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VALÉRY GISCARD D’ESTAING

LA VICTORIA DE LA

GRANDE ARMÉE

Traducción de Manuel Serrat Crespo

LA VICTORIA DE LA GRANDE ARMÉE

Índice

PORTADA

DEDICATORIA

INTRODUCCIÓN

1812

CAPÍTULO I. Moscú, jueves 17 de septiembre

CAPÍTULO II. Moscú, viernes 18 de septiembre

CAPÍTULO III. El desfile en la Plaza Roja

CAPÍTULO IV. La partida de la Grande Armée. Lunes 21 de septiembre

CAPÍTULO V. La estancia solitaria en Moscú. 24-27 de septiembre

CAPÍTULO VI. El adiós a la ciudad

CAPÍTULO VII. El camino de Smolensko

CAPÍTULO VIII. La semana pasada en Smolensko

CAPÍTULO IX. La condesa Kalinitzy

CAPÍTULO X. El asesinato del comandante Flahault

CAPÍTULO XI. El adiós a Smolensko

CAPÍTULO XII. La travesía del bosque de Katyn

CAPÍTULO XIII. La gran llanura

CAPÍTULO XIV. El descanso en Barysau. 22 de octubre

CAPÍTULO XV. La batalla de Rusia. 29 de octubre

CAPÍTULO XVI. Vilna. 31 de octubre – 4 de noviembre

CAPÍTULO XVII. La primera nevada

CAPÍTULO XVIII. El reino de Polonia-Lituania

CAPÍTULO XIX. Weimar y la Declaración de Paz en Europa

CAPÍTULO XX. La abdicación de Napoleón

CAPÍTULO XXI. El paso por Lorena

1813

CAPÍTULO XXII. La calle de Lille y la Escuela Militar

CAPÍTULO XXIII. La mansión de Beauharnais

1814

CAPÍTULO XXIV. El dominio de La Tour

1815

CAPÍTULO XXV. Estrasburgo. El Congreso de Paz en Europa

NOTAS

CRÉDITOS

Escribí este relato para mí,

durante las jornadas invernales.

Pero me gustaría que os complaciera leerlo.

V. G. d’E.

INTRODUCCIÓN

La mayoría de nosotros tiene en su memoria algunas imágenes de la campaña en Rusia llevada a cabo por Napoleón en 1812, y sobre todo de la catastrófica retirada de la Grande Armée, arrastrando los pies por la nieve y hostigada por los cosacos.

Estas imágenes proceden de los libros de historia escolares, ilustrados a menudo con fotos de los terribles cuadros de Gros y de Meissonier, y también, para muchos de nosotros, de la lectura de la ilustrísima novela de Tolstói, Guerra y paz.

A pesar de estas fuentes, nuestro conocimiento de estos sucesos sigue siendo vago. Al preguntarle a un brillante dirigente de la sociedad mediática (ante la posibilidad de producir una película sobre el tema) si sabía cuándo hizo Napoleón su entrada en Moscú, sólo fue capaz de responderme, tras haberse rascado largo rato el cuello, y haciendo desfilar por su cerebro todas las respuestas posibles: «En el mes de mayo».

Lamentablemente, no fue así. ¡Llegó mucho más tarde! Su entrada se produjo el 14 de septiembre, en el umbral del otoño y no lejos de las primeras nevadas en la inmensa Rusia.

Viví directamente una experiencia similar cuando acudí a un encuentro de trabajo con los dirigentes polacos en el sudeste del país, muy cerca de la frontera con la Unión Soviética. Salimos del aeropuerto de Varsovia, donde había aterrizado el avión militar que me había traído de París, para dirigirnos a la ciudad de Jeschow, situada al sur, al pie de los Cárpatos. La campiña era verde, los árboles estaban todavía cubiertos de hojas, y el cielo era luminoso. Cuando subimos al helicóptero que debía llevarnos hasta el punto de llegada –un lugar donde los altos dirigentes polacos acostumbraban a reunirse para relajarse unos días–, el piloto me avisó: «El tiempo está cambiando –me dijo–. Comenzará a nevar, y corremos el riesgo de bailar un poco». Su pronóstico, desgraciadamente, era exacto. Tras media hora de vuelo, el cielo se ennegreció y nuestro aparato comenzó a vibrar. Bastó una decena de minutos para que la transformación fuera total. El helicóptero daba bandazos, como si recibiera violentos golpes en la carlinga: le afectaban los cambios del viento. El intérprete polaco, que las autoridades habían destinado a nuestra expedición, estaba lívido, y parecía que el miedo hubiera consumido toda su sangre. Se tendió en el suelo lanzando gemidos, y el espanto acabó provocándole una crisis cardíaca. Al llegar, tuvieron que evacuarle en ambulancia.

Durante el vuelo, intentaba distinguir el cielo por la ventanilla. Pero mi mirada sólo encontraba grandes masas de nubes, con todos los matices del gris. Me sentía cautivado por aquella grandiosa tormenta, donde las nubes se alternaban en prietas oleadas, dibujadas como rocas redondas cuya sucesión atravesábamos. Fue entonces cuando, como en aquellas manchas de tinta donde Victor Hugo creía ver brotar dibujos, comencé a distinguir sombras, siluetas tocadas con sombreros de oso, con mochilas y polainas blancas, que se debatían contra el viento, intentando avanzar. Fue entonces cuando entreví el horrendo espectáculo de aquella carrera hacia la muerte, al llegar el invierno.

