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Prólogo



El primer chico del que me enamoré acostumbraba a contarme historias de reyes y princesas, de guerra y paz, y de que esperaba convertirse algún día en un caballero de brillante armadura. Viví de lejos sus aventuras nocturnas, observando cómo movía las manos de forma animada mientras me las relataba, y yo adoraba la forma en la que le centelleaban los ojos verdes cuando me reía de sus chistes.

Me enseñó lo que se siente cuando te acarician y te besan con intensidad. Más tarde, me mostró el dolor que te invade cuando se pierde a alguien que ha formado parte de tu vida. Lo único que se le olvidó fue decirme cómo enfrentarme a la forma en que se me encogía lo que me quedaba en el pecho después de que me rompiera el corazón. Siempre me he preguntado si se había saltado esa lección. Ahora en cambio no tengo claro si quizá fue él mismo quien se olvidó de aprenderla o si nunca llegó a sentir nada por mí.



1



Dicen que la mejor manera de seguir adelante es pasar página. Como si pasar página fuera fácil. Como si tratar de atenuar o de borrar tres años de recuerdos, tanto buenos como malos, fuera algo que se pudiera hacer en un día. Yo sé que no es así porque dentro de un par de semanas hará un año, y el recuerdo es tan potente como si él todavía estuviera aquí. Sus chanclas de los Giants de San Francisco todavía están junto al lavabo, donde las dejó. Su olor permanece en algunas de sus camisetas, esas que todavía no me he puesto para dormir. Su presencia es muy poderosa incluso en su ausencia. Pero mientras recorro la casa asegurándome de que he retirado todo de mi vista, sé que, para mí, este es un gran paso adelante en el proceso de pasar página.

Me encuentro en la cocina, escribiendo en la superficie de la última caja lo que contiene en su interior, cuando escucho el tintineo de unas llaves seguido del repiqueteo de unos tacones en el suelo de madera. Otro sonido que echaré mucho de menos, seguramente, cuando deje este lugar.

—¡¿Estelle?! —grita ella con su melódica y suave voz.

—¡Estoy en la cocina! —Me limpio las manos en los vaqueros y me acerco a ella.

—Hola. Ya veo que anoche te ocupaste de casi todo —dice con una triste sonrisa y los ojos brillantes mientras observa el espacio casi vacío. Tiene el mismo pelo rizado y salvaje que su hijo, así como unos similares ojos color caramelo. Cada vez que la veo, me vuelve a doler el corazón.

Me encojo de hombros y me muerdo el interior de la mejilla para no llorar. Haría cualquier cosa para no derramar más lágrimas por esto, en especial porque he conseguido reprimirme durante mucho tiempo. Cuando Felicia me abraza, suelto un lento suspiro y trato de no dejarme llevar por mis emociones. Siempre intento ser fuerte delante de Phillip y de ella. Wyatt era su único hijo y, por duro que resulte para mí haberlo perdido, el vacío que deben de sentir ellos ha de ser todavía más intenso. Por lo general no lloramos cuando nos vemos, ni siquiera cuando viene aquí, pero vender esta propiedad es mucho más que despedirme de una casa. Es decir adiós a las mañanas de Navidad y a las cenas de Acción de Gracias. Es decir en voz alta: «Wyatt, te queremos, pero la vida sigue». Y es así, y esa es una de las razones por las que me siento culpable. La vida continúa, pero ¿por qué tiene que ser sin él?

—Todo irá bien —le aseguro, secándome las mejillas mojadas mientras me alejo de ella.

—Lo sé. Lo sé. Y también sé que Wyatt no querría que nos derrumbáramos por una casa.

—No, sin duda pensaría que somos idiotas por sentirnos de luto por un edificio —convengo con una leve sonrisa. Si fuera por él, la gente viviría en tiendas de campaña y se bañaría bajo el agua de la lluvia.

—Sí. Wyatt habría dado de baja el contrato de electricidad hace dos meses, ya que, total, tú has estado comiendo fuera —agrega.

Negamos con la cabeza, pero aparecen nuevas lágrimas cuando se apagan las risas y el silencio nos envuelve.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte con Phillip y conmigo? —pregunta mientras vamos de habitación en habitación, asegurándonos de que no queda nada. El empleado de la inmobiliaria comenzará a enseñar mañana la casa, y debe mostrar su mejor aspecto a los futuros compradores.

—No. Victor se sentiría muy ofendido si no aceptara su oferta. Posiblemente empezaría a echarme en cara que no quise ir a la misma universidad que él, que no seguía al mismo equipo de fútbol americano que él y que nunca le hice la colada durante la secundaria por aquella apuesta que perdí. Creo que por eso tiene tantas ganas de que me mude con él, ¿sabes?

Veo que a Felicia le tiemblan los hombros cuando se ríe con ganas.

—Vale. Salúdalo de mi parte y dile que está invitado a cenar con nosotros el domingo. ¡Nos encantaría que viniera!

—Claro —replico. Pero mi sonrisa desaparece cuando veo las chanclas de Wyatt en el suelo.

—¿Quieres que me las lleve yo o prefieres conservarlas tú?

—Es que… —Hago una pausa para coger aire de forma temblorosa—. ¿Te las quieres llevar?

No creo que pueda soportar verlas cada día en otro lugar. Ya he decidido guardarme todas las camisetas de Wyatt, y tampoco es que me sirvan sus chanclas, usaba unos cinco números más que yo, pero son sus favoritas. Eran. Eran sus favoritas. Eso es algo en lo que me obliga a trabajar el psicólogo: debo hablar de Wyatt en pasado. A veces me estremezco cuando lo hago, pero cada vez me resulta más fácil. Durante un tiempo estuve viviendo esa falsa realidad en la que Wyatt estaba de viaje o algo por el estilo. Le encantaba viajar solo y dejar que otras culturas diferentes inspiraran sus cuadros. Tardé más de un mes en comenzar a aceptar que no iba a volver. Después de tres, y por consejo de mi terapeuta, comencé a meter sus pertenencias en cajas para que no supusieran un constante recordatorio.

