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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 1997 Robyn Donald

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Las heridas del amor, n.º 1113 - julio 2020

Título original: A Forbidden Desire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-725-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

NO quería mirar al otro extremo de la pista de baile, llena de gente bajo la enorme bóveda oscura del cielo de Fiji.Para él, era como si no hubiera más que una única presencia, que lo convocaba de tal modo que no le quedaba más remedio que hacer un esfuerzo para resistirse. Esfuerzo que dejaba un rastro de animosidad, porque él estaba acostumbrado a pensar en sí mismo como un hombre capaz de dominarse y dominar sus emociones, que se limitaban a dar vueltas, como fieras encerradas en la jaula a las que él las tenía reducidas desde hacía ya cinco años.

Inexplicablemente, Jacinta Lyttelton parecía tener el poder de pasar la mano entre los barrotes de esa jaula, sin que, ni ella fuera en absoluto consciente.

Había otra mujer en la pista, tratando de llamar su atención. Esquivando su mirada, como había estado haciendo los últimos cuatro días, la de él se deslizó hasta una de las columnas que rodeaban la pista de baile. Empezó a sentir un intenso calor. Sí, allí estaba ella, alta, delgada, vestida con uno de aquellos vestidos, finos pero no muy a la moda, que llevaba por las noches. Estaba de pie, sola, mirando a los que bailaban con interés, pero no como si echara de menos participar.

La víspera, cuando estaba sentado a la sombra de los cocoteros, hablando con la señora Lyttelton, había sentido una llamada así de los sentidos, que le hizo apartar la vista del semblante demacrado de su interlocutora, y volverla hacia la deslumbrante arena blanca.

—Aquí viene Jacinta —dijo la señora Lyttelton, sonriendo.

Y la vio acercarse; esplendorosa, con toda la luz del sol reunida y concentrada en su cabellera, una llama ardiente que evocaba el deseo en medio de la brisa húmeda de las islas. Y en él se despertó el deseo, por mucho que trató de combatirlo con el distanciamiento irónico que nunca, hasta ahora, le había fallado.

Sintió desilusión y alivio cuando aquella diosa coralina llegó junto a ellos y la vio convertirse en una mujer que no era realmente hermosa. Alta, flaca, con el busto tapado por una camisa de algodón, grande y muy lavada, no podía imaginar qué le había provocado aquel deseo, salvo sus largas piernas, suavemente tostadas.

Pero esa noche volvió a sentir que su cuerpo se excitaba.

Los últimos rayos del sol encendían la pálida piel de Jacinta, y creaban una espectacular aureola en torno a su cabello. La víspera llevaba el pelo recogido, pero ahora se lo había dejado suelto, y, en su lujuriante profusión, era una tentación.

Si viviera hace doscientos años, acusaría a Jacinta Lyttelton de haberlo hechizado. Era verdad que siempre había sido sensible al poder de los colores, pero todas las mujeres que había deseado poseían la fascinación de la belleza y el misterio.

Y Jacinta carecía de todo eso. Tenía una piel de alabastro y unos extraordinarios ojos de color avellana claro, y una boca dulce, roja, suculenta, acompañados de una nariz que daba mucho carácter a su cara, y con la que no podía competir ninguno de los restantes rasgos. La esbeltez de sus piernas y la delicadeza de tobillos y muñecas no compensaban su osamenta en otros puntos como las clavículas. Si uno prescindía de la explosión de color, se dijo, tratando de ser objetivo, no tenía nada.

Así que la extrañísima reacción de su cuerpo, esa urgencia por encerrarse con ella en un dormitorio, debía de obedecer a alguna aberración sexual de la que él no tenía conciencia, y que sería mejor obviar.

Y más valía que fuera de ese modo, porque ya tenía ella bastante de lo que ocuparse. En cuanto puso los ojos en la madre de Jacinta, confinada en una silla de ruedas, comprendió que se trataba de una persona muy enferma. No tenía ni idea de por qué madre e hija habían decidido pasar unos días en aquel carísimo hotel de las islas Fiji en la temporada más calurosa, pero era evidente que a la señora Lyttelton le gustaba mucho estar allí, no menos evidente que el afecto entre ambas.

Su mente se nubló al ver cómo se acercaba otro huésped del hotel, un australiano alto y fornido, a la mujer apoyada en la columna. Se había puesto en pie y cruzado la mitad de la pista antes de tener conciencia de haberse movido. Una parte de su cerebro le decía que se estaba comportando como un imbécil, pero sus músculos seguían en tensión, prestos al ataque. Pero el hombre, sin reparar en él, dirigió algunas palabras a la joven, y se alejó hacia la playa.

