LA PESTE NEGRA

 

 

 

LUIS MIGUEL GUERRA

 

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Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

Primera edición: julio de 2006

Primera edición en e-book: noviembre de 2019

© Luis Miguel Guerra, 2006

© de la presente edición: Edhasa, 2019

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ISBN: 978-84-350-4725-8

Producido en España

A Manolo Caballero, amigo y compañero.

A Carmen y a nuestros hijos. El futuro es nuestro.

NOTA DEL AUTOR

La epidemia de peste que asoló Europa desde finales de 1347 comenzó a remitir a partir del año 1352, para luego reaparecer en varias ocasiones con mayor o menor virulencia: en 1360, 1368, 1372, 1630, 1665, 1702 y 1896. Pero ninguna de ellas tuvo el alcance y las consecuencias de la primera. Casi una cuarta parte de la población europea, que antes de la llegada de la enfermedad podía alcanzar los setenta y cinco millones de habitantes, pereció víctima de la plaga.

Sin embargo, las repercusiones no sólo se dieron en el ámbito demográfico. El espíritu humanista que daría lugar al Renacimiento se gesta en esos duros tiempos. La peste derrumba esquemas de pensamiento y valores que se creían inamovibles, y el hombre comienza a asumir su independencia moral e intelectual.

En el orden económico se produce un renacer de lo urbano, resultado de la regeneración de los habitantes de las ciudades. El sistema de explotación feudal se deteriora y colapsa. Los reyes aprovechan el debilitamiento de sus nobles para acrecentar su poder y crear estados totalitarios fuertes. Las relaciones de producción cambian. La burguesía comienza a ocupar el sitio que le corresponde y el capitalismo aparece de forma embrionaria.

La epidemia apareció en un momento de cambio y lo aceleró. La enfermedad transformó Europa y a sus habitantes, uniéndose al conjunto de causas que llamamos paso de la Edad Media a la Edad Moderna.

Un virus que habita en el esófago de la pulga de los roedores de las estepas centrales de Asia cambiaría la historia. Este invitado no esperado fue capaz de dar el espaldarazo definitivo a la Europa moderna. Un nacimiento que trajo infinito dolor y al que asistieron la guerra, el hambre y la muerte, y a los que se unió el cuarto jinete, que se convertiría en compañero inseparable durante siglos: la peste.

LA PESTE NEGRA

CAPÍTULO I

De los montes Kirguizes a Caffa, 1347

Recorrer el bosque durante toda la jornada no le había servido de nada. Las trampas estaban vacías y no era la primera vez que sucedía durante aquella primavera.

Hatai, trampero mongol, y su familia sobrevivían de la venta de las pieles cerca del lago Issik-Kul, tal como habían hecho su padre, su abuelo y, muy probablemente, el antepasado que había invadido aquellas tierras un siglo antes. El lugar era paso obligado de las caravanas que unían Oriente y Occidente, y allí acampaban los comerciantes. Hatai y los suyos bajaban hasta los mercados y, mientras hacían tratos, oían fabulosas historias de tierras lejanas o relatos que cantaban la grandeza de los emperadores mongoles Gengis Khan y Kubilai.

Durante días volvió a las trampas, pero alguna ardilla y una marmota de cierto tamaño fue lo único que pudo cazar. El hijo mayor de Hatai, también llamado como él y educado para continuar el oficio familiar, encontró en la precaria situación una oportunidad para conseguir lo que realmente anhelaba: convertirse en un guerrero mongol. Y ahora llegaba su oportunidad, sería una boca menos y, si las cosas salían bien, podría regresar convertido en un gran señor.

A su padre no le gustaba mucho la idea. Uno menos que alimentar, pero también dos brazos menos para trabajar. Su madre guardaba silencio. Dos de sus hermanos partieron y no los había vuelto a ver. Pero no diría nada. Continuaría despellejando la marmota y, una vez curtida su piel, confeccionaría para su hijo un hermoso gorro que sería la envidia de todos los demás guerreros.

El joven Hatai partió una mañana. Desde la puerta de la tienda sus padres vieron cómo el hijo se alejaba en busca de conquistas. Cuando se convirtió en un punto negro en la lejanía, el padre se dispuso a inspeccionar las trampas. Instantes después, la madre, al ir a entrar en la tienda, se detuvo, un escalofrío recorrió su cuerpo y unas gotas de sudor frío asomaron en su frente. Acostumbrada a no quejarse y a padecer en silencio, no hizo el menor caso. El dolor por la marcha de su hijo era mayor que cualquier mal que pudiera contraer.

Después de cabalgar todo el día, el grupo de guerreros sólo se habían detenido una vez para comer y beber. El objetivo era alcanzar cuanto antes el final del viaje.

El recorrido estaba siendo duro y muy largo, casi cien kilómetros diarios y, a veces, más. Debían unirse al ejército que asediaba la ciudad de Caffa, colonia genovesa en la península de Crimea y puerto estratégico desde el cual se podía dominar el mar Negro. Aquella extensión de agua era la salida desde la que partían las rutas de caravanas y cuyo dominio se disputaban Venecia, Génova y Pisa, y ahora se había convertido en objetivo prioritario para la extensión del imperio mongol.

