Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Kate Hewitt. Todos los derechos reservados.
LA PERDICIÓN DE UN SEDUCTOR, N.º 2073 - abril 2011
Título original: The Undoing of de Luca
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-262-9
Editor responsable: Luis Pugni

E-pub x Publidisa

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Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Promoción

Capítulo 1

imageOS OJOS eran del más increíble color lavanda que hubiera visto jamás.

–Leonardo, ¿has oído algo de lo que te he dicho?

Leonardo de Luca apartó la mirada del rostro de la camarera. No comprendía por qué su jefa de relaciones públicas le había llevado a ese destartalado lugar: la mansión Maddock.

Amelie Weyton martilleó con su impecable manicura francesa sobre la mesa, una pieza de anticuario capaz de albergar al menos a veinte comensales, aunque no eran más que dos.

–Este lugar me parece ideal.

–Sí –murmuró Leonardo–. Estoy de acuerdo –añadió mientras probaba la sopa, de color crema con un toque dorado y un ligero aroma a romero. Crema de chirivía. Deliciosa.

Amelie volvió a martillear con los dedos sobre la mesa. Por el rabillo del ojo Leonardo vio cómo la camarera hacía un gesto de desaprobación ante la marca que dejaban las uñas sobre la madera, pero, al cruzar sus miradas, su rostro se tornó inexpresivo, como lo había sido a su llegada al restaurante. Saltaba a la vista que no le resultaba simpático.

Lo había notado nada más cruzar el umbral. La altiva dama había entornado los ojos y su nariz se había arrugado, a pesar de la sonrisa de bienvenida que le había ofrecido.

Estaba acostumbrado a analizar a las personas para decidir si le resultarían útiles o no. Así había logrado llegar a dirigir su propio y exitoso negocio, y así conseguía mantenerse en la cima. La señorita debía de haber decidido que era un ricachón sin título, pero a él le resultaba cada vez más interesante. Y seguramente le sería muy útil también.

En la cama

–Aún no has visto el resto –continuaba Amelie mientras probaba la sopa.

Leonardo sabía que no tomaría más que dos o tres bocados de la comida que les había preparado Ellery Dunant, cocinera, camarera y señora de Maddock Manor. Debía de fastidiarle enormemente tener que servirles, pensó divertido. Tanto él como Amelie se habían refinado enormemente, pero pertenecían a la clase de los odiados nuevos ricos y, por mucho dinero que tuvieran, nada era capaz de eliminar del todo el olor a pobreza.

–¿El resto? –repitió él arqueando una ceja–. ¿Tan espectacular es? –por el ligero respingo que dio Ellery supo que había percibido el tono de burlona incredulidad en su voz.

–No sé si la palabra es «espectacular», pero será perfecto –olvidada la sopa, Amelie apoyó los codos sobre la mesa gesticulando exageradamente con las manos, y volcando la copa de vino sobre una antigua y raída alfombra oriental.

Amelie no había logrado adquirir muy buenos modales.

Leonardo contempló impasible la mancha escarlata que se extendía por la alfombra. Ellery soltó una exclamación y se arrodilló ante ellos mientras intentaba secar la mancha.

–Tengo entendido que un poco de vinagre diluido elimina las manchas de vino de los tejidos –le indicó Leonardo amablemente.

–Gracias –Ellery levantó la vista. Los ojos habían adquirido un intenso tono violeta. El mismo color que las nubes de tormenta. La voz era gélida y el acento marcadamente británico de las clases sociales más altas. Un acento así no se podía fingir.

Mientras estudiaba en Eton, Leonardo había intentado adoptar esa entonación al hablar, pero el resultado habían sido las burlas de los demás que le habían etiquetado de impostor. Se había largado antes de los exámenes, antes de que lo expulsaran, y jamás había vuelto a una facultad. La vida le había proporcionado la mejor educación.

Ellery se levantó dispersando en el aire un suave perfume, aunque no era perfume, decidió él, sino el aroma de la cocina. Quizás de un huerto. Romero y tomillo.

–Y ya que estás –intervino Amelie–. ¿Podrías traerme otra copa de vino? –arqueó una ceja perfectamente depilada y sonrió con sus labios hinchados a base de silicona.

Leonardo contuvo un suspiro. En ocasiones, Amelie era tan... transparente. La conocía desde su llegada a Londres, a los dieciséis años, mientras trabajaba de chico de los recados en unos grandes almacenes. Ella trabajaba en la tienda en la que él compraba los bocadillos que los directivos consumían durante las reuniones de trabajo.

–No hace falta que seas tan impertinente –observó él cuando Ellery se hubo marchado.