Paul aflojó entonces el paso. El australiano se alejaba en la oscuridad, pero él seguía completamente alterado, y le urgía encontrar algo en lo que descargar la energía movilizada por la hostilidad. Se acercó a ella sin hacer ruido, y tuvo la poco civilizada satisfacción de verla sobresaltarse al notar su presencia.

—¿Le gustaría bailar? —preguntó, en un tono y con una sonrisa que, en cambio, le habían valido incontables triunfos en la jungla de la civilización.

La propuesta la turbó visiblemente, pero aceptó:

A él le habría gustado que tropezara, que no supiera los pasos, que resultara torpe. Pero se movía como un soplo de aire entre sus brazos, como una brisa fragante, que ondulara seductora entre las flores del trópico, resbalando, cálida y sedosa, contra él.

—¿No se siente su madre con fuerzas para salir esta noche?

—Está cansada.

—¿Lo está pasando bien?

Ella lo miró directamente, y volvió a apartar la mirada.

—Lo está pasando maravillosamente —dijo muy queda—. Todos la tratan con cariño.

Como no se sentía capaz de proseguir la conversación sin decir algo que resultara incómodo para ella, se quedó en silencio. Y eso tenía el inconveniente de permitirle concentrarse en detalles insospechados, que sus sentidos enloquecidos captaban y transmitían como si le fuera en ello la vida. Como, por ejemplo, que en realidad tenía los ojos verdes, pero llenos de puntitos dorados, que daban la impresión de avellana.

Como la curva de sus cejas, algo más oscuras que su pelo, sus pestañas, que proyectaban misteriosas sombras sobre su piel,o los diminutos pliegues que tenía en las comisuras de los labios, que daban a su boca una expresión precursora de la sonrisa, aun estando seria, o el suave perfume de su piel, que era un auténtico filtro de brujería, o el roce ocasional de sus pechos contra la camisa de algodón de él, o el contacto con toda la longitud de sus piernas, al tener que esquivar a alguna pareja.

Lo que más detestaba en este mundo era encontrarse a merced de sus emociones. Ya habían transcurrido cinco años desde la última vez que sintió un deseo tan primario, y ni siquiera entonces había sido tan compulsivo.

Gracias al cielo, al día siguiente salía de allí. De vuelta en Nueva Zelanda, esa obsesión se disiparía, y él volvería a ser dueño de sí mismo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MI primo Paul —dijo Gerard en su habitual tono pedante— es el único hombre que conozco capaz de decidir que, si no puede estar con la mujer amada, no estará con ninguna otra.

Para ocultar su asombro, Jacinta Lyttelton miró a su alrededor, a la ajetreada cafetería del aeropuerto de Auckland.

—¿En serio?

—Sí. Aura era exquisita y profundamente encantadora. Eran la pareja perfecta, pero ella se escapó con el mejor amigo de mi primo pocos días antes de la boda.

—Entonces es que no eran la pareja perfecta —comentó Jacinta, acompañando sus palabras con una leve sonrisa para dar a entender que estaba bromeando. Hacía nueve meses que conocía a Gerard y había aprendido ya que, aunque era un hombre amable y bueno, no tenía mucho sentido del humor.

—No sé qué vio en Flint Jansen —prosiguió Gerard, para sorpresa de Jacinta , ya que habitualmente no solía ser chismoso. Tal vez Gerard creyera que un poco de información adicional podría suavizar las cosas entre Jacinta y su primo—. Era, bueno, supongo que seguirá siéndolo, un hombre rudo, grande, peligroso, que se abría paso sin dejar que nada se interpusiera en su camino. Técnico de una gran multinacional. Bastante conflictivo para vivir en sociedad. Y el caso es que era el mejor amigo de Paul desde el colegio, y Paul es un hombre de mundo, muy de ciudad: un abogado.

Jacinta asintió cortésmente.

—La amistad puede llegar a ser tan misteriosa como el amor. Pero algo debían de tener en común tu primo y Flint, si han sido amigos durante tanto tiempo.

Para empezar, el mismo gusto en lo concerniente a mujeres, pensó, pero no lo dijo.