Napoleón había entrado en Moscú el 14 de septiembre de 1812. No se marchó hasta el 19 de octubre, más de un mes después, y el 9 de noviembre aún estaba en Smolensko: apenas había iniciado el camino de regreso. El mariscal Mortier no comenzó la evacuación completa de Moscú hasta el 23 de octubre. Los primeros cadáveres de los treinta mil caballos que iban a perecer de frío jalonaban ya el recorrido.

¿Qué aguardaba Napoleón? ¿Cuál era el envite de aquella larga vacilación de treinta y cuatro días? ¿Qué planes, qué proyectos maduraban en su genial cerebro? ¿Y cómo no sintió que se aproximaba el rugido mortal del invierno que se disponía a golpear?

* * *

La campaña había comenzado a los sones de tambores y trompetas. Los múltiples contingentes que formaban la Grande Armée –franceses, bávaros, wurtembergenses, prusianos, polacos, italianos, napolitanos, austríacos, bohemios e incluso, extrañamente, algunos regimientos españoles y portugueses– habían sido encaminados hacia la frontera rusa, gracias a la admirable logística preparada por Lacuée de Cessac, ministro de la Administración de la Guerra. A lo largo de toda la ruta, se habían dispuesto puntos de acantonamiento, con depósitos de provisiones para los hombres y de forraje para los caballos. Debido a este esfuerzo, en el que participaron los proveedores de los ejércitos y otros especuladores, se había producido un retraso, y el dispositivo sólo se emplazó en la orilla izquierda del río Niemen, que marcaba el límite del Imperio ruso, a comienzos del mes de junio de 1812, avanzada ya la temporada.

La guerra aún no se había declarado, y proseguían extrañas negociaciones entre los dos antiguos aliados del tratado de Tilsit, el emperador Napoleón, instalado en Polonia, y el emperador Alejandro, que se había fijado en Wilno, en Lituania, a la que los franceses de la Grande Armée llamaban Vilna. Antes de que las tropas cruzaran la frontera del Imperio ruso que constituía el Niemen, Alejandro envió un mensajero a Napoleón proponiéndole un último encuentro para reanudar las conversaciones.

Se trataba del general Balachov, ministro de la Policía, quien iba acompañado de su ayuda de campo. En la campiña lituana, Murat salió a su encuentro, llevando como solía un rutilante uniforme que suscitó la ironía de los rusos. El emperador se negó a recibir al enviado de Alejandro, y lo dejó en manos del mariscal Davout. Sólo aceptaría concederle una breve audiencia dos o tres días después de su llegada.

Todos sabían ya que, en la cabeza de Napoleón, la guerra estaba decidida. No habría emplazado aquel gigantesco aparato militar si no hubiera tenido la intención de utilizarlo para aplastar al ejército ruso y llegar hasta Moscú. Los soldados de todo rango aguardaban alegremente la orden de cruzar el río.

No se sabía exactamente dónde se encontraba el ejército ruso que Alejandro había reunido para proteger su país. ¿A pocos kilómetros del Niemen o algo más lejos, para esperar el ataque? Los comandantes de la Grande Armée, entre los que se encontraba la élite de los mariscales del Imperio, el mariscal Berthier, al que llamaban el príncipe de Neuchâtel; Murat, Ney y Davout, Oudinot, Poniatowski y el virrey de Italia, Eugène de Beauharnais, que mandaba el ejército de Italia, todos esperaban una inminente batalla con el ejército ruso, que sin duda terminaría en una brillante victoria que les abriría el camino hacia Moscú.

* * *

Napoleón estaba convencido de que el ejército ruso se preparaba para la batalla justo al otro lado del río, donde estaba seguro de aplastarlo. No preveía una marcha demasiado larga, pues ello debilitaría a su ejército y tal vez le arrebataría la victoria. Quería cruzar el Niemen por el lugar más inesperado, y atacar por sorpresa las defensas de su adversario en la otra orilla.

Un rumor corría por el ejército: el emperador había ido a examinar por la noche los posibles puntos de paso. Para evitar ser reconocido, había cambiado su uniforme de cazador de la Guardia por uno de la caballería ligera polaca. La población del vecino burgo de Kovno había asistido, atónita, a aquel disfraz imperial. El 23 de junio, a medianoche, Napoleón visitó las orillas del río. El 24 de junio, por la mañana, la inmensa multitud de los soldados cruzaba el Niemen por tres puentes preparados por los pontoneros del arma de ingeniería.

Puesto que la ribera del Niemen es escarpada en el oeste, donde forma una empinada pendiente, granaderos y fusileros se dejaban resbalar de espaldas con su impedimenta y su fusil, agarrándose para ir más despacio a los tallos de trigo, pues la cosecha no había empezado aún. Era como ver una catarata, una cascada de hombres vivos.

Previendo que el ejército iba a cruzar una región a la que la retirada de los rusos privaría de alimento, una orden del día invitaba a todos a proveerse de víveres para algunas etapas. El anuncio hizo brotar un increíble número de vehículos de todas las formas y tamaños, que acabaron por estorbar los movimientos del ejército.

Cuando éste se agrupó al otro lado del Niemen, tras una atronadora tempestad de mal augurio, siguió extendiéndose por la llanura rusa. Una corriente de entusiasmo impulsaba a los soldados, como si quisieran ser los primeros en tocar la tierra que iban a conquistar.

Pero fue necesario rendirse a la evidencia: la región estaba desierta, su población había huido y el ejército ruso se había retirado sin combatir, arrebatando a Napoleón la gloria de la rápida victoria que esperaba.

