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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Kate Hewitt

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia robada del jeque, n.º 2679 - enero 2019

Título original: Desert Prince’s Stolen Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1307-496-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL INTRUSO entró por la ventana de la habitación.

Olivia Taylor soltó el vestido que estaba doblando y lo miró, boquiabierta. Estaba demasiado conmocionada como para tener miedo.

Aún.

El hombre, alto, ágil y poderoso, iba vestido de negro. Bajo el turbante que cubría su cabeza vio unos ojos de color acero que brillaban con fiera determinación.

Olivia estaba tomando aliento para gritar cuando él cruzó la habitación en dos zancadas y le puso una mano sobre la boca.

–No voy a hacerte daño –le dijo, en árabe. Su tono era brusco y, sin embargo, extrañamente suave al mismo tiempo.

Ella tardó un momento en entender. Había aprendido algo de árabe viviendo en el palacio del sultán Hassan Amari, pero la habían contratado para que hablase exclusivamente en su idioma con las tres jóvenes princesas, de modo que sus conocimientos eran rudimentarios.

–Te doy mi palabra de honor y yo soy un hombre de palabra. Haz lo que te digo y no te pasará nada, lo juro por mi vida.

Olivia se quedó rígida, con la mano del hombre sobre la boca. Olía a caballo, a arena y a algo dulce como el almizcle. Y, curiosamente, la mezcla no resultaba desagradable…

Era como si aquello estuviera pasando bajo el agua o a cámara lenta y, sin embargo, a toda velocidad. Le daba vueltas la cabeza y era incapaz de formar un pensamiento coherente.

El hombre la llevó hacia la ventana y ella lo siguió, con las piernas temblorosas, el corazón encogido y la mente un lienzo en blanco de miedo y desasosiego.

La princesa Halina estaba en el saloncito de la habitación. La puerta no estaba cerrada del todo y podía oír a su amiga canturreando al otro lado. ¿Cómo podía estar pasando aquello? Solo había entrado en la habitación de Halina para guardar su vestido de noche. La joven acababa de regresar de la que, según ella, había sido una cena interminable con sus padres para hablar de su futuro, de su prometido. Olivia sabía que Halina no quería casarse y menos con un príncipe rebelde al que ni siquiera conocía.

–Prácticamente es un fugitivo –le había dicho mientras se dejaba caer en el sofá, dejando escapar un suspiro–. Un criminal.

He oído que estudió en Cambridge –había comentado Olivia, acostumbrada a su dramática amiga, pero Halina había puesto los ojos en blanco.

–Lleva diez años viviendo en el desierto y seguramente es un salvaje.

–Si estudió en Cambridge no puede ser un salvaje. Y, en cualquier caso, tus padres no quieren que te cases con él hasta que haya recuperado su trono y esté de vuelta en el palacio de Kalidar.

Olivia, que había sido la institutriz de las tres hermanas pequeñas de Halina durante cuatro años, conocía bien los planes y las esperanzas de la familia.

Halina estaba prometida con el príncipe Zayed al bin Nur desde que tenía diez años, pero una década antes el padre de Zayed había sido derrocado por uno de sus ministros, Fakhir Malouf, y el príncipe, que acababa de terminar sus estudios universitarios, se había visto forzado a exiliarse en el desierto.

La guerra civil duraba ya diez años, los rebeldes de Zayed contra las tropas de Malouf. El padre de Halina estaba dispuesto a honrar el compromiso de matrimonio, pero solo cuando el príncipe hubiese recuperado el poder… y a saber cuándo ocurriría eso.

Pero aquel hombre no tenía nada que ver con ese asunto. ¿Por qué quería secuestrarla? ¿Por qué estaba allí?

Él se asomó un momento a la ventana, sin apartar la mano de su boca.

–Por favor, no tengas miedo –le dijo al oído–. No va a pasarte nada.

Y, curiosamente, Olivia lo creyó. Y, sin embargo, estaba secuestrándola. No podía seguir paralizada, tenía que hacer algo. Intentó apartarse, empujarlo, pero él la sujetó.