—Nunca lo he podido entender —dijo Gerard, dándole por cuarta vez la vuelta a la etiqueta de su equipaje, para volver a cerciorarse de que le había puesto su nombre y dirección—. Ella y Paul hacían una pareja maravillosa, y él la adoraba… En cambio, Flint… en fin, no importa; pero ese episodio tan sórdido fue terrible para Paul.

Las rupturas eran siempre terribles para todos. Jacinta asintió, solidarizándose.

—Paul tuvo que recoger los pedacitos en los que su vida se había roto, con todo el mundo a su alrededor enterado de todo, y compadeciéndolo. Y Paul es un hombre orgulloso. Vendió la casa de Auckland en la que iban a haber vivido Aura y él, y se compró una especie de refugio en Waitapu. Supongo que pensaría que, retirándose de la ciudad, encontraría un poco de paz, pero a Flint y Aura no se les ocurrió nada mejor que instalarse a veinte minutos de allí, en un viñedo.

—¿Y cuándo ocurrió todo esto? —preguntó Jacinta.

—Hace casi seis años —dijo Gerard, melancólicamente, mientras jugueteaba con la tarjeta de embarque y el pasaporte.

Jacinta, preguntó, por enredar:

—¿Y qué hay de aquella mujer tan hermosa que me señalaste en Ponsonby hará un par de meses? Diste a entender que tu primo y ella eran muy buenos amigos.

Gerard parpadeó, y se puso en pie.

—Paul es un hombre normal —repuso sobriamente—. Pero dudo mucho que tenga intención de casarse con ella: es una actriz.

Por lo visto, además de buena persona, leal, y pedante, Gerard también era un esnob.

Una voz anunció por los altavoces que los pasajeros del vuelo a Los Ángeles debían dirigirse a su puerta de embarque. Gerard se inclinó y tomó su maleta.

—Así que no te vayas a enamorar de él —aconsejó a Jacinta, medio en serio—. Las mujeres suelen hacerlo y, aunque a Paul no le gusta lastimar a nadie, lleva cinco años rompiendo corazones. Creo que la traición de Aura mató en él la capacidad de afecto.

—No te preocupes —dijo Jacinta, secamente—; no tengo intención de enamorarme.

—Al menos, hasta que hayas acabado el máster —añadió él, y, para asombro de Jacinta, le dio un besito en la mejilla—. Más vale que me vaya ya.

Ella procuró rehacerse de la sorpresa y despedirlo con cordialidad.

—Que tengas buen viaje, y éxito en tu investigación.

—Seguro que lo tengo, pero gracias. Que disfrutes del verano —dijo él, a su vez—, y a ver si encuentras un buen tema para la tesis. ¿Tienes ya los libros?

—Sí, y tu lista de sugerencias para meditarlas.

Gerard asintió y se dio la vuelta. Viéndolo alejarse entre las demás personas, alto, delgado, un poco cargado de hombros, con el rubio cabello reflejando la luz, Jacinta pensó que siempre parecía un poco fuera de lugar, salvo cuando estaba dando una clase. Si el libro que Gerard tenía en mente resultaba un éxito, podría convertirse en uno de los catedráticos de Historia más jóvenes del país.

Al llegar a la puerta de embarque, se volvió para decir adiós a Jacinta con la mano. Ella saludó, sonriéndole, y esperó a que desapareciese antes de ir al ascensor que la llevaría al aparcamiento.

 

 

Hora y media más tarde, Jacinta salía del automóvil a un centenar de metros de una playa fantástica. La cálida brisa se deslizó en sus pulmones, suave y embriagadora como un vino. Más allá de un seto alto de madreselva, se veía el gran tejado gris de una casa, y, por encima de este volaba perezosamente una gaviota.

Estaban en noviembre, último mes de la primavera austral, pero habían tenido un invierno largo y lluvioso, y Jacinta estaba deseosa de sol.

Su boca dibujó una sonrisa, mientras abría la verja, y caminaba por el blanco sendero que conducía a la casa. Le divertía comprobar la palidez de sus delgados pies. Con unos cuantos paseos por el arenal que había visto desde la elevación, tomarían algo de color. Aunque durante el invierno se quedaba descolorida, a su piel le encantaba el verano e iba dorándose poco a poco, bajo capas y capas de loción protectora.

La casa era una soberbia villa victoriana de color blanco, situada entre parterres floridos, a cubierto de la brisa marina. Los aromas del jardín se mezclaban con la hierba recién segada, creando un perfume arrebatador.

Ojalá lo supiera apreciar el propietario de todo aquello.