Era una decisión estratégica. Los dos generales rusos, Barclay de Tolly y Bagration, habían decidido batirse en retirada, dejando que Napoleón se adentrara en la región y debilitando a su ejército: todo sería destruido a lo largo del territorio que la Grande Armée tomaría, casas y cosechas; todo lo que podía huir, mujiks y animales, tendría que abandonar el país. Los franceses quedarían desconcertados por la búsqueda de un enemigo invisible e inaprensible, y su avance se demoraría por la ausencia de cualquier acantonamiento y por la imposibilidad de completar sus vituallas por medio de los recursos locales. La Grande Armée estaba obligada a avanzar a marchas forzadas por una amplia franja de tierra desierta y devastada, al tiempo que mantenía sus formaciones de combate para poder afrontar un eventual contraataque ruso.

Tras una larga retirada, el ejército del general Barclay de Tolly intentó por primera vez cortar el camino de Moscú a la Grande Armée en los alrededores de Smolensko. Tras una violenta y sangrienta batalla en la que las bajas rusas fueron muy superiores a las de los franceses y sus aliados, el ejército ruso reanudó su marcha hacia atrás, sin que Napoleón, por su aparente indecisión, hubiera sido capaz de explotar su éxito exterminando a sus adversarios.

A unos 150 kilómetros de Moscú, el Estado Mayor ruso, que comandaba desde hacía poco el general Kutuzov, decidió librar la gran batalla para impedir a la Grande Armée el acceso a la capital histórica de Rusia. Kutuzov había elegido el terreno, emplazándose a lo largo del río Moscova, que fluye hacia Moscú, y cerca de la aldea de Borodino.1

La batalla, admirablemente descrita por Tolstói en Guerra y paz, fue de un inaudito encarnizamiento. Se estima que el número de muertos en aquella única jornada es el más elevado de toda la historia militar, hasta la batalla del Somme durante la guerra de 1914-1918.2

Finalmente, la Grande Armée saldría victoriosa y podría ahora avanzar hacia Moscú, pero la resistencia de los soldados rusos había alcanzado tal nivel de heroísmo que Kutuzov llegó a enviar a San Petersburgo un falaz boletín de victoria.

Durante la semana siguiente, el mando ruso fue sede de un agitado debate para decidir si el ejército tenía que librar un postrer combate a las puertas de Moscú, donde muy probablemente habría sido aplastado. En última instancia, Kutuzov decidió abandonar Moscú para salvar lo que quedaba de su ejército, y se instauró una especie de tregua durante la cual la vanguardia de la Grande Armée, conducida por Murat, pisaba los talones al ejército ruso en retirada, sin combatir. Se asistía incluso a escenas de confraternización entre los últimos cosacos y los primeros húsares.

En estas condiciones hizo Napoleón su entrada en Moscú, abandonada por el ejército ruso y la mayor parte de su población. Casi de inmediato, grupos organizados incendiaron la ciudad por orden del gobernador Rostopchin, en la jornada del 14 de septiembre. Algunas unidades de la Grande Armée, respetadas por la batalla del Moscova, desfilaron en buen orden a su llegada a Moscú, precedidas por sus bandas de música. Los primeros en entrar en la ciudad fueron los húsares polacos, seguidos por los escuadrones del 2.º Cuerpo de Caballería francés.

A partir de aquel día, la historia concreta y la historia imaginada, que es el objeto de este relato, se separan.

La historia concreta habla de la larga estancia de Napoleón en Moscú. Comunicándose poco, absorto en su debate interior, examinando sin ofrecer conclusión alguna las distintas opciones que le planteaban, abandonó la ciudad el 19 de octubre. Cuando se decidió a partir, la estación comenzaba a cambiar. Sólo el 9 de noviembre llegó a Smolensko, cubierto por una capa de nieve que caía desde hacía tres días. La temperatura había descendido hasta –15 grados, y soplaba un gélido viento del norte. Pero la Grande Armée sólo había recorrido la mitad de su camino de regreso en territorio ruso. La segunda mitad iba a conducir al martirio y a la agonía, cuyas imágenes nos ponen hoy todavía el corazón en un puño.

La historia imaginada parte de la idea de que Napoleón habría tomado pronto consciencia, especialmente por la insistente presión de su ministro de Asuntos Exteriores Caulaincourt, de los riesgos que corría en su imprudente expedición a Rusia. Había vacilado en dar media vuelta antes incluso de conquistar Moscú, pero estaban todavía en verano y se encontraba sólo a pocos centenares de kilómetros de la ciudad, es decir a una distancia inferior de la que separa París de Estrasburgo. La mejor opción era terminar la campaña con una conquista que resonaría en toda Europa, a condición de regresar inmediatamente, tras haber recogido los frutos de la victoria al tiempo que preservaba su ejército. Podría entonces hacer un regreso triunfal, aplastar las defecciones y las conspiraciones que se preparaban en la sombra, y tomar las iniciativas que coronarían el final de su reinado.

Éste es el relato que nos propone la historia imaginada. Sólo se aparta de la realidad por las pocas decenas de minutos que precisa un ingenio tan brillante y calculador como el de Napoleón Bonaparte para llevar a cabo su elección. No entraré, al menos en este libro, en el apasionante debate que intenta medir la respectiva influencia de las decisiones tomadas por quienes tienen el poder, y de la presión ejercida por las fuerzas culturales y sociales que modelan nuestras sociedades. Tolstói lo intentó, pero las 122 páginas que consagra a este tema3 en el epílogo de Guerra y paz captan mucho menos la atención del lector, si no se ha resignado ya a cerrar el libro, que la intriga amorosa de Natacha y del príncipe Andrés Volkonsky.

