HABLA MARIO

 

 

 

JOSÉ DE CORA

 

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Diseño de la cubierta: Calderón Studio

Primera edición: septiembre de 2019

Primera edición en e-book: diciembre de 2019

© José de Cora, 2019

© de la presente edición: Edhasa, 2019

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ISBN: 978-84-350-4749-4

Producido en España

A María José

A Miguel Delibes,

en su centenario,

con el reconocimiento por su magistral novela

XXX

Al vivo todo le falta, al muerto todo le sobra

Aquella anochecida, cuando nos cruzamos en el portal y apenas te dije adiós, estaba realmente mal. Mis fuerzas para combatir la depresión se habían terminado. Estaba agotado y comenzaba a pensar que realmente no hay nada a mi alrededor que me anime a tirar del carro y que lo mejor era dejar de sufrir. Como no vienes y los niños pequeños están con el abuelo, tengo ocasión de rumiar en solitario todo lo que me pasa, mi desesperación y mi abatimiento, tanto que decido armarme con un cuchillo de la cocina. Quiero hacerme dos cortes limpios en las venas, desnudo, metido en la bañera con agua tibia; pero se ve que estoy menos abatido de lo que supongo, porque cuando me veo allí, muerto y desangrado, imagino que el primero en entrar en el cuarto de baño podría ser uno de los niños y entonces doy un respingo que me sobresalta. Al instante vuelvo a guardar el cuchillo en el cajón. No soy un suicida. Soy un hombre tocado que necesita ayuda. Corro por el pasillo sin dar tiempo a que nuevas ideas se apoderen de mi mente y descuelgo la guía telefónica. Galera... Galindo... Gálmez... Gancedo. ¿Está el doctor? ¿Es usted? Soy Mario Díez Collado. Sí, nos conocemos de vista. Comprendo. Ya no tiene enfermera, pero yo necesito hablarle con urgencia. Quizás he retrasado la visita, pero, ahora mismo, pensar en que no me recibe hasta mañana... No sé, me parece una lejanía difícil de enfrentar. ¿De verdad? No sabe cuánto se lo agradezco. En cinco minutos estoy en su consulta. Bajo a la carrera, es imprescindible que alguien me eche una mano, que alguien me preste un hombro o me dé un abrazo. Cualquier cosa en la que apoyarme. Recurriría al coño de la Bernarda si en ese momento me lo recomiendan, como hacen en Granada. Tú apareces en el portal justo cuando salgo y nos damos un beso. ¿A dónde vas con esa cara de funeral? ¿Se murió por fin don Nicanor? No, tengo una cita. ¿Una cita? Te dejo con la palabra en la boca y tú siempre creíste que sí, que era uno de aquellos encuentros amorosos con Encarna. Para amores estoy yo en ese momento. Gancedo me recibió muy amable y escuchó mis pesares. Le relaté los meses que llevo con la cabeza dando tormentos y lo que había intentado aquella tarde de zozobras. Se asustó, claro, pero tuvo muy buenas palabras. Señor Collado, hace un siglo podría decirle que estábamos ante un problema muy grave, pero con los avances de hoy en día un cuadro como el suyo no debe pasar de ser un aviso. Un aviso grave e importante, eso sí, y como tal debemos atenderlo, pero si cumple mis indicaciones no dudo de que pronto lo verá como agua pasada. Le explico lo que vamos a hacer, pues creo que lo mejor será que usted esté al tanto de todos los pasos. No suelo ser tan explícito con todos los pacientes, pero dadas sus características es muy conveniente su implicación directa en la terapia. Iniciaremos un tratamiento con fenelzina. Es un antidepresivo, un inhibidor muy moderno que viene a sustituir otros que presentan ciertos problemas de efectos secundarios. La fenelzina, en los años que llevamos recetándola, no nos ha mostrado ningún inconveniente, aunque ya digo, no hay una gran experiencia sobre el largo plazo. No obstante, sepa que siempre estaríamos hablando de varios años. ¿Qué opina? Yo estoy dispuesto a todo, doctor Gancedo. Máxime a partir de hoy, cuando le he visto las orejas a este lobo que llevo dentro. Magnífico, ésa es la disposición necesaria; usted ya ha dado el primer paso para curarse, se le ve con fuerzas suficientes, es un hombre joven y al desear la curación se está ayudando mucho. Le voy a recetar Nardelzine, un producto de Pfizer, una garantía. En la receta le indico cómo ha de administrársela. Aleje el fármaco de cualquier persona que no sea usted y entre diez y quince días me llama para que nos volvamos a ver. No se obsesione con los efectos. Unas personas reaccionan antes que otras, depende mucho de cómo lo absorbe cada organismo, de la alimentación y del tipo de vida que haga. ¿Usted es catedrático, no es cierto? Sí. Ya, demasiadas horas encerrado, sin embargo, no le voy a