Tenerlas fuera de mi vista tampoco me sirvió de mucho. La casa en sí misma me recordaba a él, y no podía hacer desaparecer el estudio de arte. Tenía que aprender a vivir sin él. Seis meses después, fui capaz de entrar y salir de ambos lugares sin que el corazón se me encogiera en el pecho. Y ahora, cuando ya ha pasado un año, creo que estoy preparada para pasar página. Si la repentina muerte de Wyatt me ha enseñado algo, es que la vida es muy corta y que tenemos que exprimirla al máximo. Es algo que comprendo, pero algunos días sigue costándome un mundo seguir adelante.

—Cariño, ya sabes que todo lo que dejó es tuyo ahora —me recuerda Felicia. Ni siquiera me doy cuenta de que estoy llorando hasta que siento el sabor salado de las lágrimas en los labios. Intento agradecérselo, pero las palabras se me quedan bloqueadas en la garganta por el nudo que parece vivir allí de forma permanente.

Nos abrazamos después de lanzar una última mirada a mi alrededor, y le prometo que la veré el domingo. Lanzo un último vistazo por encima del hombro mientras me acerco al coche, donde permito que el corazón se me encoja una última vez antes de sentarme detrás del volante para alejarme. Los recuerdos…, la sensación de bienestar…, el pasado…, todo se convierte en una imagen distante en el espejo retrovisor al dirigirme a casa de mi hermano. Estoy repasando mentalmente la lista de cosas que tengo que hacer en el momento en el que el timbre del móvil interrumpe mis pensamientos.

—Hola, ¿qué tal ha ido? —me pregunta Mia a modo de saludo.

—No demasiado mal. Un poco triste, sí, pero no horroroso.

—Lamento no poder haber podido acompañarte. ¿Ha ido Felicia a recoger parte de las pertenencias de Wyatt? ¿Qué tal está?

—Bien. Parece estar bien.

—¿Sigue en pie lo de salir mañana por la noche? —pregunta Mia, metiendo el dedo en la llaga.

—Mientras se trate de ir a un solo pub, sí. No estoy de humor para ir de bar en bar ni esas cosas de universitarios que te gusta hacer a ti.

Mia no ha dejado atrás su lado más salvaje al graduarse y comenzar a vivir la vida de adultos. Por mucho que me guste pasar un rato con ella, atacar a mi hígado con una insana cantidad de agua después de haberlo ahogado en alcohol la noche anterior es algo que no puedo llevar a cabo cada fin de semana, como ella.

—Vale, no iremos de bar en bar. El sábado por la mañana tengo un brunch y no me puedo permitir el lujo de ir hecha una mierda, así que nos lo tomaremos con calma.

—¿Una cita? —me intereso frunciendo el ceño mientras detengo el coche en el camino de entrada de mi hermano.

—Es una cita a ciegas. Se llama Todd. Es restaurador en The Pelícano. Maria parece pensar que podemos formar una pareja perfecta —responde, haciendo sonar las erres de forma exagerada para imitar a su amiga italiana.

—Mmm… No me parece haber oído hablar de ningún Todd —digo.

Mia y yo somos amigas desde que tengo uso de razón. Nuestras madres fueron amigas íntimas en el colegio y, más tarde, sus maridos también se hicieron inseparables. Para consternación de nuestras madres, fue evidente desde el principio que la historia no se iba a repetir, dado que a Mia seguían gustándole los chicos malos y a mí los más reservados.

—¡Mierda! Esperaba que sí lo conocieras. ¿Acaso no conoces a todo el mundo relacionado con el arte? ¿Todd Stern? —insiste con una nota de esperanza en la voz.

Me río, porque no está tan lejos de la verdad. Wyatt y yo abrimos Paint it Back — estudio y galería de arte— hace un par de años, y entre nuestros amigos había tanto artistas como galeristas. Si añadimos a eso las conexiones de Mia en el mundo de la fotografía, prácticamente conocemos a todo el mundo. Bueno, es obvio que a todos no.

—No. ¿Rob no lo conoce?

—¡No pienso preguntarle! Ya sabes que mi hermano es un bocazas. Luego se lo contará a mi madre, y comenzarán a planificar mi boda con un tío al que todavía no he visto.

Me rio, pero sé que tiene razón.

—Bueno, pues yo no lo he oído mencionar nunca.

—Maria me ha dicho que acaba de mudarse desde San Francisco, por eso se me ha ocurrido que lo conocerías. Un chico nuevo en la ciudad, ya sabes.

—Mia, esto no es el instituto.

—En realidad sí, es justo como el instituto. Lo que me hace pensar que si no hemos sabido nada de él hasta ahora, probablemente sea porque es feísimo.

—Seguramente tengas razón —le digo con una risa.

—Mierda… Stefano ya ha llegado para la sesión. Avísame si necesitas que me pase luego por casa de Vic. ¡Te quiero!

Cuelga mientras me estoy despidiendo, así que guardo el móvil y apago el motor. Me examino la cara con rapidez en el espejo retrovisor para asegurarme de que tengo el rímel intacto y me paso los dedos por el ondulado pelo castaño, que me recojo en una coleta. El único sonido que oigo mientras me acerco a la casa con la última maleta es el sonido de la grava debajo de mis pies, y las olas en la playa, a poca distancia.

La anticipación me hace vibrar cuando me agacho para buscar la llave de repuesto debajo del felpudo y abro la puerta. Llamo a mi hermano en cuanto traspaso el umbral en dirección al salón, porque doy por hecho que tiene el coche aparcado en el garaje. No recibo ninguna respuesta, así que subo las escaleras hasta la habitación de invitados. El dormitorio principal, que es el que usa él, está abajo, algo más conveniente para un soltero de veintiocho años, ya que la cocina y el salón —con una pantalla plana descomunal— están a solo unos metros de la puerta de su habitación. Cuando entro en el cuarto que me corresponde, me quedo sorprendida por lo que veo. No solo me ha hecho la cama con las sábanas nuevas que compré el otro día, sino que además ha pintado las paredes en un precioso tono gris perla que no puede gustarme más.