–Ha sido muy arisca conmigo desde que hemos llegado –Amelie se encogió de hombros–. Me mira por encima del hombro. Se cree mejor que los demás, pero fíjate en este antro –echó un vistazo a su alrededor–. Su padre sería barón, pero esto está en ruinas.

–Y aun así lo calificaste como espectacular –le recordó él secamente mientras probaba el vino. Desde luego, el vino era de muy buena calidad–. ¿Por qué me has traído aquí?

–Tú utilizaste el término «espectacular», no yo –contestó ella–. Es una ruina, desde luego. Y ahí está la gracia, Leonardo: el contraste. Será perfecto para el lanzamiento de Marina.

Leonardo se limitó a arquear una ceja. No acababa de entender cómo una decrépita mansión podía ser el escenario ideal para lanzar la nueva firma de alta costura de De Luca. Quizás por eso Amelie era su jefa de relaciones públicas. Tenía visión.

Él sólo tenía decisión.

–Imagínatelo, Leonardo. Los maravillosos vestidos resaltarán increíblemente contra esta decadencia. La yuxtaposición de lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro, dónde estuvo la moda y hacía dónde va.

–Suena muy artístico –murmuró él. No le interesaba mucho el aspecto artístico. Sólo quería que la línea triunfara. Y con su patrocinio triunfaría.

–Será increíble –le aseguró Amelie con una expresión animada en el rostro inflado de Botox–. Confía en mí.

–Supongo que no me queda más remedio –contestó Leonardo–. Pero ¿de verdad tenemos que dormir aquí?

–Pobre Leonardo –rió Amelie–, lo que tendrás que soportar esta noche –la sonrisa se volvió seductora–. Claro que ambos podríamos estar más cómodos...

–Ni lo sueñes, Amelie –contestó él secamente.

De vez en cuando, Amelie intentaba, sin demasiado entusiasmo, llevárselo a la cama, pero él nunca mezclaba negocios con placer. Ella era de las escasas personas que lo conocían desde que era un don nadie y por eso le permitía tantas confianzas. Sin embargo hasta ella sabía que no debía presionar demasiado. A nadie, y sobre todo a ninguna mujer, le estaba permitido. Lo más que les concedía a sus amantes era una noche, una semana.

La mirada volvió a posarse en lady Maddock que había regresado al comedor con su hermoso rostro desprovisto de maquillaje, y de emoción. Llevaba una copa de vino en una mano y una botella de vinagre en la otra. Con cuidado dejó la copa frente a Amelie y, tras murmurar una disculpa, se arrodilló de nuevo en el suelo. El penetrante olor del vinagre ascendió hasta la mesa, imposibilitando cualquier disfrute de la deliciosa sopa.

–¿No puedes hacer eso luego? –le espetó Amelie contrariada–. Intentamos cenar.

–Lo siento, señorita Weyton –Ellery levantó la vista con el rostro sonrojado por el esfuerzo y la mirada gélida–, pero si la mancha penetra más, será imposible de limpiar.

–Tampoco me parece que ese trapo viejo merezca la pena ser salvado –Amelie fingió inspeccionar la raída alfombra–. Prácticamente está hecha jirones.

–Esta alfombra –Ellery se sonrojó violentamente– es un Aubusson original de casi trescientos años. De modo que debo contradecirle, pero merece la pena ser salvada.

–A diferencia de otras cosas de aquí, ¿verdad? –Amelie le devolvió la gélida mirada mientras señalaba los huecos en las paredes donde antes debían de haber colgado cuadros.

Aunque parecía imposible, Ellery se sonrojó aún más. Leonardo encontró su aspecto regio. Reflejaba coraje y orgullo. Y era ciertamente hermosa.

–Si me disculpan –Ellery se puso en pie con un elegante movimiento y se despidió con frialdad antes de salir del salón.

–Menuda zorra –exclamó Amelie ante la mirada reprobatoria de Leonardo.

Mientras guardaba el vinagre y enjuagaba el trapo sucio, a Ellery le temblaban las manos. Una enorme rabia la consumía y tuvo que apretar los puños con fuerza mientras caminaba por la cocina respirando hondo en un intento de calmarse.

La situación se le había ido de las manos. Ésos de ahí fuera eran sus huéspedes. Sin embargo tenía que hacer verdaderos esfuerzos por recordarlo, por aceptar sus burlas despreciativas y comentarios desconsiderados. Se creían que por pagarle unos cientos de libras tenían derecho a hacerlo, pero no era así. Ella entregaba su vida, su sangre, a aquel lugar y no soportaba que esa insensible grulla arrugara la nariz frente a las alfombras y las cortinas. Estarían raídas, pero eso no les restaba un ápice de valor.