dar la baja. ¿Le parece bien? Sí. ¿Se ve animado para seguir con las clases? Hasta hoy lo he hecho sin mayores problemas. Bien, pues lo mejor es continuar así, no conviene que se tenga a sí mismo como un enfermo, porque de momento no lo es. Sólo necesita adoptar ciertas precauciones. Convénzase de ello. Yo soy de esa teoría. Otros médicos le quitarían el trabajo de inmediato, pero yo prefiero aguardar los polvos de mayo. Si evitamos la baja, la recuperación vendrá antes y será más profunda. Si durante esos diez días usted nota que se acrecienta la debilidad, o que pierde la batalla contra su cabeza, me llama inmediatamente y lo recibo a la hora que sea, como hoy. Doctor, es usted muy amable. Quisiera hacerle una pregunta. Usted dirá. Ya que la baja no la ve necesaria, me gustaría mantener todo esto oculto a mi familia. ¿A su esposa también? A ella fundamentalmente, pero, en definitiva, a todos, claro. ¿Usted culpa a su esposa de lo que está viviendo? No la culpo, pero, en fin, creo que no podría desligarse una cosa de la otra. Pues no debería. Quiero decir que para levantar cabeza no es conveniente que centre las causas en una persona, porque aunque en apariencia pueda presentarse ante usted como la responsable de la situación, nunca lo será como su único motivo, y a veces, ni siquiera como causante real en ningún grado, excepto en algo que parece indudable. A usted su mujer no le ayuda a recuperar el ánimo. Aun así, por un lado circula nuestra percepción y, por otro, la realidad. Además, teniéndola al tanto podría ofrecernos una colaboración valiosa para... Insisto, doctor, desearía que se quedase completamente al margen de esta visita por razones que, si lo considera necesario, le explicaré en su momento. En todo caso, si usted ve que empeoro, revisaría mi postura. Entiendo. Está bien, no le diga nada. Desde luego que quiero escucharlo. Todo a su tiempo, pero permítame que le pregunte: ¿cómo justificará las pastillas ante ella? Ya lo pensé, compraré un protector estomacal y le diré que me lo han recetado contra los ácidos del reflujo causado por una hernia de hiato. Veo que no ha tardado en preparar una estrategia... Eso también es buena señal. Se nota que domina en usted la cabeza y no al revés. Al hablar con usted he recibido un gran consuelo, doctor Gancedo. Nos despedimos, paso por la farmacia y me hago con los comprimidos, con el Nardelzine y con el protector. Cuando vuelvo a casa me recibes con la cara larga. Una de esas caras que pones en las peores ocasiones, Carmencita, una cara que por sí sola me intimida bastante. Ha sido una ausencia de tres cuartos de hora, el tiempo exacto, según tus cálculos a bulto, para mantener una relación sexual, lavarme, secarme y regresar. Se te ha metido entre ceja y ceja y a ver quién es el guapo que te lo saca sin poder confesar la verdad, todo un ejercicio de equilibrio para una persona derrumbada como estaba yo en esos momentos. Vengo del médico. ¡Sí! ¡Del médico! ¡A estas horas nadie va a un matasanos, Mario, no me tomes por tonta! Es la disculpa más estúpida que he escuchado nunca. Me buscas restos de carmín por la cara, como esos labios que les pintan a los monigotes en los tebeos, y es entonces cuando me pongo todo lo serio de que soy capaz. No irán los demás, pero yo sí he ido. Al doctor Gancedo, en concreto. Una persona muy amable que no ha tenido inconveniente en verme fuera de las horas de consulta. ¿Y qué tienes? Gancedo es psiquiatra. ¿Un ataque de maulitis? ¿O se te cayó la paletilla? Algo de eso, no te creas; me ha subido una gran acidez de estómago que me quita las ganas de bregar. ¡Por un poco de acidez nadie ha dejado el trabajo! Por supuesto, yo no voy a dejarlo, no te preocupes. Gruñes, pero te tragas la bola, tal como es mi deseo. La bola a medias, porque casi todo es cierto. A partir de ese día me impongo una serie de restricciones para que los costes de Gancedo y de la medicación no repercutan demasiado en casa, y muy mal no lo he debido hacer, porque ni te has enterado. El Nardelzine actúa de una forma realmente milagrosa, pues antes de los diez días mejoro de manera ostensible, de modo que vuelvo a la consulta más animado. Me encuentro muy aliviado, doctor; como de la noche al día. Estupendo, me dice él, eso es señal de que hemos dado con el diagnóstico acertado y el remedio correcto. Seguiremos así una temporada hasta que podamos rebajar la dosis, señor Collado. Como habrás calculado por lo que te cuento, estamos hablando de hace tres o cuatro años, y, en efecto, en cosa de un mes o así me redujo la dosis y todo va canela en rama durante