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José María Luis Mora

Revista política de las diversas administraciones
que la República Mexicana
ha tenido hasta 1837

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-268-4.

ISBN ebook: 978-84-9953-440-4.

Sumario

Créditos 4

Presentación 7

La vida 7

Advertencia preliminar 9

Revista política de las diversas administraciones que la República mexicana ha tenido hasta 1837 13

Administración de 1833 a 1834 63

Programa de los principios políticos que en México ha profesado el partido del progreso, y de la manera con que una sección de este partido pretendió hacerlos valor en la administración de 1833 a 1834 73

1.º Libertad absoluta de opiniones, y supresión de las leyes represivas de la prensa 74

2. Abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia 76

3.º Supresión de las instituciones monásticas, y de todas las leyes que atribuyen al Clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc. 76

4.º Reconocimiento, clasificación y consolidación de la Deuda pública, designación de fondos para pagar desde luego su renta, y de hipotecas para amortizarla más adelante 109

5.º Medidas para hacer cesar y reparar la bancarrota de la propiedad territorial, para aumentar el número de propietarios territoriales, fomentar la circulación de este ramo de la riqueza pública, y facilitar medios de subsistir y adelantar a las clases indigentes sin ofender ni tocar en nada al derecho de los particulares 109

Calculo del valor de los capitales que se hallan en giro o son conocidos en la república 141

Gastos anuales de la administración pública y demás improductivos al país 142

Demostración 145

6.º Mejora del estado moral de las clases populares, por la destrucción del monopolio del Clero en la educación pública, por la difusión de los medios de aprender y la inculcación de los deberes sociales, por la formación de museos, conservatorios de artes, y por la creación de establecimientos de enseñanza para la literatura clásica, de las ciencias y la moral 145

7.º Abolición de la pena capital para todos los delitos políticos, y aquellos que no tuviesen el carácter de un asesinato de hecho pensado. Necesidad del poder extraordinario para la represión de los delitos políticos en las rebeliones armadas que amenazan muy de cerca la existencia de la Sociedad. Uso que se hizo de semejante poder, bajo la administración Farías 176

8.º Principios diplomáticos de la administración de 1833-1834. Garantía de la integridad del territorio por la creación de colonias que tuviesen por base el idioma, usos y costumbres mexicanas 198

Reacción servil del general Santa Ana 204

Sesión de 1835 bajo el influjo de la oligarquía militar y sacerdotal 212

Período de tránsito del federalismo al centralismo, bajo el influjo y dominación de la oligarquía militar y sacerdotal 220

Conclusión 225

Libros a la carta 233

Presentación

La vida

José María Luis Mora (1794-1850). México.

Nació en Guanajuato y en 1818 se graduó de bachiller en la real y pontificia Universidad de México y más tarde fue doctor en teología.

Escribió mucha en la prensa a favor de los principios liberales.

Fue diputado del congreso mexicano y asesor del presidente. La ideología del partido liberal está inspirada en su pensamiento.

Creía que la educación debía ser laica. Al caer el gobierno liberal fue encarcelado y después deportado a Estados Unidos. En 1835 se fue a Europa, murió en la pobreza en 1850.

Advertencia preliminar

Las obras sueltas que se publican en esta colección no tienen otro objeto por mi parte que presentar al pueblo mexicano el total de mis ideas políticas y administrativas. Ellas son la historia de mis pensamientos, de mis deseos y de mis principios de conducta, y se reimprimen tales como se publicaron en los períodos diversos que corresponden a la revolución constitucional de mi patria. Nada he creído podía variarse en el fondo de las ideas, y si se han hecho correcciones, ellas se han limitado a los innumerables defectos de estilo de que se hallaban plagadas mis primeras producciones, que no dejan tampoco de notarse en las últimas. Aun en esto no ha podido hacerse cuanto se debía: yo no tengo paciencia para ocuparme de palabras una vez que haya logrado exponer claramente mi pensamiento.

La colección se divide en cuatro partes:

1.ª Programa de la revolución administrativa que en sentido del progreso empezó a formarse en 1830, y que se pretendió plantear desde principios de 1833 hasta fines de mayo del año siguiente de 1834; con una vista rápida sobre la marcha política que la precedió y la que la ha sucedido hasta el presente año.

2.ª Discursos, disertaciones y otras producciones de menos monta sobre asuntos de todo género, publicadas en periódicos diarios y semanarios.

3.ª Producciones inéditas o publicadas fuera de los periódicos.

4.ª Trabajos parlamentarios y administrativos en desempeño de los encargos que se me han hecho como funcionario público.

El primer tomo comprende la 1.ª parte, que se divide en seis secciones. 1.ª Revista política de las diversas administraciones que ha tenido la República hasta 1837. 2.ª Escritos del obispo Abad y Queipo. 3.ª Disertación sobre bienes eclesiásticos presentada al gobierno de Zacatecas. 4.ª Diversos proyectos para arreglo del crédito público. 5.ª Posibilidad de pagar los gastos del culto, e intereses de la deuda interior con los bienes del clero. 6.ª Deuda interior y esterior de México.

