EXCALIBUR

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Excalibur (The Warlord Trilogy)

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: octubre de 2015

Primera edición en e-book: diciembre de 2019

© Bernard Cornwell, 1997

© Por la traducción de Concepción Cardeñoso Sáenz de Miera, 1998

Traducción cedida por Grup Editorial 62, S.L.U., El Aleph Editores

© de la presente edición: Edhasa, 2015

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ISBN: 978-84-350-4755-5

Producido en España

Dedico Excalibur a John y Sharon Martin

NOTA HISTÓRICA

Gildas, el historiador que probablemente escribió la De Excidio et Conquestu Brittaniae (De la destrucción y conquista de Britania) una generación después de la época artúrica, cuenta que la batalla de Badonici Montis (traducido actualmente como Monte Badon) fue un sitio, pero curiosamente omite la mención de Arturo en la gran victoria que fuera, según lamenta el autor, «la última gran derrota de los desdichados». La Historia Brittonum (Historia de los britanos), que pudo o no haber sido escrita por un tal Nennius y que fue compilada al menos dos siglos después de la época de Arturo, es el primer documento que adjudica el protagonismo britano a Arturo en «Mons Badonis», donde «en un día sucumbieron ciento sesenta hombres a un ataque de Arturo, y nadie sino él los abatió». En el siglo X, unos monjes del oeste de Gales compilaron los Annales Cambriae (Anales de Gales), donde se recoge la «batalla de Badon, en la que Arturo llevó la cruz de nuestro Señor Jesucristo a hombros durante tres días y tres noches, y los britanos salieron victoriosos». El venerable Beda, un sajón cuya Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum (Historia eclesiástica de los ingleses) apareció en el siglo VIII, reconoce la derrota pero no nombra a Arturo, detalle poco sorprendente habida cuenta de que Beda parece haberse documentado casi exclusivamente en Gildas. Estos cuatro documentos son prácticamente las únicas fuentes tempranas de información sobre la batalla (y tres de ellos no son suficientemente antiguos). ¿Tuvo lugar, realmente?

Los historiadores, aunque reticentes a aceptar la existencia del legendario Arturo, parecen estar de acuerdo, no obstante, en que en los alrededores del año 500 a.C., los britanos libraron y ganaron una gran batalla contra los sajones que los asediaban en un lugar denominado Mons Badonicus, Mons Badonis, Badonici Montis, Mynydd Baddon o Monte Badon, o sencillamente, Badon. Además, dejan entrever que fue una batalla importante porque se supone que detuvo la conquista de Britania por los sajones durante una generación. También parece haber sido, según lamenta Gildas, «la última derrota de los desdichados», pues, a lo largo de los doscientos años que siguieron a la mencionada derrota, los sajones se extendieron por el territorio de la actual Inglaterra, desposeyendo así a los britanos nativos. Durante el período oscuro de la más negra época de la historia de Britania, dicha batalla destaca como acontecimiento de importancia, aunque desgraciadamente no tenemos idea de dónde sucedió. Existen unas cuantas posibilidades: Liddington Castle, en Wiltshire, y Badbury Rings, en Dorset, son posibles candidatos, mientras que Geoffrey de Monmouth, que escribió en el siglo XII, sitúa la batalla en Bath, probablemente porque Nennius se refiere a las fuentes termales de Bath como balnea Badonis. Más tarde, los historiadores han propuesto Little Solsbury Hill, al oeste de Batheaston, en el valle del Avon, cerca de Bath, como campo de batalla y yo me he suscrito a tal suposición para la descripción de mi novela. ¿Fue un sitio? Nadie lo sabe en realidad, como tampoco sabemos quién sitió a quién. Sencillamente, parece haber un consenso generalizado sobre el hecho de que se librara una batalla en Monte Badon, fuera cual fuese su ubicación, que probablemente se tratara de un sitio, aunque tal vez no, que seguramente tuviera lugar en los alrededores del año 500 de nuestra era, aunque ningún historiador fundaría su reputación en semejante aserto, que los sajones sufrieron una gran derrota y que posiblemente fuera Arturo el artífice de tan sonada victoria.

Nennius, si fue verdaderamente el autor de la Historia Brittonum, atribuye doce batallas a Arturo, la mayoría en ubicaciones imposibles de identificar, y no nombra Camlann, la batalla con la que tradicionalmente termina el relato de Arturo. En los Annales Cambriae encontramos la referencia más temprana a dicha batalla, pero fueron escritos con tanta posterioridad que no pueden ser considerados autoridad en la materia. Así pues, la batalla de Camlann es más misteriosa incluso que la de Monte Badon, y resulta imposible identificar el lugar en que pudo haberse librado, en caso de haberse librado realmente. Geoffrey de Monmouth dice que ocurrió a orillas del río Camel a su paso por Cornualles, mientras que sir Thomas Malory, en el siglo XV, la localiza en Salisbury Plain. Otros autores sitúan Camlann en Merioneth, Gales, en el río Cam a su paso cerca de South Cadbury (Caer Cadarn), en la muralla de Adriano o incluso en algunos lugares de Irlanda. Yo he situado Camlann en Dawlish Warren, al sur de Devon, por el único motivo de que en una ocasión tuve una barca en el estuario del Exe y llegué al mar pasando por Warren. El nombre Camlann podría significar «río sinuoso», y el canal del estuario del Exe es sinuoso como el que más, pero la elección ha sido caprichosa por mi parte.

En los Annales Cambriae lo único que se nos dice de Camlann es: «La batalla de Camlann, en la que Arturo y Medraut (Mordred) perecieron». Y tal vez fuera así, pero la leyenda siempre ha insistido en que Arturo sobrevivió a sus heridas y fue transportado a la mágica isla de Avalon donde aún duerme con sus guerreros. Nos hemos internado claramente en dominios en los que no se aventuraría jamás cualquier historiador que se precie, salvo para insinuar que la creencia en la supervivencia de Arturo refleja la honda nostalgia del pueblo por el héroe perdido, y en toda la isla de Britania no hay leyenda más persistente que la idea de que Arturo continúa con vida. «Una tumba para Mark», recoge el Libro Negro de Carmarthen, «una tumba para Gwythur, una tumba para Gwgawn de la espada roja, mas, no lo vean nuestros ojos, una tumba para Arturo». Probablemente Arturo no fuera rey, tal vez no existiera siquiera; sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos de los historiadores por negar su existencia, continúa siendo para millones de personas en el mundo lo que el copista dijo de él en el siglo XIV, Arturus Rex Quondam, Rexque Futurus: Arturo, una vez rey y futuro rey.