Pero los guerreros eran ajenos a todo esto. Simplemente, eran un pueblo nómada y conquistador acostumbrado a batallar y a sufrir inclemencias.

El grupo estaba formado por hombres de todas las edades, desde viejos guerreros experimentados a jóvenes mongoles deseosos de entrar en combate para demostrar su valor y cubrirse de gloria. El jefe del grupo era Batu. Ordenó descabalgar y montar las tiendas, maniobra que se realizó con celeridad. Al día siguiente estarían ante la ciudad. Por los mensajeros que recorrían la estepa sabía que la resistencia estaba siendo muy fuerte y que todos los refuerzos serían pocos para derrotar a los genoveses.

–¡Ya estoy harto de comer estas gachas! –dijo Hatai, mientras removía la mezcla de agua y leche deshidratada de yegua que día tras día servía como alimento al grupo.

A su lado se encontraba su amigo Daihin vertiendo el agua y la pasta blancuzca. Daihin se había unido al grupo para convertirse en guerrero. Tenían más o menos la misma edad, pero Hatai parecía mayor debido a su corpulencia.

–De vez en cuando comemos un poco de carne seca –contestó Daihin.

–Carne seca, carne seca. Ya no recuerdo el sabor de la carne recién cazada.

–¡Dejad de hablar y preparad la comida! –les increpó un viejo guerrero–. ¡Tenemos hambre!

Los dos jóvenes continuaron su trabajo.

La primera visión que tuvo de la colonia genovesa le sorprendió. Nunca había visto un poblado tan grande como aquél y, mucho menos, rodeado de tanta agua. Si pudiera verla su padre... Jamás había salido de los montes si no era para comerciar.

Los jóvenes mongoles compartían las mismas tiendas y los mismos anhelos de gloria, pero nada más llegar les pusieron de nuevo a ordeñar las yeguas. La realidad cotidiana no se parecía en nada a lo que había imaginado. Los guerreros partían día tras día hacia las murallas de Caffa y les veía regresar sin éxito y en menor número.

Por fin, una mañana fueron reunidos y se les ordenó que cogieran las armas y montaran sus caballos. A la carrera se dirigieron hacia las tiendas. El momento que esperaban había llegado. Hatai cogió su arco y las flechas y enfiló hacia la salida de la tienda, pero giró rápidamente y buscó en el saco el gorro de marmota.

El ejército avanzó hasta las catapultas que habían de debilitar las defensas de la ciudad. En una colina cercana, el khan Kiptchak y sus generales iban a presenciar el ataque. Éste debía ser definitivo, el asedio duraba demasiado y los costes empezaban a ser enormes, tanto en hombres como en material.

Las catapultas comenzaron a lanzar su carga mortífera. Hatai y Daihin nunca habían visto nada semejante. Enormes piedras cruzaban el aire y se estrellaban contra la muralla, algunas superaban las defensas y caían en el interior. Pero lo que más les aterró fueron las masas ardientes que volaban dejando una estela roja en el cielo. Imaginaban los gritos de terror de los asediados al caer sobre ellos aquellos proyectiles de fuego. Las grietas en los muros se hacían cada vez más evidentes y hacia ellas se dirigían los disparos.

En las almenas, los defensores corrían de un lado para otro mientras las columnas de humo se levantaban por toda la ciudad.

«¿Quién me mandaría embarcar? –pensaba Giovanni mientras transportaba cubos de agua para tratar de dominar uno de los incendios que asolaban la ciudad–. Génova, Génova, no volveré a verte. En Oriente está la riqueza, no te lo creas. Porca miseria! Lo único que he tenido claro hasta ahora es que puedo escoger tres formas de morir: asaetado, aplastado o achicharrado.»

De repente, se oyó un grito: «¡Los mongoles, a las armas!».

Giovanni tiró los cubos, cogió una lanza y subió a toda prisa a la muralla. El espectáculo era sobrecogedor. Miles de jinetes bajaban de las colinas en medio de gritos ensordecedores que se confundían con el galimatías de órdenes de los defensores. Fue enviado junto con otros a reforzar una de las murallas. Cuando llegó, los primeros jinetes ya se habían lanzado hacia la abertura y eran a duras penas repelidos. Los cadáveres de agresores y defensores comenzaban a apilarse.

«¡A tu espalda!», oyó Giovanni la voz de Pietro, y pudo girar lo suficientemente rápido para interponer su lanza entre él y el que se le echaba encima. Lo malo es que, cuando aún no la había recuperado, ya tenía otro frente a él. El mongol avanzó, pero, antes de que pudiera alcanzarle, una flecha lo atravesó.

Hatai y Daihin se encontraban todavía junto a las catapultas con un segundo grupo.

–Tienes mala cara –dijo Daihin–. ¿Estás bien?

