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Destacado por la crítica como un renovador y un autor de múltiples recursos, Juan Bolea, escritor desde que nació (1959), ha firmado diecisiete novelas. Varias —La melancolía de los hombres pájaro, El síndrome de Jerusalén, Orquídeas negras— premiadas. Alguna —Parecido a un asesinato— en proceso de adaptación al cine. Unas son psicológicas, críticas con el poder, indagadoras de la naturaleza humana. Otras se ajustan a géneros, tramas de aventuras, novelas negras… Todas, ahormadas por un estilo directo y rico, por un ritmo vivo y originales argumentos.
Cuando no escribe, viaja, urde antologías, proyectos, imparte talleres literarios o dirige eventos culturales como Aragón Negro o Panamá Negro.

www.juanbolea.com

 

En el despacho de Florián Falomir se presenta Lu Sangara, un artista bohemio de turbulenta historia que acaba de casarse con la hija del millonario Abdón Chaure. Durante una de sus juergas con prostitutas, Lu ha perdido su reloj, regalo de boda de su mujer y valorado en treinta mil euros. Falomir se compromete a recuperarlo. Esa noche visita el Salón Cosmos e interroga a Denise, la amiga con la que Lu ha pasado la noche. A partir de ese momento, el detective se verá atrapado en una espiral de pasiones, con la avaricia de la fortuna y la moneda del sexo resonando en sus vacíos bolsillos como los ecos de los deseos de los demás personajes.
Sangre de liebre es el nuevo caso del detective Falomir, saludado por la crítica especializada como un investigador excepcional por sus dotes deductivas y su sentido del humor, a quien acompañan en sus aventuras un combativo socio, Fermín Fortón, y la secretaria de la agencia Las Cuatro Efes, la cubana Benita Cortés.
La trama bucea en la relación entre el amor, el poder y el dinero, y en sus devastadores efectos cuando la fórmula está descompensada en alguno de sus elementos. Una novela negra escrita con la exquisitez literaria que caracteriza al autor, considerado uno de los grandes referentes del género, con fuerte carga psicológica, incesante acción y algunos personajes y escenas ciertamente inolvidables.

Sangre de liebre

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Sangre de liebre

JUAN BOLEA

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Primera edición: enero del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Juan Bolea, 2020

© de la presente edición, 2020, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-17847-20-3

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

A mis alumnas y alumnos de los Talleres de Escritura
Creativa de Pina de Ebro, Fundación CAI, Doce Lunas y
Panamá Negro, porque he aprendido de vosotros
mucho más de lo que os he enseñado

Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta,
dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme
cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como
yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar
su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo
sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave.

JUAN CARLOS ONETTI,

Bienvenido, Bob

1

Aquel lunes 24 de julio amaneció tan caliente como una olla sin agua puesta a hervir.

A las siete de la mañana estábamos a veinticinco grados. A lo largo del día pasaríamos de los cuarenta, pero suelo amanecer destemplado y me duché con agua caliente.

Mientras me afeitaba, puse la televisión. Había guerra donde siempre las hubo y en nuevos lugares del globo se elevaban de nuevo, ayer y hoy, como seguramente mañana y pasado mañana, entonces y siempre, columnas de humo y fuego, destrucción y muerte calcinando junglas y desiertos en Oriente Medio o Sudamérica. Continentes que yo había fatigado cuando era… «diplomático», vamos a decirlo así. «¡Qué tiempos!», suspiré… ¿O seguían siendo los mismos?

Me vestí y salí de casa.

Del bochorno, no se podía respirar. Un camión cisterna de la empresa de limpieza había refrescado las calles, pero un fuerte sol caía tempranamente sobre las aceras y al contacto con el asfalto el agua pulverizada se evaporaba con rapidez.

Entré a la cafetería Mefisto, situada frente a mi agencia.

Como cada mañana, tomé un chocolate espeso, pero con tres churritos, en lugar de los seis que solía despachar habitualmente. Mi novia y mi médico (por ese orden), me habían puesto a dieta. Frente a la amenaza de un tercer infarto (llevaba dos, y el mismo número de divorcios), debía precaverme. ¿Qué mayor autoprotección que la de evitar una tercera boda? El riesgo seguía latente desde que había incorporado a mi vida otra novia formal: Ana María, ciega, pero llena de luz. Todo podía volver a pasar con mi pobre y enamorado corazón.

Vicente, el dueño del Mefisto, con quien solía comentar la actualidad y bromear antes de subir a la agencia, no estaba en la cafetería.

Hojeé el periódico, deteniéndome en la sección de sucesos. No había nada interesante. Dejé el ejemplar (podía llevármelo, si lo necesitaba, porque Vicente me permitía esa y otras licencias) y crucé la plaza de Sas hasta el número 12 de la calle Alfonso, en una de cuyas placas se puede leer:

Florián Falomir & Fermín Fortón

Agencia de Investigación Las Cuatro Efes

Fiabilidad-Fidelidad-Fortaleza-Facilidad de Pago

2

Subí las escaleras a pares porque gracias a mi dieta había perdido algunos kilos de peso (no siendo imposible que hubiese bajado de los cien) y me sentía ligero como pluma al viento.

Nuestra huracanada secretaria, Benita Cortés, estaba en su puesto, obligación que no siempre cumplía. Como cubana, la puntualidad no es su fuerte.

