guantes y los encajo en el bolsillo del chaquetón.

Asomo la cara por la escotilla.

Me inclino como puedo.

Logro vislumbrar al señor Rubio.

Dentro de la oscuridad cebrada del descansillo del quinto piso.

El señor Rubio no ha encendido ni enciende la luz.

El señor Rubio pregunta:

¿Ya?

Asiento de forma casi inapreciable.

El señor Rubio es una persona enorme. En el sentido literal, no el que se le viene dando últimamente de «persona magnífica o extraordinaria»: de un tamaño excesivo, fuera de lo normal.

Me mira con compasión y asco.

De la manera en que contemplarías a un pequeño erizo moribundo o ya en descomposición.

El señor Rubio está expectante y decidido a cuestionar cualquiera de mis actos. Pregunta:

¿Seguro?

Cruzado de brazos.

Tenso.

Las franjas tenues y grisáceas que se precipitan al descansillo desde la azotea rayan su barrigón.

Pienso en cebras malencaradas.

Distingo el barrigón del señor Rubio con más claridad que el resto de su cuerpo.

También puedo percibir su pestazo.

Asiento de nuevo.

Me estoy empapando.

La lluvia ya cala en el jersey de lana gorda.

Pesa como mil demonios.

El señor Rubio me dice que no he estado ahí fuera ni media hora.

Bajo, dejo caer las botas de montañismo sobre los escalones metálicos, que se sacuden.

No separo los ojos de los escalones metálicos.

Paso de largo el barrigón de cebra del señor Rubio. Le digo que creo que lo he arreglado.

El señor Rubio me sigue con la mirada y me pregunta:

¿Lo crees o lo has hecho?

También señala las goteras y luego los charcos en el pasillo.

Él no será quien pase la fregona para evitar más accidentes.

Le digo que está arreglado. Me doy la vuelta.

Poso la vista en la gigantesca papada con barba de varios días.

Digo:

Lo he sellado, pero tiene que secarse. Y con esta lluvia podría tardar.

El señor Rubio repite:

Podría tardar…

Se vale de un tono mucho menos neutro que el mío.

Cercano al desprecio.

Acto seguido, mete la mano en el bolsillo como si lo que tuviera dentro le repugnara.

Y asiento sin moverme.

Nunca emito facturas. Y no porque no quiera o no sepa, sino porque los propietarios y gestores de la finca Campo Alegre 39 desean que nunca las emita.

De modo que voy a salir del edificio con dos billetes de cincuenta doblados en el monedero.

Desciendo por las escaleras del bloque hasta la planta baja.

Mi mochila está en el cubículo que solía ser la garita del portero. Ya no hay portero. Me pregunto por qué he traído la mochila. Me la cargo a los hombros. Por el hueco de la escalera desciende otro grito.

Pregunta por el ascensor.

Guardo silencio.

Al cabo, respondo que lo arreglaré mañana.

¡¿Mañana?! ¡¿Qué te crees que es esto?!

Me disculpo.

Lo siento. Mañana. Sin falta. No me he traído las herramientas del ascensor.

Silencio.

Y, a continuación, un murmullo desde el final de la escalera.

El runrún de una maquinaria averiada.

Me pitan los oídos.

Yo también murmuro, solo que para entonces ya estoy fuera, bajo la lluvia.

Después espero durante veinte minutos en la parada del 155.

Paso el bono transporte por el detector con forma de tostadora y tomo asiento.

Los cristales están empañados y no puedo ver el exterior y esto me agobia.

Paso los dedos por el cristal sudado a mi izquierda y me los llevo al cuello.

Al bulto que también suda.

La esquirla enquistada.

Apuesto a que el agua se evaporaría al más mínimo contacto con ella, como con las piedras de una sauna.

La mochila descansa en el asiento contiguo, la caja de herramientas abajo, entre mis botas.

Trato de entrever el exterior a través del vaho y las hebras de agua. Me retrepo como puedo. El asiento es rígido y está desgastado.

Encojo un hombro con lentitud, casi regodeándome en ello, y luego el otro.

En el autobús hay muy pocos pasajeros. Ninguno detrás de mí. Abundan limpiadoras y ancianos.

Como siempre, me bajo en la primera parada de la avenida 28 de Febrero.

Vuelvo a cargar con la mochila a la espalda.

La caja de herramientas en una mano.

El ligamento tira.

Zarandea.

Con la mano libre alejo el flequillo mojado de la cara.

Como siempre, subo la cuesta de José Payán Garrido y giro a la derecha en Conde de Barcelona.

Como siempre, hago una parada en el bazar del chinito.

Él mira receloso el reguero de agua que estoy dejando sobre su felpudo improvisado con cajas de cartón y también sobre el suelo del pasillo de comida precocinada y el de las galletas y las cajas de cereales.

Agarro un vaso de fideos y un paquete de galletas de chocolate.

El chinito y yo ya nos conocemos aunque nunca hayamos hablado, a excepción del precio y las gracias y el adiós maquinal, y por tanto él sabe bien que yo siempre agarro esos mismos productos y conoce de memoria la cantidad a cobrar.

Me la indica en cuanto me ve aproximándome al mostrador.

Pago con uno de los billetes de cincuenta que llevo doblados en el monedero y una especie de mohín que quiere decir:

Lo siento.

Echo mano a la bolsa de plástico verde, cruzo Conde de Barcelona, me meto en casa, dejo las botas, el chaquetón, la mochila y la caja de herramientas en el recibidor, me quito las lentillas, me seco el pelo, caliento en el microondas primero el agua para los fideos y después un cojín térmico con semillas de lavanda que ya no huele nada bien y que me cuelgo del cogote mientras como con las piernas en cruz encima del sofá y la mirada perdida en la tele, y por último me preparo una infusión, me froto enérgicamente parte de la espalda y los hombros con crema antiinflamatoria, me sueno y me acuesto.

Me despierta el aullido triste de un perrillo. Queda amortiguado tras varios muros y, de vez en cuando, por el tráfico.

A los pocos minutos, la alarma.

Tiru-tatiru-ta-ti-tu, tiru-tatiru-ta-ti-tu.

Hace frío y las sábanas están húmedas y huelen a mentol, igual que la almohada.

Los vecinos de la casa de enfrente son una pareja joven y de aspecto moderno que acaba de mudarse y de adoptar a un cachorro de braco al que suelen dejar solo en casa para ir a algún sitio donde los perros no son bienvenidos.

El tacto de la almohada es gelatinoso y al mismo tiempo áspero, de la manera en que lo es una roca en la playa.

Mis dedos y los pelillos de la nuca y de detrás de las orejas también huelen a mentol.

Me doy una ducha y me visto con rapidez y salgo a la calle con la caja de herramientas y con otra bolsa en la que guardo lo necesario para reparar el ascensor.

Acaba de amanecer. La calle está cubierta de rocío y niebla.

La niebla me empapa pronto.