* * *

La historia imaginada, separada de la historia real por el grosor de una hoja de papel, utiliza todos los materiales de esta última, si desea constituir una opción verosímil. De modo que soy infinitamente deudor de las obras de quienes me informaron e ilustraron sobre este período. Les expreso aquí un agradecimiento sin límites.

En primer lugar se trata del gigantesco León Tolstói, quien compiló, en su pequeño escritorio de Yásnaia Poliana que he visitado dos veces, un increíble número de archivos y de artículos sobre el desarrollo de las operaciones militares. Su visión está evidentemente sesgada por el odio que sentía hacia el emperador Napoleón, y por el desprecio en el que envolvía a sus mariscales, especialmente a Murat, el rey de Nápoles. He procurado nivelar un poco la balanza.

El segundo autor que me ha proporcionado gran cantidad de valiosas informaciones es el historiador polaco-británico Adam Zamoyski. Su notable obra 1812, la fatal marcha de Napoleón sobre Moscú, publicada en 2004, constituye el estudio más completo y más preciso sobre esa trágica aventura.

Añadiré tres documentos más.

En primer lugar, el diario de Anatole de Montesquiou-Fézensac.4 Éste, que fue sucesivamente ayuda de campo del mariscal Davout, y luego agregado al Estado Mayor particular del emperador, vivió en directo estos acontecimientos. Encargado por Napoleón de tranquilizar a los príncipes alemanes sobre la suerte de la Grande Armée, hizo el trayecto de regreso de Moscú a París mitad a caballo y mitad a pie. Segundo hijo del conde de Montesquiou, Gran Chambelán del Imperio, y de su esposa, gobernanta del hijo de Napoleón, el pequeño rey de Roma, que la apodaba «Mamá Quiou», disponía de numerosas relaciones que ampliaban su campo de observación. En su diario hormiguean las informaciones y los detalles, y en su hombro apoyó Napoleón su catalejo cuando, el 14 de septiembre de 1812, llegó a la colina desde donde pudo divisar por primera vez las doradas cúpulas de Moscú.

Adquirí el segundo documento en una excelente librería histórica de la calle Saint-André-des-Arts. Se trata del Almanaque imperial para el año 1812. Encontré en él todo lo que buscaba sobre la organización de la Casa del emperador y sobre la estructura de la Guardia imperial, que se describe batallón a batallón, y escuadrón a escuadrón, enumerando a todos los oficiales hasta el grado de capitán y de teniente. Recorriendo sus 976 páginas, me impresionó la imagen de organización y de eficacia que produce entonces la sociedad francesa, veintitrés años después de la Revolución. Todo figura allí, la administración de las prefecturas, la justicia con la lista completa de los tribunales y los jueces, la Universidad, la diplomacia, y también las casas soberanas de Europa, tomadas sin duda del Gotha de Turingia, la lista de las oficinas de correos y de los cirujanos-médicos en todo el país, e incluso la organización del Museo de Historia Natural y de la Comédie-Française. En resumen, la estructura de un gran país dueño de su destino.

El último documento, que conseguí en una subasta, es un arrugado ejemplar del Journal de la Grande Armée, toscamente impreso en Smolensko. Reproduce con notable honestidad los comunicados franceses y rusos sobre el desarrollo de los combates. Todos, claro está, hablan de victoria, pero lo más conmovedor no estriba en esos clamores de triunfo, sino sobre todo en los desgarrones de ese papel amarillento que atravesó la gran llanura rusa en un zurrón envuelto en hielo, para traer hasta nosotros el anuncio de «La victoria de la Grande Armée», pues sobre ésta me dispongo ahora a levantar el telón.

VALÉRY GISCARD D’ESTAING

1812

CAPÍTULO I

Moscú, jueves 17 de septiembre

Todas las miradas se sentían atraídas hacia la misma esquina de la plaza central del Kremlin, frente a la catedral de la Asunción, coronada por sus multicolores cebollas. Un saliente de la pared del palacio de los Patriarcas dejaba aparecer una pequeña terraza, flanqueada por una balaustrada de hierro forjado negro. Se accedía a ella a partir de la plaza, subiendo tres peldaños. Allí, en aquel estrecho espacio, sentado en un banco de piedra y apoyado en la pared, estaba el emperador Napoleón. Iba tocado con su habitual sombrero negro, decorado a un lado con una escarapela tricolor, y llevaba la guerrera verde y los pantalones blancos de los cazadores de la Guardia. Observaba la multitud de paseantes con mirada indiferente, mostrando que su espíritu estaba en otra parte.

Aquella multitud se componía exclusivamente de militares, más oficiales que soldados. Se permitían el lujo de un paseo durante un corto permiso de descanso, en una tarde soleada y azul, tres días después de que su vanguardia hubiera penetrado en Moscú, conquistada por fin. Ni un solo vestido civil, ni una blusa ceñida al talle de los trabajadores rusos se distinguía entre la multitud. Todos los colores del arco iris de los uniformes de la Grande Armée estaban representados, desde el azul pizarra de los artilleros hasta el azul marino de la infantería de la Guardia Imperial. Los jinetes se habían despojado de sus corazas metálicas y lucían chalecos de un rojo vivo. Los fieltros grises de los cazadores italianos estaban adornados con largas plumas.

Estos militares habían descubierto de inmediato la presencia del emperador, pero fingían no mirarle, o se limitaban a lanzarle una furtiva ojeada, para no perturbar lo que les parecía una meditación solitaria.

