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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 423

 

© 2007 Stella Bagwell

Herida por el amor

Título original: The Best Catch in Texas

 

© 2009 Carmen Green

Grabado en el corazón

Título original: The Husband She Couldn’t Forget

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009 y 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-615-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Herida por el amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Grabado en el corazón

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LE HAS podido echar un vistazo al trasero del doctor Garroway? Ay, ¡cómo me gustaría verlo con un par de pantalones vaqueros!

–¿Pantalones vaqueros? Pues a mí me gustaría verlo sin los vaqueros… sin nada… excepto esa sonrisa tan maravillosa que tiene…

Los solapados comentarios de las dos enfermeras se transformaron en risitas en voz baja justo cuando Nicolette Saddler se acercó al mostrador. Sobre éste, se apilaban un buen montón de expedientes médicos a la espera de que se repartieran a los médicos correspondientes.

–Señoritas, ¿creen que una de las dos podría encontrar el tiempo necesario para buscarme el expediente del señor Stanfield? –les preguntó.

Las dos enfermeras, varios años más jóvenes que la doctora, que tenía ya treinta y ocho, la miraron boquiabiertas y con la sorpresa reflejada en el rostro. Evidentemente, ninguna de las dos se había percatado de su presencia mientras intercambiaban opiniones sobre el nuevo cardiólogo.

–¡Oh! –exclamó avergonzada una de ellas mientras se dirigía hacia los expedientes y comenzaba a buscar el que la recién llegada le había pedido–. Claro, doctora Saddler. Espere un momento. Aquí lo tiene.

Técnicamente hablando, Nicolette no era médico, sino asistente médico. No obstante, muchos de sus colegas y de sus pacientes la llamaban doctora simplemente porque era más fácil.

La segunda enfermera esbozó una tímida sonrisa.

–Mmm, simplemente estábamos hablando sobre el nuevo cardiólogo. Toda la clínica anda muy alborotada por su culpa.

Con lo de «toda la clínica» se refería a todas las mujeres de la clínica. Nicolette hizo lo imposible por contener un suspiro. Desde el momento en que había entrado en la clínica aquella mañana, no había escuchado más que alabanzas y comentarios de adoración sobre el nuevo cardiólogo, que había ocupado la vacante que había dejado el doctor Gray Walter tras su jubilación. Sin embargo, en lo que se refería a Nicolette, ningún hombre podría ocupar el puesto del viejo galeno, que había trabajado incansablemente para asegurarse de que todos y cada uno de sus pacientes disfrutaban de la mejor atención médica. Mientras otros médicos se divertían en las pistas de golf o se marchaban a pescar a la costa, el doctor Walter permanecía en la clínica, entregándose a sus pacientes. Nicolette no esperaba que el nuevo tuviera la misma dedicación. Después de todo, sólo tenía veintinueve años y no se hablaba de él más que para comentar su atractivo físico.

–Sí, ya lo he oído –dijo Nicolette sin mucho entusiasmo. Aquél era su primer día de trabajo en Coastal Health después de las dos semanas de permiso que se había tomado para cuidar a su madre enferma. Aunque no había esperado encontrar una fiesta de bienvenida para celebrar su regreso, le habría gustado que, al menos una persona, le expresara alegría por su vuelta al trabajo. Por el contrario, el doctor Garroway parecía haber puesto la clínica patas arriba.

La joven enfermera frunció el ceño y la miró como si no la entendiera.

–No parece usted muy emocionada. ¿Es que aún no lo conoce?

–Por supuesto que no estoy emocionada –respondió Nicolette–. Y aún no lo conozco. Tengo cosas mucho más importantes que hacer, como ocuparme de mis pacientes.

Tomó el expediente que la otra enfermera tenía en la mano y se marchó. Mientras avanzaba por el pasillo que llevaba a su despacho, prácticamente sintió los ojos de las dos enfermeras sobre su espalda, como si ella fuera una especie de vieja amargada. Tal vez tenían razón. No recordaba la última vez que se había sentido ligeramente emocionada sobre un miembro del sexo opuesto. Desde que se separó de su esposo, ni siquiera había mirado a un hombre dos veces. Ya había tenido bastante de hombres guapos en su vida y no le interesaba repetir la experiencia.

Diez minutos más tarde, Nicolette estaba sentada en su despacho, repasando los resultados de una serie de análisis antes de recibir a su primer paciente cuando la enfermera que trabajaba con ella en su consulta entró en el despacho.

–Hay una persona en la sala de espera que desea verla, doctora –dijo.

Nicolette frunció el ceño y miró a Jacki, una joven pelirroja y con una efervescente sonrisa que le duraba todo el día incluso cuando a los demás ya les había derrotado la fatiga. Durante los últimos tres años, Jacki había estado trabajando junto a Nicolette. Se había convertido en una amiga y, afortunadamente, Nicolette podía hablar con ella como tal.

–Debería haber una sala de espera llena de pacientes –replicó secamente.

–Y las hay, además de una persona en concreto. Le he dicho que vendría a ver si tenías un minuto.

Nicolette frunció el ceño.

–¿Se trata de un hombre?

Jacki asintió y entró en la consulta. Entonces, se inclinó sobre Nicolette y susurró:

–El nuevo cardiólogo. Creo que todas las mujeres que hay en la sala de espera están fingiendo tener problemas de corazón.

Nicolette murmuró una maldición, arrojó el bolígrafo que tenía en la mano sobre la mesa y apartó su sillón.

–¿Y por qué no le has dicho a ese hombre que estoy ocupada? ¡Te aseguro que no le habrías estado mintiendo!

Jacki no se mostró en absoluto afectada por las palabras de Nicolette. Se limitó a levantar las palmas de las manos.