casi un año. Entonces intento retirarme la medicación por completo, pero sufro una recaída, de modo que vuelvo a los niveles en los que la había dejado. De nuevo me estabilizo y todo transcurre con muy buenas sensaciones hasta que un día me llama Gancedo y me cita en su consulta. La llamada no me gusta nada, ni por el tono que emplea, ni porque se adelante a la fecha concertada para vernos, así que soy yo el primero en hablar. ¿Malas noticias, no es cierto? No son buenas, pero tampoco son horribles. Si le parece bien, voy a ponerle al corriente de todo lo que está pasando y luego tomamos decisiones. Lo que usted considere. Pues sí, lo mejor es que procedamos en ese orden. Le pongo en antecedentes. Hace un tiempo que nos han prevenido sobre el uso prolongado de la fenelzina. Se han observado peligrosos efectos secundarios si no se elimina la ingesta simultánea de una lista de alimentos, que ni en nuestro caso ni en ninguno de los pacientes tratados con este antidepresivo hasta ahora se había previsto. La lista es tan extensa que me ahorro la necesidad de leérsela, porque sé positivamente que ha venido tomándolos, ya que son tan elementales como el queso, el vino y muchas frutas. ¿Cuáles son esos efectos secundarios? ¡Yo me encuentro perfectamente! Se lo diré en corto y en directo. La fenelzina inhibe la absorción de las monoaminas de todos esos alimentos. Tras una administración prolongada, el riesgo de padecer accidentes vasculares aumenta de forma extraordinaria, con lo cual el paciente se convierte en un firme candidato a sufrir infartos o colapsos cerebrales repentinos, sin síntomas previos que puedan ayudar a detectarlos. Me está diciendo que soy una bomba andante, que cualquier día haré bum y adiós. No, don Mario, no es eso. Le estoy diciendo que tenemos que cortar radicalmente la medicación porque se ha creado una situación de riesgo. Ahora bien, no tiene por qué pasar nada de lo dicho. Siguiendo con su símil de la bomba, es como recorrer un terreno minado con una venda en los ojos detrás de quien las va poniendo. Quitémonosla para saber dónde las entierra y poder caminar por otro lado. El terreno seguirá minado, pero habremos reducido las posibilidades de pisar una espoleta explosiva. Bien, creo que lo he entendido, le digo convencido de que me desahucia en diferido. ¿Hay alguna alternativa para lo que padezco? No sé si sigue confiando en mí. Algunos pacientes como usted han preferido recurrir a otros colegas. Estoy hablando con todos y esta misma tarde me lo han dicho ya dos de ellos. Me sorprende su sinceridad. Mejor dicho, me conquista. Es muy honrado por su parte advertírmelo y voy a corresponderle con la misma franqueza. Estoy convencido de que me receta sin saber nada de lo que ahora se descubre, por lo tanto no tengo ningún motivo para no seguir confiando en usted, así mismo se lo digo. El hombre se emociona e incluso veo que le asoma alguna lágrima. ¡Diantre!, me admiro en silencio. Soy yo a quien avisan de que está al borde de la muerte y el que se sobrecoge es el médico. Eso certifica que Gancedo es una excelente persona y que si fracasa es porque no hubo forma de evitarlo. Hay un principio activo, metilfenidato, que supera con ventaja lo que viene tomando. Le asombrará saber que gente de la profesión médica se ha aficionado a él por las similitudes que guarda con la cocaína, incluso se barrunta que puede llegar a ser tan adictivo como ella. Yo mismo soy consumidor ocasional cuando vienen mal dadas. Con prudencia, pero sin rechazo. Se lo confieso, don Mario, para que vea hasta qué punto le agradezco su confianza y le animo a seguir encomendándose a la farmacopea. Siempre hubo rectificaciones, pero jamás se dejó de avanzar. En este campo se producen mejoras día tras día y pronto dispondremos de algún medicamento que esté libre de adicciones y de efectos secundarios, pero de momento todo es muy especulativo. Usted sabe que la cocaína se viene utilizando desde el xix para estos tratamientos, con la misma largueza con la que hoy echamos mano de la codeína para otras necesidades. Freud se enganchó creyendo que era inocente y uno de sus amigos, el conocido Ernst von Fleischl-Marxow, murió a los cuarenta y cinco años, posiblemente por curar así sus tristezas. Todo es química. No pretendo ocultarle nada, ni dejar de prevenirle. Lo suyo, don Mario, es un fallo en los transmisores de la monoamina y eso se combate con más química. Así de sencillo. Usted le echa la culpa a su mujer, y yo no digo que no haya influido en su decaimiento, pero si lo reducimos todo a su última expresión, que también es