Hatai no contestó, pero tenía mucho calor y notaba cómo la frente le ardía.

–Eso es el miedo –dijo un guerrero próximo a ellos. No pudieron responder. El khan, viendo que el primer ataque no estaba dando resultados, lanzó la segunda oleada. Los guerreros espolearon sus caballos colina abajo. Hatai trató de hacerse un sitio para no tropezar con el resto de guerreros. Llegó el momento y echó mano a su arma... De pronto, sintió un tremendo golpe en la cabeza y todo se tornó oscuro.

Los genoveses seguían defendiendo en las brechas y sobre la muralla. Habían conseguido acarrear aceite desde los almacenes del puerto y lo estaban lanzando contra los invasores tras hacerlo hervir en enormes calderos. Giovanni y sus compañeros habían retrocedido para evitar la lluvia de fuego que caía sobre los mongoles. Les estaban pagando con su misma moneda. Parecía que de nuevo el ataque había fracasado.

Kiptchak estaba furioso. El invencible ejército a campo abierto era incapaz de tomar una colonia de marineros genoveses. Volvió la grupa con rabia y se dirigió al campamento. Los mongoles comenzaron a regresar mientras los sitiados celebraban la victoria sobre las murallas y comenzaban a rehabilitar las defensas en espera de la siguiente ofensiva.

Hatai despertó en su tienda. No sabía lo que había sucedido.

–Tu caballo metió una pata en un agujero y caíste al suelo –le dijo Daihin.

–Ni siquiera llegué a disparar una flecha. Me duele todo el cuerpo.

–Descansa. Tú has tenido suerte. Hemos perdido mucha gente. Las cosas no son como pensábamos. Hoy he visto morir muchos compañeros; y no hemos conseguido nada... Muchos ni siquiera sabían cómo se llama este lugar.

Al día siguiente Hatai se levantó sudando y con un terrible dolor de cabeza. Salió de la tienda, pero era incapaz de andar erguido. Los que estaban en el exterior se rieron. –¡Borracho nada más levantarte!

–¡No bebas tanto, que no lo aguantas!

Hatai parecía no oír. Anduvo tres pasos y cayó al suelo. –Llevadle a la tienda y que duerma –dijo un veterano. Al cabo de un rato Hatai despertó y vio a Daihin delante de él arropándole con una piel.

–Tengo sed –susurró el enfermo.

Le acercó un odre de vino, al que Hatai se agarró desesperadamente. Pero la angustia y las náuseas eran terribles y terminó por devolverlo todo.

–Tiene mucha calentura –dijo Daihin sin saber qué hacer.

–Me duele mucho la ingle. No puedo mover la pierna –balbuceó Hatai.

Daihin retiró la piel que cubría a su amigo y le bajó el calzón de cuero. Un olor nauseabundo emanó de él, un olor como no había sentido nunca.

–¡Qué peste!, ¡huele a paja podrida! –dijo el mongol más próximo a Hatai, mientras recogía sus cosas y se ubicaba en otro lado de la tienda.

Pero Daihin estaba más sorprendido por lo que vio: un bulto negro del tamaño de un huevo que hedía y supuraba. Lo tapó rápidamente y retrocedió asustado. Al salir de la tienda, tropezó con Batu.

–¿Qué te ocurre?, parece que hayas visto un demonio de la estepa.

–Señor, Hatai está enfermo, muy enfermo, tiene fiebre y le ha salido un bulto negro en la pierna.

Batu abandonó su habitual tranquilidad.

Entró en la tienda donde descansaba Hatai, se acercó al enfermo y le observó la pierna

–¿Qué sucede? –preguntó Daihin.

Pero Batu se alejaba. Daihin entró en la tienda al tiempo que se tocaba un pequeño abultamiento bajo el brazo.

El jefe mongol se dirigió con rapidez hacia la tienda de Kiptchak, no sin antes ordenar a dos soldados que montaran guardia frente a la tienda del enfermo y no dejaran a nadie entrar ni salir.

–¿Qué sucede? –preguntó el khan mongol.

–Señor. Una terrible amenaza se cierne sobre nosotros. Kiptchak le miró en silencio. Batu continuó.

–Antes de serviros vivía en la estepa, en un gran poblado. Un día, uno de los nuestros enfermó. Nadie pudo parar aquel mal y muchos murieron entre horribles sufrimientos. Hoy he vuelto a verlo, está aquí. Gran khan, ¡es la peste!

–¿Estás seguro?

–Gran khan, he visto a uno muy enfermo y lo más seguro es que sus compañeros de tienda también lo estén. He oído contar cosas terribles de esa enfermedad. En Kathai acabó con miles de personas y, si es cierto lo que contaron, los muertos llegaron a superar a los vivos y era imposible enterrarlos. Si está aquí, pronto veréis morir a cientos de vuestros guerreros.

El khan mongol seguía pensativo. Además de a esa maldita ciudad, ahora tenía que enfrentarse a una terrible enfermedad. ¿Y si redujera los dos problemas a uno solo? Una ciudad sitiada y un mal que mata sin remisión. Kiptchak sonrió.