La administración de 1833 a 1834 pertenece ya a la historia; el conjunto de aquella época en hombres y cosas no volverá ya a presentarse sobre la escena. Es pues necesario que la posteridad la conozca, y este resultado ciertamente no se obtendrá por la pintura que de ella han hecho en tres años consecutivos los hombres del retroceso, que nadie puede desconocer, son partes muy interesadas en su descrédito. La justicia exige que se oiga a todos para formar un juicio si no exacto, que a lo menos se aproxime a la verdad; y aunque yo no esté en todos los pormenores de la administración de aquella época, conozco perfectamente lo que se deseaba y los medios por los cuales se pretendía lograrlo. Será cierto si se quiere, como pretenden los hombres del retroceso, que el pueblo mexicano no ha nacido para gozar los beneficios sociales, ni recibir las instituciones políticas que los producen en Europa y los Estados Unidos; pero éste no es un motivo para calumniar a hombres que así lo creyeron, e inflamar contra ellos pasiones que no hacen honor a ningún pueblo. Estos hombres son mexicanos, y para hacerse escuchar de sus conciudadanos tienen a lo menos tanto derecho como los que hoy han tomado por su cuenta y riesgo el penoso trabajo de dar a la patria una constitución que no pedía.

Para evitar disputas de palabras indefinidas, debo advertir desde luego que por marcha política de progreso entiendo aquella que tiende a efectuar, de una manera más o menos rápida, la ocupación de los bienes del clero; la abolición de los privilegios de esta clase y de la milicia; la difusión de la educación pública en las clases populares, absolutamente independiente del clero; la supresión de los monacales; la absoluta libertad de las opiniones; la igualdad de los extranjeros con los naturales en los derechos civiles; y el establecimiento del jurado en las causas criminales. Por marcha de retroceso entiendo aquella en que se pretende abolir lo poquísimo que se ha hecho en los ramos que constituyen la precedente. El statu quo no tiene sino muy pocos partidarios, y con razón, pues cuando las cosas están a medias, como en la actualidad en México, es absolutamente imposible queden fijas en el estado que tienen.

Los escritos del obispo Abad y Queipo, hombre de talento claro, de comprensión vastísima y de profundos conocimientos sobre el estado moral y político del país, son el comprobante más decisivo de la antigua y ruinosa bancarrota de la propiedad territorial; del mal estar de las clases populares y de su número excesivo; en una palabra, de los elementos poderosos que el trascurso de los siglos y una administración imprevisiva han acumulado en México para determinar la crisis política en que hoy se halla envuelto este país. Su calidad de eclesiástico y el tiempo en que escribió explican por qué defendió en 1799 los privilegios del clero, contra los cuales se declaró en España en 1821. Esta defensa se ha publicado con el resto de sus obras porque así lo exigía la imparcialidad, y porque además es una excelente pieza literaria.

Las otras producciones que se hallan en este tomo son conducentes a fijar el concepto del público sobre el espíritu de la marcha política de 1833, especialmente en el ramo de crédito público. El dictamen de la comisión de la camara de diputados sobre arreglo de este ramo es una de las producciones parlamentarias más perfectas y cabales que se han presentado en México; y ha sido extendido por don Juan José Espinosa de los Monteros, una de las primeras notabilidades del país. Todo lo demás es obra mía, sin otra excepción que el catálogo de curatos de don Fernando Navarro, unas proposiciones de don Lorenzo Zavala sobre crédito público y la liquidación de la deuda extranjera, formada por don Guillermo O-Brien conforme a los vastos conocimientos que de ella tiene hasta 1827 y los que yo le he ministrado por lo que dice relación a los años siguientes.

París, 27 de enero de 1837

J. M. L. Mora

Revista política de las diversas administraciones que la República mexicana ha tenido hasta 1837

Quaeque ipse misscrrima vidi et quorum pars magna fui.

Virgilo, Eneida

Desde que apareció por segunda vez la Constitución española en México a mediados de 1820, se empezó a percibir en esta república, entonces colonia, un sentimiento vago de cambios sociales, el cual no tardó en hacer prosélitos, más por moda y espíritu de novedad, que por una convicción íntima de sus ventajas, que no se podían conocer, ni de sus resultados, que tampoco era posible apreciar. Este sentimiento, débil en sus principios, empezó a ser contrariado por una resistencia bien poderosa en aquella época, que, combinada con otras causas, produjo la independencia. Efectuada ésta, nada se omitió para contener el movimiento social y la tendencia a los cambios políticos que empezaba a ser más viva, pero que no salía todavía de la esfera de un deseo. Se quiso comprometer en el partido de la resistencia al general Iturbide, pero nada o muy poca cosa se logró en esto, a pesar de que el partido escocés que derribó el trono era el núcleo de semejantes deseos. La voz república vino a sustituir a la de imperio en la denominación del país; pero una y otra eran poco adecuadas para representar, mientras se mantuviesen las mismas instituciones, una sociedad que no era realmente sino el virreinato de Nueva España con algunos deseos vagos de que aquello fuese otra cosa.

