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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Kate Hewitt

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche con su enemigo, n.º 2655 - octubre 2018

Título original: Engaged for Her Enemy’s Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-005-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUALQUIERA habría dicho que los entierros eran la excusa perfecta para emborracharse. Pero no lo habría dicho por Allegra Wells, quien se había limitado a beber agua mineral mientras los asistentes al acto en recuerdo de su padre empinaban el codo en el salón de un hotel de lo más ostentoso.

Quince años antes, la visión de aquel espectáculo le habría dejado un poso de amargura o, por lo menos, de escepticismo ante la condición humana.

Quince años antes de que su padre le diera la espalda.

Pero se la había dado, y Allegra solo sentía un profundo agotamiento que la llevó a envidiar al resto de los presentes.

En el fondo, habría preferido que su vaso de agua fuera de alcohol. Quizá habría derretido el hielo que atenazaba sus emociones, el hielo con el que ella misma se había congelado, por miedo a sentir. Llevaba tanto tiempo en esa situación que, en general, ni siquiera se daba cuenta. Pero al estar allí, rodeada de desconocidos, fue dolorosamente consciente de la soledad que siempre la acompañaba.

Se había aislado del mundo. Se había encerrado en su piso de Nueva York, y no hacía otra cosa que contemplar la vida a una distancia prudencial.

Deprimida, dio otro trago de agua y miró a Caterina, la segunda esposa de su difunto padre, y a la hija que había tenido con ella, Amalia. Solo las conocía de vista, y solo porque veía sus fotos en Internet cuando se dejaba llevar por la añoranza y buscaba información sobre el hombre al que estaban recordando, Alberto Mancini, presidente de Mancini Technologies.

No se podía decir que encontrar información fuera complicado. Alberto había sido objetivo habitual de la prensa del corazón porque su mujer era tan joven como ambiciosa, lo cual le aseguraba muchas portadas. Y, por lo visto hasta entonces, la prensa no exageraba al respecto. Efectivamente, era una ambiciosa; una manipuladora vestida de negro que parpadeaba con taimada elegancia y que no la había mirado ni una sola vez.

Pero ¿por qué la iba a mirar? No la conocía. Nadie la conocía. Ni ella se habría enterado de que su padre había muerto si su abogado no la hubiera llamado por teléfono.

Mientras los invitados charlaban a su alrededor, Allegra se preguntó por qué se había quedado después del entierro. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Qué esperaba ganar? Su padre había fallecido; aunque, por otra parte, era como si llevara quince años muerto. Quince años sin mensajes, cartas o llamadas. Quince años de vacío absoluto. Y más que llorar su pérdida física, Allegra lloraba el tiempo perdido.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Había ido en busca de redención, de algo que cerrara por fin el círculo vicioso y diera algún sentido a su dolor?

Su madre se había enfadado mucho cuando le dijo que pensaba asistir. Se lo había tomado como una traición personal, y su reacción había sido tan violenta que a Allegra se le encogía el corazón cada vez que lo pensaba.

A fin de cuentas, su relación siempre había sido difícil. Jennifer Wells no se había recuperado de su ruptura con Alberto, quien había salido de sus vidas de un modo tan tajante y absoluto como si los hubieran separado con un bisturí.

Para Allegra, fue algo incomprensible. De la noche a la mañana, pasó de ser rica a ser pobre y de tener a una familia, a estar sola. Pero su madre nunca le había dado una explicación creíble sobre lo sucedido; rehuía el asunto o pasaba por encima sin entrar en materia. Solo decía que había sido cosa de él, que no quería saber nada de ellas y que se había ido tras asegurar que no les iba a dar ni un céntimo.

Durante años, Allegra pensó que su madre le había mentido. No se podía creer que el hombre que la adoraba, el hombre que la tomaba entre sus brazos y la cubría de halagos la hubiera olvidado de repente. Estaba convencida de que se pondría en contacto con ella en cualquier momento. Pero no supo nada de él.

¿Qué hacía en aquel lugar? ¿Por qué se torturaba de esa forma? Su padre había muerto, y ninguno de los presentes la conocía.

Al cabo de unos momentos, Allegra se fijó en un hombre de cabello negro y ojos de color ámbar que estaba al otro lado de la sala, manteniéndose tan al margen como ella misma. No sabía quién era ni qué relación había tenido con su padre, pero su actitud distante y cautelosa le llamó la atención.

Allegra no se habría atrevido a hablar con él. Siempre había sido tímida, y el divorcio de sus padres había empeorado su timidez. Sin embargo, eso no impidió que lo siguiera mirando, como la mayoría de las mujeres de la sala. Era alto, fuerte e increíblemente atractivo; un hombre tan lleno de vida que casi estaba fuera de lugar en un acto como ese, donde al fin y al cabo se recordaba a un muerto.