—Buenos días, Flo.

—Calurosos para mi gusto, Beni. Quizá no para ti, debido a tu origen tropical.

Sus ojazos negros me taladraron con irritación.

—Lo dices como si yo perteneciese a alguna especie selvática, no integrada en tu civilización.

—No seas tan susceptible, Beni.

—¡Y tú no seas tan racista!

—No lo soy con tu etnia ni con ninguna otra… Si acaso, con mi raza. Al fin y al cabo, ¿de quién desciende el hombre blanco?

—¿Del mandril?

—Pudiera ser… ¿Por eso chilla tanto?

—¡Como tú, Flo! —exclamó enfadada.

La miré con aire crítico. Para ir al infierno, no se habría puesto más ropa de la que llevaba aquella mañana. Un top del tono de su piel mulata marcaba sus pechos con una precisión que habría hecho feliz a un profesor de anatomía. Su mesa ocultaba su minifalda, pero no me costó imaginar su minúsculo diseño. Así, medio desnuda, se había presentado enteramente vestida cuando desembarcó de su Habana natal, y así seguía luciendo tipo año y medio después, sin que yo hubiera logrado moderar su vestuario ni su mentalidad alegre y desenfadada como una noche de música y ron bajo las palmeras del Caribe.

—¿Qué miras, Flo, si saberse puede?

—Si yo fuera san Antonio…

—¡De santo no tienes nada!

—Pensaría en ti como en la tentación.

—¿Por eso te has puesto terno, para darme ejemplo e invitarme a cubrirme?

—Soy un clásico. En cuanto a cubrirte… ¿no es mejor seguir descubriéndote? Me gustan los trajes y la gente con traje. Los de lino no dan calor y sí buena imagen.

—¿A quién pretendes sugestionar, Flo? ¿De verdad crees que gracias a tu encanto van a entrar corriendo los clientes? En lo que llevamos de mes no se ha presentado ni el hombre del frac…

Y se puso a lanzarme un inventario de quejas: salario escaso, horario estajanovista, falta de aire acondicionado… abusos todos ellos de una explotación capitalista derivada de mi congénita avaricia de godo conquistador.

—El frío artificial es malo para la salud, Beni —me defendí—. No soy yo, sino los propios médicos quienes sostienen dicha tesis. Por eso tenemos ventiladores en la oficina. Energía eólica, limpia, no contaminante.

—Que solo remueve el aire viciado de esta agencia de desocupados.

—Como en tu Floridita y en tu Bodeguita del Medio —repuse, picado—. ¿O no está La Habana plagada de ventiladores para despejar las borracheras de todos esos Hemingways de pacotilla?

—¿Por qué crees que me marché de Cuba? ¡Quiero aire acondicionado, Flo! ¡Exijo calidad de vida!

Discutir con una habanera y confiar en derrotarla dialécticamente es tan iluso como esperar que te toque la lotería. No quise pleitear. Con Beni nunca lo hacía. ¿Para qué? Si le ordenaba una cosa y ella decidía hacer la contraria, o no hacer nada, solo tendría dos opciones: aceptarlo o despedirla. Y moralmente no podía prescindir de ella porque Beni era hija de Marlén, una mujer cubana con la que tuve una relación muy especial cuando estuve destinado en La Habana como «diplomático», digámoslo así…

Armándome de paciencia y de una pipa de fuerte tabaco escocés, me enclaustré en mi despacho. Desde que Ana María se ocupaba de mi salud, estaba consiguiendo reducir mi ración de nicotina. Por la mañana, una cachimba para estimular los buenos sentimientos y otra al morir la tarde para sosegar la mala conciencia por no haberlos llevado a la práctica.

Sin demasiadas ganas, me puse a trabajar. Fermín Fortón, mi socio, me había pasado la denuncia de un empresario que se consideraba víctima de absentismo laboral. Sobrevivíamos gracias a este tipo de encargos: infidelidades amorosas, consumo o tráfico de drogas por parte de adolescentes díscolos, «acompañamientos» (como antiguo espía, me encantan los eufemismos) a políticos y altos ejecutivos…

Me disponía a estudiar la denuncia de fraude laboral cuando Beni anunció por el interfono su particular «por allá resopla»:

—¡Cliente a la vista, Flo!

Medio minuto después, el tiempo que la visita (era un hombre) tardó en subir las escaleras, oí a mi secretaria preguntándole qué deseaba (verme) y cuál era el motivo de su presencia (exponerme una consulta particular). Beni acababa de realizar un curso de Marketing y Comunicación (que, naturalmente, había pagado yo). Como si quisiera amortizarlo, ensayó con el visitante un truco muy viejo que debían de haberle vendido por nuevo: fingir que, debido a nuestro prestigio y fama como investigadores, estábamos asfixiados, con trabajo hasta arriba.

—Tenemos una mañana de locos, con una pila de asuntos pendientes… Comprobaré si el señor Falomir puede recibirle, pero no le prometo nada… ¿Le importaría esperar? Póngase cómodo. Si desea consultar la prensa…

Beni se refería al sobado montón de revistas del corazón que yo compraba de saldo, por lotes, en el quiosco de Néstor, en la plaza de San Bruno, y que ella, después de cotillearlas, iba amontonando en la mesita del recibidor.