la primera, hemos de concluir que se trata de un juego de correspondencias químicas en un complejo mecanismo de carne y nervios. Y Gancedo añade que él podría dedicar a mi depresión cientos de sesiones, o miles, y yo encontraría alivio o no, pero me saldría más caro, consumiría mucho más tiempo y jamás me libraría de ella, porque mi cuerpo ha iniciado una disfunción irreversible para los medios actuales. En el próximo siglo, a saber dónde podremos llegar. Le parecerá cínico, cruel o despiadado –me dice Gancedo para terminar–, pero lo único que funciona es la química. Me levanto. Se levanta. Nos damos un gran abrazo, como si dos amigos hablasen de sus cuitas, y salgo por la puerta tan decaído como no lo había estado al principio. La he cagado. Llevo en mi cuerpo la espoleta de la muerte, pienso nada más verme en la calle. Las ideas me vienen a la misma velocidad con la que se van, y aparece el caos. Me agarro a las palabras de Gancedo. Todo es química y, por lo tanto, también ella puede ayudarme a no caer en el vacío absoluto, porque si antes creo que puede diagnosticarse como una depresión, ahora, sabiendo que he hecho oposiciones para detonar en cualquier momento, mi cabeza no podría soportarlo. Llego a casa. Hablamos. Me dices que un niño le ha pegado a Aránzazu en clase porque le gusta y ésa es la manera que tiene el animal de expresar su amor por nuestra hija. Me entran ganas de ir al colegio y tirar al niño desde el último piso; así, plof, para que aprendas, imbécil. No, no lo haré, claro. Me debo a la cultura y me han enseñado que no se puede tratar a las bestias siendo como ellas, los más zafios del lugar. Aránzazu, mi amor, ¿te ha hecho mucho daño? Sí, papá, me pegó con su cartera en la cabeza y después me dio una patada, pero me escapé y él también salió corriendo. Necesito abrazarme a la niña para que no me vea llorar, porque en ese momento mis ojos son dos fuentes incontrolables. Nos quedamos así un buen rato, hasta que se quiso separar y yo la retuve, porque no había acabado. Y tú: ¿Pero qué hacéis? Venga, venga; no dramatices, que ella también le cosca a una compañera. ¡No es verdad, papá! ¡Nos peleamos una vez, pero yo no le pego! Me puse de pie y salí del comedor. Creo que logré taparme los ojos sin que se enterase. Si un niño ve las lágrimas de sus padres, es una tragedia. Si ellos, que son mis padres, personas mayores y muy fuertes, lloran, ¿qué me queda a mí por hacer? Es para sentirse muy desvalido, así que lo mejor era que nadie conociera mis lamentos, mezcla del amor a la niña y de lo que acabo de escuchar. Aquello fue definitivo para decidir que sí, que tomaría lo que me ofrecía Gancedo. Ni siquiera es un preparado comercial. Yo creo que era un comistrajo entre boticarios, pero no veas qué resultados, Carmencita. Desde el primer momento me comía el mundo. Tú me lo notaste. ¡Mario! ¿Qué has bebido que no paras de reír? A esbozar alguna sonrisa le llamas tú el despiporre; pero, bueno, en mí es así, lo admito. No había estado tan eufórico desde que sacara las oposiciones, o cuando publiqué el primer libro y te invité a gambas, mientras tú no entendías que por un montón de hojas encuadernadas, de las que yo ya sé de antemano su contenido, pueda saltar de contento. ¡Y sin dibujitos en la portada! Volví a verme con Gancedo y me bajó la dosis. Tampoco hay que pasarse, me comentó. En la tertulia soy el más dicharachero. Don Nicanor se muestra encantado. Andabas de capa caída, pero se te ha borrado la tristeza de golpe, Au revoire, tristesse, me dice con ese guiño a la Sagan. Y es cierto. Voy a celebrarlo con los amigos. La vida, aunque sea corta, es vida hasta el rabo. Cómo será la reacción que estoy decidido a atenuar mis críticas hacia ti. En realidad, me digo, estamos rodeados de mediocres por todas partes, Carmencita. La existencia se reduce a ir de un zopenco a un mediocre, por eso cuando encuentras una persona que merece la pena, te gustaría acapararla. El mediocre del camarero me pregunta qué va a ser, como si alguna tarde en los veinte años que me conoce le hubiese pedido otra cosa que no fuese un café con gotas. Café con gotas, Saturnino, que no te enteras. Va para un cuarto de siglo que tomo café con gotas de ron negrita. El hombre abre los ojos al comprobar que me meto con él por primera vez en mi historial de cliente. Algo está cambiando. Saturnino nació tonto y sufre recaídas. Fíjate en el cazurro de don Nicanor. Es un mediocre integral. Toda su puñetera vida presumiendo de republicano federal como si fuese un título de la Sorbona y sin dar palo al agua. Ni mucho menos, un palo