Napoleón mantenía la cabeza levemente inclinada hacia su chaleco blanco, y alargaba ante sí, de vez en cuando, sus piernas ceñidas por altas botas con rodilleras de cuero negro. De pronto, levantó su rostro y llamó con voz fuerte, y algo enronquecida, aún con las huellas del resfriado que había contraído en el Moscova, a un militar que pasaba ante él:

–¡General Beille, acércate! Tengo que hablar contigo. Voy a decirte por qué he ordenado que te buscaran.

Un ayuda de campo del emperador se encontraba efectivamente junto al oficial al que acababa de dirigirse.

–Acércate, acércate –prosiguió el emperador en un tono de impaciencia que ponía de relieve su acento corso.

El oficial subió con turbados andares los tres peldaños que llegaban a la pequeña terraza. Era alto, delgado, con mechones de pelo negro brotando de su calot cuartelero adornado con una borla que caía hacia un lado. Se cuadró en una estricta posición de firmes, y se presentó con una voz de tono seguro y agradable:

–Coronel Beille, sire, comandante del 2.º Regimiento de Cazadores a caballo de la Guardia.

–Coronel, no –replicó el emperador con voz autoritaria, aunque voluntariamente sorda para no ser oído por nadie más–, no coronel, sino general. ¡Tal vez sepas que tengo el poder de nombrar generales! A partir de este instante, eres el general Beille. Y tal vez llegues más lejos…

El joven oficial se mantuvo inmóvil, con los ojos abiertos de par en par. Sin saber cómo reaccionar, esbozó un saludo y se llevó la mano al sombrero.

–¡Os lo agradezco, a vuestras órdenes, sire! –declaró.

–No me lo agradezcas –replicó Napoleón–. Voy a decirte por qué te nombro general y cuál será la misión que deberás llevar a cabo.

* * *

–Y en primer lugar, siéntate. Hay un lugar ante mí, en este balcón. No me gusta tener que levantar la cabeza para hablar con mi interlocutor. Lo que voy a decirte exige un absoluto secreto. Sé que puedo confiar en ti, pero éste no es un secreto ordinario. Sobre todo no hables de ello con tu jefe, el mariscal Davout. Yo le avisaré cuando llegue el momento. He aquí, pues, mi decisión: dentro de dos días, la Grande Armée comenzará su salida de Moscú. ¡Nada tiene que hacer ya en esta jodida ciudad!

Mientras el emperador hablaba, varias columnas de humo negro se elevaban, rectas, en el todavía cielo azul.

–¡Mira! –prosiguió Napoleón–. Son los incendios que han provocado los bandidos salidos de la cárcel, por orden de ese animal de Rostopchin. ¡Pero no son ellos los que van a hacernos partir! Preferirían mantenernos aquí, pensando que así nos debilitan, y retrasando en lo posible el momento en que saldremos de esta maldita ciudad para que puedan aniquilarnos tras las primeras nevadas. Por eso he decidido sorprenderles avanzando nuestra partida. Voy a dar, esta noche, la orden de organizar un gran desfile ante el Kremlin para pasado mañana. Será la ocasión de poner en orden de marcha a las unidades y, de inmediato, los primeros regimientos tomarán el camino de regreso a casa. No he elegido todavía quién dirigirá la vanguardia, dudo entre Murat, por su valor, y Davout, por sus cualidades de maniobra, o tal vez también el mariscal Ney. Es indispensable guardar el secreto, de modo que los rusos no tengan tiempo de preparar emboscadas. Por los espías que detenemos, pues en esta ciudad ya sólo quedan incendiarios, prostitutas y espías, hemos conseguido saber, antes de fusilarlos, que el mando ruso ha ordenado a su ejército del sur, acantonado en Moldavia, frente a Turquía, que se dirija hacia Moscú. Cuenta con numerosas unidades de cosacos a caballo que serían excelentes para acosar a nuestras fuerzas.

El flujo de la voz del emperador se había vuelto más áspero, y sus rasgos se afilaban como cada vez que hacía un esfuerzo de reflexión. De vez en cuando, lanzaba una mirada a la abigarrada multitud de militares que recorrían indolentemente la plaza, como degustando el placer de vivir unos apacibles momentos en aquella ciudad grandiosa y conquistada, a pesar de las humaredas que seguían llenando el cielo.

–Antes de decirte lo que espero de ti –prosiguió el emperador–, voy a contarte por qué he tomado la decisión de abandonar inmediatamente Moscú. He ido advirtiendo, en varias etapas, que esta guerra era un error, como otras faltas que pude cometer, especialmente en la guerra de España.

»Cuando salí de Dresde comencé a advertir la realidad; en Dresde, era el emperador de Europa, tenía a mi lado al emperador de Austria, al rey de Prusia, al virrey de Italia y a todos los príncipes soberanos alemanes. Estaban a mis pies, con sus esposas; ¡a mis pies, ¿lo oyes bien?! Habría podido permanecer allí, y consolidar algunas alianzas que así lo necesitaban. Pero me sentía impulsado por un irresistible deseo de dominio. Quería acabar con la amenaza que las hordas bárbaras del norte suponían para la Europa del sur. No incluía a Alejandro en esa amenaza: habíamos acabado entendiéndonos en Tilsit. Yo estaba todavía dispuesto a negociar, y sabía que también él, por su lado, lo estaba. Y al mismo tiempo, ambos sentíamos que la guerra era inevitable, él debido a la frustración de su pueblo, que no había digerido sus derrotas y que exigía una revancha, y yo porque no había hecho atravesar Europa a ese inmenso ejército de quinientos mil hombres, el mayor que el mundo haya conocido nunca, para dejarlo ocioso a orillas del Niemen, pescando en el río. ¡La guerra no podía ya evitarse!