Al recién llegado no le interesaron y permaneció en pie hasta que Beni, juzgando haberle hecho esperar el tiempo justo para atribuirme suficiente relevancia, la de un famoso detective agobiado de asuntos que, no obstante, haría al distinguido cliente el favor de dedicarle su valioso tiempo, lo acompañó a la puerta de mi despacho.

—Adelante, por favor —lo invité sin mirarlo, aparentando estar ocupado.

—¿Puedo sentarme? —preguntó el desconocido cuando ya lo había hecho.

—Por favor. Como si estuviera en su casa.

Alcé los ojos hacia él e instantáneamente algo no me gustó.

3

Fue como si hubiese visto una serpiente en medio del camino, una sombra diabólica o un tronco ardiendo en el bosque.

Al desconocido y a mí nos separaban la anchura de mi escritorio de nogal, periódicos atrasados (la mayoría hurtados de la cafetería Mefisto), mi bandeja de estilográficas, el vade de cuero sobre el que escribía y un san Jorge de plata alanceando al dragón, obsequio de algún invitado a cualquiera de mis dos bodas, pero tuve la impresión de que había invadido mi espacio.

Era rubio, con el pelo largo, la piel pálida y una mirada entre implorante y asombrada, como la de un cervatillo de dibujos animados, factoría Disney. Con ojos muy luminosos, azul hielo, y pestañas rubias. Con una boca demasiado grande, un labio inferior grueso como el de un africano y dientes tan blancos que llamaban la atención.

Llevaba una camisa rojo sangre con dos majestuosas Montblanc Meisterstück prendidas al bolsillo, un traje de lino color teja bastante mejor que el mío y unos mocasines siena de piel suave, sin calcetines, calzando unos pies anormalmente pequeños.

—Bonita oficina —comentó. Algo dulce, femenino, quiso aflorar a su voz.

—¿En qué puedo ayudarle, señor…?

—Sagarra, Luis. Pero puede llamarme por mi alias artístico, Lu Sangara. Lo prefiero.

—¿Luis Sagarra? —repetí, porque solo había retenido el nombre.

Por asociación, mis ojos se desviaron hacia una fotografía de mi clase de Bachillerato, apoyada en mi biblioteca. El Liceo nos la había regalado por las bodas de plata de la promoción. Los alumnos formábamos de tres en fondo, con los profesores. Entre los chicos de mi clase había uno llamado como mi nuevo cliente (si es que llegaba a serlo). Quise asegurarme de que no se trataba de una coincidencia y le pregunté:

—¿No será usted pariente de Luis Sagarra? —Señalé la foto—. El del pelo en punta, en el ángulo de la izquierda. Lo llamábamos Pelopincho, cariñosamente.

Se levantó y se acercó a la biblioteca. Tuvo que inclinarse para ver la foto, porque era bastante alto, cerca de metro noventa.

—Mi padre —confirmó.

—¿Luis Sagarra Urbina?

—Sí, era él.

Dudé. Mi excompañero de pupitre, moreno y bajito, no guardaba el menor parecido con aquel hombre joven, espigado y pálido que tenía delante.

—¿Era?

—Murió.

Me eché hacia atrás.

—No lo sabía, lo siento mucho… ¿Ha muerto Luis, de verdad? ¿Cómo…?

El visitante volvió a sentarse y dijo con calma:

—Se suicidó.

Abrí la boca, la cerré, volví a abrirla y murmuré con un soplo de voz:

—No me lo puedo creer… ¿Cuándo…?

—Hará… un año, un poco antes de mi boda. Se tiró de la casa donde trabajaba, en la Gran Vía.

Tragué saliva.

—¿Trabajaba…? ¿En calidad de qué?

—Como portero. Cayó de un octavo, a veinte metros de altura. Salió en las noticias. ¿No lo recuerda, señor Falomir?

—No, lo siento —volví a murmurar, avergonzado, mientras un turbión de imágenes de Luis Sagarra Urbina, Pelopincho, regresaba a mi memoria. Jugando a balonmano, o al billar, fumando en los baños del colegio… Nuestro último encuentro había tenido lugar en la cena de nuestra promoción, unos cuantos años atrás. Habíamos estado charlando, poniéndonos al día. Pelopincho trabajaba en Épila, en una fábrica de rodamientos que surtía a la General Motors, pero lo hacía a disgusto. Aquello no era vida, se me quejó, sino embrutecimiento, alienación… Desde entonces, yo nada había vuelto a saber de él. Jamás habría imaginado que pudiera suicidarse. Por mal que le fueran las cosas, Sagarra Urbina no era de esos que se tiran por un balcón.

—De verdad, hijo, lo siento tanto —volví a condolerme—. Habrás sufrido una barbaridad… Te acompaño en el sentimiento, aunque sea tarde… ¿Luis te llamas también, me has dicho?

—Puede llamarme Lu. Lo prefiero.

—¿Lu?

—Es mi seudónimo artístico, Lu Sangara. La gente que me aprecia de verdad me llama Lu.

—No haberme enterado a tiempo de su… de vuestra tragedia… Os habría acompañado en el funeral.

—Papá le apreciaba mucho, señor Falomir. Estaba orgulloso de ser su amigo. No tenía demasiados. A mí me sucede lo mismo. Será algo heredado, genético… Papá me hablaba a menudo de su época colegial. Recuerdos de la pandilla, de la liga de fútbol, anécdotas con las chicas del colegio La Veneración…

—La Consolación —sonreí.