Amelie Weyton le había desagradado desde el instante en que la había visto aparecer aquella tarde al volante de un diminuto descapotable, salpicando de grava el césped con su excesiva velocidad y dejando profundos surcos en el camino. Consciente de que no podía arriesgarse a perderla como cliente, no había dicho nada. Había alquilado la mansión el fin de semana y las cinco mil libras eran desesperadamente bienvenidas.

Aquella misma mañana el encargado de mantenimiento le había anunciado que la caldera estaba en las últimas y que una nueva costaría tres mil libras.

Ellery había estado a punto de desmayarse. Era una cantidad que no ganaría en meses trabajando como profesora a tiempo parcial en el pueblo. Sin embargo, la noticia no le había pillado por sorpresa. Desde que se había hecho cargo de la antigua casa familiar seis meses atrás, las calamidades se habían sucedido una tras otra. La mansión Maddock estaba en ruinas y, en el mejor de los casos, sólo podía retrasar su inevitable derrumbe.

A pesar de todo no podía pensar así cuando aferrarse a la mansión era casi como aferrarse a ella misma. Las urgentes necesidades materiales mantenían su cuerpo y su mente ocupados y así, mientras Amelie se había paseado por todas partes como si fuera la dueña, ella no había dejado de pensar en esa caldera.

–Esto está hecho un desastre –había exclamado Amelie mientras dejaba caer su abrigo de piel sintética sobre una silla. El abrigo había resbalado al suelo y la mujer le había dirigido una significativa mirada a Ellery para que se lo recogiera–. Leonardo se va a poner furioso.

Por el modo en que había acariciado las sílabas al pronunciar su nombre, Ellery había supuesto que se trataba de su gigoló.

–Esto está unos cuantos puestos por debajo de su categoría –los ojos de la otra mujer habían brillado con malicia–. Sin embargo, supongo que podremos soportarlo durante una noche o dos. A fin de cuentas por aquí no hay otro lugar donde alojarse, ¿verdad?

–¿Tardará mucho en llegar su acompañante? –Ellery se había obligado a sonreír educadamente sin soltar el abrigo.

–Llegará para la cena –le había informado Amelie con hastío mientras miraba a su alrededor–. Cielo santo. Es aún peor de lo que parecía en la página web.

Ellery permaneció callada. Había elegido las mejores fotos para la página web destinada a alquilar la mansión, y había redecorado el mejor dormitorio con cortinas y colchas nuevas.

El desprecio con que Amelie se había referido a su hogar le había irritado. Esa mujer era el segundo cliente en alojarse allí. Los primeros, una pareja mayor, se habían mostrado encantados y habían apreciado la belleza y la historia de una casa que había pertenecido a la misma familia desde hacía casi quinientos años.

Pero Amelie y su amante italiano sólo veían las manchas y los jirones.

–Y no han hecho sino añadir unas cuantas más –susurró mientras recordaba la mancha color escarlata del vino tinto sobre la alfombra Aubusson y gruñía en voz alta.

–¿Se encuentra bien?

Ellery se volvió bruscamente. Perdida en sus pensamientos, no había oído entrar al hombre, Leonardo, en la cocina. Había llegado unos minutos antes de la cena y no había tenido tiempo de observarlo detenidamente, a pesar de lo cual le había bastado para formarse una opinión. Leonardo de Luca no era el gigoló que había esperado que fuera. Era mucho peor.

Desde su llegada, Amelie, espléndida aunque algo demacrada, no había dejado de coquetear con él, recibiendo su indiferencia a cambio. Sus comentarios o miradas despreciativas habían enfurecido a Ellery, a pesar de que no le gustaba esa mujer.

Odiaba a los hombres que trataban a las mujeres como objetos de usar y tirar. Hombres como su padre.

Se obligó a desterrar de su mente tan negativos pensamientos y asintió al hombre apoyado en el quicio de la puerta de la cocina que la miraba con sus azules ojos.

Se estaba burlando de ella. Lo había notado mientras limpiaba la mancha de vino. Había disfrutado viéndola arrodillada ante él, como una criada. Había visto la sonrisa en sus labios, unos labios que recordaban los de una estatua del Renacimiento, la misma sonrisa que le dedicaba en esos momentos en la cocina.

–Estoy bien, gracias –contestó–. ¿Necesita algo?

–Pues sí –contestó él con un ligerísimo acento italiano–. Ya hemos terminado la sopa y esperamos el segundo plato.

–Por supuesto –Ellery se sonrojó. ¿Cuánto tiempo había estado rezongando en la cocina?–. Enseguida voy.