Dejo el bolso sobre la cama y me dirijo al balcón que hay en la habitación. Esos miradores son una de las características que más me gustan de esta casa, y lo que me volvió loca cuando mi hermano estaba pensando en comprarla. Hay uno en cada habitación del segundo piso, y dos en la parte de atrás, hacia la playa. Cuando salgo al balcón, me vibra el móvil con un mensaje de texto de Vic, diciéndome que estará aquí dentro de un par de minutos. Mientras respondo, me acerco a un caballete que no estaba aquí la última vez que lo visité. Lo rodeo y veo un mensaje escrito por Vic con letras enormes en el bloc de dibujo: «Bienvenida a casa, gallina», y más abajo, el dibujo de una gallina del que solo se sentiría orgulloso un crío de cinco años. Estallo en carcajadas antes de hacerle una foto, que envío a Mia y a mi madre, ya que son las únicas que lo entenderán. Mi hermano comenzó a llamarme así cuando yo era pequeña y tenía miedo a la oscuridad, como la mayoría de los niños de cinco años, y por alguna razón, se me quedó ese apodo. Probablemente porque cada vez que me llamaba así suponía un desafío, un reto para que no retrocediera.

Paso la página del cuaderno de bocetos y dejo una hoja en blanco ante mí antes de concentrarme en el mar. Clavo los ojos en los diferentes tonos azules que brillan bajo la luz del sol: el cerúleo, el aguamarina y el azul oscuro como la medianoche. Es una imagen que no se puede ignorar. Que me hace recordar lo pequeña que soy en el gran esquema de las cosas. Lo diminutos que somos todos. No sé cuánto tiempo me quedo allí, contemplando la vista. Respirando. Disfrutando en la lengua del sabor a sal que trae la brisa que me envuelve. En ese momento, noto una mano en el hombro y pego un brinco, sobresaltada.

—¡Joder, Victor! —suelto mientras me llevo las manos al pecho.

—¿Te gusta el regalo? —me pregunta con una sonrisa antes de abrazarme.

—Sí, idiota —respondo sonriente mientras le doy una juguetona palmada en el pecho.

—¿Idiota? Te hago el mejor regalo del mundo ¿y me llamas idiota? El dibujo de la gallina es horrible, ¿verdad?

—Ya sabes que odio ese apodo. —Lo sigo al interior de la casa y bajo las escaleras detrás de él—. ¿Dónde está la comida? Tengo hambre.

—Pronto llegará. Voy a cambiarme de ropa —añade—. Luego tengo que volver a trabajar.

—¿Vas a regresar al bufete?

—El caso en el que estoy trabajando es un puto lío. La mujer de ese tipo quiere quedarse en el divorcio con todo lo que él tiene. No sé cuándo se darán cuenta los deportistas de que necesitan un acuerdo prenupcial blindado.

—Oh… —Me estremezco. Es algo que había discutido con Wyatt cuando nos comprometimos, y teníamos grandes diferencias al respecto cada vez que salía a colación. Aunque lo normal era que a un artista no le importaran cuestiones materiales, Wyatt era rico y tenía mucho éxito. Cuando cumplió treinta y tres años, llevaba años vendiéndole pinturas a un nutrido grupo de ricachones. Esas mismas personas lo habían convencido que casarse sin un acuerdo prenupcial significaría enfrentarse a un divorcio horrible.

Un golpe en la puerta me hace girar sobre los talones. Mientras me acerco para abrir, pienso en lo estúpido que fue discutir por eso. Cuando Wyatt murió ni siquiera estábamos casados, y, total, sus padres han insistido en que me quede con todo lo que quiera. Son mayores, mucho más de lo que serán los míos cuando yo tenga la edad que tenía Wyatt cuando murió, y disfrutan de su propia riqueza. Según ellos, no necesitan ese dinero para nada, y me pertenece por derecho, ya que yo soy la propietaria del cincuenta por ciento de Paint it Back. Sin embargo, por desgracia, eso forma parte del pasado. No quiero pensar más en nada relacionado con eso en este momento, este es mi nuevo comienzo.

La idea dibuja una sonrisa en mi cara que no desaparece cuando abro la puerta, aunque se transforma con rapidez en una expresión de sorpresa absoluta al ver al hombre que está allí, vestido con una bata verde y unos pantalones blancos de médico. Está mirando hacia abajo, tratando de limpiarse las zapatillas deportivas, por lo que el pelo color arena le cubre la mayor parte del rostro. Solo puedo distinguir la mandíbula fuerte y la mitad de los labios carnosos, pero lo reconozco de inmediato. Cuando por fin levanta la vista, sus ojos verdes me recorren de abajo a arriba hasta que se encuentran con los míos. Entonces sonríe de esa forma lenta y depredadora que siempre me ha dejado sin aliento.

—Bean —susurro, haciendo que curve más los labios y que aparezcan sus hoyuelos.

—Hola, Elle —responde. Aprieto el pomo de la puerta con más fuerza. Hace tanto tiempo que no lo veo que había olvidado el sonido de su voz—. Aquí está la comida.

Poso la mirada en las bolsas que sostiene entre las manos y doy un paso atrás para abrir un poco más la puerta.

—¡Ah, sí! No esperaba verte por aquí.

—Ha pasado mucho tiempo —reconoce, deteniéndose frente a mí al entrar. Cierro la puerta, pero dejo de respirar por completo cuando inclina la cabeza hacia delante y me roza la mejilla ligeramente con los labios. Hago todo lo posible para no percibir ese familiar aroma suyo que siempre me ha hecho perder la cabeza—. Me alegro de volver a verte —asegura mientras se aleja. La forma y el brillo de sus ojos cuando lo dice consiguen que me dé un vuelco el corazón. ¿Cómo es posible que todavía pueda provocar esa reacción en mí? E incluso después de la muerte de Wyatt. Odio eso.