A la voz república se añadió la palabra federal, y esto ya empezó a ser algo; pero este algo estaba tan envuelto en dificultades, tan rodeado de resistencias y tan en oposición con todo lo que se quería mantener, que no se necesitaba mucha perspicacia para prever la lucha no muy remota entre el progreso y el retroceso, y la ruina de una constitución que sancionaba los principios de ambos. El empeño irracional de amalgama entre elementos refractarios pasó del congreso al gobierno: de don Miguel Ramos Arispe al Presidente Victoria. El primero pretendió unir en un solo cuerpo de leyes la libertad del pensamiento y de la imprenta con la intolerancia religiosa, la igualdad legal con los fueros de las clases privilegiadas, Clero y Milicia; el segundo estableció por regla de gobierno repartir por iguales partes los ministerios entre los dos grandes partidos que contendían por la posesión del poder. ¿Qué resultó de un tal estado de cosas? Un sistema de estira y afloja que pudo mantenerse por algún tiempo, pero que no podía ser duradero. Los Estados, instalados apenas, entraron en disputa con las clases privilegiadas, especialmente con el Clero. El Congreso general decidía la cuestión con arreglo a las circunstancias, es decir, arbitrariamente. Ni podía ser otra cosa, pues no había regla precedente para el caso, y la decisión era determinada casi siempre por la relación que el pro y el contra podría tener con la tranquilidad pública, según las aprensiones de los miembros del Congreso.

Otro tanto sucedía en el gabinete: los ministros sin principios fijos que reglasen anticipadamente su marcha en algún sentido, exponían su opinión al presidente sobre las ocurrencias del momento; éste resolvía lo que debía hacerse, y no dejaba de ser común que estos funcionarios después autorizasen con su firma una resolución contraria a la opinión que habían explicado y mantenían. Así se mantuvo hasta fines de 1826 el gabinete; no representando ningún principio político, tampoco era formado ni destituido de una vez. Como en el plan del presidente no entraba que los que componían el gabinete se hallasen acordes en la marcha administrativa, los ministros eran reemplazados sucesivamente y a proporción que se retiraban como cualquier empleado público, sin consulta y aun con repugnancia de los que quedaban. Entre tanto, el partido de los cambios y el de la inmobilidad por solo la fuerza de las cosas se iban regularizando; pero ni el primero tenía un sistema arreglado para avanzar, ni el segundo conocía todavía bien los medios de mantenerse; el primero hablaba de libertad y progreso, el segundo de orden público y religión. Estas voces vagas eran entendidas de diversa manera por cada uno de los afiliados en ambos lados, que no cuidaban mucho de darles un sentido preciso, en razón de que las cosas por entonces eran de una importancia secundaria respecto de las personas.

La misma falta de plan en el cuerpo legislativo y el gobierno, y aun la versatilidad con que a la vez apoyaban o contrariaban el ataque o la resistencia, que tampoco versaban sobre puntos capitales, contribuyeron a mantener la paz. El partido que se veía desairado una vez conservaba la esperanza de ser apoyado en otra, y esto lo obligaba a ser más cauto y a combinar mejor los medios de adelantar su marcha o apoyar su resistencia.

A fines de 1826, el progreso estaba en lo general representado por los gobiernos de los Estados, el retroceso o statu quo por el Clero y la Milicia, y el gobierno general era un poder sin sistema que, por su fuerza muy superior, fijaba el triunfo del lado donde se cargaba en las luchas que, sin haberlas previsto ni calculado, encontraba al paso empeñadas entre el progreso y el retroceso, o, lo que es lo mismo, entre los Estados por un lado, y los obispos, cabildos y comandantes por el otro. Sin embargo, es necesario hacer al gobierno supremo la justicia de confesar que, a pesar de su falta de principios, en las ocurrencias del momento que era llamado a decidir, se declaraba casi siempre por el progreso. La materia sobre que versaban las cuestiones era determinada por la naturaleza de la marcha política.