¿Quién sería? ¿Por qué estaría allí?

Allegra supuso que se quedaría con las ganas de saberlo, porque le pareció bastante improbable que ese canto a la belleza masculina se fijara en una pálida y pelirroja joven de melena excesivamente rizada.

Tras respirar hondo, dio media vuelta y se dirigió al bar, decidida a tomarse la copa que no se había tomado. Luego, volvería a la pensión donde se alojaba, dormiría unas horas, asistiría a la lectura del testamento y regresaría a Nueva York para seguir con su vida.

–¿Qué desea tomar? –preguntó el camarero.

–Vino, por favor.

Allegra se retiró con su vino a una estancia que daba a la sala principal. Era una forma perfecta de seguir en el acto sin llamar la atención. Y, un momento después de que probara el delicioso y aterciopelado líquido, oyó una profunda voz masculina.

–¿Te estás escondiendo?

Allegra se puso tensa al instante, y se quedó asombrada al ver al hombre de ojos de color ámbar al que había estado admirando. Parecía un príncipe salido de un cuento de hadas. Parecía un producto de su romántica imaginación. Salvo por el pequeño detalle de que ningún príncipe azul habría sonreído con tanta picardía.

¿Seguro que era un príncipe? ¿No sería un villano?

Demasiado sorprendida para responder, se limitó a mirarlo en silencio. Era verdaderamente guapo; de ojos grandes, mandíbula fuerte y pelo más largo de la cuenta. Llevaba un traje de color gris oscuro, combinado con una camisa negra, y tenía un aire diabólico, de potencia contenida.

–¿Y bien? –insistió él con un tono tan sensual como juguetón–. ¿Te estás escondiendo?

Ella respiró hondo.

–A decir verdad, sí. Me estoy escondiendo. No conozco a nadie.

–¿Y qué haces aquí? ¿Tienes la costumbre de colarte en los funerales?

–Solo si dan copas gratis –respondió ella–. ¿Lo conocías?

–¿A quién?

–A Alberto Mancini.

Él sacudió la cabeza.

–Personalmente, no. Mi padre hizo negocios con él, hace tiempo. Solo he venido a presentar mis respetos.

–Comprendo.

Allegra intentó sacar fuerzas de flaqueza, porque la intensidad de su mirada la estaba poniendo nerviosa. Era como si la acariciara con los ojos, como si pasara unos dedos invisibles por su acalorada piel. Nunca se había sentido así y, a falta de mejor explicación, lo achacó a sus revueltas emociones.

–¿Cómo has dicho que te llamas? –continuó.

Él la miró de arriba abajo.

–No lo he dicho, pero me llamo Rafael.

 

 

Rafael Vitali no sabía quién era aquella mujer. Pero estaba fascinado con su encanto, sus rizos y sus grandes ojos grises, que reflejaban sus emociones con tanta claridad que las había reconocido desde el otro lado de la sala: incomodidad, tristeza y dolor.

¿Quién era? ¿Qué relación tenía con el difunto Mancini?

No era asunto suyo. Y menos ahora, teniendo en cuenta que se había hecho justicia y que había conseguido lo que quería, pero sentía curiosidad. ¿Sería una amiga de la familia? ¿O algo menos inocuo, como una antigua amante?

Fuera como fuera, era obvio que no había ido al entierro a tomarse un vino. Estaba ocultando algo. Pero… ¿qué?

Rafael dio un trago de la copa que llevaba en la mano y contempló los sentimientos que rompían en su rostro como olas en la costa: confusión, esperanza y, una vez más, tristeza. Ciertamente, podía ser una antigua amante del difunto, aunque era tan joven que podría haber sido su hija. Pero la hija de Mancini estaba con su madre, tan aburrida como ella.

Al pensar en la viuda, sonrió para sus adentros. Se había casado con él por dinero, y estaba a punto de descubrir que su fortuna se había esfumado. Todo un acto de justicia, teniendo en cuenta que Mancini le había hecho lo mismo a la madre de Rafael, dejándola completamente arruinada.

En cuanto a su padre, ni siquiera lo quería recordar. Era un asunto tan doloroso que había cerrado esa puerta por simple y pura necesidad de protegerse a sí mismo y mantener la cordura. Pero, por algún motivo, la muerte de Mancini la había abierto, y empezaba a sentir la rabia y la amargura de otros tiempos.

«Cuida de ellas, Rafael. Ahora eres el hombre de la casa», le había dicho. «Protege a tu madre y tu hermana. Pase lo que pase».

Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que el dolor lo dominara. Tenía que cerrar esa puerta una vez más, y había encontrado la forma perfecta de conseguirlo: la fascinante mujer que estaba a su lado.

–Espero que tu vino haya merecido la pena –bromeó.

–No estoy aquí por el vino.

–Ya me lo imaginaba –replicó él, apoyándose en la pared–. ¿Conocías bien al difunto?

Allegra se encogió de hombros.

–Lo traté hace tiempo. Aunque, sinceramente, no estoy segura de que se hubiera acordado de mí –contestó.

Allegra soltó una carcajada triste, y Rafael sintió lástima de ella. Pero no quería sentirse así; en primer lugar, porque había tomado la decisión de llevarla a la cama y, en segundo, porque suponía que era una antigua amante de Mancini, es decir, una buscona que adoraba el dinero y las joyas.

Sin embargo, sus marcadas ojeras y la palidez de su piel, apenas disimulada por el dorado de sus pecas, le daban un aspecto de fragilidad que no pudo pasar por alto. Un aspecto potenciado por su recto vestido negro, bajo el que se adivinaba un cuerpo esbelto y delgado, con un vago indicio de curvas intrigantes.

–No me puedo creer que alguien se olvide de ti –dijo él.

Ella se ruborizó, y Rafael se quedó encantado con el efecto de sus palabras.

–Pues créetelo –replicó Allegra, insegura–. ¿Qué tipo de negocios hizo tu padre con mi… con Alberto Mancini?

–Trabajaron en un sistema nuevo para teléfonos móviles –respondió Rafael, que no quería hablar sobre el pasado–. Bueno, entonces era nuevo. Las cosas han cambiado bastante desde aquella época.

Como tantas veces, Rafael pensó que aquel sistema le habría dado mucho dinero a su padre si Mancini no se lo hubiera quitado de en medio. O si su padre hubiera vivido para contarlo.

–Si tú lo dices, será verdad. No sé nada de tecnología. Ni siquiera me apaño con mi móvil –le confesó ella.

–¿A qué te dedicas? –preguntó él, calculando que Allegra debía de estar cerca de los treinta.

–Trabajo en un café de Greenwich Village. Es un café musical.

–¿Un café musical? ¿Qué es eso?

–Una tienda que, además de vender instrumentos y partituras musicales, tiene un café. Pero hacemos muchas más cosas, desde ofrecer clases a principiantes hasta dar conciertos. Viene a ser un refugio de amantes de la música.

–De amantes como tú, supongo.

–Sí –dijo ella con un trasfondo de tristeza–. La música es muy importante para mí.

Rafael se quedó algo desconcertado con la sinceridad de Allegra. Sin embargo, no quería sentirse atraído por aquella mujer. Solo quería acostarse con ella, tener un intercambio sexual mutuamente satisfactorio.

–En fin, será mejor que me marche –añadió ella–. No tiene sentido que me quede aquí.

–Oh, vamos. Es muy pronto.

Rafael se inclinó sobre Allegra y la rozó a propósito, para que sintiera su calor. Ella lo miró con timidez y se pasó la lengua por los labios en un gesto aparentemente inconsciente que lo excitó un poco más. O era tan inocente como parecía o era la mejor y más experta de las seductoras. Pero, fuera lo que fuera, le encantaba.

–Si quieres, podemos ir a otro sitio –continuó él–. ¿Cuál es tu tema musical preferido?

Allegra parpadeó, sorprendida por la pregunta.

–No creo que lo conozcas.

–Ponme a prueba –la retó Rafael.

Ella sonrió y dijo:

–Está bien, como quieras. Es el tercer movimiento de la sonata para violonchelo de Shostakovich. ¿Lo conoces?

–No, aunque me gustaría oírlo.

–No es uno de los compositores más conocidos, pero su música es tan conmovedora que me llega al fondo del alma.

–En ese caso, no tengo más remedio que oírlo –replicó él, sinceramente interesado–. Me alojo en este hotel, en una suite cuyo sistema de sonido es una verdadera maravilla. ¿Por qué no subimos y lo escuchamos juntos?

–Bueno, yo… –dijo ella, empezando a comprender sus intenciones.

–Podemos tomar una copa mientras disfrutamos de la música. Las bebidas del bar son bastante mejores que las que sirven aquí –declaró, dejando su copa a un lado–. Ven conmigo.

Rafael le ofreció la mano, decidido a llevar las cosas más lejos. Ansiaba el placer que Allegra le podía dar, aunque fuera breve.

–No sé si debo…

–Debes –dijo él.

Una vez más, Rafael se preguntó si su actitud insegura era sincera o fingida; pero, en cualquier caso, la tomó de la mano y la acercó suavemente.