—El Ibón de hielo, donde iban a patinar; el Canódromo, donde iban a apostar, y un bar llamado La Cepa Joven, donde iban a…

—La Cepa Vieja —volví a sonreír—. Donde íbamos a beber cerveza. Todavía existe, aunque hace años que no voy. La pista de hielo se transformó en un supermercado. El Canódromo, en un parque…

Sonrió educadamente, como si mis recuerdos contribuyeran a dignificar la memoria de su padre, y agregó con un aire suave y amable:

—Papá guardaba algunas fotos suyas, recortes de una entrevista que le hicieron… Pero, sobre todo, lo conservaba en su memoria, que es donde deben atesorarse los afectos.

Me conmoví, pero alguien más joven dentro de mí dijo: «Te estás haciendo viejo, Flo».

—¿Por eso has venido a verme, Lu, porque tu padre y yo nos conocíamos desde niños?

—También por su competencia profesional, señor Falomir. Lleva usted fama de ser un excelente detective.

—Siendo hijo de mi buen amigo Luis, a quien tanto me hubiera gustado despedir… —Seguía emocionado y me tomé unos segundos para dominarme—. ¿En qué puedo ayudarte, Lu?

—He venido a pedirle que haga algo por mí.

—Puedes tratarme de tú.

—Si no le importa, no lo haré.

—¿Por qué?

—Por respeto a mi padre. A él no le habría gustado.

—Como quieras… ¿Qué puedo hacer por ti, Lu?

—Que me ayude a encontrar un reloj.

Apoyó las manos en la mesa y se rozó la muñeca derecha, donde se veía la marca de la correa. Sus manos eran como las de un niño, pequeñas, delicadas y, como el resto de la piel, muy blancas y sin sombra de vello. En la izquierda tenía seis dedos, con el meñique dividido en dos. Sentí frío al fijarme y darme cuenta de que él reparaba en ello.

—¿Un reloj? ¿De quién?

—Mío.

—¿Lo has perdido?

—Eso me temo.

—¿Cuándo?

—Ayer lo llevaba puesto, estoy seguro.

—¿Qué marca es?

—Un Panerai de acero y oro, con mis iniciales grabadas en el reverso. Fue el regalo de petición de María José, mi esposa.

—Siendo así, estarás doblemente preocupado por su pérdida.

—¿Doblemente? —Pareció desconcertado—. ¿A qué se refiere?

—A su doble valor.

—¿Doble valor?

—El real y el sentimental.

—Ah, claro… Estoy desolado —aseguró, pero su expresión no revelaba preocupación alguna, sino el mismo hierático asombro que me había llamado la atención desde el principio, como si, permaneciendo a la expectativa de algo, esa esperanza no llegara a materializarse pero prosiguiera yaciendo en el horizonte de sus deseos—. Le ruego que lo encuentre lo más rápidamente posible.

—Lo intentaré. ¿Cuándo perdiste el reloj?

—Tuvo que ser ayer por la noche.

—¿A qué hora?

—A partir de las doce.

—¿Dónde?

—En el Salón Cosmos, en el Lido, en el Botafumeiro o en un hotel.

Destapé una de mis plumas, una Pelikan Indian Sunset que me había costado cuatrocientos euros y cuyo diseño me recordaba los anocheceres en Bali, donde pasé un par de meses oficialmente dedicado a la exportación de artesanías, pero vigilando, en realidad, los movimientos de un terrorista vasco. La tinta estaba seca y acepté la Montblanc Meisterstück que Lu se apresuró a ofrecerme. Era una imitación. Su tinta roja se deslizaba con una aspereza que denunciaba al falso plumín, pero desprecinté un cuaderno y fui apuntando las mencionadas localizaciones.

El Salón Cosmos era lo más parecido a un puticlub que había en el centro de la ciudad. El Lido, un clásico de copas para adultos, ligero y frívolo, con música italiana y francesa. El Botafumeiro, una whiskería donde solían citarse hombres de negocios de dudosa reputación y mujeres con parecido pedigrí.

—¿Pasaste la noche en un hotel? —pregunté; Lu asintió—. ¿En cuál?

—En el hotel Ducal.

—¿Solo o acompañado?

Me miró con languidez, a medio párpado. Sus transparentes iris filtraban una luz celeste.

—Si me lo pregunta, es porque acepta mi encargo.

—En principio, sí.

—¿En principio?

—Salvo que descubra algo anómalo y decida retirarme a tiempo —condicioné—. Lo hago a menudo. Por eso sobrevivo. Por eso no gano dinero.

Se echó a reír. Su risa era aguda y entrecortada como un puñado de monedas cayendo en un platillo.

—Eso tiene remedio, señor Falomir.

—¿Cómo? ¿Creyendo en los milagros?

—Ganar dinero es mucho más fácil de lo que la gente cree. No tiene nada de milagroso.

Lo había dicho con total convencimiento, como si le sobraran los euros.

—Te pediré que me enseñes el truco en tus ratos libres. Mientras tanto, respóndeme: ¿con quién pasaste la noche, Lu?

—Con una mujer.

—¿La conocías?

—No.

—¿Dónde la conociste?

—En el Salón Cosmos.

—¿De allí os fuisteis al Lido?

—Sí.

—¿Y del Lido al Botafumeiro?