EXCALIBUR

PERSONAJES

Aelle Rey sajón

Agrícola Señor de la guerra de Gwent

Amhar Hijo bastardo de Arturo, hermano gemelo de Loholt

Argante Princesa de Demetia, hija de Oengus mac Airem

Arturo Hijo bastardo de Uther, señor dumnonio de la guerra y más tarde gobernante de Siluria

Arturo-bach Nieto de Arturo, hijo de Gwydre y Morwenna

Balig Barquero, cuñado de Derfel

Balin Guerrero de Arturo

Balise Antiguo druida de Dumnonia

Bors Primo y paladín de Lancelot

Brochvael Rey de Powys después de la época de Arturo

Budic Rey de Broceliande, casado con Anna la hermana de Arturo

Byrthig Rey de Gwynedd

Caddwg Barquero y sirviente esporádico de Merlín

Ceinwyn Hermana de Cuneglas, compañera de Derfel

Cerdic Rey sajón

Cildydd Magistrado de Aquae Sulis

Clovis Rey de los francos

Culhwch Primo y guerrero de Arturo

Cuneglas Rey de Powys

Cywyllog Amante de Mordred durante un tiempo y sirviente de Merlín

Dafydd El amanuense traductor de la historia de Derfel

Derfel (pronúnciese Dervel, como en el habla galesa) El narrador, guerrero de Arturo y, posteriormente, monje

Diwrnach Rey de Lleyn

Eachern Lancero de Derfel

Einion Hijo de Culhwch

Emrys Obispo de Durnovaria, más tarde obispo de la Isca siluria

Erce Mujer sajona, madre de Derfel

Fergal Druida de Argante

Galahad Hermanastro de Lancelot y guerrero de Arturo

Gawain Príncipe de Broceliande, hijo del rey Budic

Ginebra Esposa de Arturo

Gwydre Hijo de Arturo y Ginebra

Hygwydd Sirviente de Arturo

Igraine Reina de Powys después de los tiempos de Arturo, esposa de Brochvael

Issa Primer lancero y asistente de Derfel

Lancelot Rey exiliado de Benoic, posteriormente aliado de Cerdic

Lanval Guerrero de Arturo

Liofa Paladín de Cerdic

Lladarn Obispo de Gwent

Loholt Hijo bastardo de Arturo, hermano gemelo de Amhar

Mardoc Hijo de Mordred y Cywyllog

Merlín Druida de Dumnonia

Meurig Rey de Gwent, hijo de Tewdric

Mordred Rey de Dumnonia

Morfans El Feo, guerrero de Arturo

Morgana Hermana mayor de Arturo, esposa de Sansum

Morwenna Hija de Derfel y Ceinwyn, esposa de Gwydre

Niall Comandante de la guardia de Escudos Negros de Argante

Nimue Sacerdotisa de Merlín

Oengus

Mac airem Rey de Demetia y caudillo de los Escudos Negros

Olwen de plata Seguidora de Merlín y Nimue

Perddel Hijo de Cuneglas, posteriormente rey de Powys

Peredur Hijo de Lancelot

Pyrlig Bardo de Derfel

Sagramor Comandante de una de las bandas de guerreros de Arturo

Sansum Obispo de Durnovaria y, posteriormente, obispo en el monasterio de Dinnewrac

Scarach Esposa de Issa

Seren (1) Hija de Derfel y Ceinwyn

Seren (2) Hija de Gwydre y Morwenna, nieta de Arturo

Taliesin Frente brillante, un famoso bardo

Tewdric Rey de Gwent y, posteriormente, ermitaño

Tudwal Monje del monasterio de Dinnewrac

Uther El difunto rey supremo de Dumnonia, abuelo de Mordred y padre de Arturo

LUGARES

Los nombres señalados con un asterisco (*) son ficticios.

Aquae sulis Bath (Avon)

Beadewan Baddow (Essex)

Burrium Usk (Gwent)

Caer ambra* Amesbury (Wiltshire)

Caer cadarn* South Cadbury (Somerset)

Camlann Ubicación auténtica desconocida; tal vez Dawlish Warren (Devon)

Celmeresfort Chelmsford (Essex)

Cicucium Plaza romana cercana a Sennybridge (Powys)

Corinium Cirencester (Gloucestershire)

Dun caric* Castillo Cary (Somerset)

Dunum Monte de Hod (Dorset)

Durnovaria Dorchester (Dorset)

Glevum Gloucester

Gobannium Abergavenny (Monmouthshire)

Isca (dumnonia) Exeter (Devon)

Isca (siluria) Caerleon (Gwent)

Lactodurum Towcester (Northamptonshire)

Leodasham Leaden Roding (Essex)

Lindinis Ilchester (Somerset)

Lycceword Letchworth (Hertfordshire)

Mai dun Castillo de Maiden (Dorset)

Moridunum Carmarthen

Mynydd baddon Ubicación auténtica desconocida; tal vez Little Solsbury Hill, cerca de Bath

Sorviodunum Old Sarum (Wiltshire)

Steortford Bishop’s Stortford (Hertfordshire)

Thunreslea Thundersley (Essex)

Venta Winchester (Hampshire)

Wicford Wickford (Essex)

Ynys mon Anglesey

Ynys wair Isla de Lundy (Canal de Bristol)

Ynys wydryn Glastonbury (Somerset)

Primera parte

LAS HOGUERAS DE MAI DUN

 

¡Qué gran influjo ejercen las mujeres en este relato!

Cuando empecé a escribir la vida de Arturo creí que sería un relato de hombres, una crónica de espadas y lanzas, batallas victoriosas y fronteras establecidas, tratados incumplidos y reyes destronados, porque, ¿no es así como se cuenta la historia? Cuando recitamos la genealogía de nuestros reyes no nombramos a las madres ni a las abuelas, sino que decimos Mordred ap Mordred ap Uther ap Kustennin ap Kynnar, y así sucesivamente hasta llegar al gran Beli Mawr, que es el padre de todos nosotros. Son hombres quienes cuentan la historia refiriendo hechos de otros hombres, mas en esta historia de Arturo las mujeres relumbran como los salmones en las aguas negras.