–Separad a los enfermos de los sanos y que nadie se acerque a ellos.

–¿Ni para darles comida?

–¿Quién ha dicho que haya que alimentarles? –contestó el khan–. Si han de morir, que sea cuanto antes. Durante unos días reinó la tranquilidad en Caffa. Tranquilidad que se había aprovechado para agilizar los trabajos de carga de algunos barcos. Giovanni acarreaba un fardo junto con Simone.

–¡Un ataque! –gritó Simone soltando el bulto en la pasarela de la nave.

Los silbidos de los proyectiles lanzados por las catapultas invadieron la ciudad y el caos se adueñó de sus defensores. Los marineros corrieron hacia el almacén para ponerse a cubierto.

–¡Al suelo! –gritó Giovanni mientras empujaba a Simone. El proyectil cayó muy cerca de ellos. Tanto, que algo les salpicó.

–¿Qué es esto? –murmuró Simone.

Giovanni no salía de su asombro.

Madonna!, ¡nos están lanzando mongoles! –consiguió decir.

Salieron corriendo y por fin se guarecieron.

Todo el mundo estaba aturdido. Los mongoles se estrellaban contra paredes y suelo y se esparcían sobre el pavimento.

–Nos están tirando a sus muertos –dijo un viejo marinero genovés.

–Pero ¿por qué? –preguntó Giovanni.

Nadie respondió.

El lanzamiento terminó por fin y se ordenó retirar los cadáveres. Había que amontonarlos y quemarlos, pero no era tarea agradable teniendo en cuenta el estado en que había quedado la mayoría. Además, eran cientos.

Las cuadrillas organizadas trabajaron toda la tarde. Muchos tuvieron que disputar los cuerpos a las ratas y los perros, que se apresuraban a devorarlos.

–No lo soporto más –dijo Simone–. Este olor, toda esta sangre. Quédate si quieres, yo me voy al barco.

–Pero, Simone...

–Tú haz lo que quieras. Yo estoy muy asustado. Mira esta gente, la mayoría tiene el rostro negro. Yo me voy. –Simone miró hacia ambos lados y desapareció por una callejuela.

Giovanni se vio solo y con un muerto entre las manos. «Simone tiene razón –pensó Giovanni–. Al fin y al cabo, nuestro barco puede partir de un momento a otro: Constantinopla, Mesina, Ostia y, por fin, Génova.» De pronto, le asaltó una idea que le aterró: Y si nadie le echa de menos, y si la nave parte sin él. Allí estaba, solo y con un ser humano desfigurado entre las manos. Lo dejó caer y partió tras su amigo mientras apartaba de una patada un gorro de piel.

CAPÍTULO II

Donde se expone quién es el que reclama vuestra atención y cuál es su propósito a la hora de narrar hechos acaecidos más de treinta años ha.

A 25 de enero del año de Nuestro Señor de 1381, según el calendario romano, y de 1419 de la llamada era hispánica. Comienzo a narrar los hechos que hace más de treinta años estuvieron a punto de terminar con la vida en la Tierra. Época diabólica que me tocó vivir y que puso al descubierto todas las miserias y bajezas del ser humano. Estoy en mi celda. Acaban de llamar a Completas, pero he fingido estar enfermo y me han dispensado de asistir, así podré escribir sin que nadie se entere, ni siquiera el abad. Él no sabe quién soy y por qué estoy aquí. Sólo su antecesor estaba al corriente de todo y me ocultó entre los miembros del monasterio como uno más. A su muerte me quedé solo. Sin embargo, a veces me observa mientras cenamos o se asoma mientras trabajo en los fogones. Quizá sepa algo. Pudo ser la última confesión de su antecesor en el lecho de muerte y, por tanto, un secreto que ha de llevar a la tumba. Nadie más conoce este secreto porque estoy seguro de que hubieran venido a buscarme y el monasterio y la orden, cuyos nombres no pienso revelar, hubieran pagado las consecuencias.

Debo confesaros que he dudado mucho antes de comenzar a escribir y, no pocas veces, he pensado que era mejor seguir ocupándome de mi triste cocina, ser motivo de burla de los novicios y esperar en paz el momento de rendir cuentas a Nuestro Señor. Pero tenéis derecho a saber. Tenéis que conocer para que no se vuelva a repetir aquel Apocalipsis en que la enfermedad y el género humano se aliaron para destruir la Creación.

Os prevengo que soy anciano que pasa de los sesenta años, pero ello no es motivo para que desconfiéis de mi memoria, ya que cuando conozcáis toda la historia, si el Señor me da fuerzas para terminarla, comprenderéis que cualquiera que hubiese vivido aquello no podría olvidar ni el más mínimo detalle.