al general, que vive tan feliz en El Pardo. ¿Republicano federal? ¡Majadero universal! El mediocre chupatintas de Moyano, que se cree alguien porque acude a la mediocre tertulia de don Nicanor para decir cuatro sandeces cada tarde y salir de allí convencido de que ha estado a la altura de los discursos de Platón. Recuerde, don Mario, nuestras verdades como puños apenas son un meñique para los otros. ¿Y Aróstegui? Ése no es poeta ni es nada. Lo que pasa es que tiene buenas agarraderas, se mueve bien por los ateneos y supo qué palos tocar. Como que dos meses antes publicaba en El Correo una crítica muy elogiosa al poemario de Sánchez Tilde porque sabe que ese año va a ser jurado. Mediocre de mí, que escribo unos libros que son unos tostones y unos artículos infumables que leen cuatro gatos mal contados. Y encima lo hacen para ponerme a parir. Y tú, Carmencita, qué quieres que te diga. Tú eres otra mediocre de mucho cuidado. Una mediocre de categoría sideral. Si quieres, eres el canon de la mediocridad, pero nada más que eso. La cagas a cada paso, como los demás. Mi verdadera tragedia es haber creído que el grupito de El Correo éramos distintos y que sólo tú te movías sin muletas en el reino de los cojos. Como te decía antes, esto es lo mismo que España, donde todos se creen los más listos, cuando la clave de la felicidad es otra y no van por ahí los tiros... Lagarto, lagarto. La vida no es una competición para ver quién machaca a quién, ni una carrera para estar encima y ser tú el que abusa, como parecen reclamar muchos de los míos que todavía conspiran por las esquinas augurando revancha en cuanto tengan ocasión. Ya veréis cuando dé la vuelta la tortilla, dicen para certificar su bajeza. Ése es el gran mensaje. Estar arriba para ser más criminal de lo que ahora se acusa a don Claudio. No se complacen en imaginar que cuando dé la vuelta a la tortilla favorecerán más oportunidades para que nos relacionemos mejor y haya más tolerancia. ¡No! Sueñan con machacarlos. Y entonces, ¿qué? Son ustedes tan mediocres o más que su predecesor. Váyanse directamente a la mierda. Yo he callado mucho y no debería haberlo hecho. Pensé que en boca cerrada no entrarían moscas, pero fue peor: criaron dentro. Creo que lo pagué caro, pero la química que me acerca a la muerte me proporciona ahora una oleada de vida como nunca antes había sentido. De súbito decido anunciarle a don Nicanor que no volveré a escribir en El Correo y que mañana llamaré a las puertas de La Codorniz. Malo será que no admitan en un rinconcito a un catedrático bromista sin faltas de ortografía. Don Nicanor, quería comentarle un asunto... Dígame, Mario, ¿qué mosca le ha picado? Entonces veo pasar a Encarna a través de la cristalera. Dejo a don Nicanor con la palabra en la boca, me despido zumbando del grupo y corro tras ella. ¡Encarna! ¡Mario! ¿Sucede algo? No, ¿por qué? Como vienes dando voces... Es que te vi desde la cafetería y... salí a la carrera. ¡Córcholis, cuánto me alegro! Pues tú dirás. ¿Puedo acompañarte? ¡Mario, qué cosas tienes! ¿Desde cuándo me pides permiso para acompañarme? Somos cuñados. Más que cuñados, diría yo. ¿Lo has olvidado? Tienes razón. Estos días la cabeza me da vueltas y no sé ni lo que digo. Pues céntrate, que no viene el lobo. ¿Quieres que tomemos algo? No, gracias; estaba en la tertulia, ya te digo, y habría terminado mi café, a no ser que tú... No, no; yo tampoco. No soy de tomar entre horas, ya sabes. Sí, sí, lo sé perfectamente, pero uno se aturulla, olvida las cosas, se le acelera el pulso y está muy torpe con la lengua en algunas ocasiones. ¡Ahí va! ¿Y qué ocasiones son ésas? Pues, por ejemplo, cuando un hombre tiene que decirle a su cuñada que le gustaría acostarse con ella. Ése es un momento muy embarazoso y es el que yo estoy viviendo ahora mismo. ¡Mario! Dime, Encarna. Nada. Que me has sorprendido. No esperaba..., ¿cómo podría imaginar... eso? Y luego de un silencio que se escucha en toda la calle, Encarna lo rompe deliciosamente. Pero lo cierto es que yo también lo deseo... Sí, desde hace tiempo, desde que sacaste la oposición o por ahí; aunque no sé yo si... Si tú lo deseas, basta. Nada más debe importarnos. Ni el mundo, ni los mundanos. Me importas tú, y el resto, que con su pan se lo coma. Encarna me mira y se azora, pero calla, que es lo que yo demando entonces a la fortuna. Calla y se encamina hacia su casa. La sigo y me sitúo a su altura. Nuevo cruce de miradas. Se sonríe. Para qué hablar. Habría deseado prolongar ese paseo por el agradable temblor que me sube desde el estómago y por los aromas que me inundan el