STONEHENGE

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Título original: Stonehenge

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición: diciembre de 2000

Primera edición en e-book: febrero de 2018

© Éditions Phébus, Paris, 1988

© Traducción del francés: Manuel Serrat Crespo, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2017

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ISBN: 978-84-350-4709-8

En memoria de Bill Moir 1943-1998

1943-1998

Las arboledas de los druidas han desaparecido; tanto mejor:

Stonehenge sigue ahí; pero, ¿qué diablos es?

Lord Byron, Don Juan

Canto XI, verso XXV

NOTA HISTÓRICA

Sin duda resulta evidente que todos los personajes y deidades de esta novela son ficticios. El Stonehenge que conocemos lo constituyen las ruinas de un monumento erigido a finales del tercer milenio a. C., el inicio de la Edad de Bronce en Gran Bretaña, y no tenemos documentos de reyes, jefes, cocineros o carpinteros de esa era. No obstante, ciertos detalles de la novela se basan en investigaciones arqueológicas. Se encontró a un arquero con una lámina de piedra atada a la muñeca para protegerla de la cuerda del arco, enterrado junto a la entrada noreste de Stonehenge, y había muerto a causa de tres flechazos, evidentemente disparados a corta distancia. Los tres rombos de oro, la hebilla del cinturón, los cuchillos, el hacha y la maza ceremonial se descubrieron en uno de los túmulos funerarios más próximos al monumento, y hoy en día están expuestos en el Devizes Museum. Ratharryn es lo que en la actualidad llamamos Durrington Walls, y su enorme terraplén constituye una de las grandes hazañas del hombre neolítico, aunque actualmente sea poco más que una sombra en el suelo. Probablemente hubo dos templos dentro del terraplén, y un tercero, que hoy en día se llama Woodhenge, justo al otro lado, y todos esos santuarios estaban cerca de Stonehenge, que aquí hemos denominado Viejo Templo o Templo del Cielo. Cathallo es Avebury, el gran túmulo donde los guerreros de Camaban ultrajaron los huesos, está en West Kennet; el pequeño templo al cabo del sendero sagrado es el Santuario, y el Túmulo Sagrado, claro está, es la colina de Silbury; todos estos lugares pueden visitarse todavía. Drewenna es Stanton Drew, Maden es Marden y Sarmennyn es el sudoeste de Gales. En Stonehenge las «piedras lunares» se denominan ahora Piedras de Posición y la «piedra solar», Piedra Angular. El término henge, que en inglés hace referencia a una piedra suspendida o colgante, se ha evitado deliberadamente en la novela porque en aquellos tiempos no habría tenido significado alguno. En un principio, los sajones aplicaron esta palabra únicamente a Stonehenge porque sólo este monumento tenía piedras colgantes, o lo que es lo mismo, dinteles; pero con el paso del tiempo se ha ampliado su significado para incluir cualquier monumento que se conserve del neolítico y los comienzos de la edad del bronce.

¿Qué es Stonehenge? Ésa es la pregunta que se plantean la mayoría de los visitantes, y el emplazamiento no ofrece muchas pistas para dar con una respuesta diferente de la que propuso R. J. C. Atkinson en su impresionante libro Stonehenge. «Hay una respuesta breve, sencilla y perfectamente correcta: no lo sabemos, y probablemente no lo sepamos nunca.» Tal afirmación es más bien desalentadora, pues, sin la más mínima idea de su uso y propósito, no es posible apreciar las piedras en todo su esplendor. Podemos reconocer el inmenso trabajo que supuso transportar y erigir el monumento, cabe maravillarse ante el hecho de que se construyera algo semejante, pero si no somos capaces de atisbar la mentalidad de sus constructores, en cierto modo resulta carente de sentido.

Sin duda alguna es un lugar de culto, pero ¿culto a qué? La respuesta más generalizada es que el templo de Stonehenge está alineado con el punto por el que sale el Sol en el solsticio de verano, y tal convencimiento ha dado pie a que se haga uso del monumento de un modo completamente erróneo. La Orden de los Druidas, recientemente resucitada, celebra allí sus ceremonias cada solsticio, a pesar de que Stonehenge no tuvo nada que ver con los druidas, cuya cultura floreció mucho después de que el monumento hubiera caído en desuso y que, en cualquier caso, probablemente preferían llevar a cabo sus rituales en santuarios protegidos por la oscuridad del bosque. Sin duda, la alineación con el Sol naciente del solsticio existe, pero no es la única en Stonehenge. John North, en su sugerente libro Stonehenge, Neolithic Man and the Cosmos, defiende con argumentos arrolladores la teoría de la alineación con el Sol poniente del solsticio de invierno, y resulta que en Stonehenge el Sol sale en el solsticio de verano por un punto del horizonte nororiental casi diametralmente opuesto al punto del horizonte suroccidental por donde se pone el Sol en el solsticio de invierno (en el 2000 a. C. la diferencia entre las dos alineaciones era de menos de medio grado), de modo que cualquier monumento alienado con uno señalizará forzosamente el otro; y, ya que ambos acontecimientos son importantes en el ciclo anual de las estaciones, cabe sospechar que ambos se conmemoraban con sus correspondientes rituales.

El profesor North también sugiere que los acontecimientos celestes no se observaban mirando hacia fuera desde el interior del monumento, sino más bien mirando hacia dentro desde fuera. Sin duda, ambos métodos de observación eran posibles; cualquiera que quisiese la mejor perspectiva de la salida del Sol en el solsticio de verano desearía estar en el centro del monumento, pero en el solsticio de invierno el observador preferiría hallarse fuera del templo y mirar a través de su centro. El eje principal, la línea que se prolonga desde el sendero a través del monumento, parece ser la característica astronómica fundamental que señala la salida del Sol en verano y el ocaso en invierno. Las cuatro Piedras de Posición, de las que quedan dos, estaban alineadas con acontecimientos lunares primordiales, pero constituyen un rectángulo y sus dos lados más cortos son paralelos al principal eje solar del monumento.