Me llamo Doménico Tornaquinci, hermano Domingo en este santo lugar, nacido en Florencia en el año 1315, en el seno de una de las familias más ricas y poderosas de Italia. Mi ciudad era hermosa y, para sus ciudadanos, un orgullo convivir en ella. La prosperidad comercial la había convertido en la principal productora de tejidos. Mi amigo Giovanni Villani, el cronista de la ciudad, llegó a contar hasta doscientos talleres del gremio lanero en los cuales se confeccionaban hasta ochenta mil piezas de tela en un año. Las familias más poderosas de la ciudad controlaban el gobierno. Allí no mandaba la nobleza, sino que el poder era compartido y todo se sometía a discusión. Desde las relaciones con el exterior hasta el embellecimiento de las calles. Iglesias y edificios civiles competían en belleza y suntuosidad. Recuerdo al gran Boccaccio, únicamente dos años mayor que yo, cantando al amor, y haber visto al divino Giotto paseando ya viejo, mirando y aprendiendo como si de un aprendiz de su taller se tratase. Nada hacía suponer que la iris florentina se marchitaría de pronto.

Mi padre me educó para que me hiciera cargo de los negocios de la familia y participase en los entresijos políticos de la ciudad. Sin embargo, y no con poco disgusto por su parte, desvié mis pasos hacia el estudio de la medicina. Trabajé duramente y terminé siendo uno de los galenos más populares; tanto, que a la edad de treinta años era reclamado por los más destacados personajes civiles y eclesiásticos.

Pero Florencia era una isla en un mar que comenzaba a embravecerse y que terminaría por engullirnos. A comienzos de este siglo la naturaleza enloqueció como no recordaba el género humano. Una ola de frío se abatió sobre Europa y comenzó el ciclo infernal que se repitió insistentemente año tras año: malas cosechas, hambre y muerte. Los hombres morían, y las tierras, ya pobres de por sí, no se cultivaban. El clima era tan duro que muchos viajeros contaron que en el norte el mar se había helado. Cuando el frío remitía, comenzaban las lluvias, que llegaron a ser tan torrenciales que desbordaban los ríos, inundaban los campos, ahogaban a humanos y bestias y pudrían las cosechas. Los campesinos sufrían el hambre y las enfermedades, y los señores feudales, lejos de ayudarles, les presionaban para que trabajasen y pagasen sus impuestos. La huida hacia las ciudades fue masiva. Florencia llegó a contar hasta con cien mil habitantes, que se hacinaban en barrios marginales construidos al abrigo de las murallas. El bandolerismo creció y los caminos de Europa se convirtieron en lugares inseguros donde uno podía ser asaltado y abandonado como alimento para las bestias. O, incluso, como sucedió más de una vez dada la escasez que se padecía, ser descuartizado y vendido por algún carnicero sin escrúpulos en la plaza del pueblo como si de carne de buey se tratase.

No sólo era la naturaleza la que pareció dejar de obedecer los designios de Dios, Nuestro Señor.

Los hombres abandonaron la paz para sumirse en una guerra terrible que sigue ensangrentando Europa después de cuarenta y tres años. A los tres jinetes, hambre, muerte y enfermedad, se les unió el cuarto en 1338. La disputa dinástica entre los Plantagenet y los Valois fue la excusa que sirvió para iniciar el conflicto, pero no fue la razón verdadera. A los hombres hay que engañarles con grandes empresas y elevados ideales dictados en nombre de la patria para que pierdan sin titubear lo más preciado que tienen: la vida. La formación que recibí de mi padre en política y economía no cayó en saco roto, o al menos, es la suficiente como para descubrir que tras aquel conflicto se escondía el dominio mercantil de Flandes y de las rutas del canal de la Mancha, vitales para la Hansa y, por tanto, para el control del comercio del norte de Europa. Pero me limitaré a narrar los hechos ya que, como habéis podido ver, la vanidad ha sido y es uno de mis pecados más habituales. Eduardo III, rey de los ingleses, reclamaba el trono de Francia. El rey francés, Felipe VI, ayudaba a los escoceses y trataba de romper los vínculos comerciales de la isla con Flandes. El escenario y los motivos estaban servidos. Las palabras sobran, las armaduras se visten y los seres humanos sólo se distinguen entre sí por ellas; el campo de batalla les espera. Felipe rompió el fuego apoderándose de la Gascuña, pero los ingleses contestaron invadiendo el norte de Francia. La guerra fue terrible. Los hombres morían, fueran o no soldados. Francia quedó arrasada, pero fue en 1346 cuando Eduardo y su hijo, el Príncipe Negro, dieron su gran golpe. En Crécy, el ejército francés fue aniquilado. Los muertos se contaban por miles, pero las hostilidades no terminaron hasta que la gran plaga se presentó ante ellos y los unió en la muerte y la desesperación. ¿Sirvió de algo? En absoluto. Una vez pasó, continuaron su locura guerrera y todavía ahora continúan sin tregua.