paladar con sabor a rouge y a Maderas de Oriente, que es su perfume desde que era novia de mi hermano. Cuando llegamos al portal hay una vecina que nos mira, y nos acercamos. Me la presenta. Mira, Mario, ella es doña Sole, de la que tanto te hablé por los muchos favores que me ha hecho a lo largo de estos años. No es cierto, jamás supe de su existencia, ni por Encarna ni por Elviro. Doña Sole, le presento a Mario, el hermano de Elviro, seguro que le hablé de él en más de una ocasión. Por supuesto y, además, ¿quién no conoce a don Mario en la ciudad? Encantada. Mucho gusto. Viene a buscar papeles de la familia. Asuntos que quedan sin resolver. Nos giramos y subimos a su piso. Ha estado de fábula, Carmucha. No sé lo que habrá pensado doña Sole, pero ha sido un ataque frontal, sin concesiones a las dudas. Los problemas hay que enfrentarlos de cara y dejan de ser problemas. Se lo digo en las escaleras. ¡Qué maniobra! ¡Como Juan de Austria en Lepanto! Ella había analizado el peligro que corríamos y las ventajas de la estrategia. Doña Sole es una lercha y una juzgamundos, por lo que hablará lo que le dé la gana, pero al menos así sabe que eres de la familia y que nadie trató de ocultarse. Encarna entreabre la batiente y se encamina hacia el interior del pasillo. No la dejo. La agarro de un brazo y la atraigo hacia mí, mientras cierro suavemente la puerta con el tacón del zapato, como en las películas, te lo aseguro. Es el primer beso, completo, rotundo, buscándole sus labios con los míos. Es un minuto o más en el que nos estrellamos uno contra otro. Sabía que besarías así, me dice quitándose los zapatos para avanzar en silencio hacia la habitación. Yo no llego a su dormitorio sin haberla abrazado de nuevo, ahora por detrás, directamente por los pechos. Me vuelvo, caemos en la cama, ella se ríe del cirio que estamos armando porque somos poco prudentes con los ruidos y lo hacemos sin límites, como soldados de permiso, sin dejar un rincón de la piel que repasar, aunque sólo estemos iluminados a moco de candil por los agujeros de la persiana a medio bajar. Luego, nada más consumar el sexo, porque es lo que fue, reiniciamos de nuevo el ritual; entonces con sosiego, dándole el tiempo oportuno a cada caricia, despacito y buena letra. No pienses que te he mentido. Nunca antes habíamos estado juntos, nunca lo planificamos ni nunca lo repetimos. Di tú que lo último no estaba previsto en el guión. Cuando salgo de su casa los dos tenemos en la cabeza el convencimiento de que ha sido una primera vez de otras que vendrán, porque nos sentimos unidos como si yo fuese quien se había casado con ella, y no Elviro. Pero qué se le va a hacer. A los tres días me da el tantarantán y todos nuestros planes de infidelidad flotan alrededor como mariposas liberadas de una jaula a la que jamás podrán regresar. La sentencia de Gancedo me alcanza mucho antes de lo que él había pensado y mucho antes de lo que yo hubiera podido imaginar, pero al menos me permite estar una vez con Encarna, casi in extremis, casi in articulo mortis. No se lo tengas en cuenta a ninguno de los dos, por favor. Ni a Gancedo, por proporcionarme la sustancia que me anima a dar el paso; ni a Encarna, por aceptarme en su cama. Yo le prometí que no te lo diría, como todo lo que callé hasta hoy, pero no podía sospechar que mi marcha definitiva iba ser tan inmediata, ni que sería posible mi regreso en traje de fantasma. Y, mucho menos, que estaría bajo esta maldita censura que nos impide mentir a conciencia y que me ha obligado a cantar de plano. No sé cuánto tiempo terrenal ha pasado desde el frémito que anuncia mi muerte, pero estoy seguro de que es el suficiente como para haberlo olvidado. Cuernos de muerto no son cuernos ni son nada. Destruye mi cenotafio, si me levantaste alguno, que lo dudo, y en el caso de que hoy despiertes de muy mal humor, procura que no lo paguen los niños, que quizá ni siquiera vivan ya contigo, ni sean niños, sino hombres y mujeres hechos y derechos. Haz todo lo posible para que se conviertan en personas menos mediocres que nosotros. ¿La niña ha ido a la universidad? No, seguro que no. Pero da igual. Que se quieran y se ayuden, aunque cada uno piense lo que le dé la gana de los otros cuatro. ¿Son buenas personas? Seguro que sí. En cuanto a mí, no creo que me den otro permiso. ¿Para qué? Ahora sabes lo que tenía que decir después de escucharte durante veintidós años, siete meses, doce días y cinco horas. Permíteme pensar que empatamos. Así que, en paz, y abracémonos como en Vergara, aunque te sepa a poco el achuchón de un espíritu incorpóreo.