Lo que plantea la pregunta acerca de la necesidad de un monumento tan complejo. Después de todo, si lo único que hacía falta era señalar los extremos observados de los trayectos de la Luna y el Sol, se podría haber hecho con cuatro o cinco piedras. Pero lo mismo ocurre con religiones más recientes. A Dios, se nos asegura, se le puede adorar con la misma eficacia en torno a una mesa de cocina que en una iglesia, pero argumento semejante difícilmente justificaría la demolición de la catedral de Salisbury. Y las catedrales nos dicen algo respecto a Stonehenge. Si, de aquí a cuatro mil años, los arqueólogos descubrieran los restos de una catedral, es posible que hicieran toda clase de deducciones a partir de las ruinas del edificio, pero su primera y más obvia conclusión sería que está encarada al Sol naciente, de lo que colegirían, razonablemente, que la cristiandad adoraba a un dios del Sol. En realidad, la alineación de este a oeste de la mayoría de las iglesias cristianas no tiene nada que ver con el Sol. Aun así, se propugnaría la teoría de que el cristianismo era una religión solar (mientras que la profusión de crucifijos sin duda convencería a nuestros arqueólogos del futuro de que los cristianos llevaban a cabo horrendos sacrificios humanos), y lo que nunca se sospecharía es el amplio abanico de actividades (bodas, coronaciones, funerales, misas, oficios, conciertos) que se celebraran en el edificio. Lo mismo ocurre con Stonehenge. Vemos las alineaciones solar y lunar con claridad suficiente (y confiamos en que, a diferencia de nuestros hipotéticos arqueólogos del futuro, no estemos del todo equivocados al respecto), pero no alcanzamos a dilucidar qué otras actividades se llevaban a cabo entre las piedras.

Stonehenge, por tanto, debió de haber sido un centro de culto utilizado para distintas actividades espirituales, pero que, no obstante, guardaba relación con acontecimientos solares de gran relevancia, acontecimientos que debían ser importantes para la religión que allí se practicaba, fuera cual fuese. Sin embargo, Stonehenge no salió de la nada. El monumento que vemos no es más que la última etapa de un proceso muy largo que llevó cientos de años. Y los restos de ese proceso están dispersos por toda Gran Bretaña. La mayor parte de estas edificaciones denominadas henges son recintos formados por terraplenes y zanjas. Se trata de un concepto bastante sencillo que sugiere la delimitación de un espacio sagrado, pero se fue complicando por medio de la adición de postes de madera dentro de los círculos que, casi con toda seguridad, se utilizaban para la observación de fenómenos astronómicos. Con el tiempo, esos círculos de postes de madera fueron haciéndose más habituales hasta que hubo por toda Gran Bretaña numerosos monumentos circulares de troncos: auténticos bosques de postes arracimados en anillos concéntricos dentro de terraplenes de tierra. En el mismo Stonehenge había un templo de madera de esta clase, otro al norte, en lo que se conoce como Woodhenge, al menos dos más en la cercana región de Durrington Walls y un cuarto, Conebury Henge (el «Pabellón Funerario»), apenas kilómetro y medio al sudeste de Stonehenge.

Más adelante se sustituyeron algunos postes de madera por piedras, y esos círculos de piedra son los que vemos hoy en día. Van del norte de Escocia al sur de Inglaterra, pasando por el oeste de Gales. Algunos son círculos dobles, otros tienen senderos de acceso y otros cuentan con «nichos» como los de Avebury; no hay dos iguales, y sin embargo, dos de ellos, apenas a treinta kilómetros de distancia el uno del otro, destacan por su complejidad: Avebury y Stonehenge. Por tanto, no es de sorprender que esos monumentos constituyan el punto culminante de la tradición de construcción de templos en el sur de Gran Bretaña (en el norte y el oeste se harían nuevos templos durante otro millar de años), y esa tradición no cuesta tanto trabajo entenderla. El hombre neolítico construía sus templos sobre todo como círculos y los utilizaba para observar fenómenos astronómicos íntimamente relacionados con sus creencias religiosas. La diferencia entre, pongamos por caso, las Piedras de Rollright en Oxfordshire y Stonehenge en Wiltshire es evidente, un monumento es sencillo y el otro una exquisita e impresionante obra de ingeniería, y sin embargo, en el fondo, ambos son iguales.

¿Por qué se construyeron con forma de círculo? La respuesta más fácil sería decir que el momento de su aparición constituye el fin de una larga tradición de construcción de templos, aunque eso sería una petición de principio. En ocasiones el hombre neolítico prefería erigir hileras de piedra, como la de Carnac en Francia o las hileras más pequeñas de Dartmoor. A veces construía misteriosos terraplenes que se prolongan a lo largo de kilómetros en el campo (el Stonehenge Cursus, justo al norte del monumento, constituye un buen ejemplo). Sin embargo, en un número abrumador de ocasiones, se decidía por un templo circular, y lo que habitualmente se aduce es que el círculo reflejaba los cielos, el horizonte o la naturaleza de la propia existencia. Sea como fuere, no parece muy probable que una tradición tan sólida se base únicamente en la metáfora; sin duda, es más verosímil que la metáfora reforzara un fin pragmático, como podría ser que los primeros adoradores de las religiones de los henge querían observar los fenómenos que ocurrían en los cielos. John North sugiere que empezaron con los largos túmulos, esas extrañas tumbas que todavía se ven por muchos lugares de Gran Bretaña, y que los constructores de los túmulos utilizaban la cresta de los montículos como un horizonte artificial a través del que contemplaban estrellas, planetas, el Sol y la Luna. Los postes de madera fijaban sus observaciones. Sin embargo, un túmulo sólo es útil para actividades de observación semejantes desde cualquiera de los dos lados de su largo eje, mientras que un terraplén circular, un henge, se puede utilizar a placer para cada cuadrante del cielo y el interior del henge constituye un lugar muy apto para colocar los postes que indican los fenómenos observados, de modo que así se inició la tradición de los templos circulares. Por tanto, cuando los constructores erigieron Avebury y Stonehenge, trabajaban en el marco de una tradición, sólo que estaban llevando esa tradición a nuevos niveles de excelencia. Sin duda, buscaban causar impresión. Es posible que a Dios se le pueda adorar alrededor de una mesa de cocina, pero es más probable que quien entra en una catedral se vea imbuido de un temor reverencial, ya que los constructores realizaron una obra maravillosa que trasciende lo cotidiano; lo mismo ocurre con Stonehenge y Avebury. Son templos proyectados para hacerse eco del pavoroso misterio de lo desconocido. Es cierto que el hombre neolítico podría haber señalizado la posición del ocaso en el solsticio de invierno con un par de postes de madera de escasa altura, pero los postes no habrían producido el mismo efecto que se experimenta al acceder a Stonehenge por su sendero de entrada y ver la negrura amenazante de los mojones adintelados en el horizonte. Luego llegaría el escalofriante momento en que la tierra quedaba cubierta por la larga sombra proyectada por las piedras, y en el centro de esa sombra había un último rayo de sol que iba a caer sobre la Piedra Angular. La sombra y el lívido haz de luz constituyen el mayor logro de los constructores de Stonehenge.