Leonardo asintió, pero no se movió. Su lánguida mirada la recorrió perezosamente. Ellery apenas podía culparle por ello. Iba vestida con una falda negra y una blusa blanca que tenía una mancha de salsa en el hombro, y los humos de la cocina le hacían sudar. Aun así se sintió molesta por su mirada desafiante, tan típica de un hombre como él.

–De acuerdo –dijo él al fin volviendo al salón sin decir una palabra más.

Ellery se afanó en los fogones. Por suerte, la crema de estragón no se había cuajado.

De vuelta en el comedor encontró a Leonardo y a Amelie en silencio. Él parecía relajado mientras que la mujer tenía un aspecto tenso y tamborileaba una vez más con las uñas sobre la mesa provocando un nuevo arañazo en el antiquísimo mueble.

Esa mujer apenas había tocado la sopa, pero, para su satisfacción, Leonardo había vaciado su plato. Al alargar una mano para retirarlo se sobresaltó al ser agarrada por la muñeca. El hombre tenía una piel cálida y seca y el contacto le produjo una descarga, no del todo desagradable, por todo el cuerpo.

–La sopa estaba deliciosa –murmuró.

–Gracias. Enseguida les traigo el plato principal –los nervios le provocaron un temblor en las manos y el plato chocó contra la copa de vino haciéndole sonrojar.

–Tenga cuidado, no vayamos a derramar otra copa de vino.

–Su copa está vacía –observó Ellery secamente. Odiaba mostrar el efecto que le había producido. ¿Por qué tenía que afectarla? Cierto que era muy atractivo, pero también era un estúpido arrogante–. Se la llenaré enseguida –añadió mientras volvía a la cocina.

Dejó caer los platos en el fregadero y se apresuró a servir el pollo, la salsa y las patatas asadas. De repente se sintió agotada. Ante ella se presentaba todo un fin de semana de comidas y comentarios desdeñosos, por no hablar de las miradas de Leonardo.

A su espalda, la caldera emitió un gemido y Ellery encajó la mandíbula. Tendría que soportarlo. La otra opción sería vender la mansión Maddock y ésa no era una opción. Al menos no de momento. Era lo único que le quedaba de su familia, de su padre. Por irracional e imposible que fuera, era lo único que atestiguaba lo que era y de dónde venía.

Dos horas más tarde, Leonardo y Amelie se habían retirado a sus habitaciones y Ellery limpiaba los restos de los platos. Él había dado buena cuenta del plato principal y de una generosa porción de tarta de chocolate, mientras que Amelie apenas había probado bocado. Arrojó los restos a la basura e intentó aliviar un dolor en la zona lumbar. Necesitaba un baño caliente, pero el encargado de mantenimiento le había advertido que eso sobrepasaba las capacidades de la caldera. Tendría que conformarse con una botella de agua caliente, su compañía habitual durante la mayoría de las noches.

Llenó el lavavajillas y repasó la lista de tareas para el desayuno. El paquete de fin de semana incluía un desayuno inglés completo, aunque estaba segura de que Amelie Weyton sólo tomaría café.

Leonardo, sin embargo, consumiría un desayuno contundente sin siquiera engordar un gramo. De repente, se sorprendió divagando hacia el mejor dormitorio de la mansión, con su antigua cama de cuatro postes, el dosel nuevo de seda que se había llevado la mayor parte de su presupuesto y los leños de abedul que había dispuesto en la chimenea. ¿Encendería Leonardo un fuego para acurrucarse en la cama con Amelie?

Aunque quizás dispusieran de otra fuente de calor. Se los imaginó enredados entre las sábanas y las almohadas y sintió una repentina e inexplicable punzada de celos.

¿De qué tenía celos? Despreciaba a esa pareja. Pero al mismo tiempo que se hacía la pregunta supo la respuesta. Estaba celosa del hecho de que Amelie tuviera a alguien, sobre todo a alguien tan atractivo y sexy como Leonardo de Luca. Estaba celosa de ambos, y del hecho de que no estarían solos aquella noche.

Hacía seis largos y solitarios meses que vivía en la mansión Maddock intentando llegar a fin de mes. Había hecho unos cuantos amigos en el pueblo, pero nada que ver con la vida que había vivido antes. Nada que ver con la vida que deseaba vivir.

Sus amigos de la universidad estaban todos en Londres, llevando la vida juvenil y urbanita que ella había disfrutado en una época. Tan sólo seis meses habían conseguido difuminar esa vida como si de un sueño se tratara, la clase de sueño del que sólo se podían recordar algunos retazos y fragmentos surrealistas. Su mejor amiga, Lil, la animaba a volver a Londres, siquiera de visita, y en una ocasión lo había conseguido.