–Porque se limitaría a regresar más tarde. Además, sólo se está mostrando sociable, algo que tú normalmente tratas de ser.

Nicolette apretó los labios y se levantó de la butaca de cuero negro. Jacki tenía razón. Salir a conocer al médico recién llegado al grupo era lo que debía hacer. Nadie le había dicho que tenía que caer rendida a los pies de aquel hombre como parecían haber hecho el resto de las mujeres de la clínica.

–Muy bien. Saldré a conocer al doctor Garroway –dijo mientras pasaba al lado de la enfermera–. Y después me pondré a trabajar.

Sin detenerse para ver si Jacki la seguía, Nicolette salió del despacho y avanzó por un estrecho pasillo. Cuando abrió las puertas de la sala de espera, vio la espalda de un hombre muy alto que se encontraba en el centro de un grupo de pacientes femeninas. ¡Las pacientes de Nicolette!

–Oh, hola, doctora Saddler. ¿Puedo pasar ya?

La pregunta la había realizado una anciana con artritis crónica, de la que Nicolette se ocupaba habitualmente.

–Hola, señora Gaines. La veré dentro de unos minutos. Ahora voy a…

En aquel momento, el doctor Garroway se dio la vuelta. Durante un instante, ella tuvo que hacer un profundo esfuerzo para no quedarse boquiabierta.

Por lo que había escuchado a lo largo de la mañana, había esperado ver un hombre joven y mono, tal vez incluso guapo. En lo único en lo que había acertado era en lo de joven. El resto de su persona sólo podía describirse como deslumbrante. Nicolette se sentía como si alguien le hubiera dado un golpe en el diafragma. Casi no podía respirar.

Cuando vio que él se dirigía hacia ella, consiguió recuperar la compostura y, de algún modo, logró ofrecerle la mano a su nuevo colega.

–Hola, soy Nicolette Saddler, médico asistente –dijo–. Usted debe de ser el doctor Garroway.

Un par de finos labios se desplegaron para esbozar una amplia y pícara sonrisa.

–Para usted, doctora, sólo Ridge.

La voz encajaba a la perfección con aquel rostro. Duro, varonil y demasiado sexy como para ser de curso legal. Ridge Garroway distaba mucho de ser el guaperas que había esperado. Tenía unos rasgos esculpidos y enjutos que llevaban a pensar que había estado en alguna que otra pelea a lo largo de su vida. Su cabello rubio oscuro era liso, con unos reflejos naturales de color miel, y lo suficientemente largo como para que se pudiera considerarlo algo desaliñado. Aunque él había hecho el esfuerzo de peinárselo para apartárselo del rostro, le caían unos mechones por la frente que le daban un aspecto de niño travieso. Unos ojos cálidos, de color marrón caramelo la observaban bajo un par de espesas cejas. El brillo que vio en aquellos ojos puso a Nicolette inmediatamente en estado de alerta.

Se aclaró la garganta y miró a su alrededor. Un auditorio de pacientes estaba completamente pendiente de sus palabras.

–¿Le importaría que habláramos en el pasillo? –sugirió ella.

–Por supuesto que no. Detrás de usted. Nicolette respiró profundamente y se dirigió de nuevo hacia la puerta con el cardiólogo pisándole los talones. Cuando estuvieron por fin en el pasillo, ella se dio la vuelta con la esperanza de que no se le notara en el rostro la agitación que sentía.

–Siento… le pido disculpas por la curiosidad de los pacientes –dijo ella–. Sólo quería darle la bienvenida a la clínica.

Él movió los labios con un gesto de diversión mientras recorría el rostro de Nicolette con la mirada. Ella sintió cómo un calor poco habitual en ella le cubría las mejillas.

–No tiene por qué disculparse por los pacientes –dijo él–. Me gusta la gente. Los curiosos y todos los demás. Y, aunque se lo agradezco mucho, no he venido para que me dé la bienvenida a la clínica. Tenía muchas ganas de conocerla.

Nicolette levantó las cejas y miró al otro médico con cautela. ¿Por qué un médico como él podría estar interesado en conocer a una vulgar asistente médico como ella?

–¿De verdad? No puedo imaginarme por qué.

Él lanzó una carcajada, que se deslizó sobre la piel de Nicolette como si fuera una brisa cálida y juguetona. Se contuvo para no suspirar.

–No sea tan modesta, doctora. Según me han dicho, es usted la médico más popular de toda la clínica y puede que incluso de toda la ciudad. Quería ver con mis propios ojos cómo era esa supermujer.

Algo avergonzada por aquellos halagos, Nicolette apartó la mirada. Al final del pasillo, Jacki estaba en un pequeño mostrador que contenía una pequeña sala en la que se guardaban los medicamentos. Aunque la enfermera parecía estar ocupada, Nicolette sospechaba que se mantenía ojo avizor con la esperaba de captar alguna frase de la conversación de los dos médicos.

–Evidentemente, alguien le ha estado tomando el pelo, doctor Garroway. Ni siquiera soy médico. Soy tan sólo una asistente médico. En cuanto a eso de ser tan popular, creo que exagera.

Él chascó la lengua con desaprobación.

–Ya estamos otra vez. Modesta de nuevo. Acabo de estar en su sala de espera. Está completamente llena. ¿Qué indica eso?

Que Nicolette estaba ocupada y nada más. Eso era lo que le habría gustado decirle, pero se tragó las palabras. Resultaría algo incómodo que empezara con mal pie con aquel hombre, en especial cuando los dos iban a trabajar en el mismo edificio. Sin embargo, estaba recibiendo toda clase de sensaciones de él y ninguna de ellas tenía que ver con el ejercicio de su profesión.

Trató de mantener la voz tranquila y dijo:

–Me indica que hay muchas personas enfermas por aquí.