—Sí.

—¿Y finalmente la invitaste al hotel Ducal?

—Sí.

En el Coso Bajo, el hotel Ducal era un establecimiento bastante lujoso. Lo habían inaugurado recientemente a partir de la rehabilitación de un edificio decimonónico de estilo neomudéjar. No era el lugar más discreto para llevar a una profesional, pero la discreción no parecía ser el fuerte de Lu Sangara.

—Lo más lógico es que te dejaras el reloj en la habitación del hotel —presumí.

—Antes de irme la revisé, pero el reloj no apareció.

—¿Inspeccionaste el bolso de la señorita?

—No me atreví.

—¿Por qué?

—Porque soy un caballero.

Sonreí irónico.

—Puesto que va a tocarme indagar en el bolso y la conciencia de esa dama, ¿querrá eso decir que yo no lo soy?

—No pretendía sugerir…

—Estaba bromeando, Lu. No aspiro a ser un caballero andante. Aunque me han puesto a dieta y he perdido unos cuantos kilos todavía no podría embutirme en la armadura de Lancelot. ¿Qué habitación ocupasteis? ¿Recuerdas el número?

—No.

—¿La planta?

—Tampoco.

—¿Te registraste a tu nombre?

—Di uno falso.

—¿Recuerdas cuál?

—No.

—¿Te pidieron el carné?

—Supongo, pero me negaría a darlo.

—¿Pagaste con tarjeta de crédito?

—En metálico.

—¿Lo hiciste al registrarte o al salir?

—Por adelantado.

—¿Cómo se llama tu… amiga?

—Denise.

—¿Es su verdadero nombre?

—No sabría decirle. Puede, no lo sé…

Le pedí una descripción.

—Muy guapa. Muy joven. Bastante alta. Cabello ondulado.

—¿Color?

—Rubio.

—¿Teñido?

—No, no diría.

—¿Española?

—Latina.

—¿País de origen?

—Uruguaya, creo.

—¿Te dejó un teléfono, una dirección?

Su respuesta fue negativa. Terminé de tomar notas y le adelanté:

—Si pretendo encontrar a la tal Denise tendré que esperar a que abran el Salón Cosmos. Y no creo que eso ocurra antes de las doce de esta noche.

—Once treinta —me corrigió Lu con la precisión de un cliente fijo.

—Muy bien, me presentaré en cuanto abran. Necesitaría saber más cosas de tu amiga Denise. ¿Algo que puedas añadir a lo que me has contado?

—Es buena en la cama, muy buena.

—¿Nada más?

—Y nada menos —volvió a reír, ahora con un aire libertino. Cínicamente, añadió—: No le pregunté por sus padres, si tenía gato o estudiaba chino por correspondencia…

Dejó caer el labio inferior en una carcajada sarcástica, como para celebrar su ingenio, pero no me gustó su implícito desdén y me mantuve indiferente.

—Muy bien, Lu, lo comprendo. Fuiste a lo que fuisteis, y tu reloj se perdió. Estará en esa habitación del hotel Ducal, casi seguro. ¿Has llamado a la recepción para comprobarlo?

—No.

—¿Por qué?

—Me habría obligado a identificarme.

—Y quieres mantener el anonimato… Tus motivos tendrás.

—Estoy casado.

—Lo comprendo. Resguardaré tu identidad, no te preocupes. Pronto te diré algo, espero. Facilita a mi secretaria un número de contacto, si eres tan amable.

Se puso en pie con desenvoltura. Tenía un cuerpo elástico, con extremidades flexibles y largas.

—No pretendo agobiarle, señor Falomir, pero solo dispone de cuarenta y ocho horas —me concedió—. Hasta pasado mañana, miércoles, 26 de julio, día de nuestro aniversario de boda. Mañana por la noche celebraremos una cena familiar en la finca de mi suegro. Mi mujer, María José, podría darse cuenta de que me falta el reloj. Es muy observadora.

—Pasado mañana, muy bien… Un último detalle, Lu. ¿Cuánto vale tu reloj?

—No lo sé. María José nunca me lo dijo ni yo se lo pregunté. Varios miles de euros, supongo.

—Es mucho dinero para consultar la hora.

—Simple calderilla para mi suegro.

—¿Quién es, si puedo preguntártelo?

—Abdón Chaure.

Apenas necesité unos segundos para relacionar ese apellido con una cifra de muchos millones de euros. Abdón Chaure era un hombre rico, muy rico.

—¿El propietario del Grupo Chaure, de las Torres de San Valero, de los…?

—Sí.

Devolví la Montblanc a su dueño. Era tan falsa que ni regalada la habría añadido a mi colección.

—Un buen partido, enhorabuena.

—De momento, a mi mujer la mantengo yo —replicó con un orgullo que tuvo mucho de reivindicativo.

—No te ofendas. Simplemente he querido decir que hiciste una buena boda.

Su mirada se encenagó en una luz más oscura, como si un golpe de sangre la hubiera teñido de añil.

—Tampoco ella se casó mal.

—Estoy seguro de ello, Lu.

—Lo estará todavía más cuando me conozca mejor.