Pero del mismo modo que la catedral (término que se deriva de la palabra latina cathedra, que hace referencia al cargo o la dignidad de los caudillos de la iglesia) no está construida para un evento tan poco frecuente como la entronización de algún obispo, Stonehenge no se construyó sólo para los momentos supremos del años solar. Debió de servir de escenario a muchos ritos, una buena cantidad de ellos derivados de la tradición milenaria de la construcción de henges. No sabemos cuáles eran esos ritos, pero, teniendo en cuenta que lo que la humanidad pide a los dioses no cambia gran cosa, podemos suponerlo. Habría ritos de muerte (funerales), de sexo (bodas), rituales de paso (bautismo, primera comunión o confirmación), para la celebración del poder secular (coronaciones o grandes acontecimientos), así como los servicios habituales que siguen conmemorando el año ritual. Sin duda, algunas de esas actividades tenían más relevancia entonces que ahora, los ritos curativos, por ejemplo, o las ceremonias relacionadas con el año agrícola. El mejor estudio que he encontrado acerca de lo que podía haber detrás de dichos ritos está en el libro de Aubrey Burl Prehistonc Avebury, ya que ese monumento también se construyó para satisfacer todas las necesidades religiosas de una comunidad. Stone-henge realizaba la misma función, pero, a diferencia de Avebury, también acentúa la puesta de sol en el solsticio de invierno, y eso sugiere que el templo abordaba asimismo la muerte: la muerte del viejo año y las esperanzas de resurgimiento con el nuevo.

La muerte parece estar íntimamente ligada a los henges. Cerca del centro de Woodhenge se enterró a un niño con el cráneo partido de un hachazo. En Avebury hay tumbas (como la de la enana tullida en la zanja), del mismo modo que las hay en Stonehenge. La existencia de dichas tumbas, por no hablar de las evidentes alineaciones celestiales, constituyen un argumento en contra de esa teoría tan de moda de que la diosa de la Tierra era la deidad central y que regía una pacífica sociedad matriarcal ajena a la corrupción de los violentos dioses masculinos. Hay pruebas más que suficientes de la asociación de violencia y muerte con los monumentos como para que esa ingenua argumentación resulte cierta. Los monumentos no son cementerios, aunque el hecho de que, durante parte de su historia, Stonehenge se utilizó como depósito para cenizas de cadáveres incinerados pudiera dar esa impresión; pero los entierros que se realizaban en los henges ofrecen todos los indicios de haber sido rituales: tal vez sacrificios inaugurales o otras muertes (como la del arquero en Stonehenge) que coincidieron con algún momento crítico en la historia del templo. Todo parece indicar que se dejaban los cadáveres dentro de los monumentos para que los procesos naturales se encargaran de la carne y que luego se recogían los huesos y se enterraban en otro lugar. En la Europa medieval se creía que cuanto más cerca era uno enterrado de las reliquias de un santo, que por lo general se guardaban en los altares de las iglesias, menos tardaría en llegar al cielo el día del Juicio (especulación que dependía de que uno se viera atrapado en la estela ascendente del santo); es posible que algo similar ocurriera con los grandes henges que, como Stonehenge, se encuentran entre formaciones de túmulos funerarios. Esta congruencia de templo y tumbas reafirma la idea de que los megalitos circulares se veían como una conexión entre este mundo y el otro al que iban los muertos, un mundo que, casi con toda seguridad, se creía que era el cielo, porque, mucho antes de que hubiera ninguna edificación como los henges, las tumbas estaban alineadas con el Sol, la Luna o estrellas importantes. El mejor ejemplo lo constituye la magnífica tumba neolítica de Newgrange, en Irlanda, donde te del solsticio de invierno penetraran en la cámara mortuoria. Este asombroso monumento, que ha sido esplendorosamente restaurado, se construyó al menos doscientos años antes de que se erigieran el terraplén y la zanja más sencillos en Stonehenge, lo que indica que la relación entre los muertos y el cielo ya estaba consolidada para el cuarto milenio a. C.