El resto del mundo tampoco se mantenía en paz. Castilla unía su guerra contra el infiel y los desórdenes dinásticos. En Aragón, una guerra civil enfrentó al rey Pedro IV con sus súbditos. En las ciudades de toda Europa, las masas de campesinos comenzaron a crear problemas. ¡Qué gran desastre se nos venía encima y no supimos pararlo! Lo que sucedió en realidad sobrepasa todo lo imaginable. Parecía como si Dios hubiese querido castigar a todo el género humano por su maldad y crueldad enviando aquella plaga bíblica que acabó con hombres, mujeres y niños sin distinción de edad o posición social. El Infierno se apareció en la Tierra y nadie pudo enfrentarse a él, pero cuando pudo… Mas no, ahora no tendría sentido explicarlo. Todo llegará a su tiempo. Narraré sin descanso para que conozcáis todo lo que mi mente pueda recordar. Es necesario que todo esté claro. Lo único que me preocupa es que me falta tiempo, soy ya muy anciano y la vista y la memoria me flaquean, y he de escribir cuando las cosas se me manifiestan. El Altísimo no tardará en llamarme y quiero que este documento esté concluido cuando eso suceda.

CAPÍTULO III

Almería, 1348

Ibn Jatima realizó la última genuflexión ante el muro de quibla y se incorporó para ponerse las babuchas. Al salir al patio tuvo que entornar los ojos, el sol andaluz en junio resultaba demasiado fuerte para un anciano que llevaba leyendo el Corán y orando casi media mañana en el interior de la mezquita. Se mojó el rostro en la fuente del patio y salió a la calle. Pensaba dar un paseo antes de dirigirse a su casa, así que se encaminó hacia el puerto. Absorto en sus pensamientos, avanzó por las estrechas calles de la medina hasta que algo le asaltó la nariz y le recordó que tenía que haber elegido otra ruta; el zoco no era buen lugar para pasear y meditar, pero si retrocedía perdería mucho tiempo, así que no tuvo más remedio que continuar. Allí, el aire que se respiraba era una mezcla de comida, perfume, olor humano y animal que densificaban la atmósfera, en especial con los primeros calores veraniegos. Pero eso no era lo peor, cruzarlo significaba verse asaltado por una multitud que representaba todos los especímenes del género humano. Desde vendedores de perfumes hasta esclavos. Encantadores de serpientes, magos, adivinadores, barberos, prestamistas, mendigos, ciegos, poetas, músicos..., todos se daban cita allí para poder ganarse la vida. Ibn Jatima atravesó el grupo como pudo. Debía esquivar, vigilar su bolsa y negarse ante los ofrecimientos, todo ello al mismo tiempo. Por fin pudo salir y consiguió desembocar en el puerto. El mar se le ofreció a la vista como un remanso de paz. Aspiró con fuerza para limpiar sus pulmones de todo lo que había recibido en su breve visita al zoco, y comenzó a andar por el muelle. No había más que tres o cuatro barcos. Los tiempos en que Almería había sido el punto de amarre de la flota de Al-Andalus, una de las más poderosas de su tiempo, habían pasado, y aquello que veía era la imagen del fin. El reino de Granada empequeñecía por momentos y hacía tiempo que se había convertido en vasallo del reino cristiano de Castilla. El califato desapareció e Ibn Jatima intuía que tarde o temprano su forma de vida también desaparecería de la península Ibérica. Veía a los pescadores y se imaginaba las mismas escenas en los puertos cristianos. Compartían el mismo mar, el mismo aire, el mismo suelo, rezaban a un único dios, pero sin embargo nada ni a nadie se respetaba cuando sonaban los tambores y clarines de guerra. ¿Qué sucedería con tanta belleza creada? Los palacios, los jardines, las mezquitas. En tiempos del gran Abd al-Ramán, nadie podía ni imaginarse que se llegaría a aquella situación. Era, por tanto, lícito pensar que el proceso de degradación aún no había terminado y que el camino iniciado no tenía retorno. Volvió a su casa bordeando la muralla de la ciudad para no tener que introducirse en el zoco. Al llegar frente a ella, el calor del mediodía comenzaba a apretar y las calles empezaban a quedarse desiertas. Abrió el portón de la entrada y, atravesando el zaguán, llegó al patio. En el centro, una pequeña fuente lanzaba perezosos chorros de agua que se precipitaban sonoramente sobre el mármol del que estaba construida. Un poco más allá vio la figura de su yerno Ahmed sentado sobre un cojín. Al advertir la presencia de su suegro, el hombre se incorporó inmediatamente para saludarle.

–Espero que te quedes a comer –dijo Ibn Jatima.

–Son otros los motivos que me traen –respondió Ahmed–, pero acepto tu ofrecimiento; hace mucho calor para volver a casa.

Ahmed era médico, como el propio Ibn Jatima. Había sido su discípulo más aventajado y, cuando hubo aprendido todo lo que su maestro le podía enseñar, acudió a la escuela de médicos de Damasco. Pudo haberse quedado allí, pero decidió retornar a su Al-Andalus natal, donde casó con Zaida, una de las hijas de su maestro.