Tuve la sensación de que entre nosotros se había iniciado una especie de juego, algo así como una rivalidad o pugna al margen del trabajo en sí. No era algo inhabitual en mi trato con los clientes, casi siempre sinuoso, ambiguo, con los límites entre el bien y el mal tan difusos como la luz de una farola en una noche de niebla. Acababa de asaltarme la intuición, y en este tipo de lances no solía fallarme, de que a Lu le gustaba jugar con seudónimos, a las máscaras, ocultar cartas marcadas debajo de la mesa, manejarse al margen de las reglas como el buscavidas o gigoló que me estaba dando toda la pinta ser, pero seguí repartiendo naipes para comprobar si quería descartarse o continuar apostando.

—Me alegro por ti, Lu. Con la economía resuelta os será más fácil construir una familia.

—Se equivoca en eso. Pasamos estrecheces.

—¿Habiéndote casado con una Chaure?

—Mi suegro es de una avaricia extrema. María José no cobra nada y Abdón me paga el salario mínimo. Y en cuanto a construir una familia…, suponiendo que quiera hacerlo. No me gustan los niños. ¿A usted?

—No puedo opinar porque no he tenido hijos. Pero de relaciones matrimoniales sí entiendo un poco. Estoy divorciado dos veces.

—Al lado suyo, soy un novato.

—No te deseo que compitas conmigo en ese terreno. Un divorcio nunca es agradable.

—No tendré que divorciarme si encuentra mi reloj, porque no habrá ningún riesgo de que María José me abandone. ¡Hasta pasado mañana, señor Falomir!

—Hasta pasado mañana, Lu.

4

Beni lo retuvo en su mesa para tomarle los datos y abrirle ficha de cliente.

—¡Cómo te pareces a Lorena! —le soltó Lu.

—¿Y esa Lorena quién es, si saberse puede?

—Una antigua novia mía con ojos traidores como los tuyos pero con menos clase —la vaciló él, apoyando las manos en la mesa e inclinándose hacia Beni con un lenguaje corporal más que insinuante—. ¿Cómo te llamas, belleza?

—Señorita Cortés.

—Me refería a tu nombre de pila.

—Beni.

—¿De Bienvenida?

—De Benita.

—Yo te llamaré Boni.

—¿De boniato?

—De bonita.

—Ha sido un placer atenderte, Lu —lo interrumpí, saliendo de mi despacho, desde el que los estaba escuchando.

Volví a tenderle la mano para despedirlo de una vez y él la sostuvo sin fuerza mientras su expresión recuperaba su aire humilde, necesitado de protección.

—No te entretenemos más. Puedes marcharte, Lu.

—Estaba a punto de hacerlo.

—Tendrás noticias nuestras.

—Sabré recompensarlas.

—Abonarás lo estipulado en nuestros servicios, ni un céntimo más. Beni te informará de las tarifas.

—Estoy deseando conocer la tuya, Boni —sonrió él a mi secretaria.

De nuevo lo hizo con aires de seductor. Era como si dentro de él latiesen personalidades distintas y volví a sentir un escalofrío.

En ese preciso momento debería haber rechazado su encargo, invitado a que se marchara y no volviera por la agencia, aconsejado que se buscara a otro detective para recuperar su reloj, pero la imagen de su padre cayendo al vacío me contuvo. Mascullé algo a propósito de unas gestiones pendientes y regresé a mi despacho, pero dejando la puerta abierta por si se sobrepasaba con Beni.

Dio su número de móvil a Beni y le oí decir:

—En justa compensación y prueba de confianza, deberías facilitarme el tuyo, Benita, bonita.

—¿Por qué motivo, señor Sagarra?

—Lu. Por si en un momento de inaplazable necesidad hubiera que establecer contacto, Boni.

—¿Qué entiende usted por «inaplazable necesidad», señor Sagarra?

—Lu.

—Lu, oka.

—¡Mucho mejor! Así me gusta, Boni. ¿Qué entiendo por «inaplazable necesidad»? —Yo podía verle reflejado en el espejo de la entrada, sonriendo a Beni como imaginé que lo haría a las fulanas del Salón Cosmos—. Entiendo lo siguiente, Benita bonita: tomar una copa en algún lugar tranquilo, a la salida de la oficina.

—Es usted muy persistente, señor Lu.

—Irresistible, dicen mis peores críticos.

—Y está muy seguro de sí mismo…

—Hasta que conozco a alguien que me hace dudar de todo, incluidos mis sentimientos.

—¿Y ese alguien soy yo?

—Pero no la única.

Riendo bobamente, Beni le dio su número. Desde la puerta, Lu Sangara le tiró un beso con la punta de los dedos y salió de la agencia.

5

Diez minutos después, mi secretaria trajo impresas a mi mesa unas páginas publicitarias de la marca de relojes Panerai, información que yo le había requerido para ponerme a trabajar en el nuevo caso.

De acero y oro había en la web oficial de aquella marca suiza de relojes varios modelos de caballero, a cuál más caro. El que seguramente pertenecía a Lu, el reloj que mi cliente había perdido la noche anterior y que yo debía encontrar en el plazo máximo de veinticuatro horas, costaba… ¡quince mil euros!

—Este cliente es un chollo, como ustedes dicen por acá. Deberíamos aplicarle la tarifa especial —sugirió Beni.

—¿A cuánto asciende?

—A lo que pueda pagar, que será mucho.

—Ponlo en cifras, Beni. La de los números eres tú. Yo soy el de las letras… del banco.