Cuando los Estados empezaron a organizar sus poderes constitucionales, encontraban al paso una multitud de puntos en cuyo arreglo tropezaban sin cesar con las pretensiones del clero y de la milicia: las legislaturas expedían sus leyes, pero las clases privilegiadas se dispensaban de cumplirlas, eludiéndolas unas veces, y otras representando contra ellas a los poderes supremos. En aquella época, la resistencia que se oponía a los Estados procedía casi exclusivamente del clero; los militares se habrían entonces avergonzado de hacer causa común con el sacerdocio, y aunque éste obtenía algunas decisiones favorables de los poderes supremos, las más de ellas le eran adversas. Una lucha prolongada entre fuerzas políticas que se hallan en conflicto natural por su origen y por la oposición de sus tendencias no puede mantenerse indefinidamente; ella ha de terminar más tarde o más temprano por la destrucción de una o de otra: la constitución pues, que había creado una de estas fuerzas y querido mantener la otra, no podía quedar como estaba y debía acabar por sufrir una reforma fundamental. Ésta era la opinión general entre los hombres de Estado que, en aquella época, no abundaban, y tampoco se dudaba que la expresada reforma, supuesta la marcha de las cosas, debía ser en sentido del progreso.

Sin embargo, ni los hombres de este partido ni los del retroceso tenían todavía un programa que abrazase medidas fijas y cardinales; la imprenta periódica tampoco lo presentaba, y el resultado de esta falta era que los que se filiaban por ambos lados no sabían fijamente a qué atenerse y se encontraban frecuentemente discordes en el momento de obrar. De esto resultaba que ni uno ni otro partido tuviesen el sentimiento de sus fuerzas y que evitasen el entrar en lucha abierta, preparándose para la que debía verificarse en 1830, época designada para abrir la discusión de reformas constitucionales.

La marcha se habría prolongado pacíficamente hasta este año, y el término de la lucha, según todas las probabilidades, habría sido por el lado del progreso si, como había sucedido hasta entonces, hubieran continuado exclusivamente en acción sobre la escena pública las fuerzas políticas reconocidas en la misma constitución, es decir, los Estados por un lado y el Clero y la Milicia por el otro. Entonces los ciudadanos se habrían agregado según sus ideas e inclinaciones a estos centros constitucionales, y el triunfo habría sido adquirido a su tiempo por quien conviniese, de un modo pacífico y, sobre todo, legal. Pero este orden de cosas vino a turbarse por ocurrencias que desencajaron de sus cimientos el edificio social. Dos partidos extra constitucionales aparecieron sobre la escena pública a fines de 1826, con el designio de atraerlo todo a sí, desencajando de sus bases los centros de actividad (Estados, Clero y Milicia) y el poder neutro moderador (Gobierno supremo).

Los Escoceses y Yorquinos, tales como aparecieron este año y siguieron obrando en adelante basta la destrucción de ambos, tuvieron por primero y casi único objeto las personas, ocupándose poco o nada de las cosas: ellos trastornaron la marcha legal, porque de grado o por fuerza sometieron todos los poderes públicos a la acción e influencias de asociaciones desconocidas en las leyes, y anularon la federación por la violencia que hicieron a los Estados y la necesidad imperiosa en que los pusieron de reconocerlos por centro único y exclusivo de la actividad política. Los Estados y los Poderes supremos, el Clero y la Milicia fueron todos más o menos sometidos a la acción e influencias de uno u otro de estos partidos.

El partido escocés nació en México en 1813, con motivo de la Constitución española que se había publicado un año antes: el sistema representativo y las reformas del Clero, iniciadas en las Cortes de Cádiz, constituían su programa; el mayor número de iniciados en él era de Españoles por nacimiento y por sistema, pues de los amigos de la independencia o Mexicanos solo se le adhirieron don José María Fagoaga, don Tomás Murfi y don Ignacio García Illueca.

La abolición de la constitución española en 1814 no aniquiló el partido: sus notabilidades procedieron de un modo más circunspecto, por temor de la Inquisición, y su vulgo, que consistía en una multitud de oficiales de los regimientos expedicionarios españoles, se constituyó en logias del antiguo rito escocés. Éstas empezaron a hacer prosélitos, a difundir la lectura de multitud de libros prohibidos y a debilitar, por una serie de procedimientos bien calculados, la consideración que hasta entonces había tenido el Clero en la sociedad; y se manejaron con tales reservas y precauciones que la Inquisición no tuvo ni aun sospecha de que existían. En 1819, era ya considerable el número de sus adeptos, pues los Mexicanos, desesperando por entonces de la causa de la independencia, empezaban a tomar gusto a lo que después se llamó la libertad.

El oidor don Felipe Martínez de Aragón era el jefe de estas asociaciones, cuya existencia fue conocida y tolerada por el virrey Apodaca, que a impulso de ellas publicó la Constitución española en el siguiente año de 1820, antes de recibir la orden de la metrópoli para hacerlo. La Constitución fue considerada por los Mexicanos no como un fin, sino como el medio más eficaz para lograr la independencia; pero desengañados de que para realizarlo no les convenía reñir con los Españoles, sino al contrario, contar con ellos para todo, se resolvieron a hacerlo, y lograron por este medio la cooperación de algunos y la tolerancia de todos. En este punto, trabajaron con empeño y buen éxito el partido y las logias escocesas.