Cuando volvió a mirarlo, se sobresaltó de nuevo al ver que él la estaba observando atentamente, como si ella fuera una flor que él tuviera grandes deseos de arrancar.

Nicolette respiró profundamente y se dijo que se equivocaba. Aquel joven médico no se le estaba insinuando con la mirada. Simplemente estaba siendo él mismo, comportándose como el seductor que era con todas las mujeres. Los días que había pasado cuidando de su madre la habían dejado agotada y por eso no era capaz de pensar con claridad.

–Me han dicho que usted trabajaba para el doctor Walters –dijo él.

Dios, ¡qué alto era! Aunque Nicolette medía un metro setenta y seis aproximadamente, le cabría fácilmente debajo de la barbilla. No es que ella fuera a acercarse tanto, pero tenía que admitir que aquel esbelto cuerpo era una pura belleza, con sus anchos hombros, estrecha cintura y piernas largas y musculadas.

–Es cierto. El doctor Walters era maravilloso. Lo echo mucho de menos.

«Y me gustaría que estuviera aquí en vez de usted». A Ridge le pareció que era casi como si lo hubiera dicho en voz alta, pero no se dejó intimidar. Aquella mujer no lo conocía personalmente, pero iba a asegurarse de que, tarde o temprano, lo conociera y tal vez entonces terminaría diciendo que él también era maravilloso. No entendía por qué era tan importante para él que ella cambiara de opinión sobre su persona, en especial cuando él tampoco la conocía personalmente. Sin embargo, todos sus colegas hablaban de la médico asistente Saddler con gran admiración. Él valoraba el respeto de aquella mujer.

–Estoy seguro de que lo echa mucho de menos –dijo él–, pero el doctor Walters tiene la jubilación bien merecida y yo le he asegurado que voy a cuidar a sus pacientes lo mejor que pueda. Él confía en mí. ¿Y usted?

Nicolette lo miró de un modo que dejaba muy claro lo rara que consideraba aquella pregunta.

–¿Confiar en usted? –repitió con escepticismo.

–Así es. En que yo sea un buen médico completamente entregado a sus pacientes.

Ella bajó la mirada al suelo. Ridge aprovechó para observarla más atentamente. Desde el momento en que la vio en la sala de espera, había deseado mirarla fijamente. Aquella mujer no era lo que había esperado. En vez de llevar zapatos de tacón grueso, gafas y un severo recogido de cabello, presumía de tacones de aguja, unos limpios ojos grises y una larga melena castaña que le llegaba libremente hasta la mitad de la espalda. Le costaría adivinar su edad, pero ese detalle no importaba. Era la mujer más hermosa y sexy que había visto en toda su vida.

–Oh –dijo ella–. Bueno, estoy segura de que usted conoce bien su profesión. De otro modo, no estaría aquí.

Aquélla no era la respuesta que Ridge esperaba escuchar. Le dio la sensación de que ella ya se había formado una opinión sobre él. Una opinión que no resultaba en absoluto halagadora.

–Me han dicho que, a partir de ahora, usted va a trabajar para el doctor Kelsey.

–Así es.

Ella ciertamente no le estaba ayudando con la conversación.

–¿Por qué?

–¿Cómo dice?

Él se encogió de hombros.

–Simplemente me estaba preguntando por qué ha elegido trabajar para él. Dado que usted trabajaba para el doctor Walters antes de que él se jubilara, lo lógico habría sido que siguiera trabajando para mí. ¿Acaso le aburren las patologías de corazón?

Aquella pregunta la pilló completamente desprevenida. Le costó encontrar las palabras adecuadas para responder. Se aclaró la garganta y dijo:

–El doctor Kelsey es médico de familia. Él trata pacientes con gran variedad de problemas y yo atiendo a los que él no puede ver. En cuanto a lo de trabajar con usted, tengo que decir que no le conozco. Además, nadie me había dicho que usted quería tener un asistente.

–Quise tenerlo en el momento en que oí hablar de usted –dijo él, sonriendo.

Cuando ella se cruzó los brazos por debajo de los senos, Ridge no pudo evitar fijarse cómo la almidonada tela de la bata blanca se le moldeaba sobre ellos. Incluso con la bata, se veía perfectamente que era una mujer de hermosas curvas.

Le miró la mano izquierda y se sorprendió mucho al ver que no tenía alianza de boda. Con su aspecto físico, cualquiera habría pensado que un hombre se la habría quedado hacía ya mucho tiempo. De todos modos, podía ser que ella fuera una de esas mujeres que se centraban sólo en su carrera y que no deseara tener la responsabilidad extra de estar casada. En cualquier caso, pensaba averiguarlo todo sobre ella.

–Eso es… muy amable de su parte, doctor Garroway, pero…

–Me gustaría mucho que me llamara Ridge –le interrumpió él–. Después de todo, creo que nos vamos a encontrar con bastante frecuencia.

«No si puedo evitarlo», se prometió Nicolette. El encanto de aquel hombre era tan letal como una flecha ardiendo y Nicolette no estaba dispuesta a dejar que él apuntara hacia ella.

–Bien, Ridge, aunque no creo que vayamos a encontrarnos mucho, porque estoy segura de que los dos vamos a estar muy ocupados –dijo, mirando con intencionalidad el reloj–. Al menos yo lo estoy en estos minutos. Espero que me perdone, pero tengo muchos pacientes esperando.

Lo miró esperando que su expresión se hubiera hecho más neutra, pero, si había cambiado, había sido para profundizar aún más la sonrisa y para conseguir que le brillaran aún más los ojos.