Los hombres hacen la historia, en efecto, y no puedo negar que fueron los hombres los que hundieron Britania. Éramos cientos, todos cubiertos de cuero y hierro, armados de escudo, lanza y espada, y nos creíamos dueños de Britania porque éramos guerreros, pero bastó un hombre y una mujer para hundirla, y de los dos, la mujer causó los mayores desastres. Por una maldición suya pereció todo un ejército, y a ella se refiere esta crónica, pues era la enemiga de Arturo.

«¿Quién?», me preguntará Igraine cuando lea estas palabras.

Igraine es mi reina. Espera un hijo, cosa que a todos nos llena de alegría. Su esposo es el rey Brochvael de Powys y, actualmente, vivo bajo su protección en este pequeño monasterio de Dinnewrac, donde escribo la crónica de Arturo. Escribo por orden de la reina Igraine, tan joven que no conoció al emperador. Así es como lo llamábamos, Amherawdr en lengua britana, aunque Arturo apenas usaba ese título. Escribo en lengua sajona porque soy sajón y porque el obispo Sansum, el santo varón que gobierna nuestra pequeña comunidad de Dinnewrac, jamás me permitiría escribir la historia de Arturo. Sansum odia a Arturo, injuria su recuerdo y le llama traidor; por tal motivo, Igraine y yo le hemos dicho que me estoy ocupando de transcribir los Santos Evangelios en lengua sajona y, puesto que Sansum no habla sajón ni sabe leer lengua alguna, el ingenuo ardid nos ha permitido recoger la historia hasta el momento presente.

A partir de ahora el relato deviene más tenebroso y difícil de transmitir. A veces, cuando pienso en mi bienamado Arturo, veo el cénit de su gloria como un espléndido día de sol, y sin embargo... ¡cuán presto acudieron las nubes! Más tarde, como veremos, las nubes escamparon y el sol endulzó nuevamente el paisaje de Arturo, pero luego llegó la noche y desde entonces no hemos vuelto a ver el sol.

Fue Ginebra la que oscureció el sol del mediodía. Sucedió durante la rebelión, cuando Lancelot, a quien Arturo tenía por amigo, trató de usurpar el trono de Dumnonia, empresa fallida en la que recibió ayuda de los cristianos, los cuales, engañados por sus cabecillas, entre los que se contaba el obispo Sansum, creíanse en el deber sacrosanto de limpiar el país de paganos y preparar así la isla para el segundo advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, predicho para el año 500. Lancelot recibió también el apoyo de Cerdic, rey sajón que lanzó un ataque terrorífico sobre el valle del Támesis con la intención de dividir Britania. Si los sajones hubieran llegado al mar Severn, los reinos britanos del norte habrían quedado separados de los del sur, aunque por la gracia de los dioses, no sólo vencimos a Lancelot y a su chusma cristiana, sino también a Cerdic. Mas en medio de la derrota, Arturo descubrió la traición de Ginebra. La sorprendió desnuda en brazos de otro hombre y fue como si el sol desapareciera del cielo.

–En realidad no lo entiendo –me dijo Igraine un día de finales de verano.

–¿Qué es lo que no entendéis, mi querida señora? –le pregunté.

–Arturo amaba a Ginebra, ¿no es así?

–En efecto.

–Entonces, ¿por qué no podía perdonarla? Yo he perdonado los devaneos de Brochvael con Nwylle. –Nwylle, amante de Brochvael, contrajo una enfermedad de la piel que desfiguró su belleza. Sospecho, aunque jamás lo he preguntado, que Igraine recurrió a un encantamiento para hacer enfermar a su rival. Aunque mi reina diga que es cristiana, el cristianismo es una religión que no ofrece el consuelo de la venganza a sus adeptos. Para esos asuntos es necesario acudir a las viejas conocedoras de las hierbas que hay que arrancar y los conjuros que hay que pronunciar durante la luna menguante.

–Vos perdonáis a Brochvael, pero ¿os habría perdonado él a vos?

Igraine se estremeció.

–¡Oh, no! Me habría quemado viva en la hoguera, según la ley.

–Arturo habría podido condenar a Ginebra a la hoguera –dije–, y muchos hombres le aconsejaron que así lo hiciera, pero la amaba; la amaba apasionadamente y por eso no podía matarla ni perdonarla. No al principio, al menos.

–¡Entonces estaba loco! –exclamó Igraine. Es muy joven y hace gala de la incuestionable certidumbre de la juventud.

–Era muy orgulloso –dije–, y tal vez esa fuera su locura, pero también la de los demás. –Me quedé pensando–. Quería muchas cosas –proseguí–, quería una Britania libre y derrotar a los sajones, pero en el fondo del alma deseaba que Ginebra le manifestase constantemente que era un hombre de bien. Y cuando ella yació con Lancelot, Arturo lo consideró una prueba de que él era inferior. Naturalmente, no era cierto, pero le dolió. ¡Cuánto le dolió! Jamás he visto hombre tan dolido. Le partió el corazón.

–Entonces, ¿la confinó? –me preguntó Igraine.

–La confinó –contesté, y me acordé de que fui obligado a llevar a Ginebra al santuario del Santo Espino, en Ynys Wydryn, donde Morgana, la hermana de Arturo, se convertiría en su carcelera. Jamás existió el menor afecto entre Ginebra y Morgana. La una era pagana, la otra cristiana, y el día en que la dejé encerrada en el recinto del santuario fue una de las pocas ocasiones en que la vi llorar–. «Se quedará aquí», me dijo Arturo, «hasta el día de su muerte».

–Los hombres están locos –declaró Igraine, y me miró de reojo–. ¿Y vos, fuisteis infiel a Ceinwyn alguna vez?

–No –repliqué con sinceridad.

–¿Alguna vez tuvisteis la tentación?

–Sí, claro. La lujuria no desaparece con la felicidad, mi señora. Además, ¿qué mérito tendría la fidelidad si no fuera puesta a prueba?

–¿Creéis que hay mérito en la fidelidad? –me preguntó, y yo me pregunté a mi vez en qué joven y apuesto guerrero de la fortaleza de su esposo se habría fijado mi señora. De momento, su estado de buena esperanza le impediría cometer una locura, pero temí lo que pudiera suceder después. Nada, tal vez. Sonreí.

–Queremos que nuestra amada nos sea fiel, señora. ¿No es lógico que ella quiera lo mismo de nosotros? La fidelidad es un don que ofrecemos a los que amamos. Arturo se lo entregó a Ginebra, pero ella no podía corresponderle porque ansiaba otra cosa.

–¿Qué cosa?