Pero la historia de Stonehenge se remonta al octavo milenio a. C. Por aquel entonces no había círculo ni piedras, sólo una hilera de enormes postes de pino, tal vez maderos totémicos, erigidos en el claro de un bosque (el emplazamiento de tres de los cuatro postes lo marcan hoy en día unos círculos blancos pintados en el aparcamiento, pero en el futuro, si se logra presentar Stonehenge como es debido, tal vez se conmemoren de un modo más adecuado). No sabemos prácticamente nada de los postes, aparte de que parecen muy grandes para haber formado parte de un edificio, y nada en absoluto acerca de las fuerzas utilizadas para alzarlos, ni de por qué se escogió aquel lugar en concreto. Tampoco sabemos cuánto duraron. Cinco mil años después, en torno al 3000 a. C., se inició la construcción del megalito que conocemos. Al principio no era más que una zanja circular con un alto terraplén dentro de la misma y un terraplén de menor altura en torno a ella, y dentro de este terraplén de mayor altura había un círculo de agujeros al que se dio nombre en honor a su descubridor, el anticuario del siglo XVII John Aubrey. Los Agujeros de Aubrey constituyen otro de los misterios de Stonehenge. Hay cierta controversia en torno a si los agujeros sostenían o no postes, pero, en caso de que fuera así, hace ya tiempo que desapareció cualquier rastro de ellos y todo indica que los cincuenta y seis agujeros se rellenaron poco después de su excavación, lo que no hace más que complicar el misterio. Algunos agujeros contienen los restos de incineraciones, pero no todos, y lo cierto es que no tenemos muchas pistas acerca de su fin. Cabría culpar a los Agujeros de Aubrey de la popular teoría de que Stone-henge era un «dispositivo de predicción de eclipses»; es cierto que se pueden predecir los años de los eclipses a través de complejas combinaciones de estacas en torno a los cincuenta y seis agujeros, pero parece una hipótesis muy poco probable. Si funcionaba, ¿por qué se abandonaron los agujeros? Y, ¿cómo es que no se copió el sistema en otros monumentos?

Poco después de hacerse el círculo, aparecieron los primeros postes de madera en su centro y en la entrada noreste que está encarada hacia el lugar por donde sale el Sol en el solsticio de verano. Este henge de madera, semejante a los que hay cerca de Durring-ton Walls o al recién descubierto templo de madera que se alzaba en Stanton Drew, duraron cientos de años, aunque algunos eruditos creen que hacia mediados o finales del tercer milenio antes de Cristo el templo cayó en desuso. Después, tal vez doscientos años más tarde, se recuperó. Las Piedras de Posición y unas cuantas más en la entrada principal se colocaron primero. Casi con toda seguridad, la Piedra Angular (la piedra solar) se contaba entre esos primeros mojones erigidos y todavía está en pie, aunque ladeada. Los visitantes no reparan mucho en ella, y sin embargo probablemente era la piedra clave de todo el templo. Durante un breve espacio de tiempo, el templo no fue más que una sencilla disposición de piedras erguidas poco más notable que infinidad de templos semejantes, pero entonces ocurrió algo excepcional. Se trajeron piedras azules (así denominadas por su tenue matiz azulado) del lejano oeste de Gales que se erigieron en un doble círculo, y parece muy probable que algunas de esas piedras llevaran dinteles.

Las piedras azules constituyen otro misterio. No hay mojones adecuados en la llanura de Salisbury, razón por la que las piedras del monumento hubieron de trasladarse desde puntos muy lejanos, pero, ¿por qué desde las montañas de Preseli en Pembrokeshire? En las colinas cerca de Avebury, unos treinta kilómetros hacia el norte, había una fuente casi inagotable de mojones, y sin embargo los constructores de Stonehenge trajeron piedras que estaban a 215 kilómetros de distancia (en realidad, más lejos incluso, pues la topografía les obligó a seguir una tortuosa ruta hasta su emplazamiento). Fue una hazaña asombrosa, aunque algunos teóricos han intentado restarle importancia, aduciendo que la acción de los glaciares depositó las piedras azules en la llanura de Salisbury durante una era glacial. Es una teoría muy conveniente, pero para confirmarla habría que encontrar otras piedras azules en algún otro punto de la llanura o sus inmediaciones, y eso no ha llegado a ocurrir. La explicación más sencilla, por asombrosa que pueda parecer, es que los constructores querían precisamente esas piedras y fueron a por ellas.

El viaje habría sido casi imposible de realizar por tierra, ya que la ruta desde las montañas de Preseli hasta la llanura de Salisbury está plagada de pronunciados valles que habrían tenido que cruzar, de modo que los arqueólogos coinciden casi con unanimidad en que las piedras se transportaron principalmente por mar. También coinciden en que las piedras (que pesan entre dos y siete toneladas) se trasladaron sobre canoas de troncos ahuecados, unidos por una plataforma también de madera sobre la cual iría amarrada la piedra. Se sugieren dos rutas: la primera, rumbo al sur hacia Lands End y luego hacia el este siguiendo la costa sur hasta la ensenada de Christ-church, desde donde las piedras habrían remontado el Hampshi-re Avon (el «río de Mai») hasta algún lugar cerca de Stonehenge. La ruta alternativa, que yo prefiero, es un viaje marítimo más breve por el canal de Bristol para después remontar el Somerset Avon (el «río Sul»), cruzar una divisoria de aguas y continuar por río. Cualquiera que haya navegado por el Canal de la Mancha, y específicamente por las aguas entre Cornwall y Hampshire, sabrá de los muchos peligros que presenta esa costa, entre los que destacan las imponentes corrientes rápidas que se producen al comprimirse las mareas debido a la angostura de promontorios como Start Point o Portland Bill. Mientras que un viaje en torno al sudoeste de Gran Bretaña sin duda se toparía con obstáculos de cariz tan formidable, un trayecto por el canal de Bristol contaría con la ventaja de una fuerte marea y vientos favorables. No hay pruebas de que los britanos neolíticos poseyeran velas, pero sabemos que dicha tecnología ya se utilizaba en el Mediterráneo en torno al 4000 a. C., de modo que parece probable que dos milenios después ya hubiera llegado a Gran Bretaña. Un viaje por el canal de Bristol, con la ayuda de velas y la ventaja de las mareas primaverales, podría haberse llevado a cabo con presteza y sin ninguno de los imponentes peligros de la ruta más larga hacia el sur en torno a la península córnica.