— Yo también me alegro de verte — susurro.

Lo sigo al interior.

Aunque no es cierto. Con los años, aprendí muchas cosas sobre Oliver Hart, pero solo hay una que valga la pena recordar: es malo para mí.



2



—¡Estás fabulosa! —me dice Mia cuando me reúno con ella en el pub que ha elegido para nuestro encuentro semanal.

—Lo mismo digo, milady —respondo con un gesto que la hace reír. Se ha puesto un vestido de estilo victoriano con un bustier que hace que parezca que sus pechos están a punto de salirse por arriba. Lleva suelta la larga melena rubia, aunque se la ha retirado de la cara.

—Qué idiota eres… He quedado con mis padres y con Rob para hacer una sesión familiar de fotos de Halloween que pueda exhibir en el estudio el mes próximo y no me ha dado tiempo a cambiarme antes de venir. —Se vuelve hacia la camarera—. Dos Lemon drop, por favor.

—¿De qué demonios te has disfrazado? ¿De reina Victoria? —pregunto mientras miro por debajo de la mesa cómo es el resto de su atuendo. Cuando me incorporo, veo que me observa como si me hubiera vuelto loca, y me doy cuenta de que no sabe quién es la reina Victoria.

—¡No! Soy Cersei Lannister.

—Ohhh… —replico antes de dar un sorbo al cóctel que acaba de traerme la camarera.

—Rob se ha disfrazado de Jamie.

—¿Qué? —pregunto, al tiempo que devuelvo la mitad del trago a la copa.

La burbujeante carcajada que escapa de sus labios se hace cada vez más fuerte.

—Te lo juro —asegura, cogiendo aire—. ¡Tendrías que haber visto la cara de mi padre!

Robert es el hermano de Mia. Su gemelo. Y…, como resulta evidente, ninguno de los dos es normal.

—Estáis enfermos. ¿Qué os han dicho tus padres? —pregunto, riéndome con ella.

—Mi madre no sigue Juego de tronos, pero mi padre se quedó horrorizado cuando descubrió de quién nos habíamos disfrazado. No quiere que mi madre envíe las tarjetas de Halloween que dijo que iba a hacer, aunque es la primera vez que nos hacemos fotos disfrazados desde que Rob y yo teníamos unos ocho años. Ella se ha vestido de Mary Poppins y mi padre de Bert.

—Qué monos… Sin embargo, vosotros dos sois muy raros —murmuré—. Háblame de ese chico, de Todd. ¿Has averiguado algo más sobre él?

—Se apellida Stern…

—Tiene nombre de abogado o algo así —la interrumpo.

Mia pone los ojos en blanco.

—Es contable.

—Pensaba que era restaurador.

—No sé en qué estaba pensando Maria. Te lo juro, a veces creo que no entendemos igual el idioma.

—¿Por qué? —insisto, tratando de no reírme.

—Es la quinta cita que ha tratado de arreglarme… ¡y es un maldito contable! ¿Te parezco el tipo de chica que saldría con un contable?

—Bueno, no, pero tampoco tienes el mejor gusto del mundo cuando se trata de hombres, así que quizá esta vez no resulte tan mal.

—Cambiando de tema —dice de repente, arrastrando las palabras antes de terminar la bebida y hacer una seña para que nos traigan dos más—. ¿Qué tal la primera noche en casa de Vic?

Solté un largo suspiro…

La primera noche en casa de Vic había sido desgarradora, solitaria, rara, triste, feliz, extraña…

—No estuvo mal. —Me encojo de hombros.

Mia pone la mano sobre la mía para evitar que dibuje líneas con el dedo sobre la mesa.

—Que no haya estado mal no significa que haya estado bien, Elle —dice, reclamando mi atención.

—Sin embargo, me siento bien —respondo con el ceño fruncido.

—No es necesario que seas fuerte todo el tiempo, ¿sabes? Está permitido que te derrumbes un poco. Ha muerto el amor de tu vida, vas a vender la casa en la que habéis vivido juntos y te has mudado con tu hermano. Son muchas cosas juntas. Es normal que no estés bien. No pasa nada si te coges unos días en el trabajo si lo necesitas.

—Hace ya un año de su muerte. Y ya hice un descanso en su momento —le recuerdo. Después de la muerte de Wyatt, estuve dos meses sin ir a trabajar, aunque eso no significó que me quedara encerrada todo el tiempo. Incluso me fui a vivir con mis padres un par de semanas para alejarme de la casa. No podía soportar los recuerdos ni estar allí sin él, pero no se puede dar la espalda a los problemas y esperar que desaparezcan solos. Sencillamente las cosas no funcionan así. Así que regresé a casa y asimilé que él no iba a regresar. Fui a un psicólogo y lo superé como pude, pero ya no quiero vivir en esa casa… Eso es todo—. A veces me siento como si fuera una bruja por vender la casa —confieso finalmente—. Como si quisiera borrarlo de mi vida o algo así.

Mia me aprieta la mano.

—Oh, cielo… Nadie piensa que estés tratando de hacer eso. Tienes que seguir adelante. Eres joven, inteligente, tienes mucho talento y eres divertida. No puedes enterrarte en vida por culpa de un fantasma.

Clavo los ojos en los de ella.

—No me he enterrado en vida. Pero no quiero forzar nada. Si conozco a alguien, lo conozco y punto; y si no lo hago, no lo hago. —Mia ha intentado organizarme dos citas a ciegas en los últimos meses. Incluso Felicia intentó convencerme para que fuera a una de ellas, pero todavía no estaba preparada. No creo que lo esté aún, a pesar de lo que todos piensan. Incluso mi propia madre me empuja a quedar con alguien, como si otro hombre fuera capaz de hacer desaparecer mi dolor como por arte de magia.

—Elle…

—Solo estoy diciendo que no me importa salir en este momento. Además, no necesito un hombre. Me encanta estar sola.