»Al cruzar el Niemen, imaginaba que iba a encontrar el ejército de Barclay de Tolly a poca distancia, lo habría aniquilado en una o dos batallas, y habría tenido abierto, para una rápida marcha, el camino hacia Moscú. No ocurrió así. Los rusos eligieron retirarse ante nosotros, intentando demorar nuestro avance.

»Voy a hacerte una confidencia. Cuando llegamos a Vitebsk, y me instalé en el palacio del tío del zar, el príncipe de Wurtemberg, viví una fase de desaliento. Seguíamos sin alcanzar al ejército ruso. El calor era espantoso, y las distancias que quedaban por recorrer me parecían demasiado largas. El cuerpo de caballería que yo había colocado a la cabeza del ejército había sufrido mucho por la carencia de forraje para los caballos. Avanzando en mi calesa de trabajo, había podido ver centenares de cadáveres de animales a uno y otro lado del camino. Me dije que era preciso detenernos, dejar que el ejército descansara, organizar Polonia y preparar la campaña que reanudaríamos el año que viene, en 1813. Durante las dos semanas que pasé en Vitebsk, sentí que la duda crecía a mi alrededor y consulté con mis generales. El príncipe de Neuchâtel, Duroc y Caulaincourt, todos pensaban que sería mejor detenernos. Pero estábamos todavía en julio. ¡No íbamos a plantar nuestros cuarteles de invierno! Recuperé mi resolución. El ejército ruso no podría huir indefinidamente ante nosotros. Tarde o temprano, nos ofrecería la oportunidad de aplastarlo. Entonces tomé la decisión de reanudar nuestra marcha ofensiva.

»Los rusos intentaron detenernos dos veces. La primera, ante Smolensko. Era una tontería. Barclay de Tolly había preparado mal la cosa, y eso le costó el mando. Los derrotamos, gracias a la excelente maniobra de Davout. Tú formabas parte de ella, según creo.

El emperador lanzó una mirada interrogadora al joven oficial, que le respondió con una inclinación afirmativa de cabeza.

–Sí, estaba allí, sire, al mando de mi regimiento. Marchábamos sobre el ala derecha.

–¡O, mejor dicho, galopabais! –prosiguió Napoleón–. Allí advirtió Davout tu decisión y tu valor, y allí me habló de ti. La segunda tentativa de los rusos para detenernos tuvo lugar en el río Moscova. En esta ocasión habían elegido bien el terreno en lo referente a su artillería, que es la mejor del mundo, emplazándola en un reducto situado en el centro del campo de batalla. La lucha fue terrible. Vencimos por la tarde, gracias al heroísmo de nuestros soldados, que tomaron por asalto el reducto bajo el fuego de los cañones. Sufrimos demasiadas bajas, pero los rusos muchas más que nosotros. Las gacetas de la oposición dicen que soy un carnicero. No es cierto. Tuve entonces el corazón en un puño, y lo tengo todavía. Pero ganamos, y los restos del ejército ruso huyeron ante nosotros.

Las palabras del emperador fueron interrumpidas por la fanfarria de una banda. La multitud se volvió. Era el rey Murat, que había improvisado un desfile con su caballería napolitana. Los espectadores levantaban los brazos agitando chacós o tocados con plumero. «¡Viva Murat! ¡Viva el emperador!», gritaban. El buen humor llevaba a una desvergüenza general.

El emperador se volvió hacia el general Beille para decirle: «Son felices porque están en una gran ciudad y también, tal vez, porque están vivos». Y tras unos minutos escuchando los hurras de la multitud, prosiguió:

–He examinado con precisión –Napoleón divisó a Murat saludándole a lo lejos con un grandioso gesto, envuelto en su manto púrpura brocado de oro– las opciones que se me ofrecían, después de que Murat recibiera el mensaje del comandante del ejército ruso. ¿Conoces el contenido de este mensaje?

–No, sire. He oído hablar de él, pero no he leído el texto.

–Es una carta extraordinariamente tranquila, casi obsequiosa. Tras su derrota, el general en jefe escribió que el ejército ruso iba a retirarse sin combatir, dirigiéndose a Moscú, a la que quería evitarle la destrucción que provocaría una batalla o un asedio. Proponía para ello, a Murat, una especie de tregua ambulante. Nuestra vanguardia marcharía a pocos centenares de metros de la retaguardia del ejército ruso, que se retiraba hacia Moscú. Llegados cerca de la ciudad, los rusos la atravesarían y dejarían el paso libre para permitir a la Grande Armée hacer en ella su entrada. Murat estaba entusiasmado por esa proposición, en la que veía un gesto caballeresco que me suplicaba aceptar. ¡Yo fui mucho menos ingenuo que él! Vi de inmediato en ello una manipulación. Kutuzov sabía que su ejército había sido en exceso dañado en el Moscova para estar en condiciones de librar una nueva batalla, y temía que avanzáramos a marchas forzadas, con nuestra caballería polaca casi intacta, para aplastar los restos de sus fuerzas. Prefería proponernos esa curiosa procesión, única en la historia, donde el ejército vencido abriría el camino al ejército victorioso para llevarlo hasta su capital, en la que esperaba encerrarnos, claro.