–Gloria, pero Arturo siempre fue reacio a la gloria. La alcanzó, pero no le deleitaba. Ginebra quería una escolta de mil jinetes, vistosas enseñas ondeando por encima de su cabeza y la isla entera de Britania postrada a sus pies. Lo único que Arturo quería era justicia y buenas cosechas.

–Y una Britania libre y derrotar a los sajones –añadió Igraine secamente.

–Sí, eso también –reconocí–, y otra cosa más, una cosa a la que aspiraba por encima de todo. –El recuerdo me hizo sonreír y pensé que quizás, de todas las ambiciones de Arturo, esa última fuera la más difícil de conseguir y la que los pocos que seguíamos siendo amigos suyos jamás creímos que ansiara de verdad.

–Continuad –me apremió Igraine, creyendo que me dejaba llevar por la soñolencia.

–Sólo deseaba un trozo de tierra –dije–, una casa, algunas vacas y una herrería propia. Quería ser un hombre normal, quería que otros cuidaran de Britania mientras él buscaba la felicidad.

–¿Y jamás la encontró? –preguntó Igraine.

–La encontró –le aseguré, pero no el mismo verano de la revuelta de Lancelot. Fue aquel un verano cruento, un tiempo de represalias, la época en que Arturo sometió a Dumnonia sin contemplaciones, por la fuerza.

Lancelot huyó hacia el sur, a su tierra belga. A Arturo le habría gustado mucho perseguirlo, pero en aquellos momentos la amenaza más inminente era la invasión de los sajones de Cerdic. Al final de la revuelta, Cerdic había avanzado hasta Corinium y habría tomado la plaza de no haber enviado los dioses una epidemia que causó grandes estragos en su ejército. A los hombres se les vaciaban las tripas sin cesar, vomitaban sangre, se debilitaban hasta el punto de no tenerse en pie y, en lo más crudo de la peste, las fuerzas de Arturo cayeron sobre ellos. Cerdic trató de reorganizar el ejército, mas los sajones, convencidos de que los dioses los habían abandonado, huyeron. «Pero volverán», me dijo Arturo cuando nos hallábamos entre los sangrientos despojos de la vencida retaguardia de Cerdic. «Volverán la próxima primavera», insistió, y acto seguido limpió la hoja de Excalibur con el manto salpicado de sangre y la envainó. Se había dejado crecer la barba, que le nacía gris y le envejecía mucho; el dolor de la traición de Ginebra demacró tanto su rostro que parecía temible a ojos de quienes lo conocieron aquel mismo verano, y él no hacía nada por suavizar la impresión. Siempre había sido paciente, pero a partir de entonces llevaba la ira a flor de piel y estallaba a la menor provocación.

Fue un verano cruento, un tiempo de represalias, y el sino de Ginebra fue permanecer encerrada en el santuario de Morgana. Arturo condenó a su esposa a ser enterrada en vida y los guardianes recibieron la orden de no permitirle salir jamás. Ginebra, princesa de Henis-Wyren, desapareció del mundo.

* * *

–¡No seas necio, Derfel! –me espetó Merlín una semana después–. Ya verás como sale en libertad dentro de un par de años, o de uno incluso. Si Arturo quisiera deshacerse de ella, la habría condenado a la hoguera, que es lo que tendría que haber hecho. Nada mejor que una buena hoguera para meter a una mujer en cintura, pero Arturo no escucha. ¡El muy imbécil está enamorado de ella! Verdaderamente, es un imbécil. ¡Fíjate bien! Lancelot ha salvado el pellejo, Mordred y Cerdic también y, para postres, perdona la vida a Ginebra. Cualquiera diría que para vivir en este mundo eternamente, lo mejor es convertirse en enemigo de Arturo. Me encuentro tan bien como podía esperarse, gracias por tu interés.

–Os pregunté antes –repliqué pacientemente–, pero hicisteis caso omiso.

–Este oído mío, Derfel... Me estoy quedando sordo –se dio una palmada en la oreja–, sordo como una tapia. Cosas de la edad, pura senectud. Me consumo a ojos vistas.

Ni por asomo. Hacía tiempo que no tenía tan buen aspecto y, en cuanto al oído, estoy seguro de que lo conservaba tan agudo como la vista, la cual era penetrante como la del águila, a pesar de sus ochenta años o más. Lejos de consumirse, Merlín parecía imbuido de una energía renovada, procedente de los tesoros de Britania. Esos trece tesoros eran antiguos, tan antiguos como la propia isla, y se los había dado por perdidos durante siglos, pero Merlín los había encontrado finalmente. Los tesoros tenían el poder de hacer acudir a los dioses antiguos a Britania, poder que jamás se había puesto a prueba; pero en ese momento, el año del caos en Dumnonia, Merlín volvería a utilizarlos para realizar un gran prodigio.

El día en que llevé a Ginebra a Ynys Wydryn busqué a Merlín. Llovía torrencialmente y subí al Tor con la esperanza de encontrarlo en la cumbre, pero sólo hallé la cima triste y vacía. En otro tiempo, Merlín poseía una gran fortaleza en el Tor con una torre de los sueños, pero la fortaleza había sido pasto de las llamas. Me quedé entre las ruinas embargado por la desolación. Arturo, mi amigo, estaba herido; Ceinwyn, mi mujer, hallábase lejos, en Powys, con Morwenna y Seren, nuestras dos hijas, y Dian, la menor de todas, había partido al otro mundo, atravesada por la espada de un secuaz de Lancelot. Mis amigos habían perecido o no se encontraban cerca. Los sajones se preparaban para atacarnos al año siguiente, mi casa había quedado reducida a cenizas y mi vida se presentaba sombría. Tal vez Ginebra me hubiera contagiado la tristeza, porque aquella mañana, en la colina de Ynys Wydryn batida por la lluvia, sintiéndome más solo que en toda mi vida, me arrodillé en las lodosas cenizas de la fortaleza y recé a Bel. Le pedí que nos salvara y, como un niño, que me enviara una señal, que me confirmara que aún importábamos algo a los dioses.

La señal llegó una semana después. Arturo se hallaba en la frontera del este hostigando a los sajones, pero yo me quedé en Caer Cadarn aguardando la vuelta a casa de Ceinwyn y mis hijas. Esa semana, en algún momento, Merlín y su compañera Nimue fueron al gran palacio de la vecina Lindinis, que estaba vacío. Yo había vivido allí en otro tiempo, como guardián de nuestro rey Mordred, pero cuando Mordred cumplió la mayoría de edad, el palacio pasó a manos del obispo Sansum y fue convertido en monasterio. No obstante, los monjes de Sansum acababan de ser desalojados, expulsados de las grandes fortalezas romanas por lanceros vengativos, y por tal motivo el palacio se hallaba vacío.