Subió los tres peldaños que daban acceso a una amplia galería de madera gris, y llamó a la puerta, antes de volverse para admirar los jardines con más detenimiento.

Paseó su mirada verde oro por la combinación de árboles y arbustos, la deslizó por los troncos de un grupo de palmeras, de ramas rematadas por penachos de hojas tiernas, mientras a sus pies las capuchinas rivalizaban con las amapolas, cada flor realzando el colorido de la otra. El ruido de la puerta al abrirse la hizo volver la cabeza sonriente.

—Hola, soy Jacinta Lyttelton…

Las palabras se quedaron en su garganta. Conocía de sobra aquel rostro tan bien parecido. Los meses transcurridos no habían emborronado la firmeza de la mandíbula o la altivez de los pómulos, ni disminuido el brillo de aquellos ojos azules.

Jacinta fue de pronto consciente de que los pantalones que llevaba eran viejos, y que habían sido baratos desde el primer momento, y que su camiseta, después de incontables lavados, era ahora de un azul desvaído, que no la favorecía precisamente. También se dio cuenta de que se había quedado boquiabierta. Cerró la boca e intentó reprimir el súbito sentimiento de alarma, que se abría paso inexorable, en su interior.

—Bienvenida a Waitapu, Jacinta —dijo él con su profunda y bien modulada voz, que conjuraba sueños de embrujo que meses atrás habían poblado los sueños de Jacinta.

Afortunadamente, su cerebro reaccionó con la necesaria prontitud para localizar dónde se habían visto por vez primera.

En las islas Fiji.

 

 

Allí, durante la maravillosa semana que su madre y ella pasaron en una pequeña isla sombreada por las palmeras, era donde él la había sacado a bailar una noche. En esa ocasión, Jacinta se había quedado espantada de la tremenda respuesta física que había despertado en ella la proximidad de aquel cuerpo masculino. Al acabar la música, la acompañó a la habitación donde su madre la esperaba, para después, sin duda, volver a reunirse con la bella mujer con la que pasaba sus vacaciones.

Durante demasiadas semanas después de aquello, Jacinta se había permitido fantasear con el recuerdo de lo que había sentido mientras estaba entre aquellos brazos fuertes.

Un embarazoso rubor le subió a las mejillas. Qué mala pata que aquel hombre fuese Paul McAlpine, el propietario del lugar, su anfitrión durante los próximos tres meses.

Deseando fervientemente que su débil sonrisa no trasluciera el disgusto, Jacinta dijo:

—No sabía que fuera usted el primo de Gerard —por mucho que procurase tratar aquello como una coincidencia graciosa, sus palabras reflejaban la perturbación que sentía.

—En cambio yo —dijo él— estaba bastante seguro de que la Jacinta que conocí en Fiji y la Jacinta de Gerard serían la misma. Él me habló de su estatura, y describió con bastante lirismo sus cabellos. No me pareció probable que hubiese dos Jacintas así.

Era el hombre más guapo que había visto en su vida; la belleza de sus firmes y regulares rasgos estaba resaltada por las tonalidades de su piel y su cabello. No había muchos hombres de su edad que conservaran el pelo con ese tono dorado de la infancia, y esos ojos de un azul desprovisto de cualquier matiz de verde o gris. Las de Paul McAlpine eran de un marrón tan oscuro que parecían negras.

En el cálido atolón de las Fiji, Paul había sonreído con una prodigiosa sonrisa que era al mismo tiempo incitadora y digna de confianza. En cambio, ahora no había rastro de ella. La boca cincelada permanecía lisa y los ojos distantes.

—Lamentablemente, ha habido un cambio en los planes. No se puede quedar en la casa de la playa, porque se han instalado los pingüinos.

Jacinta lo miró mientras se preguntaba si había oído bien.

—¿Perdón? ¿Ha dicho pingüinos?

—Hay muchos pingüinos enanos azules en esta costa. Suelen anidar en cuevas, pero, a veces, encuentran un edificio que les gusta, y hacen sus nidos bajo el suelo de ese sitio.

—Ya entiendo —dijo Jacinta, que hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba salir de Auckland—. ¿Y no los pueden llevar a otra parte?

—Han criado. Además, son una especie protegida.

—Oh… En ese caso supongo… que no se los podrá molestar.

—Hacen bastante ruido por la noche cuando regresan a su guarida. Además, huelen a pescado podrido —Jacinta le dedicó una mirada de suspicacia, que él afrontó sin la menor vacilación—. ¿Quiere venir a olerlos?