Los criados sirvieron a los dos hombres. Entremeses fríos, ensaladas y fruta fueron presentados abundante y ricamente e, incluso, y a pesar de la prohibición coránica, se sirvió vino, ya que desde hacía tiempo el viejo médico lo consideraba como parte indispensable de una buena digestión. La comida transcurrió en medio de una animada conversación sobre remedios para tal o cual enfermedad y el beneficio que producía el asistir a menudo a los baños públicos. Terminaron cantando las excelencias de la almojábana, un postre que consistía en una torta de queso blanco con miel y canela; incluso Ibn Jatima le improvisó una poesía, pues no en vano además de galeno era poeta. Una vez los sirvientes hubieron retirado los platos, Ahmed se dispuso a contar a su suegro el motivo de su visita, que entre conversación, comida y vino había terminado casi por olvidar.

–Ya conoces a Alí, el muchacho al que estoy enseñando y que utilizo como enfermero y sangrador –comenzó a exponer Ahmed–. Pues bien, estos días ha estado visitando a sus padres, que viven en la zona oriental. Allí ha oído contar cosas muy extrañas sobre un mal que ha atacado el poblado de Al-Jawam. Nadie quiere acercarse allí y el pánico empieza a cundir en la zona.

Ibn Jatima escuchaba con atención.

–¿Te ha explicado los síntomas? –preguntó.

–Su curiosidad pudo más que el miedo, no en balde algún día será médico.

–Tiene un gran maestro que se la ha inculcado –interrumpió Ibn Jatima.

Ahmed continuó, no sin cierto aire de orgullo en el rostro.

–Pues bien, Alí se acercó al pueblo y pudo contemplar el panorama. Mucha gente enferma y muere entre terribles dolores. Lo más visible del mal son el hedor y unos bultos negros que supuran.

–¿Trató de hacer algo?

–Alí domina el sangrado y fue lo único que se le ocurrió en ese momento, pues en aquel lugar no hay médicos. Escogió un enfermo y le practicó la incisión en la vena... Pareció que se tranquilizaba y que el tratamiento era el correcto; sin embargo, al día siguiente murió.

–Has hablado de bultos negros. ¿Por qué no los extirpó? –preguntó Ibn Jatima.

–Cuando comenzó la enfermedad, un curandero lo hizo y el paciente murió entre horribles dolores.

Ibn Jatima recapituló:

–Un mal que mata, bultos negros que no se pueden extirpar. Parece que la enfermedad que está asolando a los cristianos ha llegado hasta aquí.

–¿Qué quieres decir? –preguntó intrigado Ahmed. –He tenido noticias de un mal que se ha extendido por Valencia y Mallorca y que parece ya ha atacado a otros lugares del continente. Tenía la esperanza de que no llegara a Al-Andalus.

–Tal vez se trate de otra cosa –continuó Ahmed–, esas zonas de Almería han estado muy castigadas por el hambre. Incluso han llegado a alimentarse de grano podrido. La desnutrición produce enfermedades, y comer cosas en mal estado, también.

–Los síntomas que tu aprendiz te ha explicado son los que han llegado a mis oídos. Se trata de algo más grave y desconocido. Los cristianos le han puesto un nombre: la peste.

–Alí dice que se la nombra como waba .

Waba, peste. Dios, Alá, Jehová. Lo mismo con distinto nombre. ¿Qué más da? La enfermedad no distingue entre lenguas, razas y religiones. Es necesario que nos pongamos en marcha, el mal debe de haberse extendido ya hacia aquí. Por cierto, sería conveniente que dijeras a Alí que no salga de su casa.

–Ya lo he hecho –contestó Ahmed.

En ese momento bajaron al patio las mujeres de la familia. Habían permanecido en el piso superior hablando y comiendo separadas de los hombres, como era normal en la tradición musulmana. Zaida se había puesto el velo sobre el rostro para salir a la calle, pues, a pesar de que en AlAndalus eran más tolerantes con este asunto que en el resto del mundo islámico, una mujer casada no podía mostrarse salvo al marido y a sus parientes más cercanos.

CAPÍTULO IV

Donde se cuenta cómo supe de la existencia de la epidemia.

Era marzo de 1348. La primavera llegaba más calurosa que nunca. Florencia la esperaba con tranquilidad y con su ritmo de vida habitual. Las noticias que llegaban del exterior no preocupaban en exceso a sus habitantes. La guerra estaba muy lejos y los rumores sobre desgracias naturales y enfermedades parecían eso, rumores y cuentos de alarmistas sin fundamento. Yo me dedicaba a mis enfermos. Por la mañana visitaba a las grandes familias y por la tarde dedicaba algún tiempo a recorrer los barrios pobres de la ciudad. Por esta actividad recibí multitud de reproches y críticas. De parientes, de amigos. No podían comprender que, siendo de rica cuna y uno de los médicos más solicitados, dedicara horas al cuidado de los más necesitados sin que me reportara ningún beneficio económico. Con qué fuerza discutía en aquel tiempo. Los ideales de la juventud son tan hermosos y tan claros que aún hoy siento pena en mi corazón por todos aquellos que no se conmovían, ni se conmueven, ni, permitidme este rasgo profético, se conmoverán, ante el rostro de un niño hambriento y enfermo. Doy gracias a Dios por haberme dirigido hacia una profesión desde la que pude ayudar a seres humanos. No sólo a ricos seres humanos que podían pagar mis servicios, sino a todos los que necesitaron de mí. La enfermedad no distingue, y los tiempos que vinieron corroboraron de forma terrible este hecho. Pero no quiero continuar divagando.