HABLA MARIO

Dos casos dignos de estudio

Mario Díez Collado descansa en el Señor a los cuarenta y nueve años de edad desde el jueves 24 de marzo de 1966, según reza la esquela que de él publica El Correo al día siguiente, único certificado oficial de su defunción. En el mundo deja una esposa, María del Carmen Sotillo, y cinco hijos, así como una sola hermana de los cuatro que fueron. Su mujer, de acuerdo también con lo que figura en dicha esquela, está desconsolada, que es fórmula habitual para describir el estado de ánimo en el que se hallan los casados cuando su pareja cesa en sus constantes vitales y los abandona a su suerte con un mayor o menor peculio que pudieron reunir entre ambos, o por uno de los dos, o por ninguno, llegado el caso, tanto por haber sido heredado en su parte magra, como porque no existe ni en el forro de las gabardinas.

Durante ese tránsito del 24 al 25 de marzo, una noche de niebla meona, María del Carmen Sotillo, lejos de caer agotada por el cansancio de una jornada tan singular para ella, permanece en la capilla ardiente de su esposo instalada en el propio domicilio familiar e inicia ante él un monólogo que se va a extender durante cinco largas horas sin que decaiga el ánimo ni la insistencia que la mujer muestra en su exposición de motivos desde el primer momento, intercalada con leves ataques de llanto.

Por extraño que parezca y pese a que en esa habitación sólo está presente la citada mujer y el cadáver de Mario Díez Collado, una tercera persona, excelente escritor de oficio y gran profesional periodista, que dice ser y llamarse Miguel Delibes Setién, logra hacerse con el contenido íntegro de las palabras que la reciente viuda dirige a su esposo fallecido. Delibes las transcribe para ser publicadas en libro bajo el título de Cinco horas con Mario, que enseguida obtiene el favor del público, no sólo en ese formato de novela, sino en la versión teatral que el propio autor et al. realizan sobre el texto original y que se estrena en el madrileño Teatro Marquina el mes de noviembre de 1979, interpretada por Lola Herrera y dirigida por Josefina Molina.

Esta extraordinaria actriz mantiene la obra con similar éxito hasta que estas líneas se escriben, bien entrado ya el año 2019, superados los cien del nacimiento del señor Díez Collado, en los cuarenta de esa versión teatral y a punto de iniciarse los fastos conmemorativos de otro centenario más sobresaliente aún, el del escritor.

Se han expuesto teorías sucesivas acerca de la manera en la que el citado señor Delibes llega al conocimiento de lo ocurrido en la habitación de los Díez Sotillo, ubicada en el número 16 de la calle Alfareros. En un primer momento se cree que éste entra en contacto con la viuda, doña María del Carmen, y que ella se lo repite de pe a pa; aunque en fechas posteriores esta posibilidad se desvanece, tanto porque el autor la niega, como por la exactitud con la que se reproduce el monólogo de la mujer, con giros de expresión oral y entonaciones precisas que son propias de esta forma de comunicación en la que una persona habla y quien la escucha está muerta, o sea, soliloquios en ausencia de parte.

Hay también quien arriesga a decir que Delibes se lo ha inventado todo, para añadir a continuación que en realidad aquella noche doña María del Carmen Sotillo se va a la cama tal como indica la esquela de referencia, desconsolada, ya que no se encuentra en condiciones de lanzar ninguna perorata a su marido, y mucho menos durante cinco horas.

Esta segunda versión de los hechos también se derrumba pronto por su propio peso, pues resulta harto improbable descubrir los secretos del alma femenina y exponerlos con el detalle y la minuciosidad utilizados en ambos relatos, el narrativo y el dramático.

Hay, eso sí, un último intento por llegar a la verdad de los hechos del que nos sentimos más cerca, ya que lo consideramos con todas las opciones para el ser el cierto. El monólogo de referencia existió. De eso no cabe la menor duda. Don Miguel Delibes no está presente, ni conoce en los años sucesivos a la mujer. Esos dos extremos también se logran establecer.

Por lo tanto, debemos echar mano del principio Verbum humanum in aeternum manet, según el cual el sonido ni se apaga ni se destruye, sino que vaga para siempre a niveles muchas veces imperceptibles para la gran mayoría de los seres, de la misma forma que lo que hablan las ballenas, entre las ballenas se queda.

Cómo y por qué el señor Delibes da con el resorte que le permite acceder a ese archivo con las palabras de Carmen se explica a través de los oficios que el hombre desenvuelve, los de escritor y periodista, proclives a buscar, escudriñar, destapar, fisgonear y a otras actividades similares que son practicadas en legajos, documentos o paquetes informáticos y que el resto de personas no manosean, quizás por tratarse de cirujanos, tasadores de fincas rústicas o asesinos en serie, por citar tan sólo tres de los múltiples afanes a los que dedica su tiempo el género humano.

He aquí por tanto la secuencia de los hechos: Mario se muere en la fecha señalada; Carmen consume cinco horas de su vida para hablar con reproches a su marido fallecido; esas palabras se encapsulan y, gracias al fundamento Verbum humanum in aeternum manet, don Miguel Delibes tiene un posterior acceso a ellas un sábado que dedica a abrir cajones y las encuentra.

Como decimos, el tono general de tal monólogo es de censura hacia el marido, expresada a veces con tanta crudeza que quienes tienen sucesivo conocimiento de la historia caen en las dicotomías de considerar mala a Carmen y bueno a Mario; buena a Carmen y malo a Mario, o malos ambos. En ningún caso, que se sepa por parte de quien suscribe, se ha juzgado a la pareja como adecuados y correctos, sin duda por deducir que en aquel desastre de relación matrimonial es obligado cojear de una pata, o de las dos.