–Por supuesto –dijo él afectuosamente–. Yo también tengo trabajo esperándome. Pero nosotros los médicos debemos tomarnos tiempo para nosotros mismos. Si no lo hiciéramos, necesitaríamos que otra persona se ocupara de nosotros.

Para indignación de Nicolette, le guiñó un ojo y, entonces, se dio la vuelta para marcharse. Antes de desaparecer detrás de una puerta, miró por encima del hombro y dijo:

–Encantado de conocerte, Nicolette.

 

 

Aquella noche, mientras Nicolette conducía a Sandbur Ranch, su hogar, no pudo dejar de pensar en el doctor Garroway. De hecho, se sentía furiosa consigo misma porque no había podido dejar de pensar en él todo el día. No era propio de ella dejar que la distrajera nada o nadie y tenía que admitir que no era mejor que las enfermeras que no habían dejado de hablar sobre él durante todo el día.

No se podía decir que Ridge Garroway la hubiera cautivado. No. Más bien la había irritado profundamente con su arrogante sonrisa y aquellos ojos castaños que parecían observarlo todo. ¡La había mirado como si quisiera comerla! ¡Y aquel guiño de ojos! Era el gesto menos profesional que había visto en toda su vida. Muy sexy, sí, pero totalmente fuera de lugar. Además, tan sólo hacía unos minutos que la conocía…

«Olvídalo, Nicolette. Olvídalo», se dijo mientras aparcaba el coche y recogía su trabajo del asiento del pasajero. No iba a trabajar con él. Como le había dicho a él, dudaba mucho que sus senderos fueran a cruzarse muy a menudo, por lo que no tendría que enfrentarse a su descaro diariamente.

En aquellos momentos, estaba lista para relajarse en casa. El rancho tenía una casa principal en la que Nicolette vivía con su madre y Lex, su hermano pequeño. Construida en el estilo tradicional de las haciendas, era enorme, como la otra vivienda que había en el rancho y que ocupaban sus primos Matt y Cord Sánchez.

El rancho Sandbur no era una simple finca pequeña cerca de Victoria, Texas. Se extendía a lo largo de kilómetros a la redonda. Había habido una época en la que las familias Saddler y Sánchez habían sido lo suficientemente numerosas como para necesitar aquellas espaciosas casas, pero eso ya había cambiado. La hermana pequeña de Nicolette, Mercedes, estaba sirviendo en aquellos momentos en las Fuerzas Aéreas. Lucita, su prima pequeña, se dedicaba a la enseñanza en Corpus Christi. Paul Saddler, el padre de Nicolette, había muerto diez años atrás y hacía casi seis que la tía Elizabeth murió por complicaciones de su diabetes. Incluso Nicolette se había marchado del rancho durante los nueve años que estuvo casada con Bill. Sin embargo, aquél era otro hombre y otra etapa de su vida sobre los que ella prefería no pensar.

Mientras se acercaba al porche, vio que dos antorchas de bambú iluminaban tenuemente a alguien que estaba sentado sobre una mecedora de mimbre. Cuando se acercó, vio que se trataba de Geraldine, su madre. Tenía apoyados los pies sobre una mesa del mismo material. En la mano, un vaso de cristal.

Nicolette lanzó un suspiro de agotamiento.

–Buenas noches, Nicci. Hoy llegas muy tarde.

–Hola, madre –dijo, tras darle un beso a su progenitora en la mejilla–. ¿Qué estás haciendo aquí fuera a estas horas de la noche? Te dije que…

–No empieces, Nicci –le interrumpió Geraldine–. Llevo tanto tiempo metida en esa casa que me estoy empezando a sentir como una gallina clueca.

–Mejor estar en casa que en la habitación de un hospital –le recordó Nicolette–. Por cierto, ¿qué estás bebiendo?

–Cocinera me ha preparado una margarita muy suave. Créeme si te digo que en este vaso no hay suficiente tequila ni para emborrachar a un pájaro, conque mucho menos a tu madre. Por lo tanto, deja de preocuparte.

Nicolette suspiró y se sentó en una silla cerca de la de su madre.

–Supongo que resulto algo mandona, ¿verdad?, pero yo sólo quiero que vuelvas a ser la de siempre.

Durante dos semanas, Geraldine había estado muy enferma con un caso muy agudo de bronquitis veraniega. A sus sesenta y tres años, la madre de Nicolette aún tenía un aspecto muy joven y era una mujer muy fuerte y saludable. Desgraciadamente, aquel verano había sido extremadamente seco y polvoriento. Como Lex y Matteo habían estado muy ocupados, ella se había encargado de supervisar los trabajos de recogidas de las alpacas de paja en la pradera sur. La nube de polvo y de partículas de paja no le había hecho bien alguno a sus pulmones. Lo único que había impedido que ingresara en el hospital habían sido los diligentes cuidados de Nicolette.

–Lo comprendo, cielo. Tienes todo el derecho a regañarme. Por mí, perdiste dos semanas de trabajo. ¿Cómo voy a poder pagarte esto?

Nicolette se echó a reír. El dinero no era un problema ni para ella ni para ninguno de los miembros de su familia. Tras llevar casi un siglo criando una de las mejores ganaderías del negocio, el rancho los había convertido en personas muy ricas. Nicolette trabajaba en la Medicina porque siempre había sentido un profundo deseo de ayudar a la gente, pero no lo necesitaba para ganarse la vida.

–No volviéndote a acercar a los campos de heno.

Geraldine levantó su copa y se la ofreció a su hija.

–Toma un sorbo. Creo que lo necesitas.

Nicolette lanzó un gruñido. Su madre no tenía que decirle que tenía un aspecto muy cansado. Se había visto en el espejo del aseo de la clínica antes de marcharse. Tenía el cabello alborotado y unas profundas ojeras en el rostro. Si el doctor Ridge Garroway la viera en aquellos instantes, seguramente no le dedicaría ni una sola de sus resplandecientes sonrisas. Insistió en silencio en que aquello no importaba. No quería ni una sonrisa ni nada de lo que él pudiera ofrecerle. No estaba buscando una relación sentimental.