—Elle…

—Lo digo en serio, de verdad. Y ahora vengo de casa de Vic, algo que pensaba que iba a ser como un campamento de verano o algo así, y la mayor locura es que va Oliver y aparece cuando todavía no hacía ni quince minutos que yo me había instalado allí, lo que en realidad es como si…

—¡¿Has visto a Oliver?! —grita Mia, haciendo que la gente de nuestro alrededor se vuelva para mirarnos.

Asiento antes de darle un sorbo a la bebida.

—¿Qué ha ocurrido? ¡Oh-Dios-mío! ¡Cuéntame! ¿Qué ha pasado cuando te vio allí? ¿Sabía que se iba a encontrar contigo? ¿Victor te lo había advertido de antemano? ¡Joder! —suelta Mia, casi chillando.

—Esta es la razón por la que no quería mencionártelo.

Me mira.

—Empieza a soltarlo todo ya. Ahora mismo. Quiero enterarme de cada detalle de lo que ha ocurrido. ¿Sigue estando tan bueno?

—¿Tú qué crees? —la pico, antes de soltar una breve carcajada.

—Creo que habrá envejecido como un buen vino. ¿Sigue llevando el pelo largo? Su melena me ponía cachonda… —dice, abanicándose con una mano.

—¿Te ponía cachonda su pelo? Sí, todavía lo lleva largo. No tanto como antes, pero lo suficiente. —Lo digo antes de darme cuenta de lo mal que suena, no por las palabras en sí, sino por las imágenes que me aparecen en la mente, de cuando se lo peinaba con los dedos.

—Bueno, hay que reconocer que estaba muy bueno. ¿Cómo ha sido volver a verlo? —se interesa.

—Para él, creo que igual que en los viejos tiempos. Para mí… No sé, fue…

—¿Como en qué viejos tiempos? ¿Antes de Oliver o después de Oliver? —vuelve a interrumpirme.

—Hazme preguntas más fáciles, Colombo.

—No puedes soltar algo así y luego no darme los detalles. ¡No juegues conmigo! —se queja.

—Vale. Encontrarme con él ha sido… incómodo. Me he sentido como si me hubieran tendido una emboscada, a pesar de que estaba allí, ante mí, con las bolsas de la comida. Nos ha traído sándwiches y sushi.

Mia me mira fijamente.

—Entonces está claro que él sabía que estarías allí.

Me encojo de hombros. Sí, obviamente estaba al tanto de mi presencia si había llevado comida suficiente para que los acompañara y comiera con ellos, pero no sabía cuánto tiempo hacía que conocía ese dato. No es que el sushi fuera un plato difícil de encontrar en Santa Bárbara, pero aun así… Ni a Victor ni a Oliver les gusta especialmente el pescado crudo, pero es mi comida favorita. Soy capaz de devorarlo en cualquier momento y en cualquier lugar.

—No se lo he preguntado —reconozco en voz baja—. En realidad no llegamos a hablar mucho más allá de su residencia en el hospital y de mis esculturas.

—¿Te ha preguntado por los corazones? —susurra por lo bajo.

Asiento, moviendo la cabeza.

—¿Le has contado por qué los has hecho?

—Claro que no —replico en tono burlón—. No soy tan valiente.

Compartimos una pequeña y patética sonrisa de comprensión antes de abandonar el tema.

—Bueno, ¿y qué tienes pensado hacer este fin de semana?

Me pongo a explicarle lo que voy a hacer los próximos dos días y nos relajamos, concentrándonos en ese tema. Hablaría de cualquier cosa con tal de dejar de hacerlo de Oliver Hart.



3



Me pongo a preparar el estudio, colocando lienzos en blanco en todos los caballetes mientras recorro la estancia. El sábado por la noche organizo lo que llamo noches de mujeres, y hoy será esta la primera parada de las chicas de una despedida de soltera. La dama de honor se pasó antes para traer una botella de vino para que la pusiera a enfriar, así como un cd con la música que querían oír. Mi participación se limita a una presentación al comienzo de la fiesta, y no me involucro en nada más. Por lo general, pagan para divertirse y cotillear con sus amigas; lo último que quieren es que les diga cómo usar los pinceles cuando se pongan a realizar sus creaciones.

A las siete, voy al cuarto de baño y me retoco el maquillaje. Me gusta cómo voy. He elegido una blusa roja con encaje negro en las mangas, stilettos negros y unos vaqueros ajustados en los que el año pasado no hubiera soñado que podía meter el culo. Al oír pasos, me alejo del espejo y voy hasta el amplio espacio abierto, acercándome a la parte delantera de la galería con una sonrisa. Aunque estoy preparada para saludar, me detengo en seco cuando veo a Oliver allí, mirando una de las pinturas de Wyatt.

Hoy no va de uniforme, así que supongo que tiene el día libre. Me fijo en los vaqueros, que se ciñen perfectamente a sus caderas estrechas, y en la camisa azul. Lo ha combinado con una chaqueta formal oscura, muy tipo GQ, que diría Mia. Imagino que va camino del encuentro que ha mencionado Vic de la pandilla. Me ha dicho claramente que esta noche iban a un bar deportivo, lo que supone un mensaje claro: vamos a salir hoy con las chicas con las que estamos follando actualmente para que no nos acusen de querer solo sexo, y es mejor que quedemos en grupo, en un bar deportivo, para que sepan que no se trata de nada serio.

—Hola, ¿qué haces aquí?

Oliver me mira fijamente después de volverse hacia mí.

—Cada vez que te veo estás más guapa, ¿cómo lo consigues?

Me reprimo para no reaccionar como sé que él quiere, concentrándome en la pintura que está contemplando. Es un cuadro donde aparece un ojo oscuro con alas de mariposa como pestañas, que observa cómo me mira Oliver y escucha a escondidas mientras coquetea.

—Pasaba por la zona y se me ha ocurrido venir a ver cómo es esto. Espero que no te importe —explica mientras se acerca.

—Jamás se te había ocurrido antes —replico en voz baja, aunque las palabras gritan en mi interior. Nunca ha hecho el menor esfuerzo para venir a ver el estudio antes, y eso que le envié una invitación para la gran inauguración de la galería hace unos años.