En 1821, en que ya se proclamó la independencia, hubo una excisión en el partido y en las logias. Los Mexicanos que en ellas se hallaban las abandonaron y los más de ellos se agregaron a la división independiente del general don Nicolás Bravo, donde se formaron las primeras logias puramente mexicanas: ellas fueron el núcleo de las que después se difundieron por toda la República, y a las cuales se agregaron todos los Españoles que habían sido masones y quedaron en el país. El partido del progreso en aquella época estaba compuesto de un número muy corto de personas, y el Clero urgía por reparar las pérdidas que había hecho en el corto período constitucional de la dominación española. Las elecciones para el congreso constituyente estaban próximas, y se corría gran riesgo de que éstas fuesen en sentido del retroceso. ¿Qué hacer, pues, en este caso? Los que representaban el progreso admitieron, sin ser ellos mismos masones, la cooperación que les ofrecían las logias, y éstas se manejaron con tanta actividad que, sin violar en nada las leyes, lograron en las elecciones una mayoría bien pronunciada contra el Clero, que era por entonces la clase más empeñada en que el país contramarchase.

Las excesivas pretensiones del jefe de la independencia y la poca disposición del partido del progreso a condescender con ellas dio lugar a una multitud de pequeñas y mutuas hostilidades, que vinieron a parar en un rompimiento abierto. El Clero se declaró por el general Iturbide y lo aduló hasta el exceso. Los obispos, los cabildos, los frailes y hasta las monjas lo impulsaban de todas maneras a que repusiese las cosas (salva la independencia) al Estado que tenían en el año de 1819. Iturbide, a quien la historia no acusará de esta falta, cometió la gravísima de proclamarse emperador y disolver el Congreso; el trono se desplomó y a su caída contribuyeron a la vez las faltas del emperador y los esfuerzos de los Escoceses. Éstos, en su mayoría, proclamaron una república que, siendo central, no estaba en armonía con los deseos de las autoridades de las provincias, que de una manera o de otra se declararon por la federación y obligaron al Congreso a dejar el puesto.

Los Escoceses perdieron este punto importante de organización y más adelante la elección del presidente; la nación había salido ya de su tutela y ejercía por sí misma los actos de soberanía demarcados en sus leyes. Desde entonces el partido escocés empezó a fundirse en la masa nacional y las logias, sus auxiliares, dejaron de reunirse por solo el hecho de haber perdido su importancia. La fusión continuó en los años siguientes, y este elemento de discordia, a mediados de 1826, había casi desaparecido de la faz de la República, cediendo el puesto a las fuerzas políticas creadas, o reconocidas, bien o mal, por la ley constitutiva.

Pero en este mismo año apareció como por encanto el partido yorquino, fulminando amenazas, anunciando riesgos, sembrando desconfianzas y pretendiendo cambiar de un golpe el personal de toda la administración pública en la Federación y los Estados. Los defensores de este partido, que han sido muchos y entre ellos hombres de un talento no vulgar, hasta ahora no han podido presentar un motivo racional ni mucho menos patriótico de la creación de un poder tan formidable, que empezó por desencajarlo todo de sus quicios y acabó cubriendo de ruinas la faz de la República, sin haber establecido un solo principio de progreso. Registrando la constitución, los periódicos, las producciones sueltas y los actos de la marcha del partido yorquino en todo el tiempo que dominó en la Federación y en los Estados, se encuentra un vacío inmenso cuando se pretende profundizar sus designios en orden a mejorar la marcha de las cosas, y se advierte bien claro lo mucho y eficazmente que en él se trabajó para los adelantos de fortuna y consideración relativos a la suerte de las personas.

Este partido, a diferencia de su contrario, estaba todo en las logias yorquinas, y sus elementos provenían de dos fuentes que nada tenían de común, a saber, los descontentos de todos los cambios efectuados después de la independencia y las clases ínfimas de la sociedad, que entraban a bandadas seducidas por un sentimiento vago de mejoras que no llegaron a obtener. Los jefes ostensibles de la asociación, a lo que parece, eran impulsados por un principio puramente personal: don Lorenzo Zavala, don José Ignacio Esteva y don Miguel Ramos Arispe se creían como desairados de no tener la consideración ni la influencia que otras notabilidades disfrutaban en los negocios públicos, y el señor Poinset sufría grandes mortificaciones de que su patria no influyese en la política del país de una manera predominante.

Los Escoceses habían cometido graves faltas en el triunfo obtenido sobre el partido del general Iturbide; algunos actos de felonía y repetidos actos de injusticia y proscripción formaron una masa considerable de descontentos que suspiraba por una organización cualquiera para facilitarse la venganza. El presidente Victoria, que no se contentaba con el voto nacional, pretendía tener un partido que le fuese propio, como suponía lo era del general Bravo el Escocés, y, con este objeto, quiso hacer suyo el de Iturbide, organizando la sociedad de la Águila Negra, en la cual debería también admitirse una parte de los antiguos insurjentes. Poco o nada se hizo en esto, entre otras causas, por la incapacidad de Tornel, favorito del presidente; pero los elementos quedaron y se pusieron en acción al establecimiento de las logias yorquinas, cuyo primer efecto fue reanimar las escocesas medio muertas.