–No hagas eso –le advirtió con tono letal, apretando su brazo con fuerza. Era inflexible y, sin embargo, extrañamente suave.

Olivia se quedó inmóvil, con el corazón acelerado. Sabía por instinto que si no lograba escapar en ese momento no habría otra oportunidad. Y si no escapaba…

No podía imaginar qué quería de ella aquel hombre, cuáles eran sus intenciones.

He prometido no hacerte daño –dijo él, con cierta impaciencia–. Además, esto es lo mejor para los dos.

No tenía ningún sentido. ¿Lo mejor para ella era ser secuestrada? ¿Y cómo había conseguido entrar en el recinto del palacio y subir hasta la ventana de la habitación de Halina?

El palacio real de Abkar estaba a muchos kilómetros de la capital, en medio del desierto. Era un sitio remoto, protegido por altos muros y patrullado a todas horas por guardias y perros. Hassan Amari tomaba todo tipo de precauciones para cuidar de su querida familia y, sin embargo, allí estaba aquel intruso, oscuro, fuerte, implacable. Olivia no entendía cómo había podido pasar.

El hombre enredó una soga en su cintura. Estaba tan cerca que podía ver sus facciones en detalle. Tenía las pestañas sorprendentemente largas y espesas, y sus ojos no eran grises como había pensado al principio sino de un sorprendente color verde musgo. Los pómulos, la nariz y la boca parecían esculpidos, su expresión decidida e implacable.

–Yo te mantendré a salvo –afirmó, antes de tomarla en brazos para lanzarla por la ventana.

Olivia se quedó sin respiración. Estaba demasiado asustada como para gritar y tenía el corazón como suspendido dentro del pecho. Cayó con un golpe sordo en los brazos de otro hombre que la dejó en el suelo enseguida, pero antes de que pudiese gritar le cubrió la boca con un pañuelo.

El intruso descendió por el muro del palacio como una silenciosa pantera y torció el gesto al ver el pañuelo.

–¿Por qué la has amordazado?

–Lo siento –respondió el otro hombre en voz baja–. No quería que gritase.

¿Qué estaba pasando? ¿Dónde la llevaban?

Su secuestrador esbozó una sonrisa.

–Ven –dijo, tomándola del brazo para llevarla hacia un caballo amarrado a un árbol.

¿Un caballo? ¿Cómo iban a salir a caballo del palacio? La única manera de salir era atravesando el portón principal, alto e imponente, custodiado por los soldados del sultán.

El hombre la subió a la grupa del caballo y Olivia intentó no caerse por el otro lado. Al contrario que Halina y sus hermanas, ella no sabía montar. Él enarcó una ceja, como divertido por su ineptitud, y luego subió de un salto para colocarse a su espalda, sujetándola entre sus duros muslos.

Le pasó un brazo por la cintura y Olivia notó los latidos de su corazón en la espalda. El olor del cuerpo masculino invadía sus sentidos. Nunca había estado tan cerca de un hombre.

–Vamos –dijo él con tono suave, pero enérgico.

El caballo empezó a trotar y Olivia advirtió, incrédula, que estaban atravesando el portón del palacio. No había un solo soldado de guardia. ¿Se habrían hecho con el recinto? ¿Habrían lanzado un ataque sin que nadie se percatase?

En cuanto se alejaron un poco, el hombre le quitó el pañuelo de la boca.

–Lo siento mucho. No quería que fueras tratada de ese modo.

Eso no tenía sentido porque estaba secuestrándola, pensó Olivia. Pero no podía preguntar porque tenía la boca llena de arena.

–Espera un momento –murmuró él, mientras cubría su cara con el pañuelo–. Así está mejor.

Olivia era consciente del duro torso masculino en el que estaba apoyada, del brazo que la sujetaba por la cintura y que casi la hacía sentir segura. Aunque era absurdo.

El hombre golpeó los flancos del caballo con los talones y galoparon sobre la arena. Cabalgaron durante horas, con la luna plateada sobre sus cabezas, el cielo un jardín de estrellas que creaban sombras plateadas en el desierto, el único sonido el de los cascos del caballo.