La mirada de Oliver es tan seria e intensa que hace que me estremezca interiormente, pero me contengo. Me reprimo ante lo que me atrae hacia él como un imán. Pero él da un último paso y se detiene justo delante de mí.

—Debería haberlo hecho —confiesa. Su voz es un ronroneo que me impulsa a cerrar los ojos. Aunque no cedo. Giro la cara para mirar hacia otro lado, hacia el ojo que sigue mirándonos, juzgándonos. Trago saliva antes de volver a hablar, intentando asegurarme de que mi voz suene más calmada de lo que la siento.

—¿Por qué has venido ahora?

—¿Has terminado ya aquí? —pregunta mientras mira a su alrededor.

—En realidad ni siquiera he empezado. Hoy tengo una despedida de soltera. —Todavía no he acabado de hablar cuando abre la puerta una rubia con un vestido negro muy corto. Sus cinco amigas la siguen de cerca, todas vestidas de negro menos una, que lleva un modelo blanco y una tiara. Sonrío—. Bueno, aquí están.

—¡Hola! —saluda Gia, la dama de honor que se ha puesto en contacto conmigo, sonriendo.

—Oh, Dios mío…, ¿él está incluido? —dice una de las chicas—. ¿Va a ser nuestro modelo esta noche?

Oliver se ríe por lo bajo y les brinda una sonrisa que hace que todas las mujeres presentes menos una se sonrojen de una forma ridícula. Imagino que a esa no le gustan los hombres, porque esa es la sonrisa que hace que se desmayen todas las chicas que la ven.

—Por desgracia para ti, no. Este es mi amigo, Oliver, y ya se iba a una cita —explico mientras mis ojos se encuentran con los suyos, que brillan de diversión—. Chicas, podéis pasar a la sala contigua, enseguida estoy con vosotras. Gia, todo está sobre la mesa.

—Muchas gracias —dice de forma efusiva mientras pasa a mi lado. La siguen todas las demás, mirando a Oliver sin cortarse un pelo. Estoy a punto de pedirle que algún día de estos se quede aquí quieto, como parte de la exposición. Quizá eso consiga que haya más movimiento en la galería.

—Entonces… —suelto, dirigiéndome a él otra vez.

—He venido a preguntarte si esta noche querrías unirte a nosotros —explica, bajando una octava el tono de voz mientras alarga el brazo para enroscar uno de mis rizos en un dedo.

—¿Por qué? —pregunto en voz baja, dando un paso atrás y obligándole a soltar el mechón.

—Porque necesitas salir por la noche —asegura en tono firme mientras baja la mirada de mis ojos a mis labios.

Retrocedo un paso más, de repente necesito que haya más distancia entre nosotros.

—Ayer ya salí.

—Conmigo no.

Me inunda el cerebro el recuerdo de la última vez que me dijo esas palabras, mientras él sonríe como si tuviera asientos reservados en la primera fila de mis pensamientos, donde interpreta uno de los papeles principales.

—Tengo que dejarte —me disculpo—. Están esperándome.

Asiente al tiempo que mete las manos en los bolsillos. Mientras hace esto, se mira los pies y levanta la cabeza un poco, para estudiarme con los ojos entrecerrados. Es tan sexy y seductor que mi corazón se acelera, lo que me hace sentir más incómoda por momentos. Vuelvo a estudiar el cuadro de Wyatt intentando aplastar esas sensaciones, pero no lo consigo. Permanece allí, agitando mi corazón entre el anhelo y una extraña sensación de culpa.

—Quizá en otro momento —sugiere con los ojos clavados en los míos.

—Quizá…

—Es un sitio muy chulo, Elle. Has hecho un buen trabajo.

—Gracias. Sin embargo, casi todo fue cosa de Wyatt. —La sonrisa de Oliver desaparece. Observo impasible cómo sube y baja su nuez mientras se traga el orgullo. Luego asiente.

—Los dos habéis hecho un gran trabajo —rectifica—. ¿Vic te ha dado mi número como le pedí?

—No lo he visto mucho —replico. Es mentira, he visto a mi hermano esta mañana, y también esta noche, pero no ha mencionado ni una sola vez el número de teléfono de Oliver.

—Se me ha ocurrido que quizá te lo había dado, pero que no lo habías querido usar.

—¿Para qué querría usarlo? —pregunto. Miro por encima del hombro hacia el estudio cuando oigo que las chicas estallan en carcajadas.

—Podría ser bueno que hicieras algunos cambios —responde, encogiéndose de hombros.

Lo miro boquiabierta.

—¿Sería bueno qué? —repito atónita.

Nos miramos el uno al otro en silencio. Yo espero sin decir nada a que corrija sus palabras mientras él aguarda a que lo desafíe por lo que ha dicho. Ninguno de los dos da el primer paso y, personalmente, prefiero dejarlo pasar. Recuerdo que las chicas de la despedida de soltera están esperándome y me aclaro la garganta.

—Vale, bien, estoy segura de que ya nos veremos. Diviértete esta noche. —Fuerzo la despedida con un gesto de la mano antes de darme la vuelta para ir al estudio.

—¿Te gustaría venir por la unidad de pediatría del hospital un par de veces por semana? —Sonríe cuando me vuelvo hacia él con una ceja arqueada, instándolo a continuar.

—Se me ha ocurrido que quizá podrías enseñar a pintar a los niños o algo así. Sé que te gustan ese tipo de cosas —aclara. Pero visitar el hospital significaría volver a estar conectada con Oliver de alguna manera otra vez—. Estoy muy ocupado terminando la residencia, así que yo no podría ser de ayuda —continúa como si presintiera mis dudas—, pero tengo una amiga que puede ayudarte a perfilar los detalles.