–Pues sí que necesito una copa –admitió Nicolette–. Ha sido un día, muy, muy largo. Parecía que a todo el mundo le dolía algo. El doctor Kelsey no podía con todos sus pacientes y me mandó algunos a mi consulta.

Geraldine tomó el teléfono móvil que tenía encima de la mesa de café y marcó un número.

–Pobrecilla… en ese caso, ponte cómoda mientras yo llamo a Cocinera.

Nicolette hizo lo que su madre le había sugerido. Acababa de ponerse cómoda cuando Cocinera apareció en el porche con una pequeña jarra de margarita helada y un vaso con el borde recubierto de sal.

El nombre de Cocinera era en realidad Hattie Tibideaux, pero llevaba tantos años siendo la cocinera de Sandbur que ya todo el mundo la llamaba simplemente por su profesión. Pasaba ya de los setenta años, pero su figura alta y erguida era mucho más juvenil que la de una mujer veinte años más joven. A pesar de su avanzada edad, su cabello negro sólo estaba ligeramente salpicado de gris y lo llevaba siempre recogido, o con una coleta o con una trenza. Llevaba las uñas y los labios pintados de rojo. Nicolette estaba segura de que la mujer había sido una belleza muy exótica en su día.

–Gracias, Cocinera, eres un amor –le dijo Nicolette mientras la mujer colocaba la jarra y el vaso sobre la mesa.

Cocinera se irguió y, con las manos sobre las caderas, observó atentamente a Nicolette.

–Está hecha usted unos zorros, señorita Nicci. ¿Acaso están intentando matarla en esa clínica?

–En realidad, no. Simplemente hay muchas personas enfermas.

La anciana chascó la lengua con desaprobación.

–Demasiado ajetreo. Eso es lo que hace que la gente se ponga enferma. Si el ritmo de vida fuera mucho más lento, todos viviríamos mucho más tiempo.

Nicolette le dedicó a la mujer una cansada sonrisa.

–Pues a ti parece que el ajetreo te sienta bien, Cocinera. Estás igual de joven que hace diez años.

–¡Ja! –exclamó la mujer, al tiempo que hacía un gesto de rechazo con la mano. Entonces, se dirigió de nuevo hacia la puerta–. Mi ritmo de vida no es rápido, señorita Nicci. Estoy siempre en la cocina, donde soy feliz.

Con eso, la anciana desapareció en el interior de la casa. Nicolette se sirvió una copa.

–Supongo que ése es precisamente el secreto de la buena salud y de la longevidad de Cocinera. Es feliz –comentó, pensativamente.

Geraldine la observaba atentamente.

–Hablando de ser feliz, esta noche hay algo en tu rostro, cariño, que me preocupa. ¿Ocurre algo? No estarás pensando en Bill, ¿verdad?

–Si crees que sigo pensando en Bill, no puedes estar más equivocada –replicó ella, con firmeza.

–No me irás a negar que te sentiste muy dolida cuando él te dejó por esa… esa otra mujer.

Nicolette gritó en silencio. Aquella noche no estaba de humor para hablar de Bill ni del fracaso de su matrimonio, pero no quería cortar de raíz las preguntas de su padre. Sabía por experiencia que eso sólo le haría querer indagar más.

–Ya sabes lo que siento sobre eso, madre. No fue del todo culpa de Bill. Yo lo dejé solo demasiadas noches y él… él decidió perderse.

–Dios mío, estabas trabajando, Nicci. No te marchabas de juerga por ahí mientras él se quedaba solito en casa esperándote.

Eso era cierto. Sin embargo, también lo era que había trabajado hasta la extenuación para olvidarse de que su esposo la había engañado, de que ninguno de los planes especiales que habían hecho antes de casarse se iba a hacer realidad.

–Créeme si te digo, madre, que nada de lo que Bill hizo o dejó de hacer importa ya.

–¿Cómo puedes decir eso cuando todo lo ocurrido aún te hace mucho daño? –replicó Geraldine–. Si no importara, habrías encontrado ya a otro hombre. Estarías casada, tendrías hijos… En vez de eso, ¡sigues matándote para curar a la mitad de la ciudad!

–¿Acaso tiene eso algo malo? –replicó Nicolette, con un cierto resentimiento–. Yo creía que ayudar a que las personas enfermas sanen era una noble causa.

–Por supuesto que lo es, Nicci, pero hay otras cosas en la vida, ¿sabes? Me gustaría tener nietos antes de morir…

El dolor que siempre había estado latente en el pecho de Nicolette tomó vida.

–Lex o Mercedes te pueden dar nietos cuando llegue el momento. Además, aún te queda mucho para morirte, madre.

–Tal vez eso sea cierto, pero también lo es que queda mucho para que tus hermanos pequeños me den a mí nietos. Lex es demasiado seductor como para sentar la cabeza, al menos en un futuro próximo y, en cuanto a Mercedes, ella jamás va a conseguir olvidarse de ese canalla que le rompió el corazón en la universidad. Al menos, no lo suficiente como para casarse y tener una familia.

Por alguna extraña razón, la imagen de Ridge Garroway se le apareció en el pensamiento. Nicolette se preguntó si él pertenecía a la clase de hombre que querían sentar la cabeza y tener hijos. No lo parecía. De hecho, con su aspecto y su encanto personal, podría tener una enfermera esperándolo en cada rincón del hospital.

Nicolette dio otro trago a su bebida con la esperanza de que el tequila le ayudara a borrar del pensamiento la maravillosa sonrisa del médico.