Desde los momentos iniciales, cuando Miguel Delibes da a conocer la historia, distintas ramas del saber se afanan en detectar una posible reacción de Mario ante las lacerantes palabras de su mujer. Se instalan antenas, se contacta con espiritistas, se profundiza en el funcionamiento de la tesis Verbum manet..., e incluso se organizan expediciones en busca de los chamanes más versados en comunicación mediúmnica para indagar sobre esa posible respuesta que levanta tantas expectativas.

Hasta este momento, toda la vigilancia no arroja más resultado que un silencio espeso, persistente y grisáceo.

Pero hete aquí que en fechas recientes se ha logrado detectar el bosón de Higgs con notable facilidad, lo que abre las puertas a un mundo nuevo de percepciones, algunas de ellas relacionadas con el Verbum manet. Gracias a un compañero de estudios que ocupaba un puesto laboral en el CERN, dentro del Departamento de Personal para la preparación de las nóminas de los físicos teóricos, hemos tenido la oportunidad de hojear de puntillas algunos de los más altos secretos de la comunidad científica internacional.

Ahora pierdo a un amigo –porque lo pillan e ingresa en la cárcel de Ginebra–, pero gano un fajo de papeles reservados cuya lectura les ofrezco a continuación a un precio irrisorio, si lo comparamos con las tarifas de mercado que hoy se estilan entre ladrones de secretos, cuya identidad no es necesario desvelar, pues están en la mente de todos. No obstante, hacemos mención a las amenazas de muerte dirigidas contra Julian Assange para que vean lo peligroso que resulta moverse en ese mundo.

Ocurre que en una fecha indeterminada, entre los años 1966 y 2018, Mario solicita y obtiene un permiso especial de la autoridad donde mora desde su deceso. Se le permite materializarse sobre la Tierra con el fin de rebatir, rechazar o matizar aquellas acusaciones que su viuda le dirige. Todo parece indicar que la envergadura de las mismas es de tal calibre que ninguno de los administradores de los espíritus desencarnados como él halla razones de peso para negarse a la devolución de la visita. El reencuentro entre los dos miembros del matrimonio se realiza sin que Carmen altere su estado de vigilia y bajo estrictas condiciones de sinceridad, es decir, sin que Mario pueda mentir ni en una sola ocasión, pues bastaría ese incumplimiento para romper las condiciones del permiso y verse impelido a regresar de inmediato sin haber completado su objetivo.

De la identificación de ese lugar sólo constan dos pistas contenidas en las palabras del propio Mario. Una, cuando utiliza el neologismo «descielado» en contraposición a «desterrado», y otra, cuando en el mismo párrafo se define a sí mismo como «celícola» (DRAE.- 1. m. Habitante del cielo). Parece patente que el protagonista de este doble y extraño fenómeno de comunicación nos quiere informar de que su habitual lugar de residencia desde 1966 es el Cielo, sin que esto suponga prejuzgar qué tipo de materia o de espíritu lo forma, ni si se debe escribir en minúscula o mayúscula, tal como nosotros lo hacemos para ceñirnos al concepto del lugar donde mora Dios, según diversas religiones.

Lo que sí parece caer por tierra –nunca mejor dicho– es la creencia que el indicado Mario mantiene en vida sobre la inexistencia del Cielo, pues sea lo que sea aquello que se quiere definir con esa palabra existe y alberga a Mario.

Es posible que durante la lectura de algunos párrafos, o bien en su conjunto, alguien aprecie cierto paralelismo entre la relación de la pareja y la historia de España. Cada uno es libre de interpretar lo que le parezca, pero de todos modos, sepa que los rasgos dignos de ser comparados se entremezclan en los monólogos de Carmen y de Mario, y en caso de realizarse su disección es preciso utilizar el más afilado de los bisturís para no cometer errores de bulto.

Si a los lectores les extraña que el autor haya podido hacerse con este segundo texto, sepan que a mí también. Tanto o más que el señor Delibes consiguiese las palabras de Carmen sin haber hablado jamás con ella. No obstante, a continuación transcribimos esta segunda pieza llegada a nuestro poder, respetada en su integridad y sin otros añadidos literarios que una división por capítulos titulados. Considerado el primer discurso como un soliloquio en ausencia de parte, diremos que ahora se trata de un soliloquio para durmiente, de cuyo contenido sólo tendrá conciencia una vez que salga de su vigilia.

Si alguno de ustedes ha vivido una experiencia similar relacionada con el Verbum humanum in aeternum manet, le agradecería poder compartirla, tal como yo hago con la mía, remitiéndomela a la dirección consignada ut infra. Muchas gracias anticipadas. Les dejo con las palabras de Mario.

O Rego de Aruxe, Santa María de Lieiro,

Cervo, provincia de Lugo

16 de agosto de 2019,

festividad católica de san Roque,

patrón del municipio

I

Donde acaba el novio, empieza el marido

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