Ya tenemos aquí un partido frente del otro, ocupados si no exclusiva, a lo menos primariamente de las personas, y sacrificando a él el progreso de las cosas. La proscripción de los Españoles, con todas sus perniciosas consecuencias; las violencias en los actos electorales; los pronunciamientos o rebeliones de la fuerza armada contra las leyes y las disposiciones de la autoridad constituyen la marcha, o, mejor dicho, el desconcierto administrativo en los años de 1827 y 1828. De grado o por fuerza, las legislaturas y gobiernos de los Estados, lo mismo que los poderes supremos, se vieron obligados a dedicar su atención a tales ocurrencias, y se hallaron más o menos sometidos a la influencia de estas pasiones asoladoras puestas en acción por los Yorquinos y Escoceses.

En medio de tal desorden las personas de principios fijos y de ideas sistemadas en la marcha política veían con pena la facilidad con que los hombres públicos renunciaban sus convicciones de conciencia, o las sacrificaban a los intereses momentáneos de la lucha empeñada entre las masas. Estos hombres que nada podían hacer se reservaban para mejor ocasión, rehusando con firmeza adherirse a la marcha apasionada y ardiente de las partes beligerantes; pero a muchos de ellos que ejercían funciones públicas les era imposible prescindir de las cuestiones que la violencia de las cosas llevaba a su decisión, y los otros se hallaban más o menos afectados por los sacudimientos del torrente cuyos efectos se hacían sentir en todas partes. Se veían pues violentados a dar su dictamen sobre la conveniencia de medidas que habrían querido alejar de la discusión pública por la odiosidad de su materia y objeto. Claro es que personas que se hallaban perfectamente de acuerdo en la marcha progresiva de las cosas no siempre podían estarlo en la extrasocial relativa a las personas, e hiriendo esta última tan profundos y delicados intereses, la expresión de un voto o de una opinión enajenaba los ánimos de personas que, por otra parte, no estaban aún bien curadas de las antipatías ocasionadas entre ellas por las mutuas agresiones a que habían dado lugar las revoluciones anteriores. ¿Por qué don Franco García, don Juan José Espinosa de los Monteros, don Valentín Gómez Farías y don Andrés Quintana no se podían entender con don José María Fagoaga, con don Miguel Santa María, don Manuel de Mier y Terán, don Melchor Muzquiz, y don José Morán? Resueltas las cuestiones de organización social en que por desgracia no habían podido estar de acuerdo estas notabilidades, lo estaban y mucho en cuanto a la abolición de los fueros y privilegios, en cuanto a la libertad del pensamiento, en una palabra, en cuanto a todo lo que constituye la marcha del progreso. Pero el choque de los partidos puso a fuerza sobre la escena la cuestión de Españoles y otras de su género que parecían traídas a propósito para agriar de nuevo los ánimos, y esto levantó entre ellas un muro de separación que tarde y mal se destruirá. Así es como las notabilidades dichas y otras muchísimas abandonaron el campo o se aislaron en sus esfuerzos, y quedaron impotentes para obligar a los partidos de personas a ocuparse de las cosas.

El desorden se prolongó en la República lo que la lucha entre escoceses y yorquinos: los escoceses acabaron con la derrota que sufrieron en Tulancingo y los yorquinos con el triunfo que obtuvieron en la Acordada. La administración del general don Vicente Guerrero fue para México un período de crisis en el que los elementos de los partidos que por dos años habían agitado el país acabaron de disolverse para tomar nuevas formas, adquirir una nueva combinación y presentar de nuevo las cuestiones sociales bajo el aspecto de retrogradación y progreso.

La administración de Guerrero no tuvo color ninguno político, ni con relación a los dos partidos que luchaban sobre cosas, ni por lo relativo a los escoceses y yorquinos que se habían ocupado de las personas. El motivo de esta situación vacilante es bien claro: siendo la más débil de cuantas administraciones ha tenido la República, no se ocupaba sino de existir buscando apoyo en cualquiera que quisiese prestárselo. Desde el principio se lo rehusaron todos y solo duró algún tiempo, porque los hombres que debían formar los nuevos partidos lo necesitaban para establecer el vínculo de unión que entre ellos no existía y las condiciones bajo las cuales habían de caminar de concierto en lo sucesivo.