—Por supuesto. Llámame y dime qué día le iría bien. —Me doy la vuelta una última vez antes de entrar en la habitación llena de chicas emocionadas, con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces me doy cuenta de algo: ha sido Oliver el que me ha hecho sonreír así. Los recuerdos de todas las veces que ha conseguido que curve los labios de esa manera me bombardean de repente y, de golpe, mientras miro a mi alrededor, contemplando a todas esas mujeres felices que celebran la vida y el amor, siento ganas de llorar. Pero no lo hago. Oliver no tiene el derecho a hacerme llorar. Ya no.



4



El domingo por la mañana me despierto con unos ruidos metálicos y me levanto de la cama atontada, para darme de bruces con una conmoción.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto a Vic bostezando.

—¡Joder! Me has dado un susto de muerte. Todavía no me he acostumbrado a que estés aquí —responde mientras se inclina para recoger una sartén del suelo.

—Por lo menos vas medio decentemente vestido —comento con los ojos clavados en los pantalones cortos de baloncesto, azules y blancos—. ¿Qué estás haciendo? —repito.

Suspira.

—Vale… Va a ser incómodo de todas formas —susurra en voz baja—. Tengo a una chica en mi habitación y estoy preparándole el desayuno.

Me cubro la boca para no reírme ante la idea de que Vic cocine algo que valga la pena comer y asomo la cabeza por la esquina de la pared, mirando hacia su habitación.

—No sé si estará vestida —agrega con rapidez.

Abro mucho los ojos.

—Quizá deberías decirle que estoy aquí.

—Sí, estaba pensando que voy a tener que hacerlo… Estás cortándome el rollo para lo que tenía planeado con ella —afirma, mirando a su alrededor.

Me cubro los oídos con las manos.

—No añadas nada más. Me voy a duchar e iré a desayunar con Mia.

Vic suelta una carcajada que hace que le brillen los ojos.

—No es necesario…

—¡Shhh…! No digas nada más.

Subo las escaleras y cojo la ropa antes de meterme en el baño con intención de prepararme tan rápido como sea humanamente posible. En realidad no se me había ocurrido nada por el estilo con respecto a lo que supondría compartir hogar con mi hermano.

Cuando salgo de la casa, pensando en el correo electrónico desesperado que le voy a enviar ya a mi agente inmobiliario, veo que he recibido dos mensajes de texto de un número desconocido.

«Este es mi número. Oliver».

Lo guardo en la agenda antes de leer el siguiente mensaje.

«Jen quiere saber si el martes es un buen día para que te pases por el hospital. Ha conseguido que le cedan una sala vacía, y la puedes usar para los cursos de pintura».

Después de mirar la agenda para la semana, organizo las citas de forma que me quede libre ese día, aunque tampoco es que tenga tanto lío.

«El martes me va genial. Dile que te diga a qué hora le conviene más y a dónde tengo que dirigirme cuando llegue».

No espero ninguna respuesta, porque son solo las nueve de la mañana, es domingo, y la mayoría de la gente de nuestra edad que no tiene hijos está durmiendo a estas horas, pero mi teléfono vuelve a sonar cuando estoy entrando en la cafetería.

«Se lo preguntaré y te digo algo. ¿Nos vemos más tarde?».

Intento recordar si me he perdido algo, pero no se me ocurre nada.

«¿Si nos vemos dónde?».

«En casa de Vic».

«No sabía que ibas a pasarte por allí».

«Tarde de fútbol».

Frunzo el ceño al leer eso, y me doy cuenta de cuánto tiempo hace que no veo con ellos los partidos de la liga de fútbol americano un domingo por la tarde.

«Vic sigue olvidándose de que estoy viviendo con él de forma temporal».

«Oh… oh…».

«Digamos que he tenido que vestirme y salir de casa mucho antes de lo que me gusta hacer los domingos».

«Ja, ja, ja… Lo siento. ¿Dónde estás ahora?».

«A punto de desayunar».

«¿Quieres venir aquí? Puedes dormir un rato».

Me quedo paralizada, mirando fijamente la pantalla mientras espero que ponga algo más, lo que sea.

«No conmigo, claro».

Empiezo a escribir un mensaje, pero lo elimino cuando aparece el siguiente.

«Vale, resulta incómodo. Si no me respondes ya, te voy a llamar».

Me vibra el teléfono en la mano un momento después, y aprieto el botón verde para responder al tiempo que me aclaro la garganta.

—No quería que pareciera una insinuación —me dice. ¡Oh, su voz! Dios, adoro su voz profunda y sensual; siempre suena como si acabara de despertarse.

—Vale, vale… Está bien. Gracias.

—No creo que hayamos hablado nunca por teléfono —agrega.

—No, creo que no —respondo sin añadir otras muchas cosas que se cuelan en mis pensamientos. «Porque eres gilipollas, porque te marchaste, porque soy la hermana pequeña de tu mejor amigo, porque no eres capaz de mantener una relación ni aunque tu vida dependa de ello…».

—Bien, pues ya lo estamos haciendo. De acuerdo, solo quería asegurarme de que no te lo tomabas como una insinuación. Es decir, a menos que quieras, claro, y eso me parece bien también. —Gimo para mis adentros ante la risa que detecto en su voz.

—Oliver…

La carcajada que sale por el altavoz del móvil hace vibrar mi cuerpo. Odio que lo consiga sin ni siquiera proponérselo.

—Solo estoy de coña, Elle. De todas formas, ¿por qué, ya que estamos, no nos haces guacamole para acompañar unos nachos?

—¿Quieres que os haga salsa para nachos?

—¿Es azul el cielo?

—Si lo pides educadamente, Oliver, puede que haga guacamole, pero si sigues comportándote como un capullo, acabaré colgándote.

Suspira profundamente.

—Estelle Reuben, mi persona favorita del mundo mundial, ¿puedes hacerme guacamole esta tarde? Con extra de aguacate.

Sonrió al oír sus palabras, aunque no debería. «No, no deberías». Me recuerdo a mí misma que es peligroso. Esto es lo que te hace cada-puta-vez.

—Vale.

Oigo un portazo donde quiera que él esté, seguido de un montón de crujidos que terminan en un profundo suspiro.