Supimos por la gente del pueblo que el druida se hallaba en el palacio. Hablaban de apariciones y señales prodigiosas y decían que los dioses se paseaban por los patios durante la noche, de modo que me acerqué al palacio a caballo, aunque no encontré rastro de Merlín. Alrededor de las verjas del palacio acampaban doscientas o trescientas personas, que me contaron, presas de excitación, las apariciones nocturnas que habían presenciado y, al oírlas, se me encogió el corazón. Dumnonia acababa de pasar por el cataclismo de una rebelión cristiana encendida precisamente por supersticiones demenciales de idéntico signo... al parecer, los paganos se disponían a igualarse en locura a los cristianos. Abrí las puertas del palacio, crucé el gran atrio y paseé por las dependencias vacías de Lindinis. Llamé a Merlín a voces pero no obtuve respuesta. En una de las cocinas encontré el hogar caliente y en otra estancia señales de que habían barrido hacía poco, pero allí no vivían sino ratas y ratones.

Sin embargo, aquel día no dejó de llegar gente a Lindinis. Procedían de todos los rincones de Dumnonia y en sus rostros se pintaba una esperanza patética. Eran tullidos y enfermos, y aguardaron pacientemente hasta el anochecer, cuando la verja se abrió de par en par y entraron cojeando, arrastrándose o llevados por otros hasta el atrio. Habría jurado que no había nadie en el interior del gran edificio, pero alguien había abierto la verja y encendido grandes antorchas que iluminaban las arcadas del atrio.

Me uní a la turba que se apretujaba en el recinto. Me acompañaba Issa, mi asistente, y los dos nos quedamos junto a las puertas envueltos en nuestros largos mantos oscuros. Me parecieron campesinos; vestían humildemente, tenían el rostro sombrío y apesadumbrado de los que deben esforzarse por malvivir de la tierra, y sin embargo, en su expresión brillaba la esperanza a la luz incierta de las antorchas. A Arturo no le habría gustado nada porque era reacio a alimentar la esperanza en lo sobrenatural de los que sufrían, pero ¡cuánto la necesitaba aquella gente! Las mujeres levantaban en alto a sus hijos enfermos o empujaban hacia adelante a niños tullidos, y todos escuchaban con atención los relatos de las milagrosas apariciones de Merlín. Era la tercera noche que se producían tales prodigios y habían acudido tantos deseosos de presenciar los milagros que no cabían en el atrio. Algunos se subían a las paredes que tenía a mi espalda y otros se apelotonaban a la entrada, pero nadie invadía las arcadas que recorrían tres muros del recinto, pues ese espacio estaba guardado por cuatro lanceros que mantenían a la multitud a raya con sus largas picas. Tratábase de cuatro guerreros Escudos Negros, lanceros irlandeses de Demetia, el reino de Oengus mac Airem, y me intrigó el hecho de que se encontraran tan lejos de su tierra.

La última luz del día se apagó y los murciélagos empezaron a pasar volando por encima de las antorchas, mientras la multitud se sentaba en las losas del suelo mirando con expectación la puerta principal del palacio, situada frente a la verja del atrio. De vez en cuando, una mujer gemía en voz alta. Lloraban los niños y sus madres los tranquilizaban. Los cuatro lanceros se acuclillaron en las esquinas de la arcada.

Esperamos. Me pareció que ya llevábamos horas esperando, tenía los pensamientos puestos en Ceinwyn y Dian, mi hijita muerta, cuando de pronto se produjo un gran estrépito de hierro en el interior del palacio, como si hubieran golpeado una olla con una lanza. La multitud contuvo el aliento y algunas mujeres se levantaron y empezaron a balancearse a la luz de las antorchas. Levantaban las manos y llamaban a los dioses, pero no hubo apariciones y las grandes puertas del palacio permanecieron cerradas. Toqué hierro en el pomo de Hywelbane y me tranquilicé. El ambiente de histeria entre la muchedumbre me inquietaba, pero no tanto como la circunstancia misma, pues nunca había visto que Merlín necesitara público para obrar magia. Muy al contrario, despreciaba a los druidas que se exhibían ante la gente. «Cualquier engañabobos impresiona a los imbéciles», solía decir, mas aquella noche habríase dicho que era él quien deseaba impresionar a los imbéciles. Tenía a la muchedumbre pendiente de un hilo, unos gemían, otros se mecían y, cuando el estruendo metálico volvió a resonar, se pusieron todos en pie y empezaron a invocar a Merlín a gritos.

Entonces, las puertas del palacio se abrieron y, poco a poco, se impuso el silencio.

Durante varios segundos, en el umbral no se veía sino un hueco negro, pero después, un guerrero joven completamente ataviado para la batalla salió de la oscuridad y se plantó en el peldaño superior de la arcada.

No tenía nada de mágico, excepto que era de una belleza extraordinaria. No se le podía describir de otra manera. En un mundo de cuerpos retorcidos, piernas amputadas, cuellos hinchados por el bocio, rostros llenos de cicatrices y ánimos exhaustos, el guerrero era una verdadera belleza. Era alto, de fino cabello dorado, y su rostro sereno sólo podía calificarse de amable e incluso bondadoso. Tenía los ojos de un azul asombroso, no llevaba yelmo y la melena, larga como la de una niña, le caía hasta más abajo de los hombros. Lucía coraza blanca y brillante, grebas blancas y vaina blanca. La armadura parecía de gran valor y me pregunté quién sería. Creía que conocía a casi todos los guerreros britanos, al menos a los que podían permitirse una armadura tan sobresaliente, pero a él no lo conocía. Sonrió a la multitud y después hizo un ademán con las manos para indicar a todos que se arrodillaran.

Issa y yo nos quedamos de pie, no sé si por arrogancia guerrera o porque queríamos ver por entre las cabezas de la gente.

El guerrero de largo cabello no habló, pero en cuanto todos se hubieron arrodillado, dio las gracias con una sonrisa y recorrió la arcada retirando las antorchas de los tederos y apagándolas en unos barriles de agua dispuestos a tal fin. Me di cuenta de que sus movimientos estaban cuidadosamente estudiados. El atrio fue sumiéndose en las sombras gradualmente hasta que sólo quedaron dos antorchas flanqueando la puerta del palacio. La luna era pequeña y la noche, espeluznantemente negra.