El retroceso se organizó bien pronto bajo el nombre de partido del orden y entraron a componerlo como principales elementos los hombres del Clero y de la Milicia que se llamaron a sí mismos gentes decentes y hombres de bien, y por contraposición dieron el nombre de anarquistas y canalla a los que no estaban o no estuviesen dispuestos a caminar con ellos o a lo menos a no contrariar su marcha. El partido del progreso o de los cambios no se pudo organizar tan pronto: muchos de los que pertenecían a él no veían en los esfuerzos para derribar a Guerrero otra cosa que un cambio de administración y una satisfacción dada al mundo civilizado contra los excesos cometidos en la Acordada; pero no sospecharon que se tratase de volver atrás en la marcha política, a lo cual contribuyó la cautela con que se manejaron los directores del partido retrógrado. Don Valentín Gómez Farías hizo inútiles esfuerzos para producir en los demás la convicción en que se hallaba él mismo y con justicia de que el cambio que se preparaba no era solo para deponer a Guerrero, sino para consolidar el poder de las clases privilegiadas. Sin embargo, los elementos del progreso eran bastante fuertes y consistían como antes en los Estados y en la forma de gobierno.

A fines de diciembre de 1829 fue lanzado de la silla presidencial el general don Vicente Guerrero por dos solas sublevaciones de fuerza armada perfectamente combinadas: a saber, la del ejército de reserva acaudillado por el vicepresidente don Anastasio Bustamante, y la de la guarnición de México cuyo caudillo ostensible fue el general don Luis Quintanar. El 1.º de enero de 1830 el general Bustamante tomó posesión del puesto conquistado y el ministerio quedó constituido a muy pocos días. El jefe ostensible de su política fue el primer secretario de estado y de relaciones interiores y exteriores don Lucas Alamán, y sus compañeros de gabinete lo fueron don José Ignacio Espinosa, en el ministerio de justicia y negocios eclesiásticos, don Rafael Mangino, en el de hacienda, y don José Antonio Facio, en el de guerra.

Grandes obstáculos tuvo esta administración para ser reconocida por la cámara de Diputados del congreso general y por las legislaturas y gobiernos de los Estados, entre otras causas, porque el senador Gómez Farías había difundido la alarma contra ella en el interior de la República, haciendo conocer los principios de su programa político tal como la misma administración lo desenvolvió más adelante. Esta alarma, sin embargo, si bien fue bastante para suscitar dudas, no produjo el efecto de una resistencia abierta. No parecía posible a los que podían hacerla que el general Bustamante renunciase a sus antiguos compromisos con los Estados de la Federación; ni a los de igual fecha contraídos con el partido yorquino, que desde la fortaleza de Acapulco donde se hallaba preso por las revueltas de Jalisco lo habían conducido de grado en grado hasta la segunda magistratura de la República. Bustamante, se decían, es hombre de honor, y si bien puede cambiar de partido y separarse de sus amigos para aliarse con los que hasta aquí han sido sus contrarios, no elegirá para dar este paso que solo puede justificar la convicción, una circunstancia en la que no podría ser explicado tal cambio sino por el deseo de la posesión del poder. No es ésta la oportunidad de calificar la conducta del general Bustamante, pero sí lo es de advertir que los cálculos de la ambición no se hallan frecuentemente a la altura de los deberes de la gratitud; e, igualmente, que esta virtud fundada siempre en la benevolencia recíproca expresada por servicios y afecciones es una quimera entre cuerpos o partidos y está por su esencia limitada a las relaciones personales, a las que no se sabe haya faltado Bustamante, pues ha sido constante en sus amistades. Sin embargo, la confianza fundada en aquellas consideraciones obligó a los Estados, especialmente al de Zacatecas, que empezaba a ser considerado como el primero, a prestar el reconocimiento que se pedía con instancia y con signos visibles de temor. Los hechos posteriores son los únicos que han podido ministrar datos seguros para juzgar si entonces se procedió, o no, con acierto.

A pesar de este reconocimiento, muchos de los Estados no tardaron en externar signos visibles de oposición y disgusto; los principios de la administración que empezaban a ser conocidos y el interés personal de los que temían ser despojados produjeron por igual este efecto. Don Lucas Alamán no se arredró y, fundado en el principio ciertísimo de que las revoluciones no se hacen con leyes, impulsó o dejó obrar a los poderosos agentes de su administración, el Clero y la Milicia, los cuales comprendieron bien pronto de lo que se trataba y lo que debían hacer. Los dos grandes agentes del hombre son el pensamiento que dispone y la acción que ejecuta: el clero se encargó de dirigir el primero y la milicia de reglar la segunda; pero como no bastaba persuadir y obrar en sentido del retroceso, sino que era igualmente necesario que otros no persuadiesen ni obrasen en sentido de progreso, al clero tocó señalar los que no pensaban bien y a la milicia el perseguirlos.