—Ese Lu tiene pinta de ser riquísimo. Y guapísimo, un bomboncico.

—Está casado.

—En mi Cuba eso no es un hándicap, sino una chance.

—Júrame que no te has vuelto a enamorar.

—¡El muchachito es bien lindo!

—Tiene seis dedos en la mano izquierda. Deberías ir al oculista.

—Si padezco fatiga ocular será por tantas horas como me obligas a estar delante de un ordenador sin pantalla de protección. Mi asesor laboral me ha diagnosticado vista cansada.

—¿De dónde ha salido ese asesor?

—Estoy yendo al sindicato. En España los trabajadores tenemos derechos, ¿sabías?

—Te invito a comer para negociar tu convenio.

—¿Es un soborno?

—Por supuesto.

—Siendo así, lo acepto. ¿Iremos a La Casa del Caracol y me invitarás a sangría?

—Hecho, pero ahora déjame tranquilito un rato…

—Flo…

—Dime, Beni.

—No, nada…

—¿Qué te pasa?

—¡Estoy tan triste!

—¿Y cómo podría yo alegrarte? Si te digo que te quiero, ¿me denunciarás por acoso?

—Si no me quisieras, no me habrías rescatado de mi infierno de La Habana… Sé que me aprecias, Flo… a tu manera. Pero me gustaría que me comprendieras, aunque fuese también a tu manera.

—Eres habanera. No hay modo de entenderte.

—¿No te interesa saber lo que hay en mi alma?

—¿El dulce corazón de una muchacha que sigue esperando el amor?

—¿Cómo lo adivinaste, brujo?

—Porque lo soy. Ahora tengo trabajo, libérame un ratito…

—Pero recuerda: a las dos tocaré en tu puerta e iremos a almorzar a La Casa del Caracol. Sangría, caracoles y confidencias.

—¿Confidencias de qué clase, Beni?

—¿No me vas a contar nada de la jeba con la que andas, esa cieguita que te tiene ciego de amor?

—Solo sangría con hielo y limón…

—Pero ¿sin confidencias?

—Puede que a la segunda jarra…

—¡Ese es mi Flo!

6

Eran las once y media en punto de la noche en mi viejo Omega cuando bajé las escaleras del Salón Cosmos, que acababa de abrir puertas a su clientela en su local de la calle Fita.

Dirigía el club un conocido mío, Mario Cester, alias el Rápido.

Mario era hijo de Porfirio Cester, un zapatero del Tubo cuyo antiguo establecimiento, ya cerrado, se llamaba La Rápida. Yo lo recordaba como un tabuco con olor a cuero y betún, estrecho y lóbrego, diminuto, realmente, capaz apenas para una descomunal caja registradora, tan grande por fuera como vacía por dentro, y un par de desfondados butacones de fieltro para los clientes. A cuyos pies, sentado en un taburete, a mano siempre el cajetín con cepillos, bayetas, ceras, betunes y martillos de boca redonda, Porfirio Cester lustraba empeines o ribeteaba suelas.

Lo llamaban el Rápido, con humor somarda aragonés, por lo lento que era. Su hijo Mario había heredado su piel cetrina, sus patillas de bandolero y su polisémico apodo. Con otro significado, en su caso: el de «echar un rapidito» o polvo de urgencia con chicas de su local.

El de su padre, La Rápida, quedaba junto a La Ortopedia Francesa, pionera del sexo seguro, pues La Ortopedia ya expedía gomas cuando la dictadura franquista condonaba la moral nacionalcatólica. A escasos metros del antiguo limpiabotas seguía abriendo el legendario cabaret El Plata, con las vedetes de la época alegrando una consentida orgía de boas y plumas. Mario había crecido en las calles y ambientes del Tubo. De su padre, había heredado también el juego de martillos de zapatero que ahora lucían enmarcados en una urna de cristal colgada sobre la barra del Cosmos, entre vitrinas iluminadas con variedad de licores y fotografías dedicadas de astros del flamenco y la copla: Lola Flores, Miguel de Molina, Antonio el Bailarín o Ramiro Cardona.

Este último, con al menos setenta años, seguía actuando en el Salón Cosmos.

Precisamente, aquella noche tenía show. Nada más pedir yo una copa se apagaron las luces y se anunció su actuación.

Tomé asiento en uno de los silloncitos de la pista de baile, iluminada con luces estroboscópicas y acolchada con el mismo cuero negro tachonado con clavos dorados que forraba la barra del bar. Sonó un redoble, se corrieron las cortinillas del escenario y apareció el artista.

Los espectadores no sumábamos una docena, pero Cardona se entregó tan a fondo como si estuviera cantando en el Teatro Real.

Su voz había superado a duras penas los estragos del tiempo. Su cuerpo, decididamente, no. Con rímel en las pestañas y carmín en los labios, maquillado con una capa tan gruesa que parecía arcilla y vestido con un inverosímil conjunto de raso blanco y pedrería, a medias traje de luces, a medias de un trapecista, resultaba tan anacrónico y patético como conmovedor.

Entre menos entusiastas que corteses aplausos, Cardona fue desgranando canciones propias y ajenas. En el clímax de un bolero se arrancó la chaqueta y con la apoteosis de su gran éxito, «Amor prohibido», que cantó desgarrándose el pulmón, el chaleco voló por los aires y Cardona quedó estático, los brazos en cruz, tembloroso bajo los focos que hacían destacar sus chupadas mejillas, sus hombros espolvoreados de purpurina y sus pezones coloreados sobre el palpitante fuelle de su pecho lampiño.