Allegra avanzó con pasos dubitativos y lo miró con intensidad, como buscando en su rostro una garantía de que no le iba a pasar nada. Luego, él la alejó de la multitud y de las miradas de envidia de varias mujeres que se le habían insinuado sin éxito alguno. Solo estaba interesado en una mujer, y ya la tenía.

Momentos más tarde, entraron en uno de los ascensores del hotel, donde él pulsó un botón. Hasta entonces, se había mantenido en silencio por miedo a romper el hechizo; pero, cuando las puertas se cerraron, se giró hacia ella y comentó:

–Tienes una sonrisa encantadora.

Ella lo miró con sorpresa.

–¿En serio?

Él asintió sin dudarlo, porque su sonrisa le parecía verdaderamente bonita. Era una tímida flor que se abría lentamente.

Cuanto más tiempo pasaba con ella, más se inclinaba a creer que la inocencia de Allegra era real, lo cual le desconcertaba. Una persona que había conocido a Mancini hasta el punto de estar invitada a sus exequias no podía ser inocente. Y, sin embargo, se comportaba como si fuera virgen.

–En serio –contestó–. Ojalá sonrieras más a menudo.

–Estábamos en un funeral. No tenía muchos motivos para sonreír –se justificó ella.

Rafael abrió la boca con intención de decir algo, pero la puerta se abrió un segundo después, dando paso a la enorme y elegante suite del ático del hotel, que ocupaba toda la planta.

Al verla, Allegra se quedó boquiabierta.

–Es increíble… –acertó a decir.

Él frunció el ceño. Había dado por sentado que estaría acostumbrada al lujo, pero su reacción indicaba lo contrario. ¿Cómo era posible?

Rafael apartó la pregunta de sus pensamientos y la llevó al interior de la suite mientras la puerta del ascensor se cerraba a sus espaldas. Ya tendría ocasión de salir de dudas. Además, había conseguido lo que quería: estar a solas con ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ALLEGRA tuvo la sensación de haber entrado en una realidad paralela. No sabía lo que estaba haciendo. Se había ido con un desconocido y había subido a su suite como si fuera lo más natural del mundo para ella.

Pero no lo era. Ella no hacía cosas inesperadas. Ella no se dejaba llevar por sus impulsos. Llevaba una vida tranquila y segura. Trabajaba en un café cuyo octogenario dueño, que la trataba como si fuera su abuelo, era también su mejor amigo. Nunca había sido una mujer atrevida. No se arriesgaba jamás. Y, sin embargo, había permitido que el deseo la dominara por completo.

Desde el momento en que Rafael la tomó de la mano, se sentía como si la hubieran conectado a un mundo de sensaciones que no había probado hasta entonces. Su cuerpo se había activado de repente. Se sentía viva de verdad, abrumadora y jubilosamente viva.

Rafael no le había soltado la mano y, cuando clavó en ella sus ojos de color ámbar, Allegra deseó rendirse a la sensual corriente que intentaba arrastrarla. No era tan inocente como para no saber que la había llevado a la suite para hacer el amor. Lo sabía de sobra. Y a pesar de ello, se limitó a apartarse de él y a pasear por la lujosa estancia, fijándose en todos y cada uno de sus detalles.

–Este sitio es increíble –dijo con voz nerviosa–. ¡Y qué vistas tiene! ¿Qué es lo que se ve al fondo? ¿El Coliseo?

Súbitamente, Rafael se acercó por detrás y se detuvo. Estaba tan cerca que Allegra podía sentir su calor; tan cerca que, si hubiera retrocedido un milímetro, lo habría tocado. Y ardía en deseos de tocarlo, pero no se atrevía. Todo aquello era nuevo para ella. Nuevo, extraño y, quizá, peligroso.

Aunque, por otra parte, ¿de qué tenía miedo? Rafael no le podía hacer daño o, por lo menos, no le podía hacer un daño tan profundo y devastador como el que ya le habían hecho. Sencillamente, no se lo habría permitido.

Estaba nerviosa, sí, pero solo porque no tenía experiencia con ese tipo de situaciones. Y, tras pensarlo unos segundos, se dio cuenta de que no tenía motivos para estar asustada.

–Sí, es el Coliseo –replicó él, poniéndole las manos en los hombros.

Ella respiró hondo y apoyó la cabeza en su pecho. El contacto, duro y cálido, le pareció asombrosamente reconfortante. Se habría quedado así todo el día, saboreando la sensación. Era lo que quería, lo que necesitaba: sentirse unida a otra persona, sentirse viva y, por supuesto, sentirse deseada.