Incapaz de pensar en una respuesta adecuada, Jacinta negó con la cabeza.

—Será mejor que entre —dijo él.

En unos instantes, Jacinta estaba recorriendo un amplio recibidor, que conducía a un salón lujosamente decorado, cuyas ventanas daban a una amplísima terraza cubierta, más allá de la cual se veía una cuidada extensión de césped bordeado de flores, y rematada por una pantalla de árboles, tras los que se entreveía el mar. Aquello hizo que Jacinta se decidiera a no regresar a la ciudad: hubiera sido como volver a la cárcel.

—Siéntese, y le traeré un té —dijo Paul, con una cortesía distante, y salió.

Jacinta se sentó reticente en un confortable sillón, y contempló sus piernas, casi tan desangeladas y carentes de gracia como sus brazos, demasiado delgados. Se dijo a sí misma que le daba igual lo que él, o cualquier otro pensara; pero no se engañaba.

—El té estará enseguida —dijo él, sorprendiéndola con su rápida reaparición.

Apartando la vista de aquellos amplios hombros y de la perfección con que se ceñían a sus musculosos muslos los bien cortados pantalones, Jacinta tragó saliva.

—No esté tan abatida, Jacinta, tengo una sugerencia que hacerle —bajo aquellas palabras había un asomo de burla que la molestó. Sobre todo, porque no sabía que reflejara tanto abatimiento. Desilusionada, tal vez, pero «abatida» era un término exagerado para aquella ocasión. Cuando Paul fue a sentarse frente de ella, con aire de autosuficiencia, Jacinta se sintió desafiada, y elevó el mentón en señal de resistencia.

—¿Sí? —le dijo, consciente de que sonaba bastante seco, pero sin poder cambiar ese tono por el suyo habitual, sereno y animoso.

—Tengo dormitorios para invitados. Está invitada a instalarse en el que quiera. Mi ama de llaves vive en un apartamento contiguo a la casa: no estaría usted sola conmigo.

No había nada sarcástico en aquella hermosa voz, nada ni remotamente hostil, pero a Jacinta se le puso la carne de gallina, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Es muy amable de su parte, pero no creo que…

Paul sonrió con una sonrisa que debía de dejar atontadas a las mujeres, y, bajo el impacto de aquella sonrisa, Jacinta se interrumpió con la garganta seca, y tuvo que tragar saliva. Con calma, casi con docilidad, él añadió:

—Si la incomoda vivir conmigo, puedo ir a un apartamento que tengo en Auckland.

Mi honor es mi vida

—Algo así —dijo ella, cortante.

Las palabras cayeron en el denso silencio que se esparcía entre los dos. Cuando Jacinta empezaba a sentirse obligada a romper aquel silencio, él silabeó:

—Muy digno.

—No es para tanto. Todos los niños aprenden la importancia de cumplir las promesas.

—Pero lo olvidan a menudo al hacerse mayores.

Demasiado tarde, Jacinta se acordó de Aura: la mujer que había roto las promesas contraídas con Paul de la peor manera. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla, al ver que nada de cuanto pudiera decir ella disminuiría la tensión del momento.

Fue Paul quien le preguntó acerca de las nuevas tasas universitarias, y, hablando de la situación y sus probables consecuencias, Jacinta acabó por olvidar sus reservas.

—Gerard opina que terminará usted el máster con matrícula de honor.

—Está un poquito prejuiciado —dijo con rigidez. Puede que fuese la huésped de Paul, pero no le debía más explicaciones.

—Tendemos siempre a ser poco imparciales con la gente que nos gusta —dijo él y ella lo miró con agudeza, pero aquellos ojos, tan transparentes que Jacinta hubiera podido sumergirse en ellos, ocultaban bien las intenciones.

—O con nuestros alumnos —optó por responder, con la misma aparente naturalidad que él—. Voy a deshacer el equipaje. ¿Me llevo la bandeja a la cocina?

—Yo lo haré —dijo él, poniéndose en pie y tomando la bandeja..

Aunque Jacinta siempre se fijaba en las manos de las personas, resultaba inusitado que la simple visión de las de Paul le produjera una sensación leve de estremecimiento. Cuando se dirigía a su habitación, Jacinta sentía una especie de pesadez en los pechos, una plenitud que la agobiaba.

Paul McAlpine seguramente no se encontraría jamás en una situación que escapase a su control.