Recuerdo aquel día de marzo como si fuera hoy. Por la mañana temprano me dirigí a la mansión de los Bardi. El viejo Pietro me reclamaba para que hiciera algo con sus achaques. No había manera de convencerle de que lo único que tenía era edad y que no era el sumidero de todas las enfermedades que corrían por Florencia. La visita con él siempre terminaba igual, vociferando la inutilidad de la clase médica y, si tenía algo a mano, lanzándolo contra mi cabeza, cosa que me permitía ejercitar los reflejos. Aquella visita no fue diferente. Le alivié los dolores de espalda con un masaje y le preparé una infusión para calmarle la mala digestión que había sufrido la noche anterior.

–No es bueno comer tanto por la noches –le comenté sabiendo que la respuesta iba a ser un improperio. –Llevo toda mi vida cenando lo mismo y nunca me ha pasado nada –gruñó el viejo burgués.

–Salvo desde que sois mi paciente.

–Eso es lo que me está matando. En mala hora abandonó la profesión el viejo Umberto. Él sí me comprendía.

Lo que no entiendo es cómo os recomendó para ocuparos de sus pacientes. ¡Seguro que lo sobornasteis! –Prescindid de mí –dije tranquilamente mientras guardaba el instrumental.

–¡Y tener que caer en manos de otro! No, gracias. Vos no me llegáis a curar porque así tenéis trabajo, pero no me podéis dejar morir porque os lleváis mi dinero.

–Certero razonamiento –contesté mientras me dirigía a la puerta y me disponía a esquivar lo que, por supuesto, me iba a lanzar–. No olvidéis tomaros la infusión. He de produciros un nuevo dolor de tripas para volver a aliviároslo. Creo que lo que me tiró ese día fue el recipiente que acababa de vaciar, pero no estoy seguro.

Aquélla fue la última visita de la mañana. Salí a la calle y me dirigí a mi casa. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! La opulencia podía verse en cada uno de los recodos. Sus edificios eran reflejo de su pujante economía y su asentado gobierno. Un gobierno que en aquel tiempo yo creía justo, pero del que empezaba a dudar porque permitía que a unos cuantos cientos de metros la miseria se cebara con las personas. Había democracia, los cargos eran elegidos en igualdad de condiciones, pero desde mi privilegiada posición de observador de la vida política y social era evidente que la democracia no se basaba en la asunción de derechos fundamentales para todos los ciudadanos, sino en el privilegio de las grandes familias para ejercer un poder que favoreciera sus intereses.

Llegué a mi casa, atravesé el patio y subí al comedor. Mi mujer no tardó en aparecer. ¡Pobre Francesca!, cuánto le hice pasar. Estuvimos muy poco juntos y ahora me arrepiento de no haber pasado más tiempo a su lado. Ella sabía con quién se casaba, pero quizá le exigí demasiados sacrificios sin darme cuenta. Mis largos silencios, mi malhumor, mis cabezonadas, las salidas a horas intempestivas. Y ella lo soportó todo con estoicismo. Me da miedo admitirlo, pero me cuesta recordar ciertos rasgos de su rostro. Siento terror al imaginar que una mañana puedo levantarme y haberla olvidado. Das muchas cosas por sentado, pero cuando pierdes al ser amado te das cuenta de todo aquello que pudiste hacer y dejaste pasar.

Aquel día nos sentamos a la mesa y Francesca comenzó a contarme lo acontecido por la mañana. Supongo que se daba cuenta de que no prestaba demasiada atención, pero ella, día tras día, me ponía al corriente de lo que sucedía en la ciudad. Francesca había sido educada como la mayoría de las burguesas florentinas, suave en los modales, dura con el servicio, sumisa ante el marido. Nuestro matrimonio fue concertado por las familias tan pronto como entramos en la adolescencia. Solía pasar entre la alta burguesía, pero nunca podré decir que nuestra relación fuera fría y distante como en otros casos similares, y puedo jurar que nunca tuve una amante, práctica habitual entre algunos de mis amigos.

–¿Sabes lo que le ha pasado a Paula Strozzi?

–¿Quién?

–Sí, hombre, Paula Strozzi. La viuda de Leonardo Sassetti.

–¿Qué le sucede? –dije con fastidio.

–Me da igual que no te guste hablar de estas cosas, pero no te veo en todo el día y si yo no hablo, tú no me dices nada. Así que es mejor que me escuches con agrado. Ahora recuerdo que quizá lo que menos aprendió fue la sumisión al marido.