El guerrero blanco se situó entre las dos últimas antorchas.

–Hijos de Britania –dijo, con una voz que hacía honor a su belleza, una voz suave y cálida–, ¡rogad a vuestros dioses! Dentro de estas paredes se hallan los tesoros de Britania y pronto, muy pronto, se desatará su poder; pero ahora, para que seáis testigos de su poder, oiréis hablar a los dioses. –Con esas palabras, apagó las dos antorchas restantes y el atrio quedó completamente a oscuras de repente.

No sucedió nada. La multitud pronunciaba en murmullos el nombre de Bel, de Gofannon, de Grannos y de Don para que mostraran su poder. Se me pusieron los pelos de punta y agarré el pomo de Hywelbane. ¿Estarían rodeándonos los dioses? Levanté la mirada hacia un trozo de cielo donde brillaban las estrellas entre las nubes y me imaginé a los dioses flotando allá arriba; entonces, Issa tragó saliva ruidosamente y bajé la vista otra vez.

Y también tragué saliva.

Una niña, una muchacha que apenas rozaba el umbral de la juventud, apareció en la oscuridad. Tratábase de una criatura delicada, gentil en su candidez y adorable en su gentileza, e iba desnuda como recién nacida. Era delgada, con pechos altos y pequeños y largos muslos; en una mano llevaba un ramillete de azucenas y en la otra una espada de hoja estrecha.

No podía apartar mis ojos de ella. En la oscuridad de las frías sombras que siguieron a la desaparición de las llamas, la niña resplandecía. Resplandecía de verdad. Despedía una trémula luz blanca. No era brillante, no deslumbraba, sólo lucía como si le hubieran acicalado la nívea piel con polvo de estrellas. Era un destello de motas dispersas que se desprendía de su cuerpo, de sus brazos y piernas, pero no del rostro. Las azucenas brillaban y la luz refulgía en la hoja fina y larga de la espada.

La niña luminosa recorrió la arcada. Parecía indiferente a los brazos y piernas deformes y a los niños enfermos que la multitud del patio levantaba a su paso. No les prestaba atención mientras caminaba delicada y ligeramente bajo los arcos con el rostro en sombras vuelto hacia el suelo. Su paso era leve como las plumas. Parecía absorta, perdida en su sueño, y la gente gemía y la llamaba pero ella no miraba a nadie. Siguió pasando ante todos, despidiendo el extraño resplandor de su cuerpo, de sus brazos y piernas y de su pelo, que le caía cerca de la cara, con el rostro como una máscara negra en medio del mágico fulgor; pero, instintivamente quizás, intuí que debía de ser muy bella. Llegó cerca de donde estábamos Issa y yo y allí, de repente, levantó la sombra negra como el azabache que era su cara y miró en nuestra dirección. Percibí un olor que me recordó al mar, y entonces, con la misma rapidez con que había aparecido, desapareció por una puerta y la muchedumbre suspiró.

–¿Qué ha sido eso? –musitó Issa.

–No lo sé –respondí. Estaba asustado. No era una alucinación sino algo real, porque lo había visto, pero ¿qué era? ¿Una diosa? ¿Y por qué había percibido el olor del mar?–. Tal vez fuera un espíritu de Manawydan –le dije a Issa. Manawydan era el dios del mar, y sus ninfas, con toda seguridad, emanarían ese olor salobre.

Esperamos mucho tiempo hasta la segunda aparición, y cuando se produjo no fue ni mucho menos tan impresionante como la de la ninfa. Una forma se recortó en el tejado del palacio, un bulto negro que poco a poco creció y se transformó en un guerrero armado y cubierto con un manto, con un yelmo monstruoso empenachado con la cornamenta de un gran ciervo. Apenas se distinguía al hombre en la oscuridad, pero cuando salió la luna de detrás de una nube, vimos lo que era y la gente gimió al verlo en lo alto con los brazos extendidos y el rostro oculto por los grandes protectores de las mejillas del yelmo. Llevaba lanza y espada. Permaneció allí un segundo y luego se esfumó, aunque habría jurado que oí caer una teja al otro lado del tejado cuando la sombra desapareció.

Después, nada más marcharse el guerrero, la niña desnuda apareció de nuevo como si, sencillamente, se hubiera materializado en el peldaño más alto de la arcada. Todo estaba a oscuras y, de pronto, allí estaba su cuerpo luminoso, de pie, inmóvil, erguido y resplandeciente. Su rostro seguía en sombras, parecía una máscara de oscuridad ribeteada de cabello luminoso. Estuvo unos segundos sin moverse y después ejecutó una danza lenta, estirando las puntas de los pies con delicadeza al dar los complicados pasos que se cruzaban y describían círculos sin moverse del mismo sitio. Bailaba mirando al suelo. Me pareció que la luminiscencia celestial de su piel era algo que le habían untado, porque en algunas partes brillaba más que en otras, pero seguro que no se debía a mano humana. Issa y yo nos habíamos arrodillado, pues la visión no podía ser sino una señal de los dioses. Era la luz en medio de las tinieblas, la belleza en medio de los desechos. La ninfa siguió bailando, la irradiación de su cuerpo se fue apagando poco a poco y luego, cuando no era más que un atisbo de gentileza resplandeciente en las sombras del arco, se detuvo, extendió los brazos, separó las piernas ampliamente encarándose a todos con osadía y desapareció. Un momento después sacaron dos antorchas encendidas del interior del palacio. La muchedumbre gritaba, llamaba a los dioses y pedía ver a Merlín, hasta que por fin compareció a la entrada del palacio. El guerrero blanco llevaba una de las antorchas y Nimue, con su único ojo sano, llevaba la otra.

Merlín avanzó hasta el escalón superior y allí se detuvo, alto y ataviado con una túnica blanca. Dejó que la turba siguiera gritando. La barba cana, que casi le llegaba a la cintura, estaba trenzada en mechones sujetos con cintas negras, igual que su cabello, blanco y largo también. Llevaba la vara negra de siempre y, al cabo de un rato, la levantó para imponer silencio.

–¿Habéis visto alguna aparición? –preguntó con ansiedad.

–¡Sí, sí! –respondió la multitud, y una expresión de sorpresa y agrado se pintó en la cara del viejo, listo y malicioso Merlín, como si no supiera lo que había ocurrido en el patio.