Bajo estos principios se procedió a la destitución de las legislaturas, gobernadores y demás autoridades de los Estados, y a la elección de las personas que debían reemplazarlos. En el programa de la administración Alamán no entró el hacer cesar las formas federales (a lo menos que se sepa); las nuevas legislaturas de los Estados y sus gobiernos eran tratados con todas las consideraciones que exigían la urbanidad y el respeto; pero las expansiones de confianza, la franqueza de la amistad y el cariño se reservaban para las clases privilegiadas, y en los negocios graves se les daba parte voluntariamente y de preferencia, lo que no se hacía sino tarde y pro forma con los Estados. El Clero era la clase favorita de don Lucas Alamán y de don José Ignacio Espinosa; la Milicia lo era de don José Antonio Facio; don Rafael Mangino procuraba evadirse en cuanto le era posible de los compromisos de la marcha política, todo lo sabía, nada positivamente aprobaba: en fin, el total del gabinete sentía simpatías muy fuertes por las clases privilegiadas y una frialdad muy marcada respecto de los Estados. Todo era consecuencia precisa de los principios adoptados y nada en los primeros días era contrario a la constitución, sino la administración misma renovada en los poderes supremos y en los de los Estados por los actos de la fuerza.

Esta falta o nulidad de que tampoco estaba libre la administración que la precedió habría sido fácilmente olvidada, si la nueva hubiera acertado a combinar los intereses que la marcha constitucional de diez años había creado y fortificado en el país con los de la antigua colonia, todavía bien fuertes para sostenerse por largo tiempo, pero notablemente debilitados, si se hacía un cotejo de su estado actual con el que tenían al efectuarse la independencia. ¿La administración Alamán salió airosa de este empeño? ¿Satisfizo a las exigencias del país que debía satisfacer, cualquiera que fuese el título por el cual pretendía legitimar su misión? La resolución de estas cuestiones la dará don Miguel Santa María, hombre cuyas simpatías por el personal de los hombres de aquella época (1830-1832) raya en delirio, y cuya detestación por los de 1833 se confunde con el furor.

Dice pues el señor Santa María: «Como las pasiones irritadas no son las reglas más seguras para discurrir con exacta lógica, no será nada extraño que algún patriota dogmatizante deduzca por consecuencia que toda esta Filipica ha sido lanzada por hombre que solicita favores de gobierno o cuya pluma es dirigida por motivos de personal interés presente o futuro. Si alguno tal dijere, sepa que se engaña hasta tocar en el extremo del error. El que extiende estas líneas debe a Dios infinita gratitud, porque desde muy temprano le inspiró el sentimiento de independencia, y no recuerda entre sus debilidades la de haber cometido el vil pecado de sacrificar su conciencia y razón a otro que al Criador de su existencia. Lo que ha escrito ha llevado por objeto sostener principios fijos, no personas mudables. Opina así porque tiene un horror invencible a ser miembro de una sociedad gobernada, sea cual fuere el pretexto, por regimientos y piquetes de dragones, y porque desea a su patria una república no de papeles y generales, sino de constitución viva, práctica, efectiva. No tiene inconveniente de exponer con igual franqueza sus sentimientos acerca de la administración pública. Ninguna relación restrictiva lo liga para con los individuos que la han dirigido o dirigen, y felizmente en el caso, ni aun siquiera las consideraciones de una tímida delicadeza por motivos particulares.

»Juzga que su administración, en gran parte, merece la censura de una desaprobación severa, pero jamás convendrá en que haya sido motivo de provocación a revoluciones de bayonetas. Objeto sí de oposición ilustrada, patriótica y vigorosa, pero no blanco de los dardos disparados por la venganza y rencillas. Dirá abiertamente que ningún género de halagos o especie de temores le inducirían, puesto que en su mano estuviese, a contribuir con su voto para depositar la primera magistratura en el General que hoy la representa, y esto porque, a excepción del valor y decisión por la independencia patria, no reconoce en su persona las varias y eminentes calidades que se requieren para presidir a los consejos de la nación, y sí algunas de las opuestas. Tachará de altamente impolítica e insultante a hombres de honor y valor, la comunicación de aquel magistrado dirigida al señor gobernador del Estado de Veracruz con fecha 11 del corriente y publicada en el Registro oficial del 20. Ella induce la fuerte conjetura de que todavía a la hora de esta vivit sub pectore vulnus, y no da la más alta idea de la prudencia de una persona que, ocupando el primer puesto del sistema de gobierno que se proclamó en las circunstancias a que alude, no tiene discreción, en tal posición oficial, para dejar sus sentimientos escondidos en el corazón.

»Con relación a los señores ministros, el que esto escribe respeta el carácter personal de ellos y reconoce los talentos del principal; pero juzga, asimismo, que el espíritu de la administración declinó a un sistema propio para enajenarse las simpatías políticas. Si un considerable número de hombres respetables por sus luces, por su carácter público, o calidades personales, han pronunciado su voto de reprobación contra el levantamiento en Veracruz y sus consecuencias, ciertamente no ha sido por conformidad de sentimientos con la administración, ni porque hayan prestado fe, explícita o implícita a las razones con que se ha pretendido sostenerla, sino porque condenan como ilegales, anárquicas y de peores resultados, oposiciones cuyos argumentos son indicados por las puntas de los fusiles.