Sin embargo, un fin de semana no había logrado borrar la soledad de su vida en la mansión. Sacudió la cabeza. Se comportaba de forma sensiblera y patética, y eso la irritaba. No podía ir a Londres, pero sí podía telefonear. Se imaginó contándole a Lil todo sobre la horrible Amelie y Leonardo y supo que a su amiga le encantaría el cotilleo.

Sonriente, terminó de llenar el lavavajillas y de limpiar la cocina. Estaba a punto de apagar la luz cuando una voz la sobresaltó.

–Disculpe...

Ellery se dio la vuelta con una mano apoyada en el pecho. Leonardo de Luca estaba nuevamente apoyado contra el quicio de la puerta. ¿Cómo era posible que no le hubiera oído llegar tampoco en esa ocasión? Debía ser sigiloso como un gato. Sonreía lánguidamente y ella no pudo evitar apreciar lo deliciosamente desgreñado que parecía. Los cabellos relucían en la oscuridad, ondulados sobre la frente y ligeramente revueltos. Se había quitado la chaqueta y la corbata, y se había desabrochado dos botones de la camisa dejando entrever una piel dorada en la base de la garganta.

–¿La he asustado? –preguntó con un acento intencionadamente más marcado. El numerito del italiano sexy le salía de perlas y era evidente que lo sabía.

–Me ha sobresaltado –le corrigió ella–. ¿Necesita algo, señor de Luca? –Sí –Leonardo ladeó la cabeza–. Me preguntaba si podría darme un vaso de agua.

–En su habitación hay una jarra y dos vasos –respondió Ellery con un ligero tono de reproche que no le pasó desapercibido a Leonardo a juzgar por las cejas arqueadas.

–Quizás, pero me gusta con hielo.

–Por supuesto –ella consiguió al fin apartar los ojos de sus labios y arrastrarlos hasta los ojos azules que, claramente, se burlaban de ella–. Un momento.

–¿Vive aquí sola? –preguntó él con suma delicadeza

–Sí –contestó Ellery tras encontrar una bolsa de hielo en el congelador. –¿No tiene ninguna ayuda? –él contempló la enorme cocina.

–Hay un chico del pueblo que corta el césped de vez en cuando –no quiso admitir lo sola que estaba, a pesar de que debía de haber resultado evidente tras la cena, cocinada y servida por ella. En ocasiones la inmensidad de la casa la engullía y le hacía sentir tan diminuta e insignificante como las motas de polvo que flotaban en el aire.

Leonardo enarcó las cejas y Ellery supo en qué pensaba. El césped estaba descuidado y excesivamente crecido. No tenía dinero para pagar a Darren. «¿Y qué?», quiso preguntar. De todos modos casi era invierno. Nadie cortaba el césped en invierno.

–¿Algo más? –ella llenó dos vasos con hielo y se los ofreció con gesto arrogante.

Él sonrió al darse cuenta de que Ellery había supuesto que Amelie también quería hielo. Tomó los vasos y deslizó un dedo por la suave mano de la joven. El contacto provocó un respingo en la mujer que dio un paso atrás como si se hubiera escaldado.

Ellery se recriminó por haber reaccionado así a un ligero contacto, un ligero aunque intencionado contacto, pues estaba claro que lo había hecho con el propósito de hacerle saltar, para disfrutar del efecto en un claro reflejo del poder del hombre sobre la mujer.

–Buenas noches, lady Maddock –sus ojos adquirieron el tono de los zafiros.

Ellery no estaba acostumbrada a utilizar su título, carente de todo valor, y en boca de Leonardo sonaba ligeramente a burla. Su padre había sido barón, pero el título había desaparecido con él. Su tratamiento era una mera cortesía.

Aun así, no tenía ningún deseo de continuar con la conversación de modo que asintió secamente y despidió a Leonardo.

Pero de repente, y a pesar de sus mejores intenciones de perderlo de vista sin decir una palabra más, Ellery se oyó a sí misma llamándolo.

–¿A qué hora quiere el desayuno?

–Yo suelo desayunar temprano –él hizo una pausa–, aunque siendo fin de semana... ¿le parece bien a las nueve? Le dejaré dormir un poco.

–Gracias –ella lo miró fijamente. Ese hombre era capaz de hacer que cualquier cosa adquiriera un tinte sensual–, aunque no será necesario. Soy muy madrugadora.

–Entonces quizás podríamos contemplar juntos el amanecer –murmuró Leonardo mientras con una última y traviesa sonrisa se marchaba.