»Mientras proseguíamos nuestro avance hacia Moscú, le daba yo vueltas en mi cerebro a las opciones que se me ofrecían, sin comunicar nada a mis mariscales, puesto que me tocaba a mí, sólo a mí, decidir. Existían varias posibilidades. Ninguna era satisfactoria. Podía proseguir la marcha hasta San Petersburgo, y obligar a Alejandro a firmar la paz. Pero estaba lejos, a casi 800 kilómetros, demasiado lejos para unos caminantes agotados. Y Alejandro nunca se habría prestado a una negociación en su capital ocupada. Habría huido a tiempo hacia el inmenso espacio ruso que se abre al este, adonde no se trataba de perseguirle. Eso no me habría conducido a nada.

»Otra solución habría sido proseguir la destrucción de las fuerzas de Kutuzov. Para ello había que permanecer en Moscú y lanzar operaciones alrededor de la ciudad, hacia el este y el sur. El invierno caería sobre nosotros. Seríamos inmovilizados por la nieve. Habría que esperar la llegada de la primavera para regresar a casa, y habríamos perdido casi todos nuestros caballos, por falta de forraje y de cuidados apropiados. Entretanto, habrían estallado disturbios en Alemania, especialmente en Prusia, y tal vez en Francia, donde se me informaba de que algunos conspiradores se agitaban, algo que forma parte de la cultura parisina. Esta solución, por tanto, debía descartarse.

»Existían, finalmente, algunos sueños entre los oficiales. El de ir a pasar el invierno a Ucrania, donde el clima es más suave, o también el de firmar una alianza con los rusos para retomar juntos el camino de Alejandro Magno, y expulsar a los ingleses de sus fastuosas posesiones en las Indias.

»Mientras avanzábamos, eliminaba de mi espíritu todas estas hipótesis, y veía surgir sólo una: ¡regresar enseguida! Incluso pensé en dar media vuelta antes de llegar a Moscú. Pero eso no habría tenido sentido alguno. Teníamos a nuestro alcance la ciudad. Yo había tenido la embriagadora sensación de ver en mi catalejo, apoyado en el hombro de mi ayuda de campo, las torres y cúpulas de sus iglesias, en una colina desde donde Moscú se perfilaba a lo lejos. Y, además, los soldados estaban agotados. Había que darles, por lo menos, dos o tres días de descanso. Tenían una gran necesidad de relajarse, tras aquella furiosa batalla.

»Por otra parte, ¡míralos! –añadió Napoleón, subrayando las palabras con un gesto de su redondeado brazo hacia los ociosos militares, cuyo número comenzaba a disminuir, mientras la luminosidad del cielo se debilitaba–. Enseguida, hay que partir enseguida –repitió.

El emperador comenzaba a golpear el suelo con los pies. Sus botas negras chasqueaban, el general Beille se había desplazado para que Napoleón no estuviera a la vista de los últimos soldados presentes en la plaza.

–¡Enseguida! –prosiguió el emperador en un tono más tranquilo–. Sin duda he perdido casi la quinta parte de mis efectivos durante la batalla del Moscova, y otra sexta parte durante la larga marcha por la campiña rusa, entre los desertores, los enfermos y las víctimas de las emboscadas de los cosacos. La proporción es peor aún con los caballos. ¡Quiero devolver mi ejército a Europa y a Francia! No será una debacle, sino una maniobra militar estrictamente organizada. Mi objetivo es llevar los dos tercios de la Grande Armée, a sus hombres y sus cañones, a sus bases de partida, tras haberme apoderado de la capital del Imperio ruso y haber dejado a su ejército sin la posibilidad de invadir Europa en los próximos cincuenta años. Eso explicaré a mis mariscales, mañana por la mañana.

»La Grande Armée comenzará a regresar dentro de dos días, el 18 de septiembre para las primeras unidades. Serán necesarios cuatro días, por lo menos, para evacuar a todo el mundo.

El crepúsculo, un hermoso crepúsculo de fines de verano parecido a un leve tejido de terciopelo azul, había invadido ahora la plaza, encendiendo las cúpulas de las iglesias que el sol poniente hacía llamear con un fulgor dorado.

–No te alejes, general Beille. Me he abandonado a mis divagaciones –prosiguió el emperador–. Pero ahora debo ser concreto en las órdenes que debo darte.

* * *

–Como acabo de decirte –su tono se había vuelto de nuevo autoritario–, quiero devolver intactos los dos tercios de la Grande Armée a Europa, con sus hombres y sus cañones. El ejército se desplazará en orden de marcha, bajo el mando del príncipe de Neuchâtel. Yo me retiraré en el centro, con la Guardia. Durante el trayecto de regreso, nuestro objetivo será aniquilar las fuerzas rusas, que sin duda acabarán atacándonos. Habría que destruir, por lo menos, la mitad del ejército de Kutuzov, para evitarle la tentación de volver a Europa. Voy a modificar el dispositivo de la caballería, destinando los regimientos a cada uno de los cuerpos de ejército, de modo que puedan protegerse del acoso de los cosacos. La retaguardia estará formada por los jinetes de Poniatowski y las divisiones de infantería de los italianos del Norte, que manda mi hijastro. ¡Son excelentes soldados!

El emperador resopló y se echó hacia atrás el sombrero, que se había deslizado sobre su frente.