Pero, fuera como fuese, el impresionante viaje se llevó a cabo y después ocurrió algo más extraordinario incluso. Los constructores, tras haberse tomado el inmenso trabajo de realizar el transporte de las piedras entre las poblaciones que corresponden a las actuales Pembrokeshire a Wiltshire, decidieron que su nuevo templo, todavía inacabado, no les satisfacía. Se quitaron todas las piedras (excepto, probablemente, la Piedra del Altar, que he llamado piedra madre, y que también llegó de Pembrokshire, de la ribera del río Clewydd cerca de Milford Haven) para sustituirlas por los mojones más prominentes que vemos hoy en día: las piedras sárcenas. «Sárcena» no es un nombre técnico, sino un sobrenombre, tal vez derivado de «sarraceno», que denota lo extraño de aquellas grandes losas de piedra arenisca de tono gris. Las piedras que constituyen Stonehenge llegaron de las colinas al este de Avebury y hubieron de trasladarse a rastras a lo largo de más de treinta kilómetros hasta la posición que ocupan hoy en día. No fue un trayecto tan notable como el de las piedras azules, pero aun así constituye un logro increíble, ya que las sárcenas eran mucho más grandes y pesadas (la de más peso alcanzaba las cuarenta toneladas). También están entre las piedras más duras de la naturaleza, y sin embargo los constructores tallaron los inmensos mojones para erigir cinco altísimos trilitos y el círculo de sárcenas con su impresionante anillo de treinta dinteles levantados hacia el cielo. También reorganizaron las piedras en la entrada principal, de las cuales sólo queda una, la llamada Piedra de Sacrificio, que está en posición yacente y es probable que no tuviera nada que ver con ninguna clase de sacrificio. Se le dio este nombre debido a una mancha rojiza en la su superficie que se atribuyó a sangre de otros tiempos, pero no es nada de mayor dramatismo que metal oxidado disuelto por agua de lluvia. Es en este punto donde termina la novela.

¿Podría haberse culminado todo el proceso durante la vida de un hombre? Es posible, y las fechas que reflejan los análisis por radiocarbono (derivados en su mayor parte de los fragmentos de picos de cuerna abandonados en los agujeros de las piedras) son lo bastante escasas y confusas como para no descartar esa posibilidad, pero la mayor parte de los estudiosos considerarían más verosímil un período mucho más largo. Sea como fuere, yo no comparto la opinión de que la construcción de Stonehenge fuera una tarea pausada. Hay pruebas de que algunas piedras se erigieron con prisa (están colocadas en agujeros sin profundidad suficiente para sostenerlas, mientras que un proceso concienzudo habría exigido ir a la busca de otra piedra como sustitución), y la inalterable naturaleza humana sugiere que, cuando se aborda una gran tarea, cunde la impaciencia por verla terminada. Estoy convencido asimismo de que la distribución de las piedras sárcenas de Stonehenge delata la presencia de un arquitecto. Es posible que los dinteles y trilitos fueran copias de originales de madera, pero el monumento es no obstante único y osado, lo que sugiere que alguien lo diseñó, y sin duda ese diseñador debía estar ansioso por ver su proyecto terminado. Por todas estas razones, sospecho que la construcción se realizó en menos tiempo de lo que se supone habitualmente.

Sin embargo, Stonehenge no quedó acabado con la colocación de las grandes sárcenas. En un momento dado, no sabemos a ciencia cierta cuándo, se realizaron a golpe de martillo grabados de hachas y dagas en algunos pilares. Más adelante, poco después del 2000 a. C., volvieron a traerse las piedras azules descartadas. Mientras que algunas se colocaron en un círculo dentro del anillo de sárcenas, el resto se dispusieron en forma de herradura dentro de los trilitos. Con eso acabó el proceso de edificación, y las ruinas que vemos hoy en día son los restos de aquel Stonehenge, aunque doscientos o trescientos años después del regreso de las piedras azules se cavaron nuevos agujeros para un doble anillo de piedras nuevo por completo que habría rodeado el círculo de piedras sárcenas adinteladas. Pero esas piedras no llegaron a erigirse. Fue más o menos por aquel entonces cuando el sendero sagrado, la avenida de entrada que en su mayor parte ha quedado reducida a la nada por la acción de los arados, se prolongó en una amplia curva hasta la ribera del río. Entonces, en torno al 1500 a. C., parece ser que se abandonó el templo definitivamente, y desde entonces ha ido erosionándose y decayendo.

He mencionado la considerable deuda de gratitud que tengo con el libro de John North Stonehenge, Neolithic Man and the Cosmos (HarperCollins, 1997), de cuyas teorías tomé prestada la configuración del abandonado henge de piedras azules. Los libros de Aubrey Burl me han resultado igualmente útiles, sobre todo The Stonehenge People (J. M. Dent, 1987) y Prehistoric Avebury (Yale

University Press, 1979). La mejor introducción al monumento la constituye la minuciosa y profusamente ilustrada obra de David Souden Stonehenge, Mysteries of the Stones and Landscape (English Heritage, 1997). También estoy en deuda con The Making of Stonehenge (Routledge, 1993), de Rodney Castleden, y con la suntuosa, engorrosa y carísima Stonehenge in its Landscape, Twentieth-century Excavations, editada por R. M. J. Cleal, K. E. Walker y R. Montague (English Heritage Archaeological Report 10, 1995). War Before Civilization (Oxford University Press, 1996), de Law-rence Keely, me resultó de inmensa ayuda. Se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero las imágenes de Rex Nicholls que ilustran las portadillas de los capítulos de este libro valen mucho más. Quiero darle las gracias a él y a Elizabeth Cartmale-Freedman, que me aportó su valiosa investigación acerca de cosechas y condiciones de vida a finales del neolítico, así como sobre hallazgos de otras excavaciones arqueológicas. Los errores de juicio y las majaderías se me deben atribuir exclusivamente a mí.