En algún momento, con la cabeza apoyada en el torso del extraño, Olivia empezó a adormilarse, algo que parecía imposible en tan incierta situación.

Despertó sobresaltada al ver unas luces emergiendo entre las sombras. Oía un murmullo de voces, pero no entendía lo que decían.

El hombre detuvo el caballo y bajó de un salto antes de volverse hacia ella.

Olivia lo miró, asustada. Habían llegado a su destino y no tenía ni idea de lo que iba a pasar, lo que aquel hombre iba a hacer con ella. Había dicho que no quería hacerle daño, que la mantendría a salvo, ¿pero por qué iba a creerlo?

–Ven –le dijo en voz baja–. Nadie va a hacerte daño, te he dado mi palabra.

¿Pero por qué…? –su voz sonaba ronca. Tenía la garganta seca y los labios llenos de arena–. ¿Por qué me has secuestrado?

–Para hacer justicia –respondió él, tomándola por la cintura para bajarla del caballo–. Vamos a comer y beber algo. Luego hablaremos.

Olivia intentó mantener el equilibrio, pero le temblaban las piernas. Odiaba sentirse tan débil, pero nunca había montado a caballo y llevaban horas galopando. Le dolían todos los músculos y temía estar a punto de desmayarse…

Por suerte, él la sujetó, mascullando algo en voz baja.

–Pensé que sabías montar a caballo.

–¿Qué? No, yo no sé montar, nunca he aprendido –murmuró Olivia, desconcertada.

¿Por qué pensaba eso si no la conocía?, se preguntó.

–Parece que mis informantes se han equivocado –dijo el hombre, dando media vuelta antes de que ella pudiese replicar–. Suma te atenderá.

 

 

Zayed al bin Nur se dirigió a su tienda, algo dolorido después del paseo a caballo y con el corazón acelerado por la emoción del triunfo.

Lo había hecho. Había conseguido atravesar los impenetrables muros del palacio de Abkar y secuestrar a la princesa Halina Amari. Lo único que quedaba por hacer era sellar el trato y convertirla en su esposa.

Esbozó una sonrisa al pensar en la cólera de su futuro suegro, pero secuestrar a la princesa había sido un riesgo calculado. Hassan sabía que su causa era justa y Zayed necesitaba el apoyo del vecino reino de Abkar para luchar contra Fakhir Malouf, el hombre que le había robado el trono y asesinado a su familia.

Entró en la tienda intentando controlar una oleada de cólera y Jahmal, su consejero, se levantó de inmediato para hacer una ligera reverencia.

–Alteza.

–¿Se han hecho todos los preparativos?

–Sí, Alteza.

Zayed se quitó el turbante y pasó las manos por su pelo para sacudir la arena.

–Le daré a mi prometida media hora para descansar y luego iniciaremos la ceremonia.

Jahmal hizo un gesto de inquietud, pero asintió con la cabeza.

–Muy bien, Alteza.

Él sabía que sus consejeros no estaban de acuerdo con el plan de secuestrar a la princesa porque, en su opinión, era un riesgo. Temían enfurecer a Hassan Amari, incluso provocar una guerra con el país vecino que era hasta ese momento su aliado. Pero ellos no se veían empujados por la furia y el odio. Ellos no recordaban los gritos de su padre y sus hermanos mientras morían abrasados en un helicóptero que caía al suelo envuelto en llamas.

Ellos no veían el gesto de horror de su madre cuando cerraban los ojos, ni experimentaban ese dolor eterno. El recuerdo de su madre muriendo en sus brazos era una carga que se llevaría con él hasta su último aliento. Ellos no despertaban en medio de la noche con un silencioso grito de terror y rabia en la garganta, ni se veían forzados a enfrentarse con otro triste amanecer, otro día de lucha interminable por lo que debería ser suyo.

No, ellos no lo entendían. Nadie lo entendía. Aquella guerra civil no tendría fin a menos que él hiciese algo drástico y definitivo. De no hacerlo, Fakhir Malouf seguiría destrozando el país y sojuzgando a su gente. Tenía que hacer algo y aquella le había parecido la única solución.

Había cosas peores que una boda rápida, pensó. Al fin y al cabo, estaba honrando su promesa de compromiso y Halina acabaría por aceptarlo.