Sonrió, se apartó a un lado e hizo una seña con la mano. Dos niños pequeños, niño y niña, salieron del palacio llevando la olla de Clyddno Eiddyn. Casi todos los tesoros de Britania eran objetos pequeños, incluso cotidianos, pero la olla era un auténtico tesoro y, de los trece, el que mayor poder tenía. Era una enorme marmita de plata decorada con guerreros y animales de tracería de oro. Los dos niños apenas podían con el gran peso de la olla, pero lograron colocarla en el suelo al lado del druida.

–Tengo los tesoros de Britania! –anunció Merlín, y la multitud respondió con un suspiro–. Pronto, muy pronto –prosiguió–, liberaremos el poder de los tesoros. Britania volverá a ser lo que era. ¡Derrotaremos a nuestros enemigos! –Hizo una pausa y el eco de las aclamaciones resonó por todo el atrio–. Esta noche habéis visto el poder de los dioses, pero lo que habéis presenciado es muy poca cosa, una insignificancia. Pronto lo verá toda Britania, pero si hemos de llamar a los dioses, necesito vuestra ayuda.

La muchedumbre expresó su adhesión a voces y Merlín asintió radiante. Su benévola mirada me hizo recelar. Por una parte, pensaba que el druida estaba jugando con la gente, pero por otra, me dije que ni siquiera Merlín podía hacer brillar a una niña en la oscuridad. La había visto con mis propios ojos y tenía tanta necesidad de creer que el recuerdo del grácil cuerpo luminoso me convenció de que los dioses no nos habían abandonado.

–¡Tenéis que ir a Mai Dun! –dijo Merlín severamente–. Tenéis que ir cuanto tiempo os sea posible y tenéis que llevar alimentos. Si poseéis armas, llevadlas. Trabajaremos en Mai Dun, mucho y duramente, pero en Samain, cuando los muertos se levantan, llamaremos a los dioses todos a la vez. ¡Vosotros y yo! –Hizo otra pausa y después señaló a la multitud con la vara. El negro báculo tembló como si buscara a alguien entre la multitud, hasta que me apuntó a mí–. ¡Lord Derfel Cadarn! –me llamó.

–¿Señor? –respondí, cohibido por ser escogido entre todos.

–Quédate, Derfel. Los demás, marchaos. Volved a vuestras casas, pues los dioses no volverán hasta la víspera de Samain. Volved a vuestras casas, cuidad vuestros campos y después id a Mai Dun. Llevad hachas y comida y preparaos para ver a los dioses en toda su gloria. ¡Ahora, marchad! ¡Marchad!

La muchedumbre se dispersó obedientemente. Muchos se detuvieron a tocarme el manto, pues había participado en la búsqueda de la olla de Clyddno Eiddyn en Ynys Mon y, al menos a ojos de los paganos, tal gesta me convertía en un héroe. También tocaron a Issa, pues también era guerrero de la olla, e Issa, cuando todos hubieron salido, se quedó esperándome en la verja mientras yo iba a ver a Merlín. Lo saludé, mas, en vez de responder a mi pregunta sobre su salud, me preguntó si me habían divertido los extraños acontecimientos de la noche.

–¿Qué era? –pregunté.

–¿El qué? –preguntó con inocencia.

–La niña que salió en la oscuridad –respondí.

Abrió los ojos con fingido asombro.

–Ha vuelto a aparecer, ¿verdad? ¡Qué interesante! ¿Era la niña con alas o la que brilla? ¡La niña que brilla! No tengo la menor idea de quién es, Derfel. No puedo resolver todos los misterios de este mundo. Has pasado mucho tiempo con Arturo y, al igual que él, crees que todo tiene una explicación natural, pero, ¡ay!, los dioses casi nunca desean hacerse entender. ¿Quieres ser útil en algo y llevarte la olla adentro?

Levanté la gran olla y la llevé al vestíbulo de columnas del palacio. Unas horas antes había encontrado esa misma sala vacía, pero en ese momento vi un lecho, una mesa baja y cuatro peanas de hierro con sendas lámparas de aceite. El joven y bello guerrero de blanca armadura y largos cabellos sonrió desde el lecho, mientras que Nimue, vestida con una raída túnica negra, llevaba una vela encendida para prender la mecha de las lámparas.

–Esta sala estaba vacía por la mañana –dije en tono recriminatorio.

–Eso te habrá parecido a ti –replicó Merlín con soltura–, pero es posible que prefiriéramos no dejarnos ver. ¿Conoces al príncipe Gawain? –Señaló al joven, el cual se levantó y me saludó con una inclinación–. Gawain es el hijo del rey Budic de Broceliande –dijo Merlín–, es decir, es sobrino de Arturo.

–Lord príncipe –le saludé. Había oído hablar de Gawain, pero no lo conocía. Broceliande era el reino britano de Armórica, al otro lado del mar, y últimamente escaseaban las visitas de dicho reino porque los francos ejercían gran presión en la frontera.

–Es un honor conoceros, lord Derfel –dijo Gawain cortésmente–, vuestra fama ha traspasado las fronteras de Britania.

–No seas absurdo, Gawain –replicó Merlín–, la fama de Derfel no ha traspasado nada, excepto su propia cabezota, en el mejor de los casos. Gawain ha venido a ayudarme –me dijo Merlín.

–¿Ayudaros, a qué? –pregunté.

–A proteger los tesoros, naturalmente. Es un lancero formidable, o eso me han dicho. ¿Es cierto Gawain? ¿Eres formidable?

Gawain se limitó a sonreír. No tenía un aspecto formidable en realidad, pues aún era muy joven, quince o dieciséis veranos, quizá, y todavía no se afeitaba. El cabello largo y rubio le confería un aspecto aniñado y descubrí que la armadura blanca, que antes me había parecido tan cara, no era sino una sencilla coraza de hierro pintada con cal. De no haber sido por el dominio de sí mismo que mostraba y su incuestionable apostura, habría resultado ridículo.

–Y bien, ¿a qué te has dedicado, desde la última vez que nos vimos? –me preguntó Merlín, y entonces le hablé de Ginebra y él se burló de mí, por creer que viviría prisionera para siempre–. Arturo es imbécil –insistió–. Aunque Ginebra sea inteligente, no la necesita para nada. Lo único que necesita es una mujer feúcha y tonta que le mantenga la cama caliente mientras él se ocupa de los sajones. –Se sentó en el lecho y sonrió a los dos pequeños que habían sacado la olla al patio, y que en ese momento le llevaban un plato con pan y queso y una botella de hidromiel–. ¡La cena! –exclamó contento–. Compártela conmigo, Derfel, tenemos que hablar. ¡Siéntate! Creo que encontrarás el suelo bastante confortable. Siéntate al lado de Nimue.