–Y he aquí, ahora, lo que te corresponderá hacer. Detrás de la retaguardia, habrá otra retaguardia para engañar a los rusos. Tendremos que hacer creer al mando ruso que es el último eslabón del cortejo de la Grande Armée, cuando de hecho estaremos ya a ciento cincuenta o doscientos kilómetros más lejos. Quisiera llegar a Smolensko, que atravesaremos a paso de carga, hacia el 5 de octubre, y el ejército tendría que cruzar el Niemen antes de fin de mes, para evitar las primeras nieves. Habremos conseguido cierta ventaja sobre los rusos, pero sus movimientos son más rápidos que los nuestros, y nuestra marcha se verá retrasada por la presencia de los franceses de Moscú que nos han pedido que los llevemos con nosotros, de lo contrario serían masacrados en la explosión de odio antifrancés que arde en la ciudad desde la visita del zar Alejandro. Además, los soldados rusos conocen mejor el terreno, y sus pequeños caballos se adaptan mejor a él. Intentarán alcanzar nuestra retaguardia, y ahí llevarás a cabo tu acción: tendrás que engañarlos sobre nuestra situación exacta.

»Voy a confiarte el mando de una pequeña unidad móvil. Te quedarás atrás, y tendrás que convencer al enemigo de que la Grande Armée marcha justo delante de ti, aunque habrá tomado ya seis o siete días de adelanto. Especialmente en Smolensko, tendrás que quedarte una semana después de que nos hayamos marchado.

»Cuando hayamos dejado atrás Vitebsk, te enviaré un mensajero para decirte que tu misión ha terminado y que puedes avanzar tan rápido como puedas para reunirte con nosotros.

Beille mantenía una mirada concentrada, bajo su frente cruzada por dos surcos paralelos.

–Tal vez ese mensajero no consiga alcanzarme –respondió–. ¡La campiña estará infestada de cosacos! ¿Qué tendré que hacer entonces?

–Espero que consiga llegar hasta ti –replicó el emperador–, le proporcionaremos una escolta. Pero si el 15 de octubre no tuvieras noticias, podrás forzar la marcha.

–¿Puedo preguntaros, sire, si habéis previsto la composición de la unidad encargada de ejecutar esta misión de demora?

–Evidentemente, he pensado en ello –dijo Napoleón en un tono irritado, golpeando sus botas con la fusta de pomo dorado que blandía en su mano derecha enguantada de blanco–. ¡Evidentemente! ¡Como en todo lo demás, por otra parte! La formarán dos baterías de artillería ligera, proporcionadas por la división Lauriston, y tres batallones de infantería elegidos entre los mejores marchadores. Pienso en los suizos, en los bávaros y en nuestro ejército de los Alpes. Y haré una excepción dejándote el escuadrón de caballería ligera polaca, aunque formen parte de mi guardia. ¿Te va bien eso?

El joven general Beille permanecía abismado en sus reflexiones, planteándose una situación que jamás había imaginado y que, ahora, intentaba prever. Tras una larga vacilación, respondió:

–Me parece, sire, que el dispositivo podría completarse en dos puntos. Primero, la artillería. Para engañar al enemigo, debiéramos ser capaces de hacer mucho ruido y dispersar nuestros disparos. Me parecería deseable una batería más. Luego, la caballería. Sin duda seremos atacados por ambos lados en nuestro recorrido. Un solo escuadrón no sería suficiente para protegernos. Necesitaríamos otro.

–¡En suma, me pides que te confíe toda la Grande Armée –se indignó Napoleón. Luego, tras un momento en el que su respiración se hizo más tranquila, añadió–: Tal vez tengas razón… Te comunicaré mi última decisión mañana, a las seis y media, en el palacio del gobernador, a donde te invito a acudir. Pero te lo repito: hasta entonces, ni una palabra a nadie. Yo mismo voy a ir a pasar la noche en el castillo de Petrovskaia, al norte de la ciudad. Allí suele detenerse el zar cuando va a abandonar la ciudad para dirigirse a San Petersburgo. Eso dará materia de reflexión a los espías, que imaginarán que me dispongo a emprender el mismo camino.

»Regresaré mañana por la mañana para supervisar la organización del desfile, y reuniré por la tarde a los mariscales en el palacio del gobernador para precisar la estrategia de la partida. No olvides que te espero a las seis y media. ¡Buenas noches, general Beille!

El emperador se levantó y esbozó unos movimientos laterales de las rodillas, para acabar con el entumecimiento provocado por su larga inmovilidad. Su ayuda de campo se apresuró y le ofreció el brazo para ayudarle a bajar los tres peldaños.

En el mismo instante, François Beille vio cómo la calesa del emperador, que había estado esperando la señal, dejaba las sombras de la plaza para recoger a Napoleón. Jamás volvería a ver un espectáculo tan extraordinario. En pleno Kremlin, entre las siluetas de las iglesias bizantinas, el emperador se había instalado en su calesa con un tiro de seis caballos. La capota estaba levantada y divisó, sentado junto al cochero, a un civil tocado con un sombrero de copa peludo. Pensó que sin duda se trataba de un intérprete o un guía elegido para indicar el itinerario a través de la ciudad, cuyo cielo nocturno iluminaban todavía los distintos incendios.

Cuando el coche se puso en marcha, pudo observar a los dos oficiales de ordenanza que cabalgaban junto a las portezuelas, y la pequeña escolta de coraceros de la Guardia que precedían y seguían la calesa. Las herraduras de los caballos chasqueaban sobre el adoquinado.

«No –se dijo François Beille–, no, en toda mi vida volveré a ver una imagen tan sorprendente.»

Cruzó la plaza, recuperó el caballo que su ordenanza sujetaba por la brida, montó, ajustó sus estribos y partió por las calles desiertas hacia el palacio, muy próximo, que la intendencia le había asignado como residencia. Daba vueltas en su cabeza a las palabras del emperador, y se preguntaba sobre las medidas que debía tomar para cumplir con su misión.