Comenté al Rápido:

—Está hecho una pena, ¡con lo que ha sido!

—Pobrecico mío… Además de una ruina, está arruinado. No controla la coca. Por no decir a los muchachos. Guayabos, los llama él. Guapazos. Le gustan cada vez más jóvenes. Lo trastea un tal Fer, el Pollito, le dicen, un macarra de bujarras viejos. El Pollito, ¿te acuerdas de él? Fue aprendiz de costura y novio de Fanjiles, aquel modisto que abría taller en la calle León XIII. Seguro que te acuerdas de Fanjiles. Tenía barco en Sitges. Pilló el sida, pobrecico mío…

—Es verdad, sí… —Recordé al famoso modisto como si lo estuviera viendo, calvo y cargado de hombros, con unos lentes de pasta encabalgados en una nariz aguileña y su sempiterna americana azul con botones dorados, de capitán de yate—. Mi madre le había encargado el vestido de bodas, pero no llegó a coserlo.

—¡Anda! ¿Y por qué?

—Porque mi padre se fugó a tiempo. Pero olvidemos los melodramas de la familia Falomir y sigamos con Fanjiles…

—Murió, pobrecico…

—Lo sentí. Era vitalista y campechano. A veces me lo encontraba por el casco y echábamos un párrafo. Le gustaban los toros.

—Bastante más, los toreros.

—¡Fanjiles! Genio y figura. Siempre iba con un novillero o grumete, guayabo o guapazo.

—Porque era marinero en tierra. ¡A quién no conocerás en la tuya, Flo!

—A ninguna de tus nuevas chicas, Mario.

—No me extraña. Como últimamente vienes tan poco a vernos… ¿Te siguen gustando las morenitas? Hay dos nuevas, muy complacientes. Si tienes ganas de «un rapidito», en breve aparecerán. Te las presentaré. —El Rápido sonrió ante la expectativa de un ingreso inesperado—. Te insisto, Flo. Son finísimas y de total confianza. Muy complacientes, de las que apetece repetir. Las he catado en persona, como siempre hago para asegurarme de la calidad del producto, y te garantizo que quedarás satisfecho.

—No he venido a por «un rapidito», Mario. Me conformaré con charlar con la chica que ayer por la noche estuvo con un cliente tuyo.

—¿Cuál de todos? Tengo cantidad y variedad: viudos, concejales, curas…

—Un chico joven a quien llaman Sangara.

Algo triangular se crispó en su semblante cúbico.

—¿El pintor?

—¿Lo es? No lo sabía.

—Pues sí, o eso dice él. Para demostrarlo lleva la memoria del móvil llena de fotos de sus cuadros y se las va enseñando a quien tenga paciencia de verlas. Con copas se pone más pesado que un cochino en brazos.

—¿Qué clase de cuadros pinta?

—Unas pinturas raras… rarísimas.

—¿Las has visto?

—El propio Sangara me las ha enseñado en la pantalla de su móvil, como a Cardona y a las chicas, sin perdonar a Carlo, el jefe de camareros… Dibuja figuras deformes, monstruosas… Como si las pintara debajo del agua o estuvieran muertas… Se queja de que nadie las compra, y no me extraña. Creo que está un poco loco. ¿Qué sabes de él, Flo?

—Apenas nada.

—En el fondo, eso es lo que ese tipo me gusta: nada de nada.

—¿No es cliente tuyo?

—Sí, pero de su clase no querría ninguno. Va pregonando que se ha casado con una mujer muy rica, pero nunca afloja ni lleva un chavo. Bebe como un pez y, para mí, que trapichea con pirulas y se mete de todo.

—¿No paga?

—De vez en cuando… Le he abierto cuenta, puede que ahora mismo me deba mil euros… Lo único bueno que tiene son algunos amigos de vitola, gente de pasta. Se nota que se aprovecha de ellos, aunque en el fondo les dé grima y lo desprecien, tan blancuzco y amanerado como es, y con esos seis dedos… A mí me parece una nenaza, pero no sabes el éxito que tiene con las mujeres. Las vuelve locas. Debe de tener entre las piernas una buena brocha. Según cuentan mis asociadas, es un empotrador nato.

—Perdona, Mario. ¿Tus qué, has dicho…?

—Mis asociadas.

—Eso me había parecido oír.

—¿Y te ha extrañado? ¿Por qué? Esto es un negocio entre autónomos. Una unión temporal de empresas. Nos respetamos unos a otros. Mis asociadas hacen su trabajo y yo el mío.

—Entiendo… Volvamos a Sangara. ¿Tiene alguna fija?

—Va picoteando.

—¿Paga directamente a las chicas, se pone de acuerdo contigo o les hace regalos?

—¡Óyeme, Flo! Si quieres seguir siendo amigo mío no insinúes que me lucro con el negocio de la carne, ¿vale? Les hace regalos o les pagará. ¡Yo qué sé!

—¿Y qué les regala, dibujos suyos?

—¡Qué va, hombre! No se los aceptarían, y yo tampoco… Mi sobrina de diez años dibuja mejor que él… Les regala lencería de fantasía, relojes…

—¿Sangara regala relojes a tus… asociadas?