¿Qué hace que Stonehenge sea tan especial? Hay quien se lleva un chasco al ver las ruinas. Nathaniel Hawthorne, al acudir desde su Nueva Inglaterra natal a visitar las ruinas a mediados del siglo XIX, escribió que Stonehenge «no merece la pena verse [...] es un espectáculo de extrema pobreza; y cuando estaba entero debía de ser menos pintoresco incluso que ahora». Tal vez, aunque la mayoría de quienes lo visitan encuentran las piedras impresionantes. Para algunos constituyen el nexo, a través de diez mil años, de un punto de nuestra planeta con los anhelos espirituales de toda la humanidad. Para otros es el prodigio de los dinteles, único para su época y aún pasmoso en su osadía arquitectónica. Que haya sobrevivido el monumento constituye en sí un milagro; con el paso de los años, mientras que algunas piedras se rompieron o fueron trasladadas a otros lugares para utilizarse en proyectos de construcción, a otras, insuficientemente sepultadas, las derribaron las tormentas. Sin embargo, el templo se mantiene en pie en la actualidad. Los nombres de sus dioses se han olvidado y la naturaleza de sus rituales sigue siendo un misterio, pero, aun así, constituye todavía un santuario consagrado a aspiraciones que no podemos argumentar por medio de la tecnología o el esfuerzo humano. Que así sea por mucho tiempo.

STONEHENGE

Saban y Derrewyn fueron hacia el este a través del río Mai, luego hacia el norte más allá del asentamiento hasta llegar a un lugar donde el valle era estrecho y escarpado y la espesura de los árboles se arqueaba muy por encima del cauce del río. La luz del sol salpicaba el suelo a través de las hojas. La llamada de los guiones de las bandadas de codornices en los campos de trigo hacía rato que había callado, y ahora no oían sino el murmullo del agua del río, el susurro del viento, el garrapatear de pezuñas de ardilla y el aleteo entrecortado de algún pichón que alzaba el vuelo entre las hojas más altas. Mientras que las orquídeas se tornaban de color púrpura entre la hierbabuena a la orilla del agua, el aroma de las campanillas ya casi marchitas impregnaba las sombras bajo los árboles. Los martines pescadores sobrevolaban con destellos brillantes el río donde las crías de polla de agua chapaleaban entre los juncos.

Saban llevó a Derrewyn a una isla en el río, un lugar en el que se alzaba una espesura de sauces y fresnos sobre una ribera cubierta de hierba crecida y tupido musgo. Vadearon la corriente hasta la isla, se tumbaron sobre el musgo y Derrewyn observó las burbujas que aparecían en el agua cubierta de hojas allí donde las nutrias perseguían peces. Se acercó una liebre a la ribera opuesta, pero salió corriendo antes de beber porque Derrewyn lanzó un suspiro de admiración demasiado sonoro. Entonces a la chica le entraron ganas de pescar, así que cogió la nueva lanza de Saban y se metió en las aguas menos profundas. De vez en cuando asestaba un lanzazo a una trucha o una dorada, pero siempre fallaba.

–Apunta debajo del pez –la instruyó Saban.

–¿Debajo?

–¿Ves cómo se tuerce la lanza bajo el agua?

–Sí, ésa es la impresión que da –dijo, volvió a probar suerte, falló de nuevo y se echó a reír. La lanza era pesada y se cansó, de modo que la lanzó sobre la orilla y se quedó allí de pie dejando que el río fluyera en torno a sus rodillas bronceadas–. ¿Quieres ser jefe de estas tierras? –le preguntó a Saban al cabo de un rato.

–Eso creo, sí –asintió él.

Derrewyn se volvió para mirarle.

–¿Por qué?

Saban no tenía respuesta. Se había acostumbrado a la idea, nada más. Su padre era jefe y, aunque eso no suponía necesariamente que uno de sus hijos fuera a ser el siguiente jefe, la tribu los tendría en cuenta antes que a ningún otro, y ahora Saban era el único que podía sucederlo en el cargo.

–Creo que quiero ser como mi padre –dijo con tiento–. Es un buen jefe.

–¿Qué hace que alguien sea buen jefe?

–Debe mantener con vida a la gente durante el invierno –explicó Saban–, hay que talar los bosques, juzgar las disputas con equidad y proteger a la tribu de los enemigos.

–¿De Cathallo? –inquirió Derrewyn.

–Sólo si Cathallo nos amenaza.

–No lo hará. Me aseguraré de ello.

–Ah, ¿sí?

–Le caigo bien a Kital. Uno de sus hijos será el siguiente jefe y son mis primos, y a ellos también les caigo bien. –Le miró con timidez, como si eso fuera a sorprenderlo–. Insistiré en que seamos amigos –dijo con decisión–. Es una estupidez ser enemigos. Si los hombres quieren luchar deberían hacerlo contra los extranjeros. –De pronto le salpicó con agua–. ¿Sabes nadar?

–Sí.

–Enséñame.

–Basta con que te tires –la animó Saban.

–Me ahogaré. Una vez se ahogaron dos hombres en Cathallo y nos costó varios días encontrarlos, y además estaban muy hinchados. –Fingió estar a punto de perder el equilibrio–. A mí me pasará lo mismo. Quedaré hinchada y mordisqueada por los peces y será culpa tuya porque no me quisiste enseñar a nadar.

Saban se echó a reír y se despojó de su nueva túnica de piel de lobo. Hasta pocos días antes acostumbraba a ir desnudo en verano, pero ahora se sentía incómodo sin la túnica. Se apresuró a meterse en el agua, que estaba deliciosamente fría bajo los árboles, y se apartó a nado de Derrewyn en dirección a un profundo remanso donde el agua rielaba en oscuras ondas. Sin dejar de mover los brazos para mantener la cabeza fuera del agua, una vez hubo llegado al centro del remanso se volvió para llamar a Derrewyn, pero, para su sorpresa, comprobó que ya estaba allí, muy cerca de él. Se echó a reír al ver su expresión de asombro.

–Aprendí a nadar hace mucho tiempo –confesó, y acto seguido cogió aire, metió la cabeza bajo el agua y se dio impulso con las piernas desnudas para pasar buceando por debajo de Saban. Ella también iba en cueros.