Media hora después, recién bañado y afeitado, Zayed entró en la tienda donde había pedido a Suma que llevase a la princesa. A la luz de las velas, la vio sentada sobre un almohadón de seda, de espaldas a él. Era tan delgada, tan frágil. El pelo caía por su espalda como una húmeda cascada oscura. Llevaba una túnica de color azul cerúleo bordada con hilo de plata que era demasiado grande para ella, pero al recordar el roce de su cuerpo mientras galopaban juntos experimentó una sorprendente punzada de deseo.

Aquel iba a ser un matrimonio de conveniencia por razones políticas, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que se acostó con una mujer.

Zayed se aclaró la garganta y ella se dio la vuelta, mirándolo con los ojos muy abiertos. Tenía unos ojos increíbles, de un azul tormentoso, rodeados por unas pestañas larguísimas. No había esperado esos ojos.

En realidad, nunca había visto una buena fotografía de su prometida, solo unas imágenes borrosas tomadas a distancia. Habían sido prometidos oficialmente cuando él tenía veinte años y ella diez, aunque el compromiso se hizo por poderes, de modo que no se conocían. Aquella no parecía la presentación más halagüeña, pero no podía hacer nada.

–Espero que te hayas puesto cómoda.

Ella vaciló un momento, mirándolo como si buscase respuestas en su rostro.

–Sí –respondió por fin. Su voz era suave y ronca, muy agradable.

Por el momento, le gustaban su pelo, su voz y sus ojos. Y, después del viaje a caballo, sabía que su cuerpo era esbelto y delicado. Cuatro cosas por las que podía estar agradecido. No había esperado tanto. Según los rumores, Halina era una princesa mimada y melodramática, pero la mujer que tenía delante no parecía nada de eso.

Pero yo no… no entiendo por qué…

A su espalda se abrió la puerta de la tienda y Zayed se encontró con los ojos interrogantes del imán que había elegido para formalizar la ceremonia. Él hubiera preferido una ceremonia civil, pero Malouf descartaría una unión que no fuese oficiada por un imán y aquella maniobra diplomática era importante.

–Estamos listos –le dijo al imán. Y el hombre asintió con la cabeza.

Ella miraba de uno a otro, sin entender.

–¿Qué… qué vamos a hacer?

–Lo único que debes hacer es decir que sí –le informó Zayed. No había tiempo para preguntas o protestas. Ya hablarían más tarde, cuando el matrimonio estuviera sellado.

–Sí –dijo ella entonces.

–No, espera un momento.

¿No entendía lo que estaba pasando? A él le parecía evidente y pronto también lo sería para Halina. No había tiempo para explicarle por qué la había secuestrado o por qué tenían que casarse con tanta prisa. Aunque el campamento estaba bien camuflado, el sultán podría enviar a sus tropas para rescatar a su hija y la intención de Zayed era estar casados para entonces.

El imán dio comienzo a la ceremonia y Zayed la tomó del brazo. Halina parecía desconcertada, pero estaba seguro de que tarde o temprano lo entendería. Al fin y al cabo, ella sabía que estaban prometidos. Sus métodos podían ser poco ortodoxos, pero el resultado sería el mismo que si estuvieran rodeados de pompa y circunstancia.

–Solo tienes que decir naaam, sí –le pidió en voz baja. Y ella parpadeó, mirándolo con cara de desconcierto.

Naaam –murmuró después.

Dos veces más tuvo que pedirle que dijera que sí. El imán se volvió hacia él y Zayed repitió tres veces su respuesta: «sí, sí, sí».

Luego, haciendo una pequeña reverencia, el hombre salió de la tienda y Zayed dejó escapar un suspiro de alivio y satisfacción.

Estaba hecho, Halina y él se habían casado.

–Ahora te dejaré sola para que te prepares –Zayed decidió no dar más explicaciones.

Más tarde, cuando estuvieran solos, se lo explicaría todo. Más tarde, mientras cenaban, le diría la verdad: que esa noche no solo tendría lugar la ceremonia sino la consumación de su matrimonio.