Me senté. Nimue no me había prestado atención ninguna hasta el momento. Llevaba la cuenca vacía, del ojo que le había sacado un rey, tapada con un parche, y el pelo, que se había cortado antes de emprender el viaje al sur, al palacio de Ginebra junto al mar, ya le crecía de nuevo, aunque aún lo tenía corto y parecía un muchacho. Dióme la impresión de que estuviera enfadada, como de costumbre. Había entregado su vida a una única causa: la búsqueda de los dioses; despreciaba cuanto la alejara de esa meta y tal vez pensara que Merlín perdía el tiempo con su cháchara irónica. Nos habíamos criado juntos y, desde los años de la infancia, le había salvado la vida en más de una ocasión, le había dado de comer y la había vestido y, sin embargo, ella seguía tratándome como un necio.

–¿Quién manda en Britania? –me preguntó bruscamente.

–¡Pregunta errónea! –dijo Merlín de repente, con una vehemencia inesperada–. ¡Pregunta errónea!

–¿Y bien? –insistió ella, haciendo caso omiso de la rabia de Merlín.

–Nadie manda en Britania –contesté.

–Respuesta correcta –comentó Merlín con aire vengativo. Su mal humor había inquietado a Gawain, que permanecía de pie tras el lecho del druida mirando ansiosamente a Nimue. Le daba miedo, cosa nada extraña, pues Nimue asustaba a casi todo el mundo.

–Entonces, ¿quién manda en Dumnonia? –me preguntó Nimue.

–Arturo –contesté.

Nimue miró a Merlín victoriosamente, pero el druida se limitó a negar con la cabeza.

–La palabra es rex –dijo–, y si alguno de vosotros tuviera la menor noción de latín, sabría que rex significa rey, no emperador. Emperador es imperator. ¿Hemos de arriesgarlo todo por tu falta de cultura?

–Arturo manda en Dumnonia –insistió Nimue.

Merlín hizo caso omiso.

–¿Quién es el rey, aquí? –me preguntó.

–Mordred, claro está.

–Claro está –repitió–. ¡Mordred! –gritó en dirección a Nimue–. ¡Mordred!

Nimue le dio la espalda como si se hubiera hartado de él. Yo estaba perdido, no entendía la discusión y no tuve ocasión de preguntar porque los dos niños aparecieron de nuevo por la cortina de una puerta, con más pan y queso. Cuando dejaron el plato en el suelo me llegó un leve aroma de mar, la misma ráfaga de salitre y algas que noté durante la aparición de la niña desnuda, pero cuando los niños desaparecieron de nuevo tras la cortina el olor se fue con ellos.

–Y bien –me dijo Merlín, con la satisfacción del que gana una discusión–, ¿Mordred tiene hijos?

–Varios, seguramente –contesté–. No paraba de violar doncellas.

–Como es costumbre entre los reyes –añadió Merlín al descuido–, y entre los príncipes. ¿Tú violas doncellas, Gawain?

–No señor. –A Gawain le escandalizó la pregunta.

–Mordred ha sido siempre un violador –dijo Merlín–. En eso sale a su padre y a su abuelo, aunque debo admitir que ambos eran mucho más considerados que el joven Mordred. Uther, por ejemplo, no podía resistirse a una cara bonita, ni a una fea tampoco, si estaba de humor. Arturo, por el contrario, jamás se ha sentido inclinado a la violación. En eso se parece a ti, Gawain.

–Me alegro mucho de saberlo –replicó Gawain y Merlín puso los ojos en blanco fingiendo exasperación.

–Entonces, ¿qué va a hacer Arturo con Mordred? –inquirió el druida.

–Vivirá confinado aquí, señor –respondí, refiriéndome al palacio.

–¡Confinado! –Merlín parecía divertirse–. Ginebra encerrada, el obispo Sansum en la cárcel..., si la vida sigue así, todos los que rodean a Arturo acabarán prisioneros. ¡Todos a pan rancio y agua! ¡Qué necio es Arturo! Tendría que levantarle a Mordred la tapa de los sesos. –Mordred era un niño de pecho cuando heredó el reino y Arturo había ejercido el poder real mientras el heredero crecía; cuando éste hubo alcanzado la mayoría de edad, Arturo, fiel a la palabra dada al rey supremo Uther, pasó el reino a Mordred. El joven rey hizo mal uso del poder e incluso tramó la muerte de Arturo, trama que impulsó a Sansum y a Lancelot a la revuelta. En esos momentos, Mordred estaba condenado al confinamiento, aunque Arturo había decidido que el rey de Dumnonia por derecho, por cuyas venas corría sangre de los dioses, fuera tratado con honor aunque no ejerciera poder alguno. Viviría bajo vigilancia en el lujoso palacio, se le permitirían todos los caprichos, pero se le impediría obrar torcidamente–. Así pues –me preguntó Merlín–, ¿crees que Mordred tiene cachorros?

–Por docenas, pienso.

–Si es que alguna vez piensas –replicó Merlín–. El nombre, Derfel. ¡El nombre!

Me quedé pensando un momento. Yo estaba en mejor posición que la mayoría de los hombres para conocer los pecados de Mordred, porque había sido su tutor durante su infancia, tarea que había cumplido mal y a regañadientes. Jamás logré ser un padre para él y, aunque mi Ceinwyn trató de comportarse con él como una madre, tampoco tuvo éxito y la enrevesada criatura se convirtió en un hombre resentido y perverso.

–Había una muchacha entre las criadas –dije– a la que frecuentó durante mucho tiempo.

–¿Cómo se llamaba? –preguntó Merlín con la boca llena de queso.

–Cywyllog.

–¡Cywyllog! –Parecía que el nombre le hiciera gracia–. ¿Y dices que tuvo un hijo con esa tal Cywyllog?

–Un varón –dije–, si es que era de él, lo cual es muy probable.

–Y esa tal Cywyllog –preguntó, cuchillo en mano–, ¿dónde puede encontrarse?

–En algún lugar muy cercano, seguramente –respondí–. No se trasladó con nosotros a la fortaleza de Ermid y Ceinwyn siempre sospechó que Mordred le daba dinero.

–¿O sea que le tenía algún aprecio?

–Sí, creo que sí.