—Y en el caso de que estés cansada, ya sabes, tienes un sitio para dormir en mi cama.

—Gracias por la oferta, pero nos vemos luego.

Cuelgo con el sonido de su risa en los oídos y guardo el móvil antes de concentrarme en el sándwich de huevo, ya frío, que he pedido. Cuando termino de desayunar, doy un breve paseo hasta el estudio y cierro la puerta al entrar. Echo un vistazo a las pinturas que cuelgan en las paredes blancas, preguntándome si debería reorganizarlas. Muchas son de Wyatt, pero la mayoría las han realizado artistas locales que me han llamado la atención a lo largo de los años. Algunas son mías, aunque esas no las tengo expuestas en la parte principal de la galería. La parte delantera la reservo para los artículos que tengo a la venta, y las únicas creaciones que he puesto a la venta son mis corazones. Los realizo con trozos rotos de cristal, como los caleidoscopios. Por eso los llamo «corazones caleidoscópicos».

Fui a la universidad con la idea de convertirme en profesora de arte, pero nunca me he sentido segura al respecto. Cuando le conté a Wyatt que quería enseñar pero que no me veía ganándome la vida en un campo tan exigente, me sugirió la idea de crear Paint it Back, añadiendo que, de esa forma, mi creatividad tendría una vía de escape, y, si quería, podría impartir seminarios para niños. A través del estudio, pusimos en marcha un programa de verano para que asistieran chicos más mayores, después de que acabara el curso, en los que enseñarles diversas disciplinas artísticas. Comenzó como una manera de que no estuvieran en las calles, de que enfocaran sus energías en otras cosas, pero cuando comenzaron las clases en otoño, seguimos organizando actividades para grupos pequeños.

Cuando estoy colocando lienzos nuevos en los caballetes para la clase del lunes por la tarde, me empieza a sonar el móvil.

—Elle —me saluda mi hermano alegremente, como si no me hubiera casi echado de su casa hace un par de horas—, me he olvidado de decirte que luego vendrán algunos amigos.

—¿Ah, sí?

—Sí, a eso de las doce. ¿Crees que puedes hacernos guacamole?

Tuve que reprimirme para no gruñir ante su petición.

—Claro. ¿Cuántos seréis?

—Mmm… Bean, Jenson, Bobby y yo… Eso es todo.

—Entonces, ¿hago para cuatro? —pregunto.

—Sí, cuatro.

Parpadeo mientras me pregunto si me va a incluir o no.

—Bueno, cinco, si te quedas tú —rectifica con rapidez, aclarándose la garganta.

—¿Quién es Bobby? ¿Ese tipo con el que trabajas?

—Sí, es una nueva adquisición. Te caerá bien, es genial.

—Tan genial como tú, seguro… —murmuro. Mi hermano y sus colegas son frikis de cómics disfrazados de deportistas. Tiene el mismo grupo de amigos desde primaria, y no es frecuente que se incluya a alguien en una pandilla tan unida. Me imagino que si el tal Bobby está invitado, debe de encajar en la misma descripción que el resto.

—Y puedes decirle a Mia que venga también, si quieres —agrega con condescendencia.

—¿Quieres tener a Mia y a Jenson juntos en la misma habitación? No, gracias.

Vic se ríe.

—¿No lo ha superado todavía?

—¿Que él la dejó para volver con su ex? Lo dudo. —Arqueo una ceja mientras desempaqueto unos pinceles nuevos y los pongo en los recipientes plateados que hay junto a cada caballete.

—Jenson es idiota —asegura Vic—. Por otra parte, ella no es demasiado brillante. Ya sabes por qué no te he dejado salir nunca con uno de mis amigos.

Me detengo, con el material en la mano, y me apoyo en el borde de la encimera.

—¿Y eso por qué lo dices exactamente?

Se ríe, una risa profunda y sentida que me habría hecho sonreír en otras circunstancias.

—Venga, Elle… Como si no los conocieras…

Sus palabras me hacen estremecer. Los conozco. A uno en particular lo conozco muy bien.

—De todas formas, nos vemos luego. Llegan a las doce para la previa, así que…

—Sí, tranquilo, Vic, lo he pillado. Tus aperitivos estarán preparados antes. ¿Ya se ha ido esa chica?

—Sí, ya se ha ido. La he invitado a cenar el miércoles. Oliver y Jenson vendrán también con unas… amigas. Entonces podrás conocerla.

Tomo nota mental para desaparecer el miércoles por la noche y le digo a Vic que nos veremos más tarde. Regreso lentamente hasta la galería, y noto que uno de mis corazones caleidoscópicos está torcido, así que lo enderezo. Una revista que cubrió en su momento un evento de la galería describió mis corazones como «piezas desgarradoras, conmovedoras y hermosas». Este, en concreto, está expuesto, pero no en venta. Fue uno de los primeros que hice, y Wyatt siempre se negó a deshacerse de él. Utilicé muchos trozos de material púrpura para realizar esta pieza en particular, y cada vez que el sol incide en ella, un montón de haces color violeta rebotan contra las paredes.

—Si alguien trata de comprártelo, diles que igualaré el precio y lo doblaré —me había dicho con una sonrisa.

Comienzan a llenárseme los ojos de lágrimas mientras me quedo allí quieta, mirando la forma en la que la luz rebota en los cristales sin dejar de pensar en Wyatt. Me seco los ojos, respiro hondo y salgo de allí, cerrando la puerta con firmeza. Cuando llego a casa de Vic, escucho correr el agua en la ducha. Abro una botella de vino mientras hago el guacamole, vertiendo la crema de judías negras en el fondo, el aguacate en el medio y la crema agria en la parte superior. Cuando termino de hacer una fuente enorme, saco el robot de cocina que le regalé a mi hermano hace tres Navidades —y que todavía no ha estrenado— y empiezo a preparar albóndigas. Después, me bebo el último sorbo de vino, voy a mi habitación y me dejo caer en la cama.