–Mercedes está en las Fuerzas Aéreas, madre. En estos momentos tiene otras cosas en mente. Dale tiempo.

Geraldine sacudió lentamente la cabeza.

–Lo mejor sería que afrontara el hecho de que la vida es diferente de lo que era cuando yo tenía vuestra edad –musitó con tristeza–. Entonces, los jóvenes consideraban muy importante el hecho de encontrar una pareja permanente.

–Lo sigue siendo. Simplemente ahora nos resulta más difícil. Además, ¿qué te ha hecho ponerte a pensar en todo esto? No es propio de ti empezar a presionar a los hijos.

Geraldine se encogió de hombros.

–No lo había pensado hasta que te sentaste aquí y conmigo y vi lo triste que está tu rostro. Pensé que podría ser por Bill, pero supongo que me he equivocado. ¿Quieres hablar de ello?

Nicolette se terminó su copa y dejó el vaso junto a la jarra.

–No te preocupes, madre. He tenido un día demasiado largo. Además, he conocido al médico que ha sustituido al doctor Walters.

Un repentino interés hizo que Geraldine se incorporara en la silla.

–Oh… ¿Y cómo fue? ¿Cómo es él?

–Es… Bueno, para serte sincera, me sorprende que la clínica haya contratado a alguien tan joven. He oído que tiene veintinueve años.

–Ser joven no es un delito.

–Por supuesto que no, pero significa que no puede tener mucha experiencia.

–Todo el mundo tiene que empezar por algún lado. Tú también tuviste que hacerlo.

–Sí, lo sé, pero el doctor Walters era tan maravilloso y el nuevo médico… Simplemente no me parece tan profesional.

–¿De verdad? ¿Qué te hace decir eso?

Con los dedos de las dos manos, Nicolette se masajeó las sienes. ¿Cómo podía describir el brillo de los ojos de Ridge Garroway o el guiño que le había dedicado sin darle alas a la imaginación de su madre?

–Yo… Bueno, simplemente no parece un médico.

De repente, Geraldine soltó una carcajada. Nicolette la observó con cierto enojo.

–¿De qué te ríes? Es verdad. Más bien parece… no sé, un playboy en vez de un médico.

Sin dejar de reír, Geraldine le preguntó:

–¿Desde cuándo tiene el aspecto físico algo que ver con ser médico? Vamos, Nicci… ¿No crees que te estás esforzando demasiado por encontrarle algo malo a ese hombre?

Nicolette frunció el ceño y consideró la pregunta de su madre. ¿Podría tener razón Geraldine?

–Está bien, para serte sincera, creo que simplemente es un donjuán. Me dijo… toda clase de comentarios sugerentes, como que preferiría que hubiera elegido trabajar para él en vez de para el doctor Kelsey.

Geraldine volvió a soltar la carcajada.

–¿Y qué tiene eso de malo? Estoy segura de que se ha enterado de que eres muy buena en tu trabajo.

–Sí, pero más que lo que dijo fue cómo lo dijo. Tenía un brillo en los ojos que me hizo sentir como una idiota.

Geraldine colocó una mano sobre el brazo de su hija.

–¿No querrás decir que, más bien, te hizo sentir como una mujer?

La pregunta de su madre dejó a Nicolette tan incómoda que se puso inmediatamente de pie y recogió el maletín que había dejado en el suelo.

–Voy a ducharme y a cenar un poco –le dijo a su madre–. Se está haciendo tarde y tengo que regresar a la clínica mañana por la mañana muy temprano.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

UNOS cuantos minutos más tarde, después de darse una ducha y de ponerse una bata, Nicolette estaba demasiado cansada para comerse el plato de comida que Cocinera le puso delante. Al final, consiguió tomarse la mitad del salmón con arroz antes de dirigirse a su dormitorio.

Se había llevado a casa varios artículos que hablaban sobre medicamentos que iban a ponerse en venta muy pronto, pero, en cuanto se metió en la cama y se puso a leer el primero, los párpados empezaron a cerrársele.

Dos horas más tarde, estaba profundamente dormida con la lámpara de la mesilla de noche aún encendida cuando, de repente, el teléfono comenzó a sonar. Dado que la línea que tenía en su habitación era privada, no podía confiar en que nadie más contestara.

Trató de deshacerse de la somnolencia que la embargaba y agarró el teléfono.

–¿Sí?

–¿Es usted, señorita Saddler? ¿Nicolette?

La voz sonaba vagamente familiar, pero no sabía a quién pertenecía.

–Sí. ¿Quién es?

–El doctor Garroway… Ridge. ¿Se acuerda de mí?

A pesar de su profundo agotamiento, Nicolette se sentó de un salto en la cama.

–Doctor… Humm, ¿por qué me llama? Es… –dijo, al tiempo que se giraba para ver la hora que marcaba el despertador digital que tenía sobre la mesilla de noche. Se quedó atónita al ver que eran las doce y veinte–. Es muy tarde y…

–Siento haberte despertado de esta manera, Nicolette, pero estoy teniendo un pequeño problema aquí en el hospital y…

El hecho de que él la tuteara la distrajo de tal manera que no pudo evitar preguntarle muy sorprendida:

–¿Estás en el hospital?

–Sí, claro… Soy médico –le recordó él secamente.

Nicolette se sintió muy estúpida. Una vez más, trató de despertarse del todo y de recuperar el sentido común.

–Lo siento, no… Es que estaba dormida. ¿Y dices que estás teniendo un problema? ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

–Mi paciente quiere verte. Parece que tú eres su doctora favorita y no confía en que yo me ocupe de él a menos que tú estés aquí. He tratado de explicarle que…

–¿De quién se trata?