Saban volvió chapoteando a la isla, donde se tumbó boca abajo sobre la hierba. Contempló zambullirse y nadar a Derrewyn y no apartó la vista cuando llegó a la orilla del río y empezó a salir lentamente del agua con el largo cabello moreno liso y empapado. A Saban le pareció la mismísima Mai, diosa del río, que salía del agua con una hermosura pasmosa, y entonces se arrodilló junto a él e hizo que un escalofrío le recorriera la piel de la espalda, allí donde su cabello entró en contacto con las cicatrices de las quemaduras en sus omóplatos. Permaneció quieto por completo, consciente de su tacto, pero sin osar moverse por si la asustaba. Para esto le había pedido que le acompañara al bosque, se dijo, aunque ahora que había llegado el momento lo consumían los nervios. Derrewyn debía de saber lo que le pasaba por la cabeza, porque le tocó el hombro para hacerle dar la vuelta y se dejó caer suavemente en sus brazos.

–Te comiste la arcilla, Saban –susurró ella, mientras su cabello húmedo y frío caía sobre los hombros del joven–, de modo que la maldición de la calavera no puede alcanzarte.

–¿Estás segura?

–Te lo prometo –dijo con un susurro, y Saban se estremeció porque le dio la sensación de que la propia Mai había salido del agua en todo su esplendor. La abrazó con todas sus fuerzas y pensó como un necio que aquella dicha duraría siempre.

* * *

Esa tarde, mientras Derrewyn y Saban esperaban a que se pusiera el Sol y el crepúsculo trajera las sombras al resguardo de las cuales regresar a casa a hurtadillas, oyeron cantos procedentes de las colinas que se asomaban a la orilla oeste del río. Se vistieron, vadearon el brazo del río y subieron en dirección al sonido que cobraba más fuerza a cada paso que daban. Los dos avanzaron con lentitud y precaución, pero no tenían de qué preocuparse porque las cantantes estaban demasiado enfrascadas en su tarea para reparar en los dos amantes entre las hojas.

Las intérpretes eran mujeres de Cathallo y flanqueaban a setenta hombres sudorosos que tiraban de largas sogas de cuero trenzado, unidas a una gran narria de roble sobre la que iba la primera de las ocho piedras de Ratharryn. Era una de las más pequeñas y aun así su peso era tal que los hombres gruñían y resoplaban debido a los esfuerzos que hacían por mantener la engorrosa narria en movimiento a través del accidentado sendero entre los bosques. Otros iban por delante para despejar el camino, cortaban raíces y aplastaban con los pies montecillos de hierba, pero un rato después los hombres que tiraban de las cuerdas estaban demasiado cansados para continuar. Llevaban todo el día arrastrando la carga, incluso habían subido la enorme narria por la colina al sur de Maden, y ahora estaban agotados, de modo que dejaron la narria en medio del bosque y se fueron hacia el sur en dirección a Ratharryn, donde esperaban que les diesen de comer. Derrewyn cogió a Saban por el brazo.

–Me voy con ellos –susurró.

–¿Por qué?

–Así podré decir que he salido a su encuentro y nadie se preguntará dónde he estado. –Alargó el cuello, le dio un beso en la mejilla y echó a correr tras la gente que ya se alejaba.

Saban aguardó a que se hubieran ido y luego fue a acariciar la piedra sobre la narria de roble. Era cálida al tacto y, allí donde los rayos de sol atravesaban las hojas para alumbrar el mojón, destellaban sobre la roca minúsculos puntos de luz. Su entrada en contacto con la piedra coincidió con una intensa oleada de felicidad. Era un hombre y tenía una de las mujeres más bellas de la Tierra. Había tenido en sus brazos a Derrewyn en la orilla del río; a Saban le parecía que la vida no podría haber sido más plena y prometedora. Los dioses le favorecían.

Hengall no pensaba precisamente que los dioses le favorecieran, pues esa tarde había llegado a Ratharryn una gran multitud de gentes de Cathallo y todos necesitaban comida y lugar donde dormir, y al pagar las piezas de oro por las ocho piedras no había reparado en que le costarían tanto en comida. También tendría que enviar más hombres para ayudar con el acarreo de la piedra, hombres que se reclutaron entre las familias más pobres y a los que habría que pagar en carne y cereales. Hengall vio mermados sus rebaños y empezó a dudar del acierto de su trato, pero no hizo nada por echarse atrás. Envió hombres para que arrastraran las piedras y, un día tras otro a medida que el verano se acercaba a su cenit, los grandes mojones fueron aproximándose a Ratharryn.

Las cuatro piedras más grandes plantearon mayores problemas. Cerca de Maden, había un sendero que atravesaba las tierras pantanosas surcadas por corrientes, pero era estrecho para las piedras de mayor tamaño, y los hombres de Kital acarrearon los pilares un buen trecho hacia el oeste antes de girar hacia el sur en dirección a Ratharryn. Sin embargo, se alzaba a su paso una colina, no tan pronunciada como la colina por la que ya se habían subido las cuatro piedras más pequeñas, pero, aun así, un obstáculo formidable que resultó excesivo para los hombres que acarreaban el primero de los mojones más grandes. Se cogieron más cuerdas y se ató con arneses a la narria a más hombres, pero la piedra se resistía a subir la pendiente. Intentaron arrastrar la narria con bueyes, pero, al tirar, las bestias se apiñaban y estorbaban unas a otras, y hasta que Galeth no desarrolló el sistema de enganchar los bueyes a un tranca de roble de buen tamaño para luego echar las cuerdas de la tranca de roble a la narria, no se las arreglaron para mover la inmensa piedra y acarrearla hasta la cima de la colina, desde donde, con los patines aplastando el uniforme manto de hierba, continuó su avance. Las otras tres pesadas piedras se llevaron del mismo modo. Los sacerdotes colgaron flores de los cuernos de los bueyes, las bestias se vieron rodeadas de mujeres que cantaban, y estalló el júbilo en Ratharryn porque el verano era propicio, las piedras habían llegado sin contratiempos y, al parecer, los malos presagios del pasado se habían esfumado.

Llegó el solsticio. Se encendieron hogueras y los hombres de Ratharryn se pusieron las pieles de toro y persiguieron a las mujeres por el templo de Slaol. Saban no corrió con los hombres toro, aunque tenía derecho a ello, sino que permaneció sentado con Derrewyn y, cuando fueron menguando las llamas, saltaron por encima de ellas cogidos de la mano. Gilan dispensó el licor destilado para las celebraciones de esa noche; mientras algunos lanzaban gritos al tener visiones, otros se pusieron violentos o se sintieron indispuestos, pero al cabo todos cayeron dormidos a excepción de Saban, que permaneció despierto porque Jegar lo había estado buscando en plena borrachera con una lanza en la mano izquierda y el deseo de venganza en su mente nublada por la bebida. Esa noche Saban permaneció cerca del templo, sentado ojo avizor junto a Derrewyn, que dormía. Poco antes del amanecer descabezó un breve sueño del que lo despertaron unos pasos, y alzó la lanza de inmediato. Se acercaba un hombre por el sendero desde el asentamiento y Saban se agazapó listo para atacar, pero entonces vio el destello de las ascuas casi extinguidas reflejado en su calva y cayó en la cuenta de que era Gilan, no Jegar.

–¿Quién anda ahí? –preguntó el sumo sacerdote.

–Saban.

–Me puedes ser de ayuda –respondió Gilan con entusiasmo–. Necesito que me echen una mano. Iba a pedírselo a Neel, pero duerme como un tronco.

Saban despertó a Derrewyn y ambos acompañaron a Gilan hasta el Viejo Templo. Era la noche más corta del año y Gilan no dejaba de escudriñar el horizonte hacia el noreste, temeroso de que el Sol saliera antes de que él alcanzara el Viejo Templo.

–Tengo que señalar por dónde sale el Sol –explicó conforme pasaban entre los túmulos funerarios. Hizo una reverencia ante los ancestros y continuó a toda prisa hacía donde aguardaban las piedras en sus narrias de madera a este lado de la zanja del Viejo Templo. El cielo del noreste se estaba aclarando a ojos vista, pero los rayos del Sol aún tenían que asomar por detrás de las lejanas colinas boscosas–. Necesitamos algo que sirva de referencia –añadió Gilan, y Saban bajó a la zanja y recogió media docena de buenos trozos de creta. Luego se quedó en el sendero de entrada, mientras Gilan se llegaba hasta la estaca que marcaba el centro del templo. Derrewyn, que tenía prohibida la entrada al santuario por ser mujer, esperó entre las zanjas y los márgenes del sendero sagrado recién construido.

Saban se volvió de cara al noreste. El horizonte estaba brumoso y las colinas que lo ocultaban tenían un tono grisáceo y estaban tamizadas por el humo de las hogueras del solsticio, ya casi extinguidas, que surgía del valle de Ratharryn. Las reses en las laderas más próximas no eran sino blancas siluetas fantasmales.

–Pronto –anunció Gilan–, pronto. –Y rezó para que las nubes dispersas que había en el cielo no ocultaran la salida del Sol.

Las nubes se tornaron de un color rosado y el rosa se hizo más intenso y se propagó convirtiéndose en rojo. Saban, que contemplaba el cielo encendido allí donde entraba en contacto con la tierra de color negro azabache, vio una franja de cielo por encima de los árboles y, de pronto, una intensa luminosidad impregnó aquellos bosques lejanos y el margen superior del Sol se abrió paso entre las hojas.

–A tu izquierda –le indicó Gilan–. A tu izquierda. Un paso. No, atrás. Ahí. ¡Ahí!

Saban colocó una señalización de creta a sus pies y se incorporó para ver al Sol ahuyentar las estrellas. Al principio Slaol apareció como una bola aplastada que rezumaba un cieno ígneo sobre la cadena de colinas boscosas, y la primera luz del nuevo año brilló directamente sobre el flamante sendero sagrado que llevaba hasta la entrada al Viejo Templo. Saban se hizo visera con la mano y observó mermar en los valles las sombras de la noche.

–¡A tu derecha! –le gritó Gilan–. ¡A tu derecha!

Hizo que Saban colocara otra señalización en el punto donde el Sol resultaba por fin completamente visible sobre el horizonte y esperó a que el astro asomara por encima de la cabeza de Saban para hacerle colocar una tercera señalización. Los cánticos de la tribu dieron la bienvenida a la luz del Sol que se acercaba lentamente por encima de la hierba.

Gilan examinó las señalizaciones que había colocado Saban y lanzó un gruñido de satisfacción al ver que algunos de los viejos postes que se habían podrido en sus agujeros marcaban sin lugar a dudas la misma alineación.

–Hemos hecho un buen trabajo –admitió satisfecho.

–¿Qué hacemos ahora? –preguntó Saban.

Gilan señaló con un gesto ambos lados de la entrada del templo.

–Vamos a plantar ahí dos de las piedras más grandes a modo de puerta –anunció, y luego señaló hacia donde se encontraba Derrewyn en el sendero sagrado–, y otras dos allí para enmarcar la salida del Sol en el solsticio de verano.

–¿Y las cuatro piedras más pequeñas? –inquirió Saban.

–Señalarán el ciclo de Lahanna –respondió el sacerdote, y apuntó hacia el otro lado del valle fluvial–. Señalaremos su punto de aparición más al sur –explicó, y acto seguido se volvió y señaló en dirección opuesta–, y donde desaparece hacia el norte. –El rostro de Gilan resplandecía de felicidad iluminado por la primera luz del día–. Será un templo sencillo –continuó en voz queda–, pero hermoso. Muy hermoso. Una línea para Slaol y dos para Lahanna como indicación de un lugar en el que pueden reunirse bajo el cielo.

–Pero si están enemistados –señaló Saban.

Gilan se echó a reír. Era un hombre amable, calvo y corpulento, que nunca había albergado el miedo de Hirac a ofender a los dioses.