–Dan Nelson. Es…

Dan Nelson tenía noventa y un años y había estado trabajando como vaquero en Sandbur hasta que cumplió más de ochenta. Era un hombre algo gruñón, pero Nicolette lo adoraba.

–Sí, sí, lo conozco. Estaré ahí dentro de veinte minutos.

–Espera, Nicolette. Tal vez no sea necesario que vengas al hospital. Podría bastar con que hablaras con él por teléfono.

–Ese hombre es mucho más importante para mí que eso –le espetó ella.

–Está bien –respondió Ridge tras una pequeña pausa–. Te agradezco tu ayuda. Por cierto, estoy en el hospital del condado.

–Te encontraré.

Nicolette colgó el teléfono y se levantó rápidamente de la cama. Mientras sacaba algo de ropa del armario y se vestía con rapidez, lanzó un gruñido. Lo último que hubiera querido era ver a Ridge Garroway a altas horas de la noche. Sin embargo, Dan la necesitaba. Nicolette era una profesional de la medicina en primer lugar y luego una mujer.

Mientras pudiera tener en cuenta este hecho, podría encontrarse cara a cara con el nuevo médico sin que se le alteraran lo más mínimo los latidos del corazón.

 

 

Veinte minutos más tarde, Nicolette aparcaba su coche frente al hospital y entraba rápidamente en el interior del edificio. Cuando llegó al ascensor, apretó el botón de subida y, mientras esperaba a que se abriera una puerta, se puso rápidamente una bata blanca sobre la camisa y los vaqueros que llevaba puestos.

Al llegar al tercer piso, donde estaban localizados la mayor parte de los enfermos de medicina interna, se dirigió al puesto de enfermeras. Bess, la enfermera que en aquellos momentos estaba sentada frente al ordenador, miró a Nicolette con una ligera sorpresa.

–¿Doctora Saddler? ¿Es usted?

Nicolette se llevó una mano al cabello. Ni siquiera se lo había recogido con un pasador y lo llevaba volando por encima de los hombros. No llevaba ni una gota de maquillaje en el rostro y comprendió que debía de tener muy mal aspecto y parecer muy poco profesional, pero su apariencia era lo último que le preocupaba en aquellos momentos.

–Sí, Bess. Estoy buscando al doctor Garroway. ¿Está en esta planta?

–Sí. La última vez que lo vi estaba en la habitación 301 con un tal señor… Nelson –dijo, tras consultar el listado de pacientes.

–Gracias.

Desde el puesto de enfermeras, Nicolette dio un rápido giro hacia la izquierda, lo que la llevaba al ala este. Estaba a punto de llegar a la habitación cuando el doctor Garroway apareció de repente en el pasillo.

Sonrió y saludó con la mano. Nicolette tragó saliva y se dirigió rápidamente hacia él.

–¿Cómo está? –le preguntó antes de que él tuviera oportunidad de hablar.

La aprensión que se mostraba en el rostro de la mujer provocó que el otro médico levantara las cejas.

–¿Tan estrecha es tu relación con el señor Nelson?

–Lo conozco desde que era una niña muy pequeña. Trabajó para mi familiar durante más de cincuenta años. Por supuesto que tengo una relación muy estrecha con él. Lo adoro.

Ridge le colocó una mano sobre el hombro. Nicolette no había pedido que él la reconfortara en modo alguno, pero comprendió que la fuerza de aquel contacto le daba mucha fuerza. En aquel momento, lo agradeció profundamente.

–Tranquila, creo que el señor Nelson se va a poner bien. Es decir, si me permite que me ocupe de él. Necesita un diurético que le ayude a reducir el líquido que tiene en los pulmones, pero no quiere que la enfermera o yo se lo proporcionemos.

Nicolette suspiró aliviada.

–Sé que su corazón no es muy fuerte. Temía que hubiera sufrido un ataque al corazón.

–No. Nada de eso. En estos momentos, se trata principalmente de un problema pulmonar.

Nicolette asintió e hizo un gesto de dolor.

–Años y años de fumar cigarrillos sin boquilla –explicó–. Veré lo que puedo hacer. Normalmente conmigo se porta bien.

–Te lo agradecería mucho –dijo Ridge. Entonces, le indicó la puerta cerrada.

Nicolette llamó y entró en la pequeña habitación. Una luz fluorescente iluminaba la cabecera de la cama de Dan y el rostro arrugado del viejo vaquero. En aquel momento, tenía los ojos cerrados, pero cuando ella le habló los abrió de par en par.

–Dan, soy yo, Nicci –dijo ella suavemente–. ¿Cómo estás?

El anciano extendió la mano y le indicó que se acercara. Nicci se apresuró a hacerlo y tomó la huesuda mano de Dan entre las suyas.

–Nicci, cielo… Creía que no ibas a llegar nunca.

Ella le frotó el brazo y luego le deslizó los dedos por la húmeda frente.

–Bueno, pues ya estoy aquí. Ahora, dime qué es lo que te pasa.

–¡No me pasa nada! Simplemente tengo un poco de dificultad para respirar. Esa maldita vieja que me cuida pensó que necesitaba venir al hospital. Ya le he dicho que la voy a despedir por esto –musitó–. Lo único que necesito es un buen trago de bourbon, pero ella no me lo quería dar…

A pesar de la situación, Nicci sonrió.

–¿Te refieres a Opal, la que se ocupa de tu casa?

–Así es. La mujer más chismosa que he conocido en toda mi vida –bufó. Entonces, señaló hacia la puerta, hacia el lugar en el que Ridge estaba esperando pacientemente–. Y ese matasanos quiere pincharme con una aguja. ¡No sabe lo que necesito! ¡Si seguro que hace dos días que le han quitado los pañales!

Nicolette le frotó el pecho con una mano muy suavemente.

–Dan, el doctor Garroway está tratando de ayudarte. Y sabe muy bien lo que está haciendo. Ese pinchazo te ayudará a respirar mejor.

–Ni hablar. Lo que va a hacer es que me pase toda la noche yendo al cuarto de baño. No. No voy a dejar que me ponga nada.

El anciano sacudió la cabeza con obstinación.

–O dejas que te lo pongan o llamo a mi madre –le advirtió Nicolette–. Y ya sabes que ella no será tan comprensiva contigo como lo estoy siendo yo.

El anciano la contempló durante unos instantes. Entonces, le dedicó una débil sonrisa.

–Niñita mía… tú siempre fuiste mi princesita. Si tú dices que yo necesito esa medicina, dejaré que me la pongan. No me gusta, pero me la pondré. Por ti.

–Ése es mi Dan –dijo ella muy contenta. Entonces se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente–. Quiero que te pongas bien. Por eso, vas a hacer todo lo que el doctor Garroway te diga. ¿De acuerdo?

El anciano asintió y ella le dio un último beso en la mejilla antes de incorporarse y llamar a Ridge para que se acercara.

–Si tienes el diurético aquí, se lo pondré yo –le sugirió ella.

–La enfermera se lo llevó –respondió él. Rápidamente apretó un botón y pidió que volvieran a llevarle la medicación. Cuando la enfermera apareció con la jeringuilla, Ridge le indicó que se la diera a Nicolette.

Ella le inyectó la medicación al viejo vaquero antes de que él cambiara de opinión. Le prometió que estaría fuera por si lo necesitaba.

El doctor Garroway y ella salieron de la habitación. Entonces, se dirigieron a la zona de recepción de la planta. Dado que ya hacía mucho tiempo que había terminado la hora de visita, las luces de los pasillos estaban muy bajas y el ala del hospital estaba muy tranquila. Cuando estuvieron lo suficientemente alejados de la puerta de la habitación de Dan, Ridge se volvió hacia ella con una mirada de agradecimiento en el rostro.

–Gracias, Nicolette, por todas las molestias que te has tomado esta noche. Sé que te la he estropeado y me siento muy mal por ello, pero el señor Nelson se pondrá mucho mejor ahora. Podría haberle obligado a ponerse la medicación, pero no quería estresarlo aún más. Además, no se me caen los anillos por pedir ayuda cuando la necesito.

Aparentemente no. Este hecho sorprendió mucho a Nicolette. Se había imaginado que, al ser un médico joven, se creería más preparado que nadie y se negaría a pedir ayuda de ninguno de sus colegas, en especial a una mera asistente médico. Se alegraba de saber que se había equivocado.

–No te preocupes. Dan finge ser muy gruñón, pero en realidad tiene un corazón de oro. Creo que ya no te dará más problemas.

Ridge sonrió e, incluso en aquella semipenumbra, ella sintió el impacto de su encanto. Aquel hombre tenía un aire vibrante y arrollador, como si adorara la vida y quisiera que todos los que lo rodeaban hicieran lo mismo.

–En realidad, el viejo está en muy buena forma para la edad que tiene. Tal vez termine necesitando un marcapasos, pero ya nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento. Has dicho que trabajaba para tu familia… ¿Y qué hacía?

Aparentemente, o no sabía lo que era Sandbur o no la asociaba a ella con las familias que lo dirigían. Le gustaba la idea de que él no supiera que era la rica heredera de un rancho.

–Vaquero de rancho. No se hubiera podido encontrar uno mejor en toda Texas. Se ha pasado más horas en la silla de montar que las que tú llevas vivo –le dijo Nicolette.

Ridge lanzó una carcajada.

–Vamos, guapa. Que no soy tan joven.

Ni se suponía que ella era guapa. Al menos, no para él. Ridge Garroway era un profesional, un colega. Debería comportarse de acuerdo con la relación que había entre ambos.

–No sé si Dan estaría de acuerdo con eso –replicó ella. Entonces, miró el reloj–. Creo que voy a bajar a la cafetería para esperar hasta que el diurético empiece a hacer efecto y asegurarme de que mejora.

–Puedes marcharte a casa y meterte en la cama, Nicolette –dijo él, con una sonrisa–. Yo me aseguraré de que el señor Nelson recibe los cuidados apropiados.

Nicolette estaba agotada y necesitaba descansar, pero sabía que, si se iba a casa, se pasaría la noche preocupada. Los médicos como Ridge Garroway realizaban sus diagnósticos y les dejaban los pacientes a las enfermeras mientras ellos se marchaban a sus casas.

–Las enfermeras de aquí son buenas, pero quiero asegurarme de que está bien –comentó ella mientras se dirigía hacia el ascensor.

Ridge comenzó a caminar a su lado. Nicolette no pudo pasar por alto su envergadura y corpulencia, como tampoco el suave aroma a masculinidad que emanaba de su cuerpo. Durante aquel breve instante, se dio cuenta de que ella no era en nada diferente al resto del personal femenino de la clínica. Le encantaría ver los músculos que se escondían debajo de la camisa y pantalones que él llevaba puestos.

–Las enfermeras. ¿Y yo?

La sorpresa hizo que Nicolette se tropezara.

–¿No te marchas tú ya a casa?

Ridge la miró con desilusión.

–Veo que no tienes una buena opinión de mí, ¿verdad?

–Bueno, creo que vas a tener una consulta muy llena mañana –dijo ella, tratando de arreglarlo–. No puedes pasarte toda la noche en el hospital y esperar poder darles la atención debida mañana por la mañana.

–Bueno, me alegra escuchar que comprendes que soy humano